El camino desemboca en otro lado La película de Daniel Otero y Nicolás Suárez narra la historia de Hugo, un taxista solitario, futbolero y bastante protestón que se vincula con una pasajera separada y su hijo adolescente. Hugo (Carlos Portaluppi) es uno de los típicos tacheros que alguna vez hemos conocido. Quejoso, fanático del fútbol (San Lorenzo, en su caso), pasa gran parte del día recorriendo la ciudad. Los momentos de distención (de amistad o incluso sexuales) son pocos y no parecen palear la amargura que con frecuencia expresa. Un día una pasajera (Ana Katz) se sube al taxi con su hijo y se olvida allí su billetera. Él, con un poco de galantería, se acerca para devolvérsela y allí surge una suerte de “amistad compinche”, aunque algo distante. Vínculo que se profundiza cuando él comienza a alentar al muchacho a buscar un puesto en el club que tanto ama. Hijos nuestros (2015) tiene como eje central al fútbol (un tema que recorre buena parte de la programación del 30 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata); como espacio de pertenencia, pero también como la señal de una familia ausente. Pese a la soledad, siempre habrá un equipo para alentar; en las buenas y en las malas. En el caso de ella, la conexión con la vida es mucho más amorosa; si bien está criando a su hijo sola (el padre no da demasiadas señales), ambos se llevan muy bien. El trabajo y sus creencias budistas también la inclinan hacia una vida mucho más plena y equilibrada. Los directores consiguen plasmar el vínculo entre los personajes de manera orgánica, apelando a una puesta en escena sencilla, que captura momentos de verdad en el mundo cotidiano de cada uno de ellos. Se nota una química entre Portaluppi y Katz, quienes ya se habían destacado juntos en Una novia errante. Sin golpes bajos, pero sí con escenas que producen quiebres emocionales, Hijos nuestros transita una zona reconocible (en los temas, en los sentimientos que despliega, en los espacios) pero no cede ante el costumbrismo. No innova en ningún terreno, es verdad, pero sigue a sus personajes y no los traiciona; aún en sus miserias los muestra vulnerables, queribles, y abiertos a un cambio que los haga sentirse mejor.
La tristeza se revela inmediatamente en Hijos Nuestros ante ese primer plano, compuesto como doble encuadre delimitado por el parabrisas del auto, donde vemos a Hugo (gran tarea de Carlos Portaluppi), un taxista con rostro cansino, vencido y derrotado, en el devenir de su tarea monotemática y a repetición, construida por agiles elipsis por los realizadores Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez. Un mundo gélido y vacío, solo parcialmente ocupado por una pasión desbordada por San Lorenzo de Almagro, eje central del corazón del protagonista del film. Como en toda película que entienda el clasicismo, los personajes cambian, se modifican. Hugo comienza a cambiar cuando conoce a una madre con su hijo, interpretados por Ana Katz y Valentín Greco. El acercamiento se produce más por el interés de ver al chico jugando al fútbol de manera amateur que por una posibilidad sexual con la madre (de hecho, una escena de Hugo -fetichismo sexual incluido- con una prostituta nos deja claro eso) y nos va revelando partes del pasado del taxista, ex jugador profesional de San Lorenzo caído en desgracia por una lesión y sumergido en la frustración de lo que pudo ser pero no fue. Los directores acompañan a Hugo cámara al hombro, desde atrás, como los hermanos Dardenne en El Hijo: ante cada momento de la revolución interna que vive, insiste que el chico mejore futbolísticamente dándole consejos, hasta lo lleva a probar a San Lorenzo. Julián es la válvula de escape para concretar lo que él no pudo ser y su deseo que el joven materialice su chance es ferviente. Su pasión por los partidos de San Lorenzo y por consolidar al chico como jugador imposibilitan cualquier acercamiento a la madre que lo termina rechazando, aunque ante el fracaso y el golpe (literal) vemos que la revolución personal está hecha. Este divertido personaje que pudo convertir un bodrio de iglesia en una genial canción de cancha se modificó, se movilizó. Ese plano final con él trotando cuesta arriba, ya sin la cara triste del primer plano, hizo valer el viaje y puso nuevamente a funcionar la maquinaria de sueños de la vida.
Tribulaciones de un hincha. Con la misma química y sensibilidad alcanzada en Una novia errante (2007), Ana Katz y Carlos Portaluppi consiguen llevar a Hijos nuestros (2016) a todos los estadíos desde el punto de vista emocional, buscados a consciencia desde un guión, de Nicolás Suárez, que huye del costumbrismo para encontrar un camino propio y aportar ideas en esta historia donde los vínculos, los espacios que dejan las ausencias y la pasión ganan protagonismo.
Hijos nuestros, que tuvo su paso por el festival de cine de Mar del Plata, llega con su estreno comercial. La historia es simple y eso la hace más grande a la película. En uno de sus viajes con el Taxi, Hugo (Carlos Portaluppi) conoce a una madre soltera (Ana Katz) y su hijo que juega fútbol en un club de barrio. Se dejan la billetera en el taxi y es por eso que vuelven a encontrarse. Hugo es muy futbolero, al punto de empezar a ir a los partidos del hijo de esta madre que conoció, darle consejos como si fuera su hijo y comprarle ropa para una prueba en un club más importante. Hugo sabe y recuerda todo de su amado San Lorenzo, pero no es capaz de curar una lesión de su pierna, de regar una planta o de llegar a tiempo a una cita. Quizá una de las situaciones que mas ruido hace es la confianza en un extraño tan pronta, como para dejarlo entrar en tu vida, en tu casa y en tu hijo. Portaluppi esta brillante en Hijos Nuestros. Uno se encariña, se molesta, lo comprende y lo rechaza, todo en 90 minutos de película. Hay un lugar para el humor, más onírico, que hace que algunas situaciones sean de un surrealismo hermoso. Hijos Nuestros tiene muchos guiños futboleros, que quienes amamos ese deporte disfrutamos mucho, a excepción de cuando no tiene palabras elogiosas para el bicampeón de 1982 y 1984 del fútbol Argentino.
Crónica de una pasión Carlos Portaluppi y Ana Katz protagonizan esta más que digna tragicomedia. Hugo (el siempre solvente Carlos Portaluppi) es un típico tachero porteño: impulsivo, un poco calentón y, claro, muy futbolero. En uno de sus tantos viajes diarios, una mujer (Ana Katz) y su hijo preadolescente dejan su billetera. El decide devolvérsela (los documentos son del muchacho) y allí descubre que el pibe es un potencial gran jugador. Entre Hugo, que no tiene familia y lleva una vida sexual bastante patética, y el chico, que no tiene figura paterna a la vista, surge una alianza implícita (él promete usar sus influencias en el club San Lorenzo, donde alguna vez supo jugar unos pocos partidos como profesional, para que su protegido participe en una prueba selectiva), mientras los adultos intentan como pueden, como les sale (bastante mal) algún torpe acercamiento afectivo. Sin grandes pretensiones, los directores cuentan una pequeña historia sobre una suerte de familia disfuncional, sobre la pasión (dependencia y catarsis) futbolera y sobre las contradicciones y miserias íntimas de un hombre que pone en el otro, en el afuera y en el fanatismo todo aquello que se niega a ver en su interior. Con una narración muy correcta y dos protagonistas que dan el tono justo, Hijos nuestros es un film amable, llevadero, por momentos hasta tierno y gracioso, pero con un trasfondo amargo, de tragicomedia despiadada. Ese monstruo que todos llevamos dentro, se sabe, alguna vez tiene que salir...
Historias de taxi En una Argentina bastante dirimida entre la cuestión de los taxis y el servicio de Uber, llega Hijos nuestros a los cines. La nueva película de Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez que narra la historia de Hugo, un taxista cuya vida sin sentido empieza a tomar color cuando conoce a dos personas inesperadas en su vida. Hugo, encarnado por Carlos Portaluppi, es un taxista que pareciera no realiza otra cosa en el día más que su labor, sumado a ver al club de sus amores, San Lorenzo de Almagro, por el cual siente una pasión digna de un futbolero argentino. Vive solo, tiene una relación obligada y fría con su madre y no tiene pareja o familia, por lo cual recurre a los servicios de las prostitutas. Pero hay un vacío en la vida de Hugo, y eso es la compañía, el interactuar con gente además de sus colegas taxistas o amigos del barrio de Boedo. Silvia (Ana Katz) y Julián, una madre soltera y su hijo, irrumpen en la vida de Hugo para empezar a cambiarle el panorama de la misma a este para siempre. Ella es una cocinera de religión budista y él un fanático de Vélez Sarsfield, vaya problema este, con un talento bastante particular para jugar al fútbol a su edad. Ambos personajes comenzarán a devolverle a Hugo esas ganas de vivir que su profesión y sucesos de su vida le han quitado. Hijos Nuestros es un film bastante conciso que refleja una gran porción la cultura argentina en su máximo esplendor, de la manera más cruda, porque la única forma de la cual pueden entender a un argentino, es siendo argentino sin disfraces arriba. Como dijimos anteriormente, Hugo es un hincha fanático y apasionado del “cuervo”, pero Julián, paradójicamente, es de Vélez Sarsfield, tal vez su rival más marcado en las últimas décadas, lo cual logra poner a trabajar en el protagonista la labor de empezar a dejar de lado cuestiones históricas y abrir su corazón a las personas con quienes jamás se hubiera imaginado hacerlo. La trama juega con el concepto internalizado que el imaginario colectivo maneja respecto a los taxistas, personas austeras, de pocas palabras, de vicios varios, pero justamente anima a creer que las cosas no son “tan así” como a uno se les dibujan. Hugo no encuentra el rumbo, pero se aferra a su máxima pasión, la cual se encuentra por encima de cualquier cosa en su vida, San Lorenzo. De a poco comienza a darse cuenta que es disfrutable el hecho de compartir su vida y ayudar a la de otras personas, con lo cual comienza a sentirse mejor y poder lograr un equilibrio con lo que le hacía bien y lo que puede hacerlo sentir mejor aún. Hijos nuestros es una película que nos lleva de viaje, valga la redundancia, por varios aspectos culturales nacionales, los cuales están más que bien definidos e interpretados, con actuaciones sólidas, sobre todo la de su protagonista, logrando meterse de la mejor manera en la piel de un hombre que maneja un coche 12 horas al día sin expectativas de vida por lo que pueda venir en el futuro.
SOLO UN POCO DE PASION El fútbol sigue siendo una materia pendiente en el cine argentino, básicamente porque no se terminan de encontrar las herramientas justas para introducir lo pasional -en el sentido más sano del término- dentro de los esquemas narrativos propios de las expresiones cinematográficas nacionales. Hijos nuestros es una nueva instancia de esa búsqueda. El film de Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez cuenta la historia de Hugo (Carlos Portaluppi), un típico taxista que esconde un pasado como jugador de fútbol que se quedó a las puertas de desarrollar una carrera importante, y que en el vínculo que entabla con una mujer y su hijo, joven promesa futbolera, encuentra una posibilidad de redención. Aunque claro, deberá lidiar con su propio carácter fanático y enfermizo, con la obsesión por su querido San Lorenzo de Almagro como eje. El tipo no puede con su alma, todo termina asociado a la pasión azulgrana, y eso condiciona fuertemente su capacidad para entablar lazos de afecto duraderos. Lo que se ve es una historia que se toma un tiempo -saludable por cierto- para presentar los conflictos exteriores e interiores, y que hasta apuesta por secuencias absurdas para generar humor, saliendo bien parada en la mayoría de las ocasiones, aunque también toma unas cuantas problemáticas en su segunda mitad. Allí lo deportivo queda demasiado relegado y lo que se impone es un drama íntimo, muy personal, que analiza ciertas estructuras machistas -como la contemplación de la mujer o la paternidad frustrada-, aunque de forma un tanto apresurada y con unas cuantas arbitrariedades, y que entrega un abrupto final, que resulta cuando menos insatisfactorio. No queda del todo claro si a los realizadores les interesaba cabalmente el universo futbolero, o lo usan como mero contexto para el drama del protagonista, y esa es la principal debilidad de un relato apenas correcto. Hijos nuestros es un film sólido en su concepción de un pequeño relato, con una actuación más que correcta de Portaluppi y que muestra que en lo pasión por el fútbol hay presente un universo que merece ser explorado. Pero apenas si rasga la superficie y queda lejos de ser esa película deportiva que merece y necesita el cine argentino.
El fútbol sin una pizca de costumbrismo. Abundan las rarezas en este film plagado de escuditos de San Lorenzo, que evita los lugares comunes del deporte retratado en la pantalla y construye una historia creíble y personajes dotados de profundidad, apoyándose en una gran labor de Carlos Portaluppi. Es escasísima la cantidad de películas de ficción argentinas que se han dedicado a la libido futbolística, en relación con el monto que ésta consume de la vida diaria nacional. Allá lejos y hace tiempo, en la época de oro de la redonda, estuvieron Pelota de trapo y El hincha. Después, nada, salvo algún apunte colateral, como el recitado de la formación completa del Racing de comienzos de los 60 que hace Guillermo Francella en El secreto de sus ojos. Hasta la llegada de este Hugo Pelosi, para quien San Lorenzo lo es todo. Ex jugador con un paso brevísimo por la primera del club, Hugo maneja un taxi, donde se dejan ver escuditos y banderines azulgranas. Sus amigos son hinchas de San Lorenzo, cuando llega a casa ve programas dedicados a San Lorenzo y cuando conoce a un chico que más o menos la mueve se ofrece a hacerlo probar en la novena de San Lorenzo. El chico tiene una mamá y no un papá a la vista, por lo cual pronto se instalará entre los tres el fantasma de la familia informal. Pero Hugo tiene fantasmas más pesados (literalmente, si se quiere), que tiran para abajo. En cierto modo era de agradecer que no hubiera películas sobre fútbol, porque el fútbol es una de esas cuestiones que, como todo lo vinculado con lo barrial y popular, en Argentina suele abordarse desde el costumbrismo, con sus componentes de tipología, estereotipia y caricatura. Egresados de la Enerc, un primer mérito de los debutantes Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez es no haber caído ni un poquito en ello. Seguramente avisados de los peligros que enfrentaban, Gebauer y Suárez abordan el barrio con sequedad casi documental (Gebauer tiene un documental a punto de estrenar) y delinean sus personajes como tales, evitando cualquier generalización tipológica. Hugo (Carlos Portaluppi) es un taxista callado y solitario, que parece revolver algún estofado interno que se desconoce, hasta que empieza a echar olor. La única relación sexual que tiene parecería ser con una puta, pero no tiene nada de sórdida ni frustrante. Silvia (Ana Katz) es una mina de barrio que se gana la vida “cocinando para afuera”, pero no por eso se come las eses o se maquilla feo. Julián, su hijo (Valentín Greco) juega bien al fútbol y no es muy aplicado en el estudio, pero no es ningún guachín. Son tres personajes singulares, que además nunca terminan de mostrarse del todo, por lo cual el espectador deberá poner atención en conocerlos plano a plano, escena a escena. Ganadora de dos premios en la última edición del Festival de Mar del Plata, Hijos nuestros –título de muy pertinente doble sentido– gira básicamente alrededor de Hugo, y Hugo es un solitario, en buena medida un adicto, en última instancia alguien que carga con una frustración que terminará jugándole en contra. Lo de adicto no es exagerado, y una noche en la que se superponen una final por penales con Gremio de Porto Alegre por la Libertadores con una salida al cine lo demostrará. A partir de allí crece enormemente la figura de Silvia: un caso de película dirigida por hombres que le da pleno desarrollo al personaje femenino. Algo que lamentablemente sigue siendo mosca blanca, en el cine argentino y en el cine en general. Además de documentalista, cosa rara, Fernández Gebauer es actor. Seguramente por eso, por contar con dos actores excelentes en los protagónicos (con tres, perdón, el debutante Valentín Greco está inmejorable) y porque Portaluppi y Katz se conocen (Katz había convocado a Portaluppi para Una novia errante) las actuaciones de Hijos nuestros son tan notables. Ambos transmiten la sensación de tener construido un personaje que excede al espectador, por lo cual el margen de sorpresa es amplio. Portaluppi, específicamente, parece cobrarse el hecho de que el cine no le haya dado hasta aquí un protagónico, con una actuación excepcional. Excepcionalmente interior. En cuanto a Katz y de forma muy curiosa, el estilo de sus películas, en el que un malestar de fondo resquebraja la banalidad cotidiana, da la impresión de impregnar el de ésta. También es amplio el margen de sorpresa estética que depara Hijos nuestros. Si bien en términos generales se trata de una ópera prima sorprendentemente precisa y concisa –elipsis, economía expositiva, renuncia a toda clase de chirimbolo estilístico–, en dos momentos puntuales Gebauer y Suárez se permiten, con gran libertad y autoconfianza, saltar la cerca y “vencer la tentación sucumbiendo de lleno en sus brazos”, como diría Serrat. El segundo de esos momentos, una misa de consagración azulgrana presidida por el padre Daniel Hendler, en la que se celebra la gloria de “ser cuervo de pendejo” y de “matar a una gallina y un bostero”, quedará sin duda como una de las escenas más disolutas del cine argentino en toda su historia.
Hijos nuestros muestra al hincha de fútbol bajo una nueva luz Hasta la aparición de Silvia (Ana Katz), la vida de Hugo (Carlos Portaluppi) parece no tener rumbo. Trabaja a destajo en un taxi, come a las apuradas con un grupo de colegas en algún rato libre, piropea a una desconocida sin demasiada elegancia, visita a una madre con la que tiene una relación fría. Es un hombre agotado, solitario y agobiado por la rutina que encuentra una vía de escape en el fútbol. Una especie de versión porteña de Travis -el desquiciado protagonista de Taxi Driver interpretado por Robert De Niro-, presa de alucinaciones y al borde de la crisis y el estallido. La mentada "pasión" de Hugo por San Lorenzo tiene más de un componente irracional: vive pendiente de los resultados de su equipo, sigue fielmente los programas partidarios y hasta cancela una cita porque se superpone con un partido de la Copa Libertadores. El pequeño detalle es que esa cita es justamente con la mujer que entra en juego de manera imprevista en su monótona agenda y parece, al menos en principio, destinada a provocar el golpe de timón que lo podría alejar de esa abulia cotidiana. Hijos nuestros trabaja con materiales de alto riesgo: el fanatismo futbolero, la dinámica barrial, la historia de amor entre dos personajes que buscan una segunda oportunidad. Son tópicos recorridos por lo general con pocas sutilezas, casi condenados al lugar común. Lo excepcional de la película es precisamente la habilidad de los directores para esquivar esos peligros: Hijos nuestros goza de una gran eficacia narrativa, está bien filmada y cuenta con actuaciones notables, empezando por Portaluppi, brillante, y Katz, siempre solvente, pero también con secundarios muy ajustados. Tiene sensibilidad, corazón y un mordaz sentido del humor que explota en la sensacional escena de la iglesia -con Daniel Hendler como sacerdote-, un arrebato psicodélico insospechado, desopilante e incluso emotivo. Dice mucho más de los absurdos del hincha que cien discursos vacíos, falsos y moralizantes del periodismo deportivo, pero también sabe capturar lo mejor del mundo del fútbol en cada detalle (la secuencia del partido de prueba para ingresar a las inferiores de San Lorenzo del hijo del personaje de Katz -muy buen trabajo del chico Valentín Greco- es un ejemplo formidable). Se nota con claridad que los directores no tocan de oído. No hace falta ser hincha del Ciclón para disfrutar esta película. Su imaginación, su generosidad y su espíritu ecuménico exceden por completo el apego a los colores.
Un romance en clave cuerva Barrio, fútbol y personajes de carne y hueso. Con picardía y libertad, que no es poco para un primer largo, Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez hacen de Hijos nuestros, su película, una experiencia reconocible más allá de los fanatismos. Claro que cuentan con dos grandes protagónicos, los de Ana Katz y Carlos Portaluppi. El es Hugo, un ex futbolista, hincha de San Lorenzo, que sobrevive como tachero. Carcomido por la ansiedad, piropeador, recorre Buenos Aires con su escudito azulgrana bamboleándose en el retrovisor. Así conoce a Silvia, la mamá de Julián, un pibe hincha de Vélez que sueña con ser futbolista. El se olvida el documento en el taxi, y Hugo decide que se lo tiene que llevar. “Cuando vi el escudo roñoso dije ‘que se joda por ser de un club tan amargo’, después pensé, se lo llevo y a lo mejor se hace del Ciclón”, bromea el taxista, que encuentra una excusa para engañar su soledad, su comodidad afligida y escudada en el fanatismo deportivo, la inercia del taxi o la distracción con chicas de la calle. Aunque todos veamos lo que terminará por asumir, que anda por la vida “con la cancha inclinada”. Bajo esa liturgia futbolera, acompañada a veces con frases hechas, citas y chicanas como en la vida real, por escenas barriales que cualquier habitante de Boedo querrá ver, va asomando esa historia de amor, o de necesidad que también aqueja a Silvia. Divorciada, desbordada, hace viandas y comidas para vender, mientras cultiva un budismo sui generis, que es otra llave para ver el filme. Un filme que hace del riesgo virtud, sin pretensiones ni estridencias. Que se anima a jugar con una ceremonia religiosa, que tira chistes viejos sin calcular, que por ahí se pasa de rosca con su pata folclórica y costumbrista desde su narración simple y lineal. Un cine urbano, callejero, con madres, hijos, hombres y dramas que sí, son todos nuestros.
Carlos Portaluppi y Ana Katz protagonizan Hijos Nuestros, una película sobre la única religión de la cuál todos los argentinos son adeptos: el fútbol. El hombre suburbano Hugo Pelosi (Carlos Portaluppi) es el estereotipo del tachero porteño: bilardista, piropeador, cabrón y adepto a las anécdotas de Guillote Coppola. Lo único más importante que su auto es San Lorenzo de Almagro, cuadro del cual es hincha fanático y en donde ha sabido desarrollar una breve carrera como futbolista profesional. Su frustración por la abrupta interrupción de su trayectoria futbolística es tan grande como el tamaño de su abdomen y transita el pavimento bonaerense con resignación. En uno de sus rutinarios viajes por la ciudad conoce a Silvia (Ana Katz, Mi Amiga del Parque) y a su hijo Julián (Valentín Greco), un preadolescente que es figura en su equipo barrial de baby fútbol. Y Hugo, impulsado por sus fracasos personales, intentará promover a Julián en las inferiores del club de sus amores. La trama funciona gracias a la verosimilitud de las situaciones que presenta el guión y a la gran labor de un reparto que entiende los manierismos de la clase media pero no los exagera en ningún momento. También es destacable la desviación de los arcos argumentales típicos en los que suelen recaer los films que incluyen un interés romántico. No hay pretensión de idealizar a los personajes o redimirlos, cada uno de ellos se maneja por un código y actúa conforme a las causalidades de su comportamiento. Este detalle junto a sutiles toques humorísticos engrosan el realismo de la cinta, algo esencial para el tono que quieren plantear los directores. La proximidad con la que se configuran las características de los protagonistas les otorga tridimensionalidad y el suficiente nivel de carisma para que el espectador pueda conectarse con una historia que no depende de giros y eventos extraordinarios. La clave del relato es simplemente el magnetismo de los personajes y su necesidad por sobrepasar sus problemas internos. Los goles que no se hacen en un arco… La opera prima de Juan Fernandez Gerbauer y Nicolás Suárez intenta decodificar los lineamientos sociales del llamado “folklore del fútbol” a través de las cosmovisión cotidiana de Hugo. A diferencia de otras películas que buscan edulcorar la “pasión” o la “cultura del aguante”, los directores tratan de encontrar los defectos y virtudes dentro del modus operandi del personaje. Asimismo se trazan paralelismos entra esta lógica con otras devociones populares que estructuran el estilo de vida de la población argentina. Hugo es un acólito de la pelota como Silvia una feligresa de la Iglesia Católica y otras yerbas esotéricas como el horóscopo chino. Los realizadores resaltan las similitudes existentes entre las reglas con que las que se rige el fanatismo, incluso en la idea de paternidad que se desprende del fútbol y que es posible palpar en los vínculos familiares de la sociedad argentina. Conclusión Hijos Nuestros es un formidable estudio de personajes con un argumento mucho más profundo de lo que aparenta en la superficie. Un film bien escrito y con mucho corazón.
FUTBOL Y AMORES El ojo puesto en un interesante personaje, un tachero excedido de peso, con una vida pendiente del club de sus amores al que perteneció como jugador, se presenta como un hombre lleno de frustraciones que descarga en los demás, incapaz de mirarse a sí mismo. Una casualidad lo pone en contacto con una mujer que quiere conquistar y su hijo con sueño de futbolista al que pretende ayudar. Una historia chica con un muy inspirado Carlos Portaluppi que le otorga a su criatura sutiles detalles de construcción psicológica, emoción, credibilidad. Algo parecido ocurre con Ana Katz en un personaje secundario lleno de potencial. Los directores son dos José Fernández Gebauer y Nicolás Suarez, autor también del guion. Emotiva, cálida, vale la pena.
Muchas veces el cine nacional ha intentado acercarse al mundo del fútbol desde diversos lugares. Muchas son las historias en las que la pasión por la pelota trataron justamente, y con poca suerte, de reflejar ese estado de ensueño en el que los fanáticos caen por su equipo preferido. En “Hijos Nuestros” (Argentina, 2015) de Daniel Otero y Nicolás Suarez, se detiene en la vida de un personaje un tanto odioso, Hugo (Carlos Portaluppi), un taxista que divide sus días y horas entre el manejo de un taxi y su pasión por San Lorenzo. Mientras recorre las calles de la ciudad arriba del vehículo, piensa qué partido verá al día siguiente, escucha programas de radio sobre fútbol e intenta ser amistoso con los pasajeros. “Voy para Devoto”, le dice una mujer, y él con la labia y rapidez que caracteriza a los choferes le pregunta “Adentro o Afuera”. Ahí radica el mayor logro del filme, el de poder observar, contemplar y retratar, el universo particular de Hugo, un mundo sin sentido, sólo dado por el fútbol, y en el que no hay nada más que una pelota y once jugadores. Pero como la película necesita una transformación y un conflicto para poder hacer un giro, porque si no el filme sería un registro cuasi documental del taxista con sus rutinas, un día lleva a Silvia (Ana Katz) y su hijo Julián (Valentín Greco) hasta un partido de fútbol cercano. Al dejarlos, se da cuenta que el joven dejó su billetera por lo que decide volver al club y a partir de ese momento nunca más se despegará de ellos. “Hijos nuestros” habla sobre la espesura de la soledad, en su peor manifestación, aquella que nunca termina por configurar un contexto para que las personas puedan manejarse y realizarse. Cuando Hugo entra en el universo de Silvia, mucho más luminoso que el de él, con múltiples referencias a religiones y una iconografía cercana a lo popular mucho más fuerte que la de él (en su universo el fútbol ocupa todo) que desestructura su percepción sobre las relaciones. Hay momentos de un logrado inverosímil que terminan por ser lo más acertado de una propuesta que toma el costumbrismo para ir más allá y dotarlo de un realismo mágico increíble. La escena en la que el joven hijo de Silvia toma la comunicación es de una belleza y un timming increíble que también termina por desencadenar la tensión posterior ante la prueba en las inferiores de San Lorenzo de éste. Si las relaciones humanas son complicadas, Otero y Suarez avanzan en el punto queriendo remarcar algunos aspectos decadentes, vulnerables y hasta looser de Hugo y Silvia. La economía informal, la prostitución, el hambre de pasión, las ganas de superarse pese a todo, son sólo algunos de los tópicos de un filme que no pide permiso para llenar la pantalla de fútbol, y mucho menos, de potenciar la comedia con algunos puntos que resumen el fútbol ya no como deporte, sino como manera de vida.
Hugo es un taxista que no hace mucho más de su vida que manejar incansables horas su taxi y ver partidos de fútbol como fanático acérrimo de San Lorenzo que es. Su vida parece estar marcada por esa rutina, en la que no sucede mucho más que un poco de contacto físico con una prostituta o una visita obligada a su abuela. Hasta que lleva a una madre y su hijo adolescente como pasajeros y, a través de una billetera olvidada, Hugo comienza a introducirse en sus vidas. Hay un pasado que nunca fue pisado en la vida de Hugo, y tiene que ver con una carrera prometedora que fugazmente desapareció tras una lesión en el pie. Es por eso que en el muchacho ve el reflejo de lo que él podría haber sido y de repente se encuentra haciendo todo lo posible para que él tenga esa misma oportunidad y esta vez no la desaproveche. En el medio, Silvia, la madre, da destellos de una posible conexión entre ambos. Carlos Portaluppi y Ana Katz, quienes ya habían demostrado su química en la película que ella dirigió, Una novia errante, dan vida a este taxista solitario y madre incansablemente trabajadora y algo bohemia. Pero Hugo no puede cuidar una planta ni llegar a una cita, demasiado enfundado en sus propios pensamientos y esa obsesión que tiene con el fútbol. Dirigida a cuatro manos por Daniel Otero y Nicolás Suárez, Hijos nuestros explora una relación que nunca a llegar a ser del todo relación. Hugo no es el padre de ese chico, y Silvia no puede aceptar que la dejen plantada. Es el propio Hugo quien tiene que trabajar para superar esa frustración de su vida que lo llevó a dejarse estar, siendo lo físico sólo un detalle y más bien poniendo en juego su salud. La historia de Hijos nuestros es pequeña, demasiado sencilla, y allí radica parte de su encanto. Porque, especialmente tras su resolución, a simple vista amarga y a la vez optimista y llena de vida, deja en evidencia una transformación hasta último momento muy sutil en la vida de este taxista. El fútbol aparece como marco e incluso desarrolla metáforas pero lo cierto es que no es necesario ser fanático o conocedor de aquel deporte para disfrutar de la película (doy fe, que de fútbol no sé nada ni tampoco me interesa). Otro detalle interesante del film que le aporta humor y originalidad son las incursiones oníricas en la vida de un Hugo al que siempre se lo siente sobrepasado, que no duerme suficiente, y así escucha que le hablan directamente a él desde la televisión o en la iglesia le cantan lo que para él es su himno. A la larga, Hijos nuestros es una de esas valiosas películas del cine nacional que merecen ser más vistas de lo que seguramente su distribución lo permita. Así que recomendaría que no la dejen pasar.
Atractivo neocostumbrismo criollo Pequeña, mejorable, con algunos aspectos discutibles, por no decir desagradables, y otros muy meritorios, y, eso sí, con una moraleja atendible, esta opera prima de Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez resulta algo más que la simple anécdota de un cuervo inculcándole su pasión a una pobre criatura. Ya de por sí el título acepta dos interpretaciones. Personajes, un taxista medio gruñón, excedido de peso y de frustraciones, una madre separada que vive como puede y hubiera querido ser actriz, y un pibe adolescente, lo que ya de por sí es bastante castigo para él y para quienes lo rodean. Muchas cosas los diferencian, pero hay dos que de distinto modo los acercan: el fútbol y la soledad. Alguna vez el tachero fue joven y llegó a jugar siete partidos como profesional. Y alguna vez el chico será más grande y llegará a jugar, si Dios quiere, como profesional. Pero ahora necesita orientación. Una mano. Y una imagen paterna. Tal vez el gordo del cual se burla pueda ayudarlo un poco. Y eso es, precisamente, lo que el tachero se propone. De puro bueno, puede ser. O por necesidad de proyectarse en otro y de cubrir baches existenciales, eso también puede ser. O como una estrategia para acercarse a la madre, que también tiene sus necesidades, eso es seguro. Estos asuntos melancólicos son tratados aquí sin mayor melancolía. Se trata de una comedia que podría decirse neocostumbrista, si se permite el neologismo. Tiene la corteza medio dura de sus personajes, el humorismo pendenciero de la calle y la tribuna, el sentimiento íntimo que se niega a salir, para no aflojar aunque todos lo sospechen. El tachero es de San Lorenzo. Se sabe que al Papa le alcanzaron una copia de la película. Todavía no se sabe si la vio, y cómo puede haber reaccionado ante la escena (agarrada de los pelos) donde Daniel Hendler vestido de cura encabeza un cántico cuervo en plena iglesia, con Ana Katz haciendo la guitarra y los feligreses y una monja todos enfervorecidos. Como sea, cosas peores ha visto. Y esta historia, ya lo dijimos, tiene sus méritos. Protagonistas, Carlos Portaluppi, Ana Katz (que ya habían coincidido en un buen momento de "Una novia errante") y el pibe Valentín Greco, que acá debuta.
Un día una señora (Ana Katz) se sube al taxi con su hijo y se olvida allí su billetera. A partir de ese momento esta mujer y el taxista quedan unidos como dos almas gemelas. A medida que pasan los días se van uniendo con la excusa del chico que juega al fútbol. Ante la falta de la figura paterna los tres armaran un tierno vínculo, gracioso, él alentara a este preadolescente que siga practicando fútbol con la promesa de llevarlo a jugar en un club importante en este caso el Club Atlético San Lorenzo de Almagro. El personaje que compone Carlos Portaluppi (el actor es hincha de River) es muy fanático de ese club, fue jugador pero algo paso en su vida que lo dejo fuera de la cancha, por momentos algo malhumorado, no tiene familia, trabaja y sus ratos de felicidad son disfrutando de su pasión por la pelota. Ella está sola con su hijo, trabaja mucho, una busca vida y tiene esperanza de encontrar el amor. Los tres (Katz, Portaluppi y Greco) se complementan muy bien, tienen mucha química y se destacan sus actuaciones, resulta entretenida y es una efectiva tragicomedia. El fútbol es una excusa, pero si tenes amor hacia este deporte, conoces del mismo, sus canciones, el folclore, su mística, te emociona y la vas a disfrutar mas.
i se barajaran hipotéticos nombres para protagonizar una película sobre un fanático de San Lorenzo todas las miradas apuntarían hacia Viggo Mortensen. Pero si bien el actor de El Señor de los Anillos aportaría con creces conocimiento de causa, un film como Hijos nuestros requería otro perfil. Es acertada, por caso, la elección de Carlos Portaluppi para encarnar a Hugo, un taxista de existencia monótona, solitario, algo malhumorado y, claro, cuervo de ley, con pasado como futbolista incluído.
UN ENCUENTRO CON ALGUNAS BUENAS JUGADAS. Pocas palabras, señales de cansancio, un oportuno programa radial de fondo, un oficio y una afición a la vista, un piropo a una mujer al pasar: la presentación de Hugo, el protagonista de esta ópera prima de Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez, es brillantemente ajustada, sin redundancias. De entrada, y sin que nadie nos lo diga, descubrimos en él a un taxista fanático de San Lorenzo, porteño, trabajador, pensativo y solitario. Apenas sube al coche una mujer con su hijo vestido con ropa deportiva, un brevísimo diálogo sobre el fútbol describe, de manera igualmente concisa, a los personajes: “Eso es falta” dice ella, ante un comentario de Hugo, y él responde “Es fútbol”. De a poco seguimos conociendo a los tres, sin que ninguno se detenga a desplegar un monólogo sobre su vida pasada. Tampoco hay discusiones a los gritos ni gestos innobles: él, ella y el pibe son, simplemente, personas que viven como pueden, lidiando entre lo que les gusta, lo que desean y lo que deben hacer (el trabajo, el colegio). Esto último no deja de ser relevante, en un cine argentino que últimamente se caracteriza por eludir a hombres y mujeres de clase media ganándose el pan. Hugo no es publicista ni director de cine sino tachero, su circunstancial amiga prepara viandas y “desayunos a domicilio”, y ambos deben trabajar más de la cuenta para subsistir. Estrenada en octubre pasado en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y exhibida ahora en salas comerciales –con un cambio de gobierno en el medio–, Hijos nuestros parece hablar de un estado de situación (ecónomica, social) particular, sin vociferar nombres propios. Otro mérito indudable del film es haber recurrido a seres prototípicos y sitios icónicos (el club, el bar, el taller mecánico) sin campanellizarlos. Sentimentalismo y comicidad apenas asoman: un costumbrismo medido recorre la historia, y basta pensar lo que hubieran hecho otros con la escena en la que Hugo se excita confirmando la importancia que tiene para él un pie, o los momentos en los que se juega el destino del chico probándose en la novena de San Lorenzo. Los personajes pueden tener buenas intenciones y falencias al mismo tiempo, la indiferencia ante ciertas infracciones y el tono ligeramente agresivo de algunos diálogos discurren sin énfasis, la decoración de los ambientes es adecuada sin lucir recargada. Y aunque la mirada sobre el fenómeno del fútbol es algo ambigua o complaciente, Hijos nuestros bien puede situarse en la lista de ficciones argentinas que han abordado el tema con honestidad (desde las apasionadas El hincha y Pelota de trapo hasta la crítica El crack, la sesentosa Paula contra la mitad más uno, el retrato de la célebre hincha La Raulito, y alguna otra). El universo del protagonista parece girar en torno al popular deporte (“Ando con la cancha inclinada” dice en un momento, y le responden “Sí, te faltan algunos jugadores”), pero el film no se deja contaminar por la exaltación futbolera. Hugo es un ser humano a pesar de su fanatismo, no una caricatura. Contribuyen en ese clima anímico general el Hugo de Carlos Portaluppi (con su mirada triste que no esconde cierta dureza y desconfianza en los demás, o quizás en sí mismo) y los trabajos interpretativos de Ana Katz (de un naturalismo ajustadísimo, con el gesto preciso siempre), el adolescente Valentín Greco (excelente) y algunos de esos actores secundarios siempre eficaces (Germán De Silva, Gabo Correa). Si Hijos nuestros no logra un nivel mayor de calidad no es por algunos pequeños descuidos (a Hugo no se lo ve comer mucho a pesar de su problema de obesidad, en la celebración de la Confirmación debería verse un obispo), sino por un par de irrupciones surrealistas, en las que la obsesión de Hugo con su querido equipo de fútbol se entromete en un programa de TV y en la iglesia misma a la que asiste en un momento. Son secuencias en las que el film falla en la dosificación y preparación de los ingredientes, y en las que, antes que un soplo a lo Buñuel, se manifiesta el fantasma de cierto grotesco característico del cine argentino de los ’80. Como si a Hijos nuestros (buen título, que además de connotaciones futboleras y familiares puede tener resonancias místicas) le costara, igual que a su protagonista, dejar lo raso y rutinario y dar forma a algo más arriesgado.
Hugo es un taxista cuervo, hincha de San Lorenzo, solitario y un poco gris, que devuelve la billetera a un chico que entrena con la camiseta de Vélez y -descubre Hugo-, tiene talento con la pelota. Así entabla una relación casi paternal con él y una amistad con su mamá. Es el centro de esta comedia melancólica, chiquita, en la que la pasión del hincha es un elemento que juega con gracia en la pintura de personajes más bien torpes. La misma gracia que suman Carlos Portaluppi y Ana Katz.
El costumbrismo argentino tiene sus bemoles, y muchas veces cuando se lo ejerce en la pantalla parece ser lo contrario del cine. La historia de este taxista (Carlos Portaluppi) más callado y retraído de lo que podría ser y totalmente absorbido por su pasión futbolera (San Lorenzo, el cuadro de moda, de paso) elude muchos de los lugares comunes de la comedia de costumbres (no todos) y brinda un paisaje humano creíble y en general cálido.
Retrato urbano de un hombre solitario "Hijos nuestros" cuenta cómo un taxista machista, poco tolerante y fanático de San Lorenzo conoce a Silvia y su hijo Julián y va modificando su comportamiento de a poco, tan lentamente que desespera al espectador. Hugo (Carlos Portaluppi) es un taxista solitario, machista y poco tolerante que no tiene más que hacer en el día más que trabajar muchas horas en su auto, comer, y tener sexo ocasionalmente con una prostituta. Los días transcurren, la vida le pasa sin que se inmute. Lo único que llena el espacio vacío de vaya uno a saber qué trauma o circunstancia lo dejó tan desencantado de vivir, es su pasión por el club San Lorenzo. Pero esa monotonía rebuscada cambia cuando lleva a Silvia (Ana Katz) y su hijo (Valentín Greco) y el adolescente pierde su billetera. Tras devolverla, comenzará una cadena de favores que continuará en amistad con Silvia, y al ver que el chico tiene talento para el fútbol, se ofrece a llevarlo para una prueba en el club de sus amores. Hugo tendrá, por fin, una oportunidad para dejar de sobrevivir al resto de sus horas, y comenzar a vivir verdaderamente, gracias a sus nuevos vínculos. Se siente la tensión que desencadena Hugo, la distancia que pone a pesar de ser amable y mostrar intenciones amorosas, no puede evitar la frialdad. Y el trabajo de Portaluppi es extraordinario por llevarlo al límite entre la incomprensión y la lástima. Su conciencia le habla al cambiar las palabras del periodista que le habla en la televisión, en misa cantando una canción de cancha, o al decir “qué estará haciendo” la mujer que le gusta que no contesta el teléfono. Se siente juzgado y va modificando su comportamiento de a poco, tan lentamente que desespera al espectador, que intuye que nunca alcanzarán esos detalles para conquistar a Silvia, para seducir a una familia que nunca tuvo ni sabría tener.
Por un gol en el alargue El fútbol es la ley de la selva, dice Hugo, un taxista gruñón, con sobrepeso y una pasión: la redonda. Hincha de San Lorenzo, el tipo respira fútbol tanto como frustraciones. Y aunque el equipo de sus amores le regala alegrías en lo deportivo, eso no alcanza para que en su cara se le dibuje una sonrisa. En medio del hastío de su trabajo, un día conoce a una pasajera que le mueve algo: Silvia. Ella es separada, le interesa el budismo y hace viandas todo el día para sobrevivir y que no le falte nada a su hijo. Es en ese pibe donde Hugo encuentra un espejo donde reflejarse. Un espejo que le devuelve una imagen soñada de su adolescencia, pero también le remueve ese camino trunco que tuvo en su época de futbolista profesional. Los directores Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez lograron ingeniosos momentos de humor basados en la imaginación del personaje, que logran desdramatizar el derrotero de Hugo, otra gran composición de Carlos Portaluppi. Ana Katz, como Silvia, da el tono justo de su rol, y aporta su frescura expresiva, sobre todo en los diálogos con Hugo. El amor es una figura omnipresente, pero corrido del centro de la escena. Los dos buscan una compañía, pero no necesariamente una pareja. El final, sin moño, muestra que tanto en el fútbol como en la vida, siempre hay revancha.
Con el fútbol como telón de fondo De claridad formal, inteligente y profunda, la película retrata la soledad de un hombre, con la pasión por el juego como compañía. Una puesta en escena precisa, con una línea argumental que se sostiene y momentos sobresalientes. Con el fútbol como escenario protagónico, Hijos nuestros podría pensarse como una variación remozada de los tres berretines; en tal caso, cabe preguntarse cuáles serían los lugares actuales de los otros dos: tango y cine. Por el lado de este último, el gran ejemplo lo aporta la misma película, ópera prima de la dupla Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez, cuya solidez formal la hace sobresaliente. Su inicio ya es concepto de puesta en escena suficiente: la calle, el taxista ensimismado, una entrevista bizarra por radio -de esas en donde el fútbol está sin serlo, como un condimento más en ciertas comidillas disfrazadas de periodismo de espectáculo-. De pronto habrá también pasajeros, pero sin una continuidad clara, podrían ser imágenes de un recuerdo. En todo caso, lo que se presiente es un dilema, con el protagonismo absoluto de este actor enorme que es Carlos Portaluppi. Es en él donde Hijos nuestros ahonda. Dentro de su desazón y a partir de su corporeidad, capaz de rellenar automóvil y pantalla. Porque hay algo que este hombre siempre sentado esconde. Hasta que Silvia (Ana Katz) irrumpe, con su hijo de 12 y el fútbol. A partir de un torneo de barrio donde el pibe se luce y, quién dice, quizás hasta tenga condiciones. El escenario es el barrio de Boedo, donde San Lorenzo es pasión y basta su mención para hacer comulgar tanto al santo como al club, con esa intermediación de coyuntura que es el papa. Todo esto, eso sí, desde un guión donde hay rasgos y gestos de moderación progresiva, meticulosa, que informan de modo sesgado sobre quién es -quién ha sido- Hugo, este taxista que mastica palitos de la selva como cigarrillos mentidos, cuya seguridad sobre lo que el fútbol es -una jungla, en donde más vale escapar a la mirada del árbitro para ganar- le permite impartir lecciones pragmáticas al pibe. A partir de él, y junto con él, todo un contexto se abre y problematiza, sin perder de vista que, aún cuando Hugo parezca un fusible dañado, la sociedad donde convive no está menos traumatizada, así como atravesada de contradicciones que prefiere ignorar. Por ejemplo, y se trata de un momento magistral: cuando Hugo y Silvia comparten la cena, la ventana del bar les recorta desde el interior mientras, al fondo del cuadro, se distingue el hipermercado, de marca reconocida, multinacional. En el mismo lugar donde supo estar el Viejo Gasómetro. La alusión completa, por otro lado, una escena previa, donde el diálogo mencionaba a la última dictadura militar como razón de fondo de aquella expropiación. El cine es montaje, la relación entre las partes provoca imágenes diferentes, que el espectador agregará. Toda Hijos nuestros promueve esta lección estética, por eso es una gran película. Otro ejemplo: el diálogo cifrado entre Hugo y el entrenador de inferiores, en un taller mecánico (todo un hallazgo, la vida laboral de este personaje necesita de algo más, el fútbol no satisface a todos por igual). Lo que se dice oculta más que lo que se escucha. Subterráneamente pasan otras cosas, que conectan con el pasado y la relación de estas personas. En algún momento, algo que se parece a una cachetada cariñosa, pero cachetada al fin, rubrica el encuentro. Más adelante, habrá réplica, reacción, sin que se altere la propuesta velada, de celos de años, que más vale intuir antes que saber. A partir de estos recursos, la participación argumental del fútbol surge como expresión compleja, en donde coinciden el encuentro social pero también su alienación. En todo caso, se trata de un ejemplo deportivo superlativo, que encierra mucho más que lo supuesto, al ser capaz de decir sobre lo vivido a través de cánticos y broncas barriales, todavía en fricción con la manipulación empresaria y mediática, corporizada en esa entrevista radial con la que el film elegía su comienzo. Por otra parte, es admirable cómo el vínculo entre Hugo y Silvia apunta hacia un lugar dramático que el film no se preocupa por resolver desde el devenir habitual. En todo caso, si bien Hijos nuestros se perfila desde una estructura cuyas maneras narrativas el espectador sabrá reconocer, no tarda en torcerlas hacia imprevistos, que se corresponderán con los minutos iniciales aludidos, en donde Hugo está consigo mismo, en pleno debate, puesto que de lo que se trata es de "poner huevo": arenga de todo hincha, él no es la excepción. Pero ahora el fervor o insulto se le vuelve en contra, lo golpea. Es el momento en donde la decisión proyectará, o no, a quien la vive. Tal vez, Hijos nuestros sea una película dedicada a recrear esa situación límite, profunda, de cambio cualitativo. Que lo haga con fútbol, mística de feligreses y habladores de bares, no hace más que engrandecer su apuesta. Además, se trata de un cometido estético logrado porque las diferentes partes de la película están en consonancia. En lo relativo a las caracterizaciones, no sólo por el gran Portaluppi, sino también por la calidez (de madre, sola, de trabajadora) de Ana Katz y la "naturalidad" -si es que hay algo semejante- de Valentín Greco, un pibe que actúa mejor que nadie porque, justamente, no actúa. Es todo un hallazgo. Aporta a la dinámica de los personajes como engranaje, capaz de ser el adolescente de los desmanes, el fanático de la pelota, el niño atento y algo irreverente. Finalmente, la celebración de la liturgia religiosa es el gran momento de la película. Para llegar allí, hay que haber transitado por todos los andariveles del relato. Todo puede ser posible. Que sea una celebración religiosa no quita que también podría tratarse de un partido de fútbol. Por todo esto, mejor no confundir antes que caer en esa vorágine fácil, que simplifica con titulares o puntajes adocenados. No es una película sobre los sentimientos de un hincha de fútbol o similares, sino su revés. Se trata de un hombre solo, casualmente hincha de fútbol. Detenerse en este aspecto es no hacerlo con el abismo de su protagonista. Más allá de que Hijos nuestros también sea, claro, un film de un berretín insoslayable.
Escuchá el audio haciendo clic en "ver crítica original". Los domingos de 21 a 24 hs. por Radio AM750. Con las voces de Fernando Juan Lima y Sergio Napoli.
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En Hijos nuestros (2016), Carlos Portaluppi interpreta a un fanático de San Lorenzo de Almagro que trata de superar un presente signado por la frustración. Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez llevan a la pantalla grande una historia costumbrista con buenas intenciones, aunque no convence por completo. Hugo (Carlos Portaluppi) fue jugador de San Lorenzo, pero en la actualidad trabaja de taxista. Sus días son monótonos y solitarios hasta que suben a su auto Silvia (Ana Katz) y Julián (Valentín Greco): una madre que se encarga sola de su casa y su hijo adolescente, aspirante a jugador de fútbol profesional. Distintas circunstancias hacen que se crucen más de una vez, lo que provoca en Hugo tanto un interés por Silvia como por la incipiente carrera del joven, a quien intenta ayudar para que ingrese a las divisiones inferiores de San Lorenzo, el club de sus amores. Fernández Gebauer y Suárez retratan a un hombre común, que tuvo un sueño que se le escurrió entre los dedos, y que se consuela con ser un simple espectador de su pasión cada fin de semana. Mediante su historia se pone en foco un aspecto importante del “ser argentino”: la importancia del fútbol, el barrio, el club… Portaluppi logra una excelente interpretación a través de la cual el público comprende a Hugo. Y la naturalidad con la que imprime cada escena lo convierte en cercano. Katz hace una actuación correcta que también permite una identificación, pero sin descollar. Hijos nuestros es una radiografía de un hincha; de una pasión que se asemeja a la religión; de un fanatismo que sólo entienden aquellos que lo sienten. Pero además, muestra que ese sentimiento muchas veces subsana una problemática interior, que no se expresa fácilmente. Una película sobre la cotidianeidad que invita a la reflexión.
Opera prima de los jóvenes realizadores Nicolás Suárez y Juan Gebauer, la trama se inserta en un tono de comedia agridulce que toma como referencia a un taxista (Carlos Portaluppi), ex jugador de fútbol con siete partidos en primera división, recorriendo la ciudad con un carácter entre irascible y renuente al diálogo. Salvo, claro está, su pasión por el fútbol y específicamente su amor incondicional por San Lorenzo. En uno de sus viajes laborales, se cruza con una madre (Ana Katz) y su hijo preadolescente, quien practica el deporte en Vélez. Más allá de la convocatoria a la afición “cuerva” y de los chistes, cánticos y referencias al club dirigido por los empresarios Lammens y Tinelli, la mirada de los directores se ubica en la periferia del fútbol para desentrañar a un personaje particular que observa en el preadolescente la posibilidad del triunfo para olvidar de una vez por todas su propia frustración. En medio de esa relación, el film prevé una historia íntima entre el taxista y la protagonista, pero Hijos nuestros, por suerte, no cae en recetas fáciles y fórmulas digeridas de antemano. Por supuesto que la trama recorre el camino de la añoranza por la cancha perdida en épocas de la dictadura y desde hace décadas sustituida por un conocido hipermercado. También habrá lugar para la escena delirante, registrada en una ceremonia religiosa en donde Daniel Hendller oficia de cura. Y conversaciones sobre el pasado y el presente del ex club de Boedo (por ahora, quien sabe en el futuro). Pero la celebración del realismo como apuesta estética termina ahí, ya que el fin concreta su principal motivación narrativa: desmenuzar a un personaje límite con sus virtudes y errores, sus bondades y arrestos altruistas, pero también, sus arranques de ira y su desordenada vida personal. En ese punto la película entra en una zona de crisis al no elegir un camino más arriesgado y menos sometido a los parámetros recurrentes del naturalismo como sostén dramático. Para alejarse de esos tópicos, en buena porción de su desarrollo, la historia cuenta con dos estupendos intérpretes como Portaluppi y Katz en su segundo encuentro delante de la cámara luego de Una novia errante, dirigida por la realizadora y actriz.
Publicada en la edición #284.
Crítica emitida en Cartelera 1030-sábados de 20-22hs. Radio Del Plata AM 1030