La cuarta película de Maximiliano Schonfeld (Germania, 2012; La helada negra, 2015; La siesta del tigre, 2016) se presenta en la edición número 36 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata en el marco de la Competencia Latinoamericana. En un pueblo de zona rural alejado de los cascos urbanos, donde los jóvenes sueñan con emigrar hacia otros lugares, Abel, un muchacho introvertido y de pocas palabras parece signado por la repentina muerte de su primo Jesús López. Con la pantalla en negro durante la presentación de los títulos se advierten, en fuera de campo, a un grupo de amigos que parecen haber tomado algunas de cerveza de más, entre esos diálogos alguien le insiste a Jesús para que no conduzca la moto en ese estado. La siguiente escena es un breve primer plano del motociclista marchando sobre la ruta, para luego cortar y saltar a otro primer plano, esta vez de la cara de Abel bajo un lluvia torrencial. De esta manera, en pocos minutos y con gran técnica, el director introduce al espectador en el relato. Aquí, se inicia una exploración sobre una comunidad golpeada por la tragedia y la lucha de los padres de Jesús por superar el dolor, quienes en busca de sobreponerse invitan a su sobrino a quedarse unos días con ellos. De a poco, Abel se irá transformando. Ocupando el lugar de ese otro, completando ese vacío que tanto padres como tíos y amigos se niegan a asumir. Usando su ropa, conduciendo su moto y su auto de carrera. Un giro inesperado se produce en la película cuando esta transformación se traslada ya no solo por gestos y actitudes sino por su cambio físico. A partir de ahora Jesús habita en cuerpo y espíritu la figura de Abel. De esta manera, bajo una pictórica fotografía de atardeceres campestres y una banda sonora que refuerza el drama de una situación que la mente difícilmente pueda superar, se desarrolla la segunda parte del film, en donde una atmósfera de ensueño recae sobre la psicología de los personajes que se balancean entre la fantasía y la realidad en su permanente búsqueda de reconstrucción interior.
Ausencias que nos habitan. Si el más reciente largometraje de Maximiliano Schonfeld (premiado en la última edición del Festival de Biarritz y ahora en competencia en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata) comienza con el plano de alguien conduciendo una moto casi como si fuera una bola de fuego, seguido de imágenes de un grupo de personas rezando bajo la lluvia y después algunas palabras de los títulos literalmente dándose vuelta, es porque esas ligeras pistas llevan a lo que pronto empieza a contar: después de la muerte por un accidente con su moto del Jesús López del título –de algún parecido físico con el Jesús célebre, al menos según se lo ha representado siempre en pinturas y estampitas–, su primo Abel y sus seres queridos conviven con esa ausencia que es también presencia, a través de recuerdos y sensaciones que afloran en encuentros casuales y conversaciones de entrecasa. Pero para Abel esa desaparición implica algo más, una suerte de fascinación y nostalgia por su figura, por lo cual en cierta manera termina asumiendo su rol, usando su ropa, conociendo a sus amigos e, impulsado por su tío, participando en una carrera en su homenaje. Si el guión escrito por Schonfeld junto a Selva Almada casi no agrega alternativas a las ya señaladas, el clima que genera el film –entre amigable y misterioso– va seduciendo sin estridencias al espectador. El ambiente pueblerino es delicadamente invadido por intuiciones inquietantes: en medio del sol, los árboles, el río, las apacibles casas, los perros y las vacas, algunas situaciones van sugiriendo un estado de inquietud y la impresión de que algún estallido dramático podría quebrar la calma, por ejemplo cuando amigos de Jesús encuentran al supuesto responsable de su muerte, o cuando se genera suspenso en torno a la carrera del final (tramo resuelto de manera algo extraña, con primeros planos de los familiares adultos mirando de lejos con gestos de preocupación demasiado contenidos). Es un acierto la sencilla manera con la que Schonfeld resuelve la conversión de Abel en Jesús en determinado momento, así como espontáneas y de singular encanto las actuaciones de Joaquín Spahn (Abel) y Sofía Palomino (una novia de Jesús), compensando dos o tres momentos en los que otros personajes hablan de tal forma que se intuye un guión detrás. Por otra parte, la meticulosidad de Schonfeld como director encuentra un buen aliado en la dirección de fotografía de Federico Lastra (quien había cumplido esa misma función en La larga noche de Francisco Sanctis y otras películas). Ya en La helada negra (2015) y La siesta del tigre (2016) se podía advertir el interés del realizador entrerriano por los misterios que nos rondan, el enigma de la muerte, lo irreal que completa lo tangible, el peso de alguien que ya no está, las presencias inasibles que nos acompañan de distinta manera. Como se escucha en un diálogo de Jesús López: “– ¿Lo soñaste o fue verdad? – Las dos cosas».
La provincia de Entre Ríos ha ganado presencia como escenario del cine argentino contemporáneo a través de directores como Celina Murga, Eduardo Crespo, Iván Fund y Maximiliano Schonfeld, éste último enfocado en la descendencia alemana asentada allí. En Jesús Lopéz, cuarta película de Schonfeld, que integra la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata, la acción vuelve a situarse en una comunidad de "gringos" de pocas palabras y atmósfera enrarecida.
LA DUPLICIDAD COMO ALEGORÍA SOCIAL Si hay algo que caracteriza a la filmografía del realizador argentino Maximiliano Schonfeld es configurar un universo de ficción propio que se afinca en la geografía y la idiosincrasia reconocible en sus orígenes entrerrianos, y donde siempre adquieren presencia los mitos y rituales propios del pago rural, al servicio de una función alegórica. En esta linea, en su última película Jesús López (2021, guion escrito en co-autoría con la escritora Selva Almada), el realizador confirma y profundiza esta búsqueda estética. En un primer plano de apariencia, la película trata sobre el fallecimiento inesperado y violento en un accidente automobilístico de Jesús López (Lucas Schell), una joven promesa de las carreras de autos de una comunidad rural de Entre Rios, y de cómo su primo Abel (Joaquín Spahn), un joven sin expectativas de futuro más que su cotidiano y rutinario trabajo en el campo, intenta ocupar ese lugar ahora vacío, tanto para sus padres como para el pueblo. La situación del duelo hace que los padres de Jesús comiencen a tratar a Abel como una suerte de hijo. Lo invitan a quedarse en su casa. Irene, madre de Jesus, le prodiga su afecto maternal y Cacho, el padre, lo invita a probar el auto en que corría su hijo e incluso a participar con ese auto en la carrera homenaje que le dedican. Abel se va vistiendo con las ropas de Jesús, comienza a frecuentar a sus amigos y a su ex novia y a prepararse para la carrera. Pero hete aquí que la pericia de Schonfeld, por el uso de una puesta en escena que dota a ciertos elementos de simbolismo, permite profundizar en otros aspectos. Poco a poco, ciertos elementos del orden de lo extraño y lo sobrenatural comienzan a invadir la realidad. La casa de Abel irradia desde el interior un rojo estilizado, signo del pathos de quien extraña, de la culpa del sobreviviente. Un brisa entra por la ventana, removiendo su pelo para ver hacia afuera, unas lenguas de fuego encendido. El perro de Abel comienza a manifestar inquietud y los perros del lugar aúllan cuando Abel pasa por la zona con el auto de Jesús. En el moto encuentro con los amigos de Jesús, Abel tiene la visión de su primo y comienza a seguirlo hasta que se esfuma en los silos. Estos fenómenos podríamos pensarlos como momentos de pérdida de la realidad que pueden suscitarse durante el proceso del duelo, pero ¿acaso la atmósfera religiosa y metafísica, ya presente en los nombres mismos de los primos, no nos permite pensar también que el alma de Jesús, cuya muerte quedó impune, se encuentra vagando en el mundo de los vivos? Tenemos allí, en esa indecibilidad, el efecto de lo fantástico plenamente logrado. De entrada, la imagen del comienzo presenta a un joven a contraluz andando en moto en plano frontal, con su melena al viento, que crea un efecto aurático de fuego que lo rodea, como si se tratara de un aparición del orden de lo sobrenatural. Seguidamente, hay un fundido encadenado con la imagen del rostro de Abel bajo la lluvia, en actitud de oración. Esta apertura ya sienta la clave fantástica y pone en escena el mito del doble (que se refuerza por la imagen del afiche promocional e incluso por el titulo donde el apellido López se presenta escrito en espejo), como elementos desde las cuales leer la película. En efecto, cada uno de los primos es la contrapartida del otro. Y no sólo físicamente (Jesús es alto y de cabellos largos, respondiendo a la fisonomía de la imagen de Cristo; mientras que Abel es más bajito y responde al tipo del rubio de ojos claros), sino también a nivel del temperamento: donde Jesús es el temerario, Abel es el tímido y sosegado. Para Abel, el primo Jesús es el Ideal a seguir, el emblema de una salvación posible, una salida de la cansina monotonía de la vida de campo. Por otra parte, siguiendo la linea del doble, es interesante el recurso a nivel visual que emplea el director para dar cuenta de lo que podemos llamar vampirismo o posesión espiritual de Jesús respecto de Abel, transformación que es seguida de la escena en la cual, ante el altar dedicado a Jesús por los amigos en lo que podemos estimar como el lugar del accidente, Abel cede unas gotas de su sangre. En adelante, las ropas de color oscuro de Jesús harían suponer la lectura de un ángel caído en desgracia, enojado, el cual, en su resurrección y sirviéndose de otro cuerpo, buscaría venganza; temática que es sugerida en la escena de la persecución y toreo del auto del joven que lo chocó y provocó su muerte. Schonfeld se codea con el terror, pero sin embargo toda la construcción visual de la película, apoyada en una puesta en escena luminosa y hasta encantada (sosteniendo esos espléndidos amaneceres u ocasos en el campo y la música armoniosa que los acompaña, que contrastan fuertemente con la paleta de colores apagada y oscura que presentaba La helada negra, 2015), nos presagia la deriva hacia un sentido de trascendencia. Llegados a este punto, podríamos dar una vuelta más y preguntarnos: ¿Qué se propondría revelarnos el director al servirse de la potencia poética de las imágenes y del mito del doble? Porque no se trata tampoco de un thriller psicológico de posesión. Y aquí quizá sea oportuno mencionar el detalle de que el auto de carreras de Jesús lleva los colores de la bandera de Entre Ríos. En este sentido, el director se nutre acertadamente del lirismo de las imágenes y de la música para construir una bella alegoría del desencanto juvenil en una tierra que no les ofrece puntos de apoyo para construir un proyecto de vida, que los deja divididos y desesperanzados entre una tradición agraria arrasada por la codicia sojera y un progreso (tecnológico, quizás) que no prospera, que se desvanece como un sueño efímero.
La dualidad según Maximiliano Schonfeld En su cuarta película, Maximiliano Schonfeld (Germania, 2012; La helada negra, 2015; La siesta del tigre, 2016), escrita junto a Selva Almada, explora el duelo y la perdida a partir de la usurpación del lugar de aquel que ya no está. Abel (Joaquín Spahn) es un adolescente que vive en una zona rural de la provincia de Entre Ríos. En un pueblo cercano también vivía su primo, Jesús López (Lucas Schell), quien muere en un trágico accidente automovilístico ni bien comenzada la historia. Jesús López era un joven fachero que se dedicaba a las carreras de autos, con una familia que lo apoyaba, una novia bonita, y amigos que lo acompañaban en sus andanzas, que desafortunadamente pierde la vida cuando un automóvil choca la moto que conducía. Abel, es todo lo contrario a su primo, pero poco a poco comienza a ocupar su lugar y transformarse en él. Estrenada en Horizontes Latinos del Festival de Cine de San Sebastián y ganadora del premio Abrazo a la mejor película de ficción en la 30ma. edición del Festival de Biarritz América Latina, Jesús López (2021) aborda el vacío que deja una muerte prematura a partir de la ocupación de ese lugar por parte de un otro. No hay rasgos de perversidad ni de maldad en esa usurpación, sino que Schonfeld la trabaja desde la naturalidad, algo ingenua e inocente. Poco a poco Abel se va apoderando de la vida de Jesús hasta lograr mimetizarse en él. El joven, sin proponérselo, y con la complicidad de todo el entorno, que necesita llenar ese espacio, comienza ocupando la habitación de su primo, usando su ropa, saliendo de parranda con los amigos, besando a la novia y corriendo en su auto. Todos lo viven como parte de un pasaje natural. Abel creció idealizando a su primo pero, ¿está preparado para convertirse en él? Thriller psicológico, donde el realismo se entremezcla con lo fantástico, lo natural con lo místico, y lo religioso con lo sexual, Jesús López pone al espectador frente al dilema de elegir desde que lugar pararse frente a la ambigüedad que la historia propone. Para destacar la excelente fotografía de Federico Lastra, como el trabajo sonoro que realiza Sofía Straface, fundamental en la construcción de las diferentes atmósferas y climas que atraviesan las contrdicciones de los personajes como en la generación de una tensión latente que nunca está ausente.
El director de Germania (2012), La helada negra (2015) y La siesta del tigre (2016) inauguró la sección especializada en cine latinoamericano con una historia de duelo y mimetización concebida junto a la escritora Selva Almada. En tiempos de cambios profundos (las tradicionales granjas con vacas y tambos se cierran para dar paso a las plantaciones de soja que todo lo arrasan) un pueblo atraviesa un duelo colectivo. Es que un accidente en la ruta terminó con la vida de Jesús López (Lucas Schell), un joven piloto de carreras muy querido en el lugar desde que empezó a manejar un karting a los 6 años. Tras el funeral, mientras amigos y familiares intentan retomar de a poco la rutina cotidiana (aunque el sentimiento de venganza no tarda en aflorar), Abel -primo de la víctima- empieza a obsesionarse con todo lo que estuvo relacionado con Jesús: su Fiat 600 de carrera, su ropa, quien fuera su novia... Un proceso de identificación y hasta de mimetización que Schonfeld expone con más naturalidad que rasgos de perversión. De hecho, ni los padres de Jesús (o sea, los tíos de Abel) ni el resto del pueblo toma a mal que este adolescente sin demasiado rumbo ni identidad propia se prepare con el auto que antes usara Jesús para participar en una carrera que se organizará en homenaje del corredor fallecido. Entre el thriller psicológico, el drama familiar (las muy diversas formas de atravesar el dolor y reinventarse es uno de los ejes del relato) y ciertos tópicos ligados a los rituales de iniciación y socialización juvenil en medio de una dinámica pueblerina, esta película coescrita por el propio Schonfeld y Selva Almada tiene ciertos rasgos perturbadores que luego no son del todo explotados por una narración que de forma premeditada omite, sugiere o expone solo en el fuera de campo algunos conflictos (místicos, sexuales, afectivos), aunque sin por eso perder interés respecto de la resolución de la carrera final y la “conversión” de Abel en Jesús. Que Schonfeld es un obsesivo y un virtuoso a la hora de pensar y concebir cada cada mínimo elemento audio-visual de sus películas es algo que a esta altura no sorprende, pero la fotografía de Federico Lastra, el sonido de Sofía Straface y la música de Jackson Souvenirs (el dúo de Javier Diz y Norman MacLoughlin) está a la altura de sus exigencias y pretensiones. Resultan, así, aliados perfectos para la creación de climas que van de lo trágico a lo íntimo, de lo elegíaco a lo erótico, de una vida rural que se va despidiendo y todavía convive (cada vez con mayores contradicciones) con la urbana. Algunos sueñan con abandonar la naturaleza y abrazar la tecnología; otros, con superar la rutina y el vacío existencial, salir del agujero interior para transitar nuevos y superadores caminos.
La nueva película del realizador de «La helada negra» inauguró la sección Horizontes Latinos de San Sebastián. Narra la historia de un adolescente que se queda en la casa de sus tíos que perdieron a su hijo y poco a poco las identidades se tornan confusas. La vecina dice que Jesús reencarnó en Nippur», le dice la Irene (Paula Ransenberg), la madre de Jesús López, a su sobrino Abel (Joaquín Spahn), poco después de la muerte de su hijo en un accidente de tránsito en medio de la ruta. Nippur es uno de los perros de Jesús, que parece particularmente inquieto ante la presencia de Abel. Si los nombres bíblicos no son evidentes pistas, pronto quedará claro cuáles son los ejes por los que se mueve JESUS LOPEZ, la nueva película del realizador de GERMANIA y LA HELADA NEGRA. Jesús (Lucas Schell) no es el protagonista de la película. El tipo muere apenas empieza, en una oscura y enigmática secuencia que da pie al tono ambiguo que tendrá el film a lo largo de su metraje. Por un lado, la película tiene un costado más realista y cotidiano, ligado a cómo los padres de Jesús empiezan a «adoptar» a su sobrino Abel una vez que su hijo se muere y cómo el chico también entra en esa suerte de extraño juego terapéutico, quizás no tanto para «ayudar» a sus tíos sino para encontrar alguna referencia, algún impulso vital que lo saque de esa zona apática que habita, empujada también por la falta de trabajo en el campo. Por otro, la película apuesta más directamente a algo metafísico, místico, de carácter si se quiere religioso. Abel creció admirando a su primo Jesús, un tipo alto, fachero, seductor y aparentemente muy seguro de sí mismo que conducía motos, competía en carreras de autos y era el líder de su banda de amigos de la ciudad en la que vivía. Abel, en cambio, creció en el tambo, rodeado de vacas y con poca vida social: un chico tímido, silencioso, con cicatrices que dejan entrever que sufrió algún tipo de grave accidente o quemadura en algún momento, asunto cuyo peso en su vida y estructura familiar recién conoceremos sobre el final. Es por eso que unas semanas después de los rezos, el velorio, el entierro y toda la parafernalia de la despedida del hijo pródigo del lugar, a Abel no le cae mal la invitación de sus tíos a quedarse unos días con ellos. La situación parece beneficiosa para todos. A la madre de Jesús le viene bien el silencioso sostén de Abel y, para el chico, es una gran oportunidad de vivir un poco como si fuera su primo: usa su ropa, sale con sus amigos, aprende a manejar su auto de carrera y parece no tener muchas ganas de volver con sus padres y su hermana embarazada, que se muestran comprensivos ante la situación. Para el Cacho (Alfredo Zenobi), el padre de Jesús, la presencia de Abel es también de gran ayuda: el chico lo acompaña al río, lo escucha contar historias y, más que nada, le presta mucha atención cuando le enseña a manejar el coche de Jesús. Y el otro gran beneficiado es Nippur, que lo mira y lo sigue al Abel con curioso entusiasmo. JESUS LOPEZ se centrará en las experiencias de Abel allí. De a poco irá acercándose más y más a los amigos de su primo –que son más grandes que él en edad y más intensos, en todo sentido– y a su novia (Sofía Palomino), que lo toma casi de compinche/mascota. Pero los tipos tienen ideas más terrenales y bruscas para procesar la muerte de su amigo que las que tiene Abel. Fundamentalmente, quieren encontrar y si es posible matar a un tipo de la ciudad que, aseguran, fue responsable del accidente y la muerte de Jesús. «Hay que vengarlo», dicen casi a coro. Como ya lo hizo en LA HELADA NEGRA pero aquí de un modo más efectivo, Schonfeld juega en una zona intermedia entre el realismo y la fantasía, entre el cotidiano, lo místico y lo indescifrable. La película va marcando de entrada la existencia de una zona un tanto más ambigua, que permite pensar en otras posibilidades que escapan a lo que vemos, algo que refuerza la inquietante música (de Jackson Souvenirs), que aparece especialmente en esas escenas, y la fotografía un tanto enrarecida de Federico Lastra. Los perros, por un lado, se comportan con Abel como si lo conocieran de siempre. Y el propio Abel, de a poco, parece ir empezando a habitar una vida que no es la suya. ¿O sí? La película dará un «salto de fe», en algún momento, que la llevará a un terreno en el que esas sospechas se tornan más reales. O quizás no, quizás todo sea parte del proceso de duelo. Schonfeld elige inteligentemente manejar esa ambigüedad y dejar que el espectador decida qué de lo que vemos es cierto, qué es lo que ven algunos personajes y que ve –o cree ver– el propio Abel. Y ese salto servirá también para correr a la película de su eje, hacerla entrar de lleno en un territorio no muy explorado por el cine argentino «de festivales». Sí, películas como ZAMA o JAUJA juegan también en esos terrenos en los que la realidad que vemos se pone en cuestionamiento, pero ambas eran películas de época. No es tan usual verlo en una historia que transcurre aquí y ahora, y que no sea una película de género. Coescrita por Schonfeld y Selva Almada –novelista que también fue parte del proceso creativo de ZAMA–, JESUS LOPEZ va logrando también que la inquietud metafísica tenga su correlato en una tensión narrativa. Ya verán cuáles son las cosas que se ponen en juego en el último acto de la película, pero hay un componente allí que le agrega una cuota de suspenso extra que va más allá de la posible confusión de identidades. Ya no desde lo externo –lo que pueden ver los perros, un espejo o aquellos con profundas convicciones religiosas–, sino desde algo más íntimo y personal. La pregunta es más compleja, identitaria. Algo así como definir quiénes somos y qué hacemos acá. Y la película no deja libradas las respuestas al destino ni a la fe sino que le devuelve la responsabilidad a sus personajes. Y a los espectadores.
El tema del doble (o más específicamente del Doppelgänger, según el término alemán que refiere al doble fantasmagórico, al alter ego amenazante o malvado) ha sido muchas veces tratado tanto en el cine como en la literatura. Jesús López, de Maximiliano Schonfeld, aparece en ese escenario con un relato que tiene algunas particularidades interesantes: el proceso de la identificación se da en el momento de pasaje de edad, en un escenario que determina las características del personaje principal –una pequeña chacra de producción familiar tradicional alejada de la urbanidad- y la existencia de fuertes mandatos familiares del otro. La película abre lecturas sobre estos y otros tópicos gracias la austeridad expresiva del joven Abel y de cierta aridez propia del entorno. Jesús López era el primo de Abel, un joven mayor que él, corredor de autos de una categoría local en una región rural. Falleció en un accidente, aparentemente provocado por otro hombre de la zona. Abel irá asumiendo el lugar de Jesús. Primero acompañando a su tío al río, luego reuniéndose con sus amigos y su pareja, finalmente subiéndose al auto que manejó Jesús, aunque solo para correr una última carrera que servirá como homenaje al joven fallecido. Los padres de Jesús buscan en Abel alguien que ocupe el lugar del hijo, y Abel encuentra en esa casa una manera de salir de la chacra familiar. Ese es un espacio de tensión, bien relatado en la relación de Abel y su hermana: uno imagina que solo queda irse de allí, mientras quedarse es sostener una identidad que les es propia, una pertenencia, un legado. En la chacra la madre y la hermana, esa identidad que Abel lleva en su propio andar; en el pueblo, la nocturnidad, la posibilidad de amores, el auto y ser otro siendo Jesús. Reseña publicada en oportunidad de la cobertura de la 36 edición del Festival de Mar del Plata (2021).
JAVIER ERLIJ “Jesús López'' de Maximiliano Schonfeld 01/02/2022 Email this to someoneShare on FacebookTweet about this on Twitter Una propuesta federal. “Jesús López'' de Maximiliano Schonfeld. Entre duelos emocionales y motores estridentes. El estreno de esta semana llega a las salas del complejo Gaumont el próximo jueves 3 de febrero. Se trata del último ganador del premio a mejor película Iberoamericana del Festival Internacional de Mar del Plata. Maximiliano Schonfeld presenta su tercer largometraje de ficción tras “Germania” y “La helada negra”. “Jesús López” se nos presenta como una película llena de binomios, los cuales poco a poco irán desdibujando las fronteras que los separan. Tras una noche de borrachera, el piloto de carreras Jesús López falleció atropellado en un accidente de tránsito. Su primo Abel, quien trabaja en el campo de sus padres, poco a poco comienza a ocupar el espacio dejado por el difunto. Sus tíos comparten más tiempo con él, los amigos de Jesús lo hacen parte del grupo e incluso la ex novia del piloto se interesa en Abel. Las diferencias se acortan y la distinción entre los primos es cada vez más compleja. El ritmo del audiovisual posee la tranquilidad de la vida en el pueblo. El sonido de los animales y los insectos es solo interrumpido por el rugir de los motores. Carburadores, pistones y caballos de fuerza que tanto la juventud como los adultos, utilizan para romper la monotonía de su cotidianidad. Los fierros y su velocidad inyectan adrenalina en sus vidas, ya sean las noches de fin de semana o las carreras de los domingos. En parte es lo que separa al pueblo del campo, la tranquilidad del subidón de emoción. Al mismo tiempo presenciamos paternidades fallidas. Ninguno de los padres pudo hacer nada cuando sus hijos sufrieron sus accidentes. En el caso de Jesús el choque que produciría su muerte, para Abel es un incendio descontrolado que marcaría su piel de por vida. Hecho que convertirá al último en una persona introvertida y calma, en contraposición de su primo, lleno de amigos y de mecha corta. Sin saberlo, tienen más cosas en común de lo que creen. El padre en duelo, desea transformar al hijo de su hermana en el suyo. El inicio es paulatino, primero usar su ropa, dormir en su cama, hasta conducir su auto. Abel progresivamente se transforma en Jesús, hasta llegar el momento de no saber quien es quien. El actor que hacía del difunto piloto ahora hace de su primo. Mezclados así la realidad y la fantasía, sin terminar de convertirse una en la otra. Como sucede con el espacio existente entre la luz y la sombra. Dos que son uno, uno que no es nadie. Lo cotidiano y lo místico se mezclan para darle lugar al mundo de “Jesús López”. De manera contenida, que nunca termina de explotar aunque se encuentre a punto, consigue mantener el interés del espectador en la trama todo el tiempo. Sumado a unos atardeceres prácticamente capturados por la cámara, que atrapan al ojo curioso. Ma
Después de realizar «Germania» (2012), «La helada negra» (2015) y «La siesta del tigre» (2016), el director entrerriano Maximiliano Schonfeld vuelve al cine con «Jesús López», una película que se centra en el duelo de una familia y un pueblo a través de una mezcla entre la fantasía y la realidad. Jesús López es el nombre de un prometedor piloto de carreras, que muere en un accidente de tránsito con su moto. Esto significó un golpe muy duro para sus padres, sus amigos, pero también para su primo Abel, un joven tímido y solitario que empieza a transitar los lugares por donde andaba Jesús: se queda en su habitación, usa su ropa y va a los mismos eventos que iba él. Poco a poco esta obsesión y mímesis alcanzarán límites insospechados. Escrita por Schonfeld junto a Selva Almada, la película ahonda en el duelo individual y colectivo, en la búsqueda de identidad, la falta de porvenir, las tradiciones, los cambios, los vínculos familiares, el estancamiento del pueblo, entre otras cuestiones, a partir del protagonismo que va cobrando Abel con el correr del relato y el lugar que le van otorgando el resto de los personajes, para llenar ese vacío que dejó Jesús. Esto se da de una manera tan sutil como natural, haciendo que por momentos lo real se mezcle con la fantasía y lo místico (los nombres bíblicos no fueron elegidos al azar, sino que cada detalle revela algo). Joaquín Spahn hace un muy buen trabajo para ir moldeando su personalidad a las necesidades de los demás (y la propia), pasando de ser un joven introvertido, enfocado en el trabajo y en su familia a absorber todos los intereses de su primo. A medida que avanza se va notando una mayor soltura y alegría por las nuevas vivencias que tiene. El resto del elenco acompaña de buena manera, aceptando su comportamiento y recibiendo con brazos abiertos a este «nuevo» Jesús. Los aspectos técnicos como la fotografía, la banda sonora y la ambientación también ayudan a construir este aire enrarecido y clima de tensión latente, donde todo se va volviendo cada vez más inquietante, a tal punto que la fantasía irrumpe por completo en la realidad de lo que vemos. En síntesis, «Jesús López» es una lograda película que dialoga sobre el duelo, la búsqueda de identidad y la vida en el pueblo a través de una historia que es difícil quitarle los ojos de encima. Poco a poco el protagonista se va transformando gracias a un buen trabajo del joven actor y al clima que se construye. Un relato hipnótico que vale la pena ver.
Un joven muere en un pueblo de Entre Ríos. Se llama Jesús López y tiene pelo largo y barba, como el hijo de Dios en la iconografía cristiana. Sin embargo, Jesús no es un santo. Es apenas un chico fanático de las motos y piloto de una categoría de automovilismo que se corre con Fiat 600, que pasa el día tomando cervezas con sus amigos. Hasta que se sube a la moto alcoholizado y muere en un accidente. En cambio, su más retraído primo Abel trabaja con sus padres y su hermana en el tambo familiar, en el campo. Tras la muerte de Jesús, Abel comienza a quedarse cada vez más en la casa de sus tíos, al punto que su vida comienza a confundirse con la del muerto. Sobre todo cuando su tío le propone entrenarlo como piloto para competir en una carrera homenaje a Jesús. Cuarto largometraje del director entrerriano Maximiliano Schonfeld, Jesús López coquetea abiertamente con las referencias religiosas. Estas van desde el origen bíblico de los nombres de los protagonistas hasta escenas visualmente impactantes como la inicial, en la que vemos a Jesús viajando en su moto, iluminado desde atrás por los faros de un auto que hacen resplandecer su cabellera como si se tratara de un halo o, quizá, las llamas de una hoguera. Luego, un fundido lleva a un primer plano de Abel rezando bajo una lluvia torrencial de esas que, para muchos creyentes, podrían lavar cualquier pecado. Y por supuesto también es cristiana la idea de resurrección: la que se le ofrece a Abel cuando empieza a transitar la vida de su primo. Si bien la espiritualidad es un elemento presente en el cine de Schonfeld – en La helada negra (2015), por ejemplo, una chica era tomada por santa en un paraje rural-, está claro que su intención no es hacer un cine religioso. La fe que mueve a sus personajes -por lo general jóvenes como Abel, tironeados entre la vida de campo y la del pueblo o ciudad- es simplemente el deseo de un futuro que encierre algún tipo de promesa. Algo similar les sucedía a los hermanos de su ópera prima, Germania, que no sentían interés alguno por la granja de sus padres. E incluso a los protagonistas de su documental La siesta del tigre (2016) que, aunque más maduros, se movían guiados por la esperanza de encontrar los restos de una bestia extinguida para “salvarse” económicamente. Uno de los aspectos más interesantes del guion de Jesús López, escrito por Schonfeld junto a la escritora entrerriana Selva Almada, es que Abel no parece sentir culpa alguna ni genera resquemor en el espectador a pesar de que se trata de un okupa de identidades. Es probable que esto se deba a la mirada amorosa que el director suele tener sobre sus personajes, por lo general inspirados e interpretados por habitantes de las aldeas de descendientes de alemanes del Volga que rodean su pueblo natal, Crespo. En una de esas aldeas, en las que Schonfeld filma todas sus películas, nació su padre. Como en la mayoría de sus trabajos, la atmósfera que reina en Jesús López es de cierto extrañamiento, casi irreal. Este clima es reforzado por la extraordinaria fotografía de Federico Lastra, que filma crepúsculos y amaneceres con un ojo conmovedor.
Precedida por los premios (En Biarritz y en Mar del Plata como mejor película latinoamericana) por fin se estrena este film del talentoso Maximiliano Schonfeld (Germania, La helada negra) que coescribió el guión con Selva Almada. El film nos traslada a un ambiente rural de siembra y cría de animales, pero también a un entorno urbano de reuniones de motoqueros y carreras de autos. Pueblos que ya pertenecen al terreno de la nostalgia y que excluyen a demasiados jóvenes que buscan, según el realizador, construir una identidad. La historia que comienza con un duelo por la muerte accidental de un joven piloto, líder en su grupo de amigos, admirado en su lugar de pertenencia, nos mete de lleno en un duelo colectivo, lleno de rituales y recuerdos. Pero también en el tema del doble. Es que un primo del piloto, un chico esmirriado y tímido es invitado-arrastrado a ocupar el lugar del difunto. Lo “necesitan” los padres del chico muerto, sus amigos, hasta su novia. Un lugar de gran tentación, aspiracional pero también peligroso. Tanto que puede desaparecer en el recuerdo para revivir realmente al Jesús López del título. Schonfeld recurre a escenas fuertes de carretas, pero también a climas íntimos y a un recurso encantador para que lo fantástico, del recuerdo recurrente sea una promesa cumplida. El otro, tan invocado, tan ausente, llega inevitablemente, como el triunfo de la imaginación. Un gran equipo técnico, la fotografía, la música, el vértigo y la intimidad de los pequeños y profundos momentos, redondea un film hermoso y profundo.
El doble como fundamento de la identidad Ganador en la sección Competencia Latinoamericana en la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Jesús López llega al Gaumont y al Malba, siendo el tercer largometraje de Maximiliano Schonfeld (Germania, La helada negra), coescrito por el propio Schonfeld y la escritora Selva Almada (No es un río). Desde el rápido fundido encadenado con el que empieza la película y que reúne a Jesús López (Lucas Schell), un conocido piloto de carreras de un pueblo de Entre Ríos, y su primo Abel (Joaquín Spahn), un adolescente sin muchas motivaciones y dedicado al trabajo rural en un campo de su familia, y los créditos iniciales que transcurren con una tipografía espejo, queda claro que el famoso mito del doble será fundamental en la película. Tras la muerte de Jesús en un trágico accidente automovilístico, un pueblo semi rural afronta el duelo del joven corredor mientras que su introvertido primo es introducido en la historia sin ningún otro contexto que no sea el de la muerte en cuestión. De hecho, son casi nulos los rasgos identitarios de Abel a lo largo de la película, o al menos lo son de manera dinámica ya que, en realidad, rápidamente se evidencia que la falta de posibilidades y expectativas, producto de las limitaciones propias de este pueblo entrerriano, hacen que Abel termine siendo a través de la figura de Jesús. De hecho, tan poderosa resulta la misma, que aun tratándose de la historia de su primo menor, el foco reside exclusivamente en sus identidades: una pasada que sus padres, amigos, el pueblo y el mismo Abel sumergen en el duelo y otra presente, manifestada progresivamente en él tras impulsos propios y externos que ponen en juego un intenso desdoblamiento de su personalidad, convirtiéndolo, en principio, en una especie de sustituto para sus tíos -circunstancia familiar que insinúa lugares aterradores- para luego aproximarlo de lleno al mundo de las carreras automovilísticas. Schonfeld no necesita de ejecuciones solemnes o confusas para desarrollar la mimetización del protagonista y se permite hacerlo con sutilezas más que lúcidas. Inclusive, así como se elogiaba en El último duelo (Ridley Scott, 2021) el pequeño detalle de un zapato para enfatizar en el punto de vista de la protagonista, aquí hay algunas decisiones mínimas pero significativas que exponen el gran dominio del lenguaje que posee esta obra (entre tantas escenas, presten atención a una en especial en la que Abel se mete debajo de una camioneta). Hasta hay lugar para una magistral secuencia que tiene lugar en una carrera y demuestra que el nivel técnico de la película es superlativo. Jesús López no solo es un relato que se vale del virtuosismo formal para explotar el famoso mito del doble. En realidad, es ello, pero en segundo plano. Fundamentalmente, es una historia en la que es inevitable preguntarse qué hace a la identidad y qué la deshace.
La nueva producción del cineasta entrerriano Maximiliano Schonfeld, se plantea como un intrigante juego de espejos y opuestos, que comienzan a unirse a partir de la llegada de un extraño que ocupa el lugar de un joven recientemente fallecido. Con guion del propio realizador y Selva Almada, el enrarecimiento de las imágenes, la poesía contenida en ellas, y, principalmente, la tensión in crescendo del relato, permiten construir una de las narraciones más extraordinarias del cine nacional de los últimos tiempos, y que obtuvo el premio a la Mejor Película de la Competencia Latinoamericana del último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
Jesús López es un joven piloto de carreras que muere en un accidente. Su primo Abel, un adolescente sin un rumbo claro, parece querer ocupar el espacio vacío de Jesús en su entorno familiar, sus amistades y sus actividades. En el pueblo se organiza una carrera en homenaje a Jesús y Abel podría encontrar allí el lugar que se ha sentido tentado a ocupar. Desde la película Germania (2012) Maximiliano Schonfeld ha demostrado habilidades narrativas y estéticas indiscutibles. Pero en este caso los momentos completamente logrados se intercalan con otros menos definidos. Los cambios de tono e intenciones no le ayudan a la película, sino que la empantanan en más de un momento. Hay que rescatar algunos momentos de clara belleza y sentimiento, pero en promedio el resultado no está a la altura de otros film del director.
El cineasta de Entre Ríos sigue en plan de documentar a través de la ficción una forma de vida ligada a la pretérita inmigración europea en un relato fantástico sobre un duelo.
El día domingo finalizó una nueva edición del @mdqfilmfest tras 10 días donde se proyectaron más de 180 títulos. En esta modalidad híbrida, el retorno a la presencialidad se sintió como una gran conquista, aún a cuestas de una planificación acelerada y bastante desprolija. El modo online profundizó errores de la edición anterior y la limitación en la oferta se sintió como una decepción. Para destacar queda el buen catálogo de películas extranjeras que presentó el Festival, proyectando obras galardonadas en el exterior o dirigidas por íconos de la industria. • En la "Competencia Internacional" la ganadora fue "Hit the Road" (🇮🇷) una road movie de índole familiar, dirigida por Panah Panahi. Tras una huída tan obligada como misteriosa, el director aprovecha el transporte como síntesis donde se reconstruyen las relaciones familiares y donde cada uno de sus integrantes da a conocer su verdadera esencia. La revalorización de la risa como válvula de escape ante la adversidad y la gran puesta visual durante todo el trayecto destacan entre todos los aspectos del film. Correcta ópera prima, aunque no demasiado original. • En la "Competencia Latinoamericana" el triunfo fue para "Jesús López" (🇦🇷🇫🇷), cuya dirección estuvo a cargo de Maximiliano Schonfeld. Esta valiosa obra nos hace viajar hacia un pequeño pueblo que acaba de sufrir la muerte de uno de los jóvenes del lugar. Con todo el dolor que puede sentir una ciudad donde todos se conocen, la historia hará foco en su primo Abel, quien de a poco empieza a ocupar los espacios dejados por su pariente. Un más que interesante acercamiento a realidades y vínculos complejos, que buscan prevalecer entre la ausencia y la pérdida. Una radiografía de pueblo, dirigida de forma magnífica, donde cada uno de los sucesos que ocurren demuestran un alto nivel de sensibilidad.
Quienes recuerden el último trabajo de Eduardo Crespo titulado “Nosotros nunca moriremos” encontrarán algunos puntos de contacto con la nueva película de Maximiliano Schonfeld (“Germania” “La helada negra”): “JESUS LÓPEZ” que luego de su paso por el Festival Internacional de Mar del Plata se estrena ahora en el cine Gaumont y está disponible dentro de la plataforma www.cine.ar/play. Si bien los dos directores plantean la narrativa del duelo, cada uno de ellos lo aborda desde lugar completamente diferente, ambos alejados de un tratamiento tradicional. En este caso, Jesús López es un joven piloto de carreras recientemente fallecido, de forma inesperada, en un trágico accidente automovilístico que deja tanto al pequeño pueblo entrerriano como a su familia, en un estado de completa conmoción. Tal como sucedía en el filme de Crespo, también en este caso su figura, se irá reconstruyendo a partir de las voces, los comentarios y los recuerdos de quienes han compartido sus días. Junto con ese rompecabezas del dolor colectivo y en pleno reacomodamiento del esquema familiar, su primo Abel se instala en la casa familiar. De una forma inconsciente primero y mucho más decidida con el correr de los días, Abel irá ocupando el lugar de esa ausencia tan notable. Schonfeld acierta con una puesta que juega con la dualidad (los padres de Jesús comienzan a posicionarlo en el lugar de hijo, Abel comienza a manejar el auto de carrera y se apodera en cierta forma de ese elemento tan icónico además de entremezclarse naturalmente con los amigos y con la ex novia), introduce la presencia de elementos que aportan un aire de confusión y extrañeza que va envolviendo ese vínculo de duplicidad Jesús / Abel, ambos nombres también con una fuerte lectura desde lo religioso y lo profético. Tanto desde el guion, en el que participa la notable escritora entrerriana Selva Almada (“El viento que arrasa” “El desapego es una manera de querernos” “No es un río”) como desde las marcas que aporta Schonfeld en la dirección, se va trabajando con notable sutileza ese proceso de mimetización que va in crescendo y logra teñirlo todo, hasta encontrar su punto máximo en la obsesión que despierta el Fiat 600, que Abel utiliza en la carrera que el pueblo propone en homenaje a Jesús. Sumado a los muy buenos trabajos de Joaquín Spahn, Lucas Shell (actor “fetiche” en su filmografía) y las participaciones de Paula Ransenberg, Romina Pinto y Alfredo Zenobi, la historia pensada por la dupla Almada / Schonfeld mezcla, armoniosamente, el rito de pasaje y el drama familiar, instalado en esas geografías pueblerinas que ambos saben describir a la perfección y es una de sus marcas distintivas como autores. Desde esa descripción de lo pueblerino y lo rural, la historia va avanzando con cierta quietud, hasta llegar a un tramo final completamente vibrante con un ritmo de thriller eléctrico que brinda un excelente cierre a un film que explora las diversas formas de abordar el duelo. POR QUE SI: «Va trabajando con notable sutileza ese proceso de mimetización que va in crescendo y logra teñirlo todo «
Entre lo real y lo fantástico El cuarto largometraje del director de "Germania" y "La helada negra" puede ser visto como un retrato extraño de la vida pueblerina, pero también como una alegoría acerca de la trascendencia. En El hijo de Rambow (Garth Jennings, 2007), el protagonista es un nene que vive en un pueblito inglés y que nunca fue al cine, porque su familia es muy religiosa y lo considera un instrumento del mal. Virgen de esa experiencia, el chico debuta como espectador en casa de un amigo viendo Rambo. A partir de ahí, como si estuviera poseído por el espíritu de un Stallone pasado de anfetas, el pibe acepta convertirse en el héroe de una tierna película de acción dirigida por su compañero, interpretando al hijo del traumatizado veterano de Vietnam. En Jesús López, cuarto film de Maximiliano Schonfeld, Abel es un adolescente que acaba de perder a su primo mayor, Jesús, en un accidente de motos. Como todos en el pueblo, Abel admiraba a Jesús por su habilidad en las carreras de autos y a partir de su muerte comienza a pasar más tiempo con sus tíos, que lidian como pueden con la ausencia del hijo. Una noche, la madre de Jesús le presta a Abel la ropa del muerto, una acción que carga con el peso simbólico de un rito de suplantación. Frente al espejo, Abel se prueba las camisas en el cuarto de su primo, donde un póster de Rocky III oficia de imagen religiosa. Como un Cristo anabolizado colgado sobre la cabecera de la cama de Jesús, acá también Stallone parece bendecir el comienzo de un proceso de transfiguración que tendrá tanto de místico como de poético. Igual que en la película de Jennings, donde por la vía de la comedia aquel niño inocente necesitaba convertirse en otro, “el hijo de Rambo”, para hacerle frente a un mundo que le habían enseñado a temer, Abel también debe atravesar trágicamente un ritual de iniciación bajo la máscara heroica y protectora de su primo mayor. Solo así logrará trascender ese universo en pausa que representa la vida en los pueblos de la Argentina profunda, suerte de limbo en el que los jóvenes como él no necesitan morirse para vagar por ahí como almas en pena. Schonfeld narra su historia con la naturalidad de quien conoce esa vida, porque como sus personajes, el también es nacido y criado en un pueblo así (Crespo, en la provincia de Entre Ríos). Como ocurría en sus películas anteriores, como Germania (2012) o La helada negra (2015), los vínculos vuelven a ser el hilo conductor sobre los cuales se articula el relato de Jesús López. Vínculos que son lo suficientemente plásticos como para ser moldeados a gusto, hasta generar un universo que se levanta en la frontera no siempre clara que separa lo real de lo fantástico. Es por eso que Jesús López puede ser vista como un retrato extraño de la vida pueblerina, pero también como una alegoría acerca de la trascendencia. Creada a imagen y semejanza de las sagas religiosas, en particular de aquella que agrupa la mitología cristiana, el cuarto largometraje de Schonfeld respeta de forma estricta el ciclo de vida, muerte, resurrección/reencarnación y ascenso/descenso. Los nombres de los personajes principales, cargados con el notorio peso de lo bíblico, representan un primer indicio. Zarzas ardientes, el dolor como camino de purificación, tentaciones que es necesario resistir o la transfiguración y el retorno del elegido, también forman parte de una historia que hace un extraordinario uso tanto de lo fotográfico como de lo sonoro, para generar un ambiente nebuloso en el que cualquier cosa es posible y verosímil. Así como Abel comienza a rondar los rincones que alguna vez habitó el primo para nutrirse de sus reminiscencias, también estos espacios se van poblando de presencias espectrales, a las que Schonfeld corporiza en formas impresionistamente oportunas. El polvo que los autos levantan en los caminos; la bruma anaranjada de las madrugadas en el campo; el humo de los asados, el de los cigarrillos y el de los motores; o las miradas a través de vidrios siempre turbios son algunas formas en las que lo fantasmagórico se expresa en Jesús López. Manifestaciones que plasman en el territorio sagrado de la pantalla la existencia y el cruce de esas realidades paralelas.
FUEGO Y ESPEJOS Nada de lo que sucede en Jesús López, la nueva película de Maximiliano Schonfeld, es ajeno a esa suerte de coming of age que el cine argentino reciente ha sabido interpretar con sus propios códigos (y sus propios vicios). El Jesús del título es un piloto de carreras querido por todos (interpretado por Lucas Schell), que muere en un accidente y da paso al verdadero protagonista: su primo Abel (Joaquín Spahn), un adolescente introvertido que trabaja con su familia en el campo. Después de que su tío lo invita a la playa, donde se relaciona con los amigos de Jesús, pero sobre todo después de que empieza a manejar su auto, Abel comienza a adueñarse de los espacios que ocupaba su primo. Las salidas, la ropa, los hábitos, incluso el amor. Lo que podría parecer retorcido en verdad no lo es, porque esa transformación está narrada como un proceso natural, centrándose en la necesidad de Abel de experimentar las cosas y de salir de la monotonía. Sin abandonar esa pátina indie tan común a este tipo de historias, Jesús López tiene sin embargo una virtud infrecuente en el cine local: el uso de la épica deportiva para hablar tanto del duelo como del paso de la adolescencia hacia la adultez. Aunque su interés principal es otro, la película se permite acercarse a un género que en el cine norteamericano es patrimonio, y aprovechar la fisicidad que implica el deporte para narrar emociones complejas sin cargarlas de palabras. Para Abel, habitar la vida de su primo es habitar su pasión; su vida en relación con los demás, pero sobre todo su vínculo con la velocidad. En el arco que va desde los primeros acercamientos al auto, pasando por los arreglos, la práctica y finalmente la competición (incluyendo las consecuencias de esa carrera), Schonfeld encuentra la mejor forma para hablar del tema de fondo: la necesidad de destruir para construir algo nuevo. Claro que Jesús López no es una película deportiva, sino una que integra ese aspecto de manera lateral y progresiva. La mirada, en definitiva, está puesta en esos jóvenes que tratan de entender y de explicarse la muerte de un amigo. Los rituales diarios, el alcohol, los recitales, los encuentros amorosos, todos atravesados por la incertidumbre (o la certeza terrible) de un futuro sin mucho brillo. Schonfeld los filma sin juzgarlos y sin detenerse a dar explicaciones, con una estética polvorienta que se aleja de Buenos Aires para mirar al interior del país, y que lo acerca al universo literario de Selva Almada, guionista del film. El resultado es una película que va de menos a más, y que toma algunos riesgos formales dignos de atención, como la alternancia entre actores para narrar el tiempo en que la identidad de Jesús se fuga hacia la de Abel. “Parece que para salir de acá hay que morirse”, dirá el protagonista en un momento, y la película abraza esa hipótesis sin miedo de corroborarla.
La película comienza con la muerte de Jesús López, un joven piloto de carreras que fallece en un accidente en su moto. Su ausencia marca a todo el pueblo. Y en ese pueblo está también Abel, un adolescente primo de Jesús que de a poco empieza a ocupar sus lugares, a relacionarse con la gente que él se relacionaba, a pasar tiempo con su familia, a acercarse a su novia, a su perro, y finalmente a manejar su auto. Hasta el punto de convertirse en él y traerlo de vuelta para que el espíritu que se fue enojado pueda encontrar la paz. Un juego de espejos, a los que el psicoanalista Otto Rank relaciona con la idea del doble: «El pensamiento de la muerte resulta soportable cuando uno se asegura una segunda vida después de ésta, como doble.» Como podemos imaginar, Jesús López es la historia de un duelo. En este caso un duelo colectivo pero también personal; es también la historia de crecimiento de Abel. Y lo que hace el director junto a su coguionista, que viene de escribir una gran novela que se emparenta con esta película, No es un río, es imprimirle un toque mágico que nos haga creer que todo es posible. Hay un cambio de tono cuando irrumpe lo surreal, lo onírico; un tono que rompe con el registro meramente realista pero no con el tono emocional que nunca abandona. Un extrañamiento propio de esos momentos que irrumpen en la realidad a la que estamos amoldados y nos confunden y al final son más comunes de lo que nos gustaría. Están muy logrados esos climas enrarecidos, como apenas corridos de lo cotidiano y consiguen algunos momentos de una tensión in crescendo. Desde el apartado técnico la película presenta un sonido impecable y una fotografía que enamora en especial con sus atardeceres. La lluvia y el fuego se convierten en protagonistas y en ritos de pasaje. También destaca la destreza de Schonfeld con una notable escena de carrera. Jesús López se siente una película calculada y medida y no por eso fría. Cada plano, cada escena, todo resulta muy preciso. Schoenfeld sabe lo que quiere contar y con qué elementos cuenta y consigue que una historia que podría ser simple se torne profunda y emotiva, y la carga de poesía. El duelo contado de una manera original y bella, con un entorno rural y húmedo como escenario, y un conjunto de personajes que rodean a sus protagonistas Abel y Jesús y terminan de colorear una película que además juega mucho con lo que se ve y no se ve, con esa ambigüedad propia de lo que está fuera de cuadro o de foco. La realidad y lo místico se enredan, sobran las referencias religiosas y hacen de Jesús López una película prolija y cuidada que funciona como un reloj. Y allí la idea de encontrarse en el reflejo del otro para poder encontrarse con uno mismo. Y después aprender a soltar, dejar ir.
Luego de ganar el premio principal en Festival de Biarritz y el Premio al Mejor Largometraje en la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata 2021, Jesús López, de Maximiliano Schonfeld (Germania, La helada negra, La siesta del tigre) se ha estrenado recientemente en Malba Cine, en el cine Gaumont y CineAr TV. Jesús López fue guionada por el mismo Schonfeld y la escritora Selva Almada. “Jesús López es una película acerca de los duelos colectivos, sobre todo en los adolescentes, y como de una forma u otra ese dolor se materializa en la rutina, en los actos cotidianos. También en la búsqueda constante de dialogar con el más allá, con el misterio y con la manera en que nos aferramos al desapego como una única salida posible cuando la tragedia invade, abrupta y silenciosa”, señala Schonfeld acerca de su tercer largometraje de ficción, un sentido, melancólico pero nunca sentimentaloide drama que va más allá de lo que puede parecer a simple vista. Situada en un pueblo que parece estar empezando a agonizar ante el paso del llamado progreso, Jesús López (Lucas Schell), un joven piloto de carreras apreciado y querido por todos los lugareños, muere en un muy desafortunado accidente. Su primo Abel (Joaquín Spahn), un adolescente introvertido, a la deriva y un tanto depresivo, siente un deseo profundo, y hasta irracional, de ocupar el lugar de su primo muerto, ante su familia, amigos y el pueblo entero. Incluso parece que ha sido poseído por el difunto (¿o acaso es pura subjetividad desesperada?). Sea como fuere, se obsesiona con vincularse con todo aquello y con quienes mantenían una relación cercana con su primo. Como si quisiera borrarse a sí mismo, de a poco, para ser ese Otro que se fue irremediablemente. Y que no puede duelar, tanto como el pueblo tampoco puede hacerlo. Cuando se organiza una carrera para homenajear a Jesús, Abel no duda en participar con el mismo auto de su primo. Es entonces cuando el destino (¿o el conjuro de ese destino?) entra en escena y no va a tardar en dejar sus huellas. La mixtura de géneros, tonos y texturas hacen de Jesús López una película inusual, y para bien. Porque el drama y la sugerencia de lo sobrenatural, más el retrato de la juventud de un pueblo perdido en el medio de la nada, se superponen con fluidez, sin que se vean las costuras. Por eso, el sutil enrarecimiento puede ser perturbador y seductor, atractivo y siniestro a la vez, más en algunas ocasiones que en otras. Como en las películas previas de Schonfeld, son los climas, las atmósferas, las aristas que le dan forma a su narrativa, independientemente de la trama. Claro que son muchos los sentidos que se pueden construir a partir de lo que pasa, pero son más profundos aquellos que emanan de cómo pasa lo que pasa. Impecable la fotografía – lo que no debería sorprender- en sus composiciones tan pensadas, pero no rígidas ni de un formalismo vacío. Sugestivo el diseño del sonido, que por momentos nos habla de otros planos de este mundo terrenal – o al menos eso parece. Y la música, de un dramatismo subterráneo que aflora en la superficie inesperadamente también es otra textura que se entrelaza en este universo conocido pero extraño. Quizás eso fue lo que más me gustó de Jesús López: esa indiscernibilidad entre lo que pasa en el mundo real y en el otro, el que habita en Abel; los dobleces casi invisibles del vínculo que establece con la novia de Jesús; la dificultad de leer qué pasa en el fondo de su personalidad tan opaca y su afectividad tan retraída. Creo, también, que Abel no es solo Abel, sino también un recorte posible del pueblo entero. O, más precisamente, un reflejo, quizás un tanto deformado, de tantas subjetividades y cosas no dichas. Pero que siempre están presentes. Se perciben, aunque no se vean.
DESDOBLAMIENTO REFORZADO Desde los créditos iniciales, Maximiliano Schonfeld plantea el concepto del doble como un rasgo natural y posible tanto dentro del relato cinematográfico como en la realidad. Incluso, se podría pensar que ambos universos se fusionan hasta el punto de volverse indistintos. Basta con el primer gesto del director: colocar los nombres de las personas que participaron en la película en espejo y, luego, al derecho, como si el giro desde lo confuso hacia lo legible le brindara un carácter nuevo a aquello revelado. Y es que ese movimiento –bastante subrayado – presagia lo que ocurrirá entre Jesús y Abel, una vez que éste último comience una suerte de viaje iniciático tras el accidente en la ruta de su primo. El aura resplandeciente del joven fallecido, la despedida del pueblo, las plegarias bajo la lluvia o los rituales de los amigos funcionan como las condiciones de posibilidad de la transposición, mientras que el duelo de los padres en conjunto con la falta de rumbo del adolescente habilitan el pasaje orgánico entre el Abel que usa la ropa del primo o se acuesta en su cama hacia el Abel-Jesús que es reconocido por el perro o compite en el auto de carreras. Se trata de un camino que empieza lento, casi por casualidad o aburrimiento, y que termina como una obsesión atormentada con un fuerte anclaje visual pero con ciertas faltas u omisiones en el desarrollo interno del protagonista, de la familia o de los amigos. Por otro lado, el uso de los fueras de campo o, por ejemplo, la escena de las motos en plena noche cerrada atravesando la ruta parecieran retomar el guiño del inicio de Jesús López, como si aquello no visto o fragmentado jugara con la mixtura entre la ficción y lo que sucede más allá de la pantalla. Como si, a final de cuentas, los que miran y los mirados no pudieran distinguirse entre sí.
El mito de un hombre que dejó su huella en el pueblo Hay personas que por su modo de ser y de influir en los demás se convierten en personajes. Y si, como en este caso, se trata de alguien como Jesús López, que acaba de perder la vida en un pueblo pequeño de Entre Ríos, se convierte en una suerte de mito. Maximiliano Schonfeld utiliza como disparador la trágica muerte de un piloto de autos con mucho carisma para contar qué sucede con la familia, los amigos y amigas que quedan en ese mismo espacio soportando el hueco de su ausencia. Sin subrayados y con trazo fino, Schonfeld se para sobre la muerte para hablar sobre la vida. Tan simple y contundente como eso. Porque el derrotero que empieza con el velorio y el rezo para que Jesús tenga una mejor vida en el cielo, con el guiño del nombre como anzuelo, continúa con un pincelazo optimista de los deudos. Jesús era un motoquero que corría carreras en el pueblo, pero todos y todas quieren que su impronta continúe. Por eso Abel, su primo, utiliza su ropa para ir a los bailes y tanto la mamá como el papá del fallecido lo incentivan para que él herede esa pasión. El foco está puesto en Abel, a la manera de un coming of age, porque el pibe pasa de ser un chico con inquietudes, dispuesto a hacer todos los mandados que le pidan los tíos (padres de Jesús) a ser un pibe seductor, que se animará a dejarse el pelo largo para parecerse a su primo y aprenderá a manejar aquel auto inolvidable. Quizá sea para encontrar la parte de Jesús que él está buscando, pero también para bucear en la parte de Abel que todavía no conoce. El director se corre del relato nostálgico, no le interesa para nada la lágrima fácil. Y utiliza un recurso casi del género fantástico para mostrar la mutación de Abel a Jesús en una escena que es la más lograda de la película. Mientras todo esto transcurre, se muestran las grietas entre la vida de campo y de pueblo. Sobre esas mismas grietas nació y creció el mito de Jesús López.
Jesús López es una historia de crecimiento y de maduración que, a través de lo fantástico nos habla de los legados, de volcar los deseos propios en el otro para superar el duelo y la ausencia.