De nada sirve escaparse de uno mismo De la FUC han salido todo tipo de directores y películas (algunas, incluso, ligadas al cine de género, como Los paranoicos o Fase 7), pero hay una suerte de marca, de escuela, que podría englobar a las películas de Matías Piñeiro, Alejo Moguillansky, Manuel Ferrari, etc. En esa linea neo-nouvelle-vague, cuyo referente a nivel de "padrinazgo" podría ser Rafael Filippelli- se inscribe este debut de Nicolás Grosso, con un film en blanco y negro con aires de experimentación godardiana y reminiscencias del cine de Hugo Santiago. Un padre ausente, dos hijos desorientados, una fábrica con 282 empleados a punto de cerrar, crecientes presiones de los trabajadores que pretenden llegar a la autogestión... De eso se trata La carrera del animal, un film que -más allá de sus desniveles actorales y de ciertos diálogos altisonantes y artificiosos- consigue imágenes, climas, situaciones inquietantes, de gran tensión y con un sesgo casi fantasmagórico. Otro joven director consagrado en el BAFICI (el film ganó la Competencia Argentina) para tener en cuenta. (Esta reseña fue publicada con algunas modificaciones durante el BAFICI 2011) Sobre Nicolás Grosso: Nació en Buenos Aires en 1984 y estudió en la Universidad del Cine. Fue asistente de dirección en Excursiones (Ezequiel Acuña, Bafici ’09), Castro (Alejo Moguillansky, Bafici ’09) y Un mundo misterioso (Rodrigo Moreno, 2011). Su corto No porque hoy sea feriado (2007) participó en numerosos festivales internacionales. La carrera del animal es su primer largometraje. Entrevista con OtrosCines.com -¿Cómo surge el proyecto, cómo lo pudieron desarrollar y qué apoyos tuvieron? -El proyecto empieza con una idea de guión que venía elucubrando hacía tiempo: un pequeño drama familiar rodeado de intrigas no demasiado resueltas en un espacio suburbano. Luego se agregó su contrapartida en el campo; la cual, creo, le dio un matiz necesario a la película. Nada de todo esto hubiera sido posible sin el apoyo de la Universidad del Cine que, sin dudar un segundo, ofreció sus equipos para que podamos seguir adelante con el trabajo. Todo el rodaje y parte de la posproducción de la película se llevó adelante con lo que tuvimos a mano. No hubo más apoyo que el de la FUC, aún habiendo aplicado a subsidios tanto locales como internacionales. Al final del camino, llegó el inesperado y muy bienvenido premio del Fondo Metropolitano, que fue lo que hizo que todo el esfuerzo haya valido un poco más la pena. -¿Cómo definirías a la película (tema, búsquedas, estilo, desafíos que te planteaste)? -La película trata sobre las relaciones paterno-filiales, sobre el vínculo entre hermanos y sobre cómo un personaje sortea el devenir de una empresa familiar en plena ebullición. La película es en blanco y negro por el distanciamiento que esto genera y por la necesidad de abstraer los espacios reconocibles. Quizás el mayor desafío fue desarrollar una trama de cierta intriga pero sin centrarse en la resolución de la misma. Dejando esto como factor de inquietud para concentrarse en las reacciones del protagonista antes los sucesos que plantea la película.
El misterio del padre Tan ambiciosa como atrapante resulta ser la ópera prima de Nicolás Grosso. El reverso del cierre de una fábrica y cómo influirá en los destinos de un clan familiar es el nudo de La carrera del animal, película ganadora de la última edición del BAFICI. La carrera del animal (2011) podría clasificarse como una película borgeana, plagada de laberintos y personajes que aparecen y desaparecen como por arte de magia o en este caso del cine. Un empresario, al que nunca vemos, maneja los destinos de sus dos hijos. Cándido y Valentín, tan opuestos entre sí como el agua el aceite pero de cuyas decisiones no sólo dependerá su propio destino sino el de su entorno familiar y laboral. Fotografiada en un furioso blanco y negro, el film es una apuesta fuerte desde lo formal y narrativo. En ambos casos se construye como un rompecabezas en el que pareciera que las piezas no fueran a encajar pero que va adquiriendo lógica a medida que los personajes se van delineando. Uno es el ambicioso capaz de cualquier acto para cumplir su cometido, el otro es el sensible al que pareciera no importarle lo material y sólo quiere huir de los fantasmas familiares. El conflicto surge a partir del hecho de que por una decisión paterna el más fuerte necesitará del más débil y viceversa. Hay una clara representación del poder que está dada por un padre ausente y dos hijos que deben cumplir con lo establecido. Desde lo metafórico se podría hacer un paralelismo con un Dios (al que nunca vemos), que sus órdenes, deseos y más son manifestados a través de un papel (la biblia) e inculcados por mensajeros (la iglesia). Quienes reciben esos mensajes (los hijos) deberán decidir sobre el bien y el mal (ángel y demonio). Nicolás Grosso nos ofrece una película que por momentos pareciera extraída de la Nouvelle Vague, en la que una cámara godardiana recorre el extraño paisaje de un laberinto borgeano cuyos personajes escaparon de La divina comedia para dar origen a una película tan extraña como inteligente.
Inquietante en su manera elíptica de informar, con una fotografía en blanco y negro determinante, esta ópera prima registra “el otro lado” del cierre de una fábrica: la crisis en su compleja familia de propietarios. La película ganadora de la Selección Oficial Argentina de este 13º BAFICI fue La Carrera del Animal, ópera prima de Nicolás Grosso (asistente de dirección en la gran Excursiones). Gira en torno a dos hermanos que, a pedido de un padre ausente, deben hacerse cargo de la fábrica familiar, a pesar de las presiones de los trabajadores para lograr una conducción obrera. Tiene una importante dosis de misterio, el cual se mantiene hasta el final (digamos que incluso lo excede), construyendo una historia de suspenso que plantea incertidumbre en todos los aspectos. Desde la época en la que está ambientada (ciertos indicios de computadoras, patentes y autos la sitúan en la segunda mitad de los ‘90), hasta el trabajo del protagonista Valentín, pasando por las intenciones de los empleados, todo entra en el ámbito de lo incierto. La presentación de personajes extraños y sombríos, que hablan en forma críptica, eventualmente deja de parecer interesante, en especial cuando comienza a ser evidente que no se llegará a ningún puerto. La lista de interrogantes acaba por ser enorme, como si los 73 minutos no hubieran sido suficientes como para hacer un acercamiento menos superficial, algo grave teniendo en cuenta lo atrapante que resulta el planteo. Este tipo de problema no es aislado, suele suceder que hay un cuidado importante de las formas a costa de la propia historia, algo que a esta altura del partido no se entiende. Queda gusto a poco tras ver la película, especialmente si se lo hace sabiendo que fue la ganadora de la competencia, lo que confirma que este año la Selección Oficial Argentina no se caracterizó por tener grandes propuestas.
Varios son los films que aparentemente se dedicaron a homenajear a la gran Invasión de Hugo Santiago, Castro fue uno de esos ejemplos y La Carrera del Animal pretende seguir los mismos pasos. A un joven lo persiguen entre...
El instinto como móvil de las voces acalladas Este jueves en medio de inmensos tanques de la industria cinematográfica se estrena el film La carrera del animal opera prima del director Nicolas Grosso que parece erigirse como un fiel estandarte del cine no comercial, del cine no producto. Sabido es que el cine como tal no es tan sólo una manifestación artística del hombre, sino que también responde a los cánones de la producción en cadena, con una estructura de elaboración en masa que recuerda al fordismo donde los riesgos, tanto estéticos como narrativos, son vistos como una apuesta demasiado cara para la inserción del producto final en el mercado. Es así como jueves tras jueves vemos inundadas las salas porteñas que nos sirven como una cadena de comida rápida un menú rápido, semi digerido y de simple, aunque dudoso, sabor. Siguiendo con las metáforas culinarias podríamos decir que La Carrera del Animal es un caso de cocina de autor que mezcla con maestría ingredientes de los cuales el público en general no se acostrumbra siquiera a probar. Y en esto tanto el cine como las artes culinarias nos enfrentan a un desafío: vencer la inercia de los sabores primarios y conocidos para animarnos a placeres mas gourmet que nos obligan a ser degustadores pensantes en lugar de simples consumidores de productos en serie. La carrera del animal hizo su primera aparición en el Festival Bafici del 2011 (espacio más que propicio para la proliferación de proyectos estética y narrativamente arriesgados) y como tal en este marco fue la ganadora del premio mayor del año. Hoy nuestras carteleras comerciales la tienen como una de las propuestas a ofrecerse para el público cinéfilo. ¿Por qué decimos que se trata de un cine no tradicional? Narrativamente, el film trata sobre la idea de ausencia: la de un padre que no visita nunca las instalaciones de su empresa; unos hijos que sin verlo saben que deben suplir ese espacio vacante; unos empleados que frente a la acefalia se cuestionan la posibilidad de la autogestión. Sin embargo, este planteo no se brinda con una detallada reseña sobre los orígenes de las relaciones planteadas, sino que también el relato es ausente y no autosuficiente. Queda en manos de los espectadores el trabajo final de unir las piezas sutilmente delineadas por el director Nicolás Grosso (Ver entrevista). Desde el punto de vista narrativo, tampoco se enmarca el relato en un ámbito temporal definido (aunque el desguace de las instalaciones fabriles hace suponer que estamos en presencia de la era post menemista), y este elemento es remarcado por el hecho de estar filmado el largometraje en blanco y negro, con un vestuario totalmente atemporal y pocas referencias que nos permitan situarnos en una línea definida de tiempo y espacio. La carrera del animal nos ofrece así una historia bucólica con un ambiente opresivo y distante que nos dificulta el crear lazos de empatía con los protagonistas del relato y nos enmarca diferentes ausencias para que el espectador mismo se cuestione la propia definición de la no presencia: ¿Quienes están físicamente presentes, nos acompañan? ¿Quien no se muestra pero nos condiciona, está ausente? Todas estas cuestiones serán planteadas pero no resueltas en este promisorio debut de Nicolás Grosso, quien victorioso se alzó con el mayor reconocimiento del último BAFICI. Un ejercicio para quitarnos de la pereza mental cinéfila del mercado. Cine Gourmet sólo apto para paladares curiosos.
Anexo de crítica: -Con ciertas reminiscencias al cine de la Nouvelle Vague, esta opera prima marca el debut de un director con una búsqueda personal propia y estilo poco convencional para hablar desde un lugar singular sobre las ausencias y los conflictos familiares sin agotar el planteo en causas sino más bien abriendo el juego a la incorporación de elementos genéricos para contar una historia que bordea la tragedia.-
La historia parte del cese de actividades de una fábrica a causa de la repentina y misteriosa deserción de su dueño que, aun ausente, no abandona del todo el poder. Lo mismo hace con sus dos hijos, Cándido y Valentín, a quienes les ha dejado la misión de hacerse cargo de la conducción del establecimiento y con ella el destino que ha predeterminado para sus vidas. Bien diferentes entre sí -uno, el mayor, manipulador y sólo atento a su propia conveniencia aun a costa de la frustración de su hermano; el, otro, sensible, más necesitado de independencia, dubitativo y todavía en tren de definir su propio camino-, también son disímiles las reacciones ante la inesperada herencia y más todavía el modo en que asumen la responsabilidad que implica tomar decisiones, teniendo en cuenta que no sólo influirán en la familia sino también en el futuro de los trabajadores, que han expresado de diversas maneras su rechazo al cierre y su voluntad de seguir adelante con la fábrica. El film quiere asociar los dos conflictos -el familiar, el social-, pero no en términos realistas sino en un plano más abstracto: ni el lugar (una pequeña población rural) ni el tiempo están definidos, y la excelente fotografía en blanco y negro -uno de los principales valores del film, si no el único- refuerza ese deliberado distanciamiento, lo mismo que el tratamiento del diálogo, con su rebuscamiento literario y la deliberada monotonía que adoptan los actores. En el modelo formal, herencia de la nouvelle vague, prevalece lo estético. Imágenes cuidadas, ciertos climas logrados (sobre todo en el tramo en el que Valentín, abrumado, escapa al campo y encuentra allí una contención transitoria), y algún esporádico acierto de la banda sonora deben anotarse entre los logros de esta ópera prima que propone demasiados interrogantes, entrega bastante menos de lo que parecía prometer su ambicioso planteo inicial y pierde interés en la medida en que su objetivo se vuelve más borroso. El film obtuvo el primer premio en la competencia argentina del último Bafici.
Fuga y misterio El filme de Nicolás Grosso ganó el BAFICI 2011. La idea de la fuga es un recurso y una figura central en La carrera del animal , opera prima de Nicolás Grosso que ganó como mejor filme en la competencia argentina de BAFICI 2011. Una fuga –escape, accidente, misterio- es lo que dispara los acontecimientos: el dueño de una fábrica ha desaparecido dejando a un montón de trabajadores en un estado de incertidumbre laboral absoluta y a sus hijos (en especial a uno de ellos, encarnado por Julián Tello) sin saber qué hacer y recibiendo las consecuencias de ese acto que no ha causado. Fuga es, también, la que emprende ese hijo, que no sabe, no quiere, no puede hacerse cargo de la situación y circula de la fábrica a las charlas con amigos, de una mujer a su hermano (algo más decidido o completamente loco), de un viaje al campo a una noche solitaria, siempre tratando de encontrar alguna tangente que le permita evadir la situación de tener que hacerse cargo. Y fuga es, también, el esquema, la puesta, de esta película de Grosso, que narra en forma de abismo continuo y permanente una historia cuyos ejes se desvanecen para dar pie a otros, donde las anécdotas se concatenan sin un clásico efecto causa-consecuencia y en la que la circulación de los personajes y de la cámara deja entrever esa indefinición que los acecha. Como buena parte de un Nuevo Cine Argentino originado en la Universidad del Cine en los últimos años, La carrera del animal apuesta por un relato extrañado, en blanco y negro y con una luz tenue, plagada de sombras (excelente fotografía de Gustavo Biazzi). Hay una línea casi invisible que une a este filme con otros como Castro, Como estar muerto/Cómo estar muerto o Un mundo misterioso , relatos que ponen en escena a personajes perdidos a lo largo de un período de tiempo determinado. La carrera...sobrevuela cuestiones sociales, pero nada más alejado en ella que hacer un filme de denuncia o del llamado “social”. Grosso utiliza ese disparador para movilizar a nuestro personaje a una serie de encuentros en donde deberá interactuar con curiosos personajes, de trabajadores de la empresa a personal jerárquico, su hermano y amigos, a los cuales escuchará hasta, finalmente, alzar su voz y tomar algún tipo de decisión personal. Tan elusiva, claro, como todas las otras. Visualmente subyugante aunque, por momentos, narrativamente inexpugnable, bordeando conscientemente el absurdo, La carrera del animal es un bello y enigmático rompecabezas intelectual, una película que absorbe de las vanguardias de los ’60 (se ha dicho hasta el hartazgo las influencias evidentes de la Nouvelle Vague más “rivettiana” y de nuestra Invasión , de Hugo Santiago) y entrega algo que, si bien no es del todo nuevo ni original, genera la intriga suficiente como para querer saber más.
Film deliberadamente confuso, ambiguo y sin ningún atractivo Breve, apenas 73 minutos, pero deliberadamente confusa, ambigua y trabajosa, lo suficiente como para que el Bafici 2011 le diera el premio de mejor película nacional, quizá lo mejor de «La carrera del animal» sea el momento en que empieza a correr. Esto es así. Un joven sin mayores actividades ni vanidades se ve asediado por exigencias que no quiere asumir. El padre empresario abandonó familia y empresa, el hermano mayor y otras personas dicen tener mensajes paternos designando a este joven como encargado del negocio, e incluso le proporcionan ciertas pautas de acción. Tanto el hermano como las referidas personas parecen sospechosas de algo. El infeliz deberá tomar distancia y decidir por sí mismo. La carga y algunas relaciones podrán corregirse durante la marcha. Según parece, la empresa es una fábrica de algo (nunca sabremos de qué, ni veremos una máquina, aunque sea una mísera cortadora de fiambre), el balance general es crítico, parte del personal quiere iniciar una autogestión, otra parte mantiene su fidelidad al dueño fantasma refugiado en algún hotel de provincia, ciertas mujeres que pasan por la pantalla también pasan por la cama del protagonista sin despertar el menor entusiasmo de éste, ni de ellas, ni mucho menos del público, y los nombres de los hermanos están cambiados: el que se llama Cándido es bastante vivo y decidido, y el que se llama Valentín es un cándido inseguro de expresión contrariada. La fotografía monocroma, la ambientación apagada en un tiempo levemente inactual, la actuación monocorde, los diálogos ocasionalmente presuntuosos e inconvincentes, la falta de algo concreto que decir, dejan suponer que el autor de esta película es alumno de Rafael Filipelli. En algunas partes, también pareciera que quiere acercarse a la famosa «Invasión», de Hugo Santiago. Esta también era una obra rara, ambigua, medio abstracta. Pero la actitud de lucha de sus personajes en defensa de la ciudad invadida por fuerzas desconocidas, y las muertes heroicas que ello acarreaba, le daban cierto aliento épico que hacía atractivo el relato. Acá no hay atractivo alguno, salvo el de una chica que aparece fugazmente al comienzo, provocando al personaje desde una ventana.
Distinguida en la muestra Bafici 2011, La carrera del animal denota algunas buenas ideas e indudables virtudes formales y expresivas. Aspectos positivos que se desdibujan ante un exceso de pretensiones y un manto de solemnidad que abarca la corta extensión del film. A través de una trama entrecortada y poco clara, la pieza da a entender cómo dos hermanos, en un pueblo grande, indefinido en el tiempo y el espacio, se debaten frente al futuro de una empresa familiar cuyo ceo es un hombre esquivo, misterioso y manipulador, que a la vez es su padre. La carrera del animal, dudosa metáfora que se vincula a la estética que trasunta el film, ofrece una tónica narrativa que atrae y a la vez desconcierta. Cada escena, en su aspecto formal y argumental, parece iniciar una nueva película, lo cual resulta llamativo pero a la vez desarticula la continuidad de la trama. Las tomas quedan aisladas y no son sostenidas por ciertas situaciones y diálogos ampulosos, semejantes a los de una obra de teatro independiente. De todos modos intérpretes como Lautaro Vilo, Valeria Lois y Elisa Carricajo resultan convincentes. En su trabajo iniciático Nicolás Grosso acierta en las locaciones elegidas, que crean un ambiente afín a films fantásticos de los años 60, que se realzan por la muy buena fotografía en blanco y negro de Gustavo Biazzi. Además es excelente la música de Pommez Internacional.
Cómo dejar de ser apenas el hijo de su padre Una fábrica que baja la cortina produce una situación de limbo para todos los involucrados, genera suspicacias y abre la puerta a la incertidumbre. En la fábrica de los Contra se habla de un traspaso, así como los trabajadores apuntarían a un esquema de autogestión, pero el dueño, por su parte, delega en sus dos hijos –Cándido (Lautaro Vilo), el mayor, y Valentín (Julián Tello), el menor– el hacerse cargo de la dirección de la empresa. El problema radica en que Valentín no quiere decidir... Ni sí, ni no... Filmada en un blanco y negro de dura textura y fuertes contrastes, La carrera del animal es la ópera prima de Nicolás Grosso, que ganó la competencia oficial argentina en el último Bafici. Su protagonista, Valentín, va por la ciudad eludiendo a sus perseguidores, los trabajadores de la fábrica. Hijo del empresario, vive sin embargo en un barrio que dista de ser Puerto Madero y prefiere mantener un perfil bajo; la llamada a ocupar el rol paterno no podría estar más lejos de sus sueños, más aun si implica compartir el espacio con su hermano, de quien rehúye cada vez que puede. El padre, que no ha muerto pero que jamás aparece, es una figura ausente, desinteresada y omnipresente a la vez en la forma de un legado indeseado del cual todos quieren algo: empleados despedidos (Alexis Cesán encarna un memorable y bizarro ex empleado devenido dealer de lo que sea, de remeras a té importado o ácido), otros que quieren conservar su puesto de trabajo (Gonzalo Martínez es un delegado que no piensa parar hasta conseguir la firma de los hermanos), una abogada ambiciosa (Valeria Lois), cuya lealtad es cuanto menos ambigua, y un hermano que oscila entre la cobardía y las ganas de llegar a alguna forma de éxito con la fábrica a cualquier costo. Por todo aliado, el protagonista cuenta con su amigo Lucio (Pablo Sigal), de trabajo desconocido (la situación laboral parece definir la posición dominante de los personajes, su lugar o no de poder), suerte de Sancho que acompaña sin cuestionar. La huida de Valentín tiene forma de viaje, uno de atmósfera onírica –reforzada no sólo por la estética visual, sino por la característica distanciada de las actuaciones, que buena parte del cine independiente local conserva como marca identitaria– y en el cual nunca termina de estar claro hacia dónde se viaja, que en una primera parte del film avanza de a poco y en la segunda parte más de a saltos. En el transcurrir de Valentín por una ciudad que parece no tener límites –y que luego es un entorno rural que tampoco parece tenerlos–, se cruzan personajes que empujan al héroe antihéroe, que le reclaman. En ese escaparse hacia adelante, como si permanentemente estuviera comprando tiempo para decidir qué hacer, quién ser, Valentín nunca acaba de optar por nada más que la huida misma. Los otros personajes pueden responder qué los impulsa a actuar, mientras que el joven Contra se muestra confuso frente a un mundo que ahora le pide que tome decisiones, donde la tensión pasa por los tiempos que se acotan, por lo que está en juego y porque nada habrá de culminar ni de transformarse realmente hasta que Valentín no salga de la duda constante y deje de ser apenas el hijo de su padre.
Un rompecabezas de sutil engranaje La ópera prima de Nicolás Grosso, ganadora del Bafici, parte del cierre de una fábrica para construir su relato. Ganadora del premio principal de la competencia argentina del Bafici 2011, La carrera del animal, ópera prima de Nicolás Grosso, egresado de la FUC, jamás traiciona sus propósitos estéticos ni su formulación cinematográfica. Más aun, la película, a través de su puesta en escena austera, rigor fotográfico y funcional desde el blanco y negro, textos expresados cuando sólo resultan necesarios y una sobresaliente utilización del espacio off, desemboca en otros títulos nacionales de los últimos años de características similares. Como todo cine moderno que se precie de tal, la información no sólo es transmitida por el director, sino que parte de las respuestas definitivas (o algo parecido), terminan perteneciéndole al espectador. El pretexto argumental es el cierre de una fábrica, pero el conflicto no se narra desde la óptica de los perjudicados, sino desde la mirada de los hijos del dueño del establecimiento, quien nunca aparece en imágenes. Sin embargo, la construcción de relato que propone Grosso no debería intimidar a nadie: La carrera del animal tiene su propio ritmo interno, sus personajes misteriosos, sus diálogos conformados por un visible distanciamiento que remite a Brecht, pero también a los films de Hugo Santiago (responsable de la seminal Invasión, 1969), un nombre al que refiere el debutante director en más de una oportunidad. Como si se tratara de un rompecabezas que crece de manera pausada pero intrigante debido a pequeñas situaciones y extraños personajes que cobran interés con el transcurrir de los minutos, La carrera del animal muestra un paisaje desolador, gris, nada enfático, lejano del costumbrismo explicativo. En ese punto, también la película de Grosso rememora a aquellas calles empedradas de la mítica Invasión de Santiago, que contara con argumento original de Borges y Bioy Casares.
Esta historia no es del todo convencional, nos encontramos frente al cierre de una fábrica, donde el jefe se transforma en un padre ausente, sus dos hijos quedan desorientados, una fábrica con 282 empleados, esta se encuentra a punto de cerrar, el ambiente comienza a ser tenso y como es de prever comienzan las presiones de los trabajadores que pretenden llegar a tomar la fábrica. Surgen todos los conflictos por el lado familiar y el de los trabajadores; se produce la crisis entre tres personas, una de ellas se encuentra entre de las sombras que es el padre, solo por un momento conocen que se encuentra en un hotel y que solo se comunica por cartas, y por el otro lado están sus hijos Valentín el más joven, quien vive una vida humilde, solo le quedan pagos 2 meses de alquiler, un auto sencillo y quien vivía al margen de todo; y Cándido es su hermano mayor quien mantiene otra actitud, siempre busca su propio beneficio, se nota que sabe más, usa su poder de otra manera y es un conocedor de los negocios ocultos de la familia. La historia sentimos que se encuentra en varios tramos al borde de la tragedia, está filmada en blanco y negro, que además de su narración le da cierta tensión y situaciones inquietantes, algunas más logradas que otras, la fotografía es muy buena, pocos diálogos y el silencio potencia el relato, es abstracta, su estilo es el cine experimental, prácticamente con toda la trama hay que armar un rompecabezas, resulta densa y monótona, y no sé si se encuentra tanto público para ello, un ritmo muy lento y las actuaciones muy flojas.
A medida que transcurren los minutos, y pasan el centimetrajes, uno se pregunta por qué le habrán puesto como título “La carrera del animal”. Filmada en blanco y negro, con mucha parsimonia va transcurriendo esta historia que se propone un punto de partida arriesgado: registrar por un lado del cierre de una fábrica, y en este hecho el lado familiar-empresarial, opuesto al de los trabajadores que suele mostrar el cine, pero que también incluye sentimientos complejos y desorientadamente humanos. El cese de actividades de la empresa produce en este caso una crisis para tres personas: El dueño de la fábrica, y padre de familia, personaje que se mantiene en las sombras marcando desde allí el destino de los otros dos protagonistas. Valentín, el más joven, quien lleva una vida humilde y alejada de los avatares de la empresa familiar; y Cándido, su hermano mayor, que en apariencia parece mejor preparado para jugar el juego de poder y violencia que presumen los negocios, incluso si ello implica dañar a su propia familia. Esta producción en lo estético trae reminiscencias de aquél cine argentino que se filmaba en los ’60: planos largos, cerrados, silencios, recorridos de cámara y nada más. Inquietante en su manera elíptica de dar información, al punto de homologar el diálogo y el silencio, con una fotografía en blanco y negro determinante, la opera prima de Nicolás Grosso centra su potencia en construir un relato donde la narración y la forma no le temen a la experimentación, al punto de convertirlas en motores nucleares de la realización Su director quizás intentó rendirle un homenaje a Manuel Antín, Rodolfo Kuhn y a la novelle vague, pero no se nota. Aburrida en su manera de contar esta historia “La carrera del animal” es otro título más para decir, a fines del 2012, que se estrenaron más de cien filmes argentinos. Y en la práctica esto no sirve. Esta producción fue galardonada como mejor película nacional en la edición del BAFICI 2011.
La pelicula ganadora del Bafici 2011. Tiene atractivos y defectos. Es una historia misteriosa, una mirada distinta sobre el cierre de una fábrica, con instrucciones del dueño, siempre a ausente para con sus herederos, que son muy distintos entre sí. Entre presiones de empleados, enviados, obreros y la propia conciencia se crea un mundo de muchos interrogantes, demasiados quizás, con dialogos altisonantes pero también con un cuidado inusual de la imagen.
En el nombre del padre A veces, no muy seguido, pasan cosas como estas: aparece una película prácticamente única y nos devuelve, en un solo golpe de mirada, la conciencia de una modernidad posible para el cine argentino, la potencia probable de un horizonte perdido y olvidado. Acaso, también, rechazado, vuelto objeto de escarnio o de burla estéril. La carrera del animal, con un orgullo que no se angosta en sus estallidos de luz blanca, en sus grises desleídos, en sus contrastes violentos entre el trance de diálogos esmeradamente literarios y los rostros llenos de espontaneidad feroz de los actores, viene en parte a restituir, con una fuerza que solo puede surgir de una convicción artística radical, el segmento de libertad y audacia que el Nuevo Cine Argentino se prometió a si mismo y después pareció dejar de lado con una mezcla de resignación y cansancio. Valentín, el personaje principal de la película, duda entre hacerse cargo o no de la fábrica de su padre. La secretaria viene con el edificio y pasa de la intimidad con el padre a la intimidad con el hijo. El graffiti escrito sobre una pared descuidada se encarga de agradecer con una frase lacónica al padre -¿con sinceridad? ¿irónicamente?-, que tiene el mismo nombre que el hijo: como una condena, el universo de La carrera del animal insiste en volcarse una y otra vez sobre sí mismo y arrastrar a sus criaturas en un derrumbe que no termina nunca de concretarse, precisamente porque aquello que lo distingue es la imposibilidad de una conclusión definitiva. La película de Grosso destila una desesperanza terminal que tiene ecos en el Levrero de la época de La máquina de pensar en Gladys o en los futuros animalizados de las primeras novelas de Oliverio Coelho. El director parece esculpir cada secuencia de la película como si fuera un ente autónomo asaltado por la reminiscencia de la secuencia precedente. En una escena absurda, Valentín acepta que le vendan un lote de remeras. No se sabe el precio ni cómo –ni cuándo– tendrá lugar la transacción. Ni siquiera están las remeras a la vista: “Dónde te encuentro”, dice Valentín. “Yo te encuentro a vos”, responde el vendedor. Un rato después en la película, que puede ser una eternidad o un segundo dentro de su particular ritmo interno hecho de desvíos y dilaciones, el tipo le grita a Valentín desde una ventana. Se lleva a cabo la venta y el chico se va de vuelta a casa con una pila de prendas en las que nunca estuvo interesado. La carrera del animal está atravesada a veces por una comicidad lánguida y desesperante que se integra con precisión al universo de la película. Pero hay que hacer la aclaración de que acá el humor no produce alivio alguno. Más bien, se dedica a reforzar con fiereza el tono de tristeza lunar que embarga sus imágenes, como si fuera un sentimiento llegado desde otra galaxia para contribuir de modo socavado a la sensación de fin del mundo que late en cada intersticio de la película. Todo parece estar a la espera en La carrera del animal, la comicidad o la violencia repentinas se deslizan en un tiempo interminable e indeterminado cuya redención parcial depende, quizá, de la decisión de un solo personaje: continuar al padre o ejercer un acto de soberanía capaz de afirmar la propia individualidad. La película propone pistas, arroja signos de un posible cambio de rumbo, pero la sombra del otro Valentín, el padre, extiende su férula sobre todo lo que rodea a los personajes, y cada camino parece reconducir los destinos de todos hacia él. El director entrega algo así como un thriller metafísico, donde que lo que se juega es una idea del cine como el arte de conjurar aquello para lo que no se inventaron las palabras.