¿Santa madre? A casi una década de su controvertido estreno en Italia (recibió un fuerte cuestionamiento de vastos sectores de la Iglesia por su supuesto contenido blasfemo) y su paso por la competencia oficial del Festival de Cannes 2002, llega esta gran película de Marco Bellochio, sin dudas uno de los mejores directores de la historia del cine de ese país. Se trata de un film duro, exigente y muy provocador, cuyo demorado lanzamiento local en DVD ampliado se debe más a un cálculo comercial luego del sorprendente éxito conseguido aquí por Vincere que al genuino interés por distribuiir una propuesta de estas dimensiones y alcances. Sea cual fuere el motivo real, resulta bienvenido su arribo a las salas argentinas para generar lo que podría ser un rico debate intelectual y cinéfilo. Habituado desde hace décadas a las polémicas, el creador de El diablo en el cuerpo se centra aquí en los dilemas morales de Ernesto (el gran Sergio Castellitto, ganador del European Film Award por este trabajo), un artista plástico ateo que debe enfrentar una compleja confabulación por parte de su familia, que apuesta su futuro a la casi segura canonización de la madre del protagonista, asesinada por su hermano insano. Con un estilo visual y narrativo tan sugerente como extraño (en el que nada es como parece y en el que el director ofrece más indicios que certezas), La hora de la religión resulta muy interesante en la incursión en la torturada mente de Ernesto, por más que algunos elementos y situaciones no se resuelvan en los términos en que el espectador convencional está acostumbrado a que le "cierren" las historias. Así, aun cuando puede resultar algo desconcertante, esta épica familiar / psicológica / espiritual es otro saludable reencuentro con un director único, poderoso e inteligente como Bellocchio.
Mi purgatorio privado Del poeta Dante recordamos su Infierno, con sus ríos de fuego y su intrincada jerarquía de criminales y castigos propicios a sus pecados, todo ello seccionado prolijamente en círculos concéntricos hasta llegar al gélido corazón del averno. Menos populares son su Purgatorio y Paraíso, los otros dos tercios de su Comedia, y sobre los que bien podría estar basado La hora de la religión (L’ora di religione, il sorriso di mia madre, 2002). Ernesto, pintor e ilustrador de cuentos para niños, recibe la visita del Santo Oficio. Un cura le anuncia que se está considerando seriamente canonizar a su madre como santa. Habría muerto años atrás, cuando su hermano la acuchilló en la cama. El problema es, ¿estaba despierta o dormida? Si dormía no podría ser mártir, ya que no perdonó la mano que la mató. Si estaba despierta, entonces tal vez le perdonó, y la cuestión ya es otra. Al ateo Ernesto el asunto le tiene sin cuidado. A su familia (hermanos y tías y su ex mujer) no. La oportunidad lucrativa detrás de la canonización de la matriarca es tentadora. Comienza una carrera de fabricación de evidencias y testimonios, de imágenes e íconos, de una vida entera. Mientras el fantasma de su madre es impulsado hacia los círculos más altivos del panteón cristiano, Ernesto da un paseo surrealista de viñeta en viñeta, purgando dudas sobre su propia identidad religiosa y, en verdad, su identidad como padre y ser humano. Yuxtapuestos el camino del héroe en su Purgatorio privado de coros y salas de espera, y el de la sombra de la madre que pende sobre el hijo desde los andamios del Paraíso, el director Marco Bellocchio abre una dialéctica menos preocupada por enjuiciar a la religión del día de hoy y más interesada en la exposición y el estudio del ser enajenado por sus propios principios, vuelto extraño para los demás y para sí mismo. El tono es ambivalente: demasiado fársico para ser dramático y demasiado ominoso para ser cómico. Bellocchio no está preocupado en aliviar al espectador. Busca instigar la incomodidad a partir de lo insólito, y a partir de esta incomodidad, la reflexión. La imagen hace asco a la acción; prefiere modular lo afectivo y lo cerebral. El recorrido del moderno Dante es más sinuoso que su contrapartida medieval, y el viajante es un ser permeable a ideologías que no son la propia, abierto no tanto al cambio como a la reflexión. Esta disposición pasiva refleja mejor que nada al film y sus ínfulas aletargadas de divagación mental. A saber que el viaje es uno místico y más bien onírico, y no hay conclusiones tajantes para los inseguros. Hacia el final de la película, hemos destapado demasiados implícitos, demasiadas adivinanzas y demasiados supuestos como para cerrarla por completo. El viaje continúa.
La sonrisa de mamá Un drama de Marco Bellocchio centrado en un hombre cuya madre va a ser canonizada. Por más italiano que alguien sea, nadie está preparado para recibir la visita de un párroco y que el hombre le diga: “Su madre está en proceso de ser canonizada”. Esa es la noticia que recibe Ernesto (Sergio Castellitto), al comienzo de La hora de la religión , película del gran Marco Bellocchio que se estrena en la Argentina ocho años después de su lanzamiento en Cannes 2002. El asunto se complica por varios motivos. Primero, Ernesto es ateo y no quiere saber nada con la religión organizada. Segundo, no tenía una muy buena relación con su madre. Tercero, necesitan su testimonio ante las altas esferas eclesiásticas para “probar” la santidad de su madre, una mujer que fue asesinada por uno de sus hermanos, mentalmente inestable. Su testimonio debería confirmar que su madre le sonrió y perdonó a su torturado hijo antes de morir. La presión familiar es fuerte. Sus otros hermanos quieren llegar a destino con la canonización y su mujer (de la que se está separando) también piensa en los beneficios que la santidad podría darle al hijo de ambos, quien encima toma clases de catecismo y parece muy interesado en saber detalles sobre la existencia de Dios, tema del que su padre no es buen interlocutor por más que intente disimularlo. Con un clima que se va enrareciendo cada vez más al punto de que no se sabe si ciertas escenas son reales o pesadillas de Ernesto, que es dibujante de libros infantiles, Bellocchio va llevando la historia por caminos inesperados. Más que narrar lo que sucede con la canonización, prefiere centrarse en las sensaciones de su protagonista y en las extrañas cosas que le van pasando: el encuentro, y enamoramiento, con la profesora de religión de su hijo; un enfrentamiento que termina en duelo con un conde monárquico, el reencuentro con su hermano perturbado y con los otros -que quieren convencerlo de seguir adelante con el tema- y la temida audiencia con Su Santidad para dar testimonio de algo en lo que, sinceramente, no cree. Con similares recursos “operísticos” que pudieron observarse en Vincere , pero con una narración que avanza de manera más impresionista y con un modelo autoral casi en desuso (plagado de símbolos, visiones, un tono onírico que bordea por momentos lo surrealista), La hora... tal vez no sea una película tan lograda como lo fue esa historia de la primera esposa de Mussolini, pero va al centro de una de las preocupaciones fundamentales del director a lo largo de su carrera: el rol y el peso de la religión organizada en la cultura y la política italiana que, en el filme, actúa y funciona como una mafia. El filme se llamó en algunos países “La sonrisa de mi madre”, debido a esa actitud de comprensión y perdón que podría transformar a una mujer que él creía “tonta y fría” en una santa. En la interpretación de lo que trasluce esa sonrisa estará lo que cada uno quiera ver: gracia, sorpresa, estupor o, simplemente, una sonrisa. La misma que Ernesto empezará a usar al ver cómo los acontecimientos lo envuelven cada vez más. ¿Amor, comprensión o sarcasmo? Los caminos del Señor son insondables...
Uno contra todos Bellocchio construyó una fábula bella, oscura y farsesca sobre la angustia de un hombre agobiado por el peso de las instituciones: familia, escuela, iglesia y Estado. “Dejame en paz, andate, quiero estar solo”, expresa con vigor, pero al aire, un niño no mayor de seis años, en el comienzo de La hora de religión, el extraordinario film de Marco Bellocchio. “¿Con quién estás hablando?”, le pregunta muy preocupada su madre, a lo que el chico responde: “Con Dios, le digo que me deje tranquilo, si está en todos lados no estaré libre ni un momento”. Esa asfixia, esa opresión que siente el niño y que trae de la escuela, de su clase de catecismo, es un poco la misma que se apodera de la película toda, signada por la agobiante omnipresencia de la religión en todas las esferas de la vida cotidiana italiana. Lejos del naturalismo al uso, en su antípodas incluso, L’ora di religione es un film soberbio precisamente porque con elementos de la realidad se permite construir una fábula bella, oscura y farsesca sobre la angustia que se abate sobre un hombre cuando el peso de las instituciones –la escuela, la familia, la Iglesia, el Estado– se confabulan para quebrar su independencia y su libre albedrío. El protagonista en cuestión es Ernesto (gran trabajo de Sergio Castellitto), un pintor e ilustrador de cierto renombre, padre de ese niño atormentado del comienzo y en vías de separación de su esposa. Una mañana, sin aviso previo, se le aparece en su estudio el secretario de un cardenal pidiéndole su ayuda para la beatificación de su propia madre, asesinada unos años atrás a manos de su hermano, un enajenado mental. Al enviado papal no le parece necesario dar muchas razones: confía en que Ernesto aceptará de buen grado comparecer ante el Vaticano y contribuir a la santificación de su madre. Pero a la suspicaz sorpresa inicial le sigue la tenaz resistencia de Ernesto contra todo un entorno que parece conjurado para extraer su consentimiento y doblegar su voluntad. Al fin y al cabo, él no cree en Dios. Y quiere ser coherente, consigo mismo y con su hijo, al que se sintió impelido a inscribir en “la hora de religión” porque era el único de su clase que no acudía... Hay algo profundamente subversivo en el film de Bellocchio, que va más allá de las banales acusaciones de anticatolicismo que la película recibió en Italia en el momento de su estreno, hace ya ocho años. La primera subversión está en el campo de la forma: el director de Vincere plantea una puesta en escena aparentemente realista, pero en la cual se van produciendo pequeñas fracturas, que van ubicando al film en una esfera de creciente extrañamiento. No se trata solamente del hecho de que Ernesto se siente prisionero de una suerte de complot, que involucra desde las más altas autoridades eclesiásticas hasta su círculo más íntimo. Hay algo más hondo allí y tiene que ver con materiales fuertemente simbólicos, como si la película toda se tratara de un sueño que debe ser interpretado. Bellocchio trabaja libremente con una riquísima red de relaciones y de asociaciones de ideas y va construyendo una suerte de mosaico, no por legible menos complejo y abierto a diversas lecturas simultáneas. Ernesto es el padre de ese hijo conflictuado por “la hora de religión” del título, pero es un padre que se resiste a ocupar el lugar de padrone que los demás quieren que ocupe. Y de esa madre a punto de ser santificada dice que era “una estúpida” y que, antes de convertirse en la víctima de su hermano, fue su asesina, porque lo mató en vida, lo terminó ahogando con esa sonrisa beatífica que ahora Ernesto ve, como en una pesadilla, magnificada en gigantografías impresas especialmente para promover su canonización, como si se tratara de una candidata política. Esa espectacularización propia de los rituales de la cultura italiana es un blanco constante de los dardos de L’ora di religione, que carga por igual contra las figuras de la nobleza, la educación, la religión y la familia. Es un film que, además, trabaja en base a la circulación de deseos y pulsiones, como esa puerta que Ernesto deja permanentemente abierta para que entre a su casa no sólo esa bella maestra de religión de la que cree haberse enamorado (¿una fantasía?, ¿acaso las maestras de religión no son feas?), sino también la inspiración que parece necesitar para su labor artística. La hora de religión también tiene humor, como cuando Ernesto no puede tolerar la vista del Vaticano y se esconde en el asiento trasero del auto que lo conduce a la casa papal, parapetado detrás de unos anteojos oscuros y en posición fetal. Tiene momentos de una intensidad dramática verdaderamente infrecuente, como cuando el hermano de Ernesto, encerrado en su propio dolor, vuelve a maldecir a Dios y a la Virgen (como cuando mató a su madre), y él no puede sino abrazarlo conmovido. Y tiene secuencias de un raro misterio, como esa en la que un arquitecto preso en un manicomio –presidido por la imagen de la Virgen– le confiesa a Ernesto que él enfermó por causa de la fealdad del monumento Vittoriano, ese siniestro altar de la patria que se alza en pleno centro de Roma y que hubiera querido dinamitar. Será Ernesto quien finalmente lo destruya, al menos simbólicamente, en una de sus obras. Y no es difícil ver detrás de él al propio Bellocchio, cargando contra ese símbolo nacional, tan opresivo como el del Vaticano.
Perturbador relato de Bellocchio La hora de la religión es una experiencia movilizadora en lo conceptual y fascinante en lo cinematográfico Ahí está otra vez el cine personal de Bellocchio, con su ironía, su capacidad para fundir sueños y realidad y su espíritu provocador; con su fe en la perspicacia y la sensibilidad del público y la convicción consecuente de que un cineasta no debe preocuparse por explicarlo todo porque en el cine, como en el amor, hay que dejarse llevar. Ahí está otra vez, emprendiendo sus batallas contra la hipocresía, contra instituciones y emblemas que juzga opresivos, y más todavía contra el calculado oportunismo de una generación que, perdido el sueño de una sociedad más justa, ha reeditado un conformismo cínico y se pliega a cultos y devociones con la vista puesta en el estatus social y las ventajas económicas. Quizá los dardos de Bellocchio no apunten tanto a la Iglesia, como el film lo expone en la superficie, sino a quienes, entre los no religiosos, han carecido de ideas para llenar el vacío dejado por la muerte de las utopías y, desorientados y temerosos, se aferran ahora a alguna autoridad, alguna certeza ultraterrena. Algo de todo esto puede inferirse de la perturbadora historia de Ernesto, el pintor ateo perteneciente a una familia poderosa que añora el poder y la influencia de otros tiempos e intenta recuperarlos por vía de una canonización. La madre de Ernesto, quizá la única verdadera creyente, ha muerto a manos de su enajenado hijo menor, que la odiaba y se lo expresaba con blasfemias. Todos los testimonios son necesarios para reconstruir la verdad de su martirio, incluido el de Ernesto, que sólo ahora se ha enterado del proceso iniciado por su familia y que conserva, en la sonrisa equívoca, alguna huella materna. Un guión lúcido y complejo traduce sutilmente el estado del protagonista, que además de enfrentarse con el pasado durante las instancias del proceso de beatificación vive una suma de situaciones inesperadas -desde un forzado duelo con un aristócrata de museo hasta el súbito enamoramiento de la misteriosa profesora de religión de su hijo- mientras se defiende del acoso de los hermanos y de una tía infinitamente cínica (la admirable Piera degli Esposti) y se esfuerza por mantener una conducta coherente ante la mirada de su hijo. Puede sospecharse que en el comienzo, al confesar el miedo que le inspira un Dios omnipresente, el chico está expresando un sentimiento que ha dejado su marca en Bellocchio o del que no ha podido liberarse del todo. Pero más allá de esa conjetura, hay abundantes motivos para que internarse en la historia resulte una experiencia tan movilizadora en lo conceptual como fascinante en lo cinematográfico. Es formidable el trabajo de Castellito.
Santos y pecadores El cine de Marco Bellocchio siempre se caracterizó desde un lugar de resistencia tanto en el empleo del arte en su carácter de modo de expresión como en lo político en relación a las ideas y temáticas abordadas desde sus inicios. Sus obsesiones concentradas en tres pilares como la familia, el estado y la religión se reiteran a lo largo de una filmografía que comprende más de treinta títulos, siendo Vincere su más reciente trabajo. También se puede rastrear en cada film del realizador italiano (nacido en Piaccenza y educado en el colegio de los salesianos) un personaje que se erige como héroe o paria dentro de los sistemas de poder y con fuertes convicciones de orden moral -o simplemente políticas- que lo llevan a enfrentarse contra las instituciones más sagradas; quizá representante simbólico de un mundo que ya no existe, con valores arrasados por el pragmatismo y la derrota de las utopías del Mayo francés. La hora de la religión (2002) no se aleja ni un ápice de la poética del director de El diablo en el cuerpo, ni de sus tópicos anteriormente citados, dado que el protagonista Ernesto Picciafuocco (Sergio Catellitto) es un pintor que se entera tardíamente sobre la posible canonización de su asesinada madre como parte de una estrategia familiar que busca ciegamente aprovechar la tragedia para obtener un rédito económico. Para conseguirlo orquesta una suerte de conspiración a fin de convencerlo y persuadirlo de que cambie su condición de ateo y adopte al catolicismo para evitar todo tipo de sospechas, cuando el asesino es nada menos que su propio hermano. El ateísmo y la tozudez del artista son casi militantes, tan férreos como sus convicciones éticas y su constante lucha personal para no caer en la hipocresía y enseñarle a su hijo un camino de coherencia, signo de la única libertad a la que puede aspirar en una Italia fragmentada y envenenada por la impostura y el capitalismo, que también lucra con la fe. Así, a fuerza de una gran capacidad de síntesis y un manejo sutil de la ironía, Marco Bellocchio descarga su mirada crítica sobre la religión institucionalizada en la figura de obispos y representantes del Papa que buscan el testimonio de Ernesto y de su hermano Egidio, quien fuera responsable del matricidio y en el presente permanece internado en un hospital psiquiátrico, para construir a la santa sin siquiera conocer la verdadera biografía ni la historia de la mujer. Esa hora a la que hace referencia el titulo se refiere a la hora de catequesis del colegio donde asiste Leonardo, hijo de Ernesto, con quien mantiene una franca relación padre-hijo y en quien se depositan todas las esperanzas futuras, ya sea convirtiéndolo en el nieto de una santa mártir para el caso de la familia o en un libre pensador, heredero de un legado paterno, en constante rebeldía contra lo instituido. Decir que este film es anticatólico por su enfoque controvertido no es significativo tratándose de un personaje que defiende frente a todas las hipocresías una fe y conducta que, incluso, pueden conducirlo a la propia destrucción; al propio fracaso existencial como persona y padre, por sobre todas las cosas. Por eso, no resultaría exagerado encontrar en esta bella obra una importante marca de espiritualidad, algo que desde la fuerza de las imágenes y la tensión dramática, expuesta por una labor actoral impresionante de Sergio Castellito, no hace otra cosa que contagiar a un espectador pasivo que frente a un cine de tanta calidad no podrá resistirse.
Acerca de la mentira (religiosa) Es el año de Marco Bellocchio. Meses atrás se estrenó la excelente Vincere y ahora le toca el turno a un film anterior, La hora de la religión, que expresa la feroz mirada del cineasta sobre la fe y la necesidad de creer en algo no terrenal. Ernesto Picciafuocco (impresionante trabajo de Sergio Castellito) es un dibujante y artista reconocido, ateo, separado y con un hijo. En la primera escena, enviados del Vaticano le informan de la inminente beatificación de su madre, asesinada por uno de sus vástagos, dilema moral que acosará a Ernesto, ya que la presión familiar hará lo posible para que el personaje se interrogue sobre su pasado y su mirada sobre la fe, o la falta de ella. Sin embargo, tal como hiciera en Vincere, Bellocchio elige una puesta en escena no realista, plagada de momentos fantásticos que iluminan una ciudad irreal que parece ocupada por fantasmas. Más aún, Ernesto se enamorará de la profesora de catecismo de su hijo, pero la película plantea si esto no es más que una intromisión (otra más) de la religión en la vida privada del desconcertado aunque también sonriente Ernesto. El viaje a la revelación o la confirmación de la mentira de la fe, expresada visualmente como si se tratara de diferentes estadios del Infierno de Dante, establecerá más de una paradoja que, al fin y cabo, es la intención primordial del film: ¿hasta qué punto puede resistir alguien la invasión ideológica de una fe religiosa sin reparar que se trata de un insoportable tormento? Film de tesis, polémico, original, audaz. Un típico Bellocchio de estos tiempos.
En el nombre de la madre. Un gran año para Marco Bellocchio en las carteleras porteñas, al suceso de crítica y público que fue la gran obra cinematográfica Vincere, se estrenó esta semana La Hora de la Religión, un film que data del año 2002 y parece que nuevamente los críticos vuelven a deslumbrarse ante el imponente cine del director italiano. Se trata de un film soberbio, reflexivo, inteligente y provocador, donde Bellocchio arremete y pone en tela juicio, no tanto a la Iglesia como institución, sino al corazón mismo que le da vida y la sostiene: la fe dogmática de sus creyentes, dejando entrever que detrás de cada discurso religioso no hay más que un vil interés narcisista muy lejano de las supuestas enseñanzas religiosas. Ninguna realidad de los personajes en la película es tal como ellos intentan demostrarla o venderla, excepto en dos casos: el niño quien aporta toda su inocencia y el “loco” manicomializado. Ni siquiera su protagonista, Ernesto Picciafuocco (notable interpretación de Sergio Castellitto), quien es un ferviente ateo, pero este absoluto y obsesivo rechazo al discurso religioso, lo hace practicante y dependiente de ese Dios que para él no existe, aunque sea desde la rebeldía y a pesar de la renegación de su difunta y asesinada madre, la sonrisa de mamá se le encarna en el rostro. El dilema aparece cuando se entera que van a canonizar a su madre, mujer que más que santa él la consideraba una “estúpida”; y cuando su hijo comienza con sus clases de religión, quien desde la curiosidad, espontaneidad y brillantez infantil le hace toda una serie de preguntas y planteos teológicos a su padre. Con una puesta en escena ominosa, por momentos operística y con rasgos surrealistas, Bellocchio logra un relato donde insinúa más de lo que dice, se burla de los dogmas, oscila entre lo poético, bizarro y hasta lo melodramático. Cada personaje despliega lo ambiguo y enigmático de sus motivaciones, no hay lugar para conclusiones cerradas, todo lo que acontece se termina transformando en una gran incertidumbre. Es en ese punto es donde lo atractivo de la película se vuelve paradójico, nos deja con deseos de interiorizarnos más en algunos personajes secundarios, quienes merecían un mayor desarrollo por la riqueza subjetiva que esbozaban. Así desfilan, entre otros, la ex mujer de Ernesto, la cual aparece con una llamativa y desconcertante rigidez pero queda sólo en eso y el hermano psicótico, asesino de la madre devota, producto de un delirio organizado aunque poco profundizado, tampoco deja muy en claro que lugar tuvo el padre en esta familia tan disfuncional. Una pena que la proyección sea en DVD y no en fílmico, la obra pierde notoriamente la calidad visual y escenográfica que tiene, pero bueno “es lo que hay” y no deja de ser una oportunidad para ver uno de los mayores exponentes del cine italiano actual. Por suerte a la locura, ni Dios puede curarla.
Bellochio muestra que los santos no sólo producen milagros Marco Bellocchio se educó en un colegio de sacerdotes salesianos y cursó, a nivel universitario, Filosofía Religiosa por lo tanto conoce a fondo a la Iglesia Católica Apostólica Romana, tanto en los objetivos de esa institución como en los procedimientos que utiliza para lograrlos. Bellocchio comenzó a dejar en su producción la impronta anticlerical cuando realizó “En el nombre del padre” (1972) y ya era notorio, de anteriores producciones, su característico estilo de crítico social enraizado en evidentes coincidencias con las políticas izquierdistas que tienen como una de sus bases declaradas a un fuerte anticlericalismo. Llega a las pantallas argentinas, a ocho años de su rodaje, la obra que se comenta que sin embargo no ha perdido vigencia y fuera ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2003. Esta realización fue estrenada en España, y en algunos países de habla española, con el título de “La sonrisa de mi madre”, bastante apropiado para el conflicto argumental que presenta el guión. La historia que cuenta es la de Ernesto, un pintor e ilustrador, agnóstico, separado de su esposa con la que mantiene una buena relación y padre amantísimo de su único hijo. Su vida se ve alterada cuando sorpresivamente le anuncian que su madre será canonizada. De allí en más se verá envuelto en situaciones que bordean lo bizarro, pues su burguesa familia materna armó una compleja interpretación de la muerte de su progenitora para poder hacer que la misma llegue a ser proclamada santa y obtener los beneficios que ese status les brindará a todos los familiares de la mujer, incluidos sus hijos, claro está. Ernesto, con creencias muy alejadas de la fe religiosa, tendrá que enfrentar a ese sistema corrupto si quiere mantener sus convicciones. En el plan de lograr la santidad de su madre también están envueltos Cardenales que nunca revelan los verdaderos motivos por los cuales están tan interesados en que se logre que esa mujer llegue a ser venerada en los altares. Con un contenido conceptual de esta naturaleza podría pensarse que el desarrollo es denso pero no es así. Bellocchio le impuso agilidad a la trama al dotarla de escenas de un humor que logran de manera amena comunicar al espectador lo que el cineasta quiere entregarles. Quizá tendría que haber cerrado de manera más contundente dos de las subtramas, una es la que presenta a un duque “anti Papa” pero con las mismas incongruencias de los Jefes del Vaticano, y la otra, a una mujer que se convierte en amante del protagonista simbolizando los fantasmas que lo rodean El espectador encontrará que el cineasta le entrega una historia entretenida, llena de escenas irónicas planteadas desde lo absurdo que lo harán sonreír respecto de un tema sobre el que se conoce muy poco, como es el de la canonización dentro de la Iglesia Católica y los beneficios, no demasiado “santos”, que suelen lograrse con ese procedimiento. Los años que pasaron desde que fuera estrenada esta obra (en 2002) han hecho que su metamensaje esté un poco deslucido, ya que 2005 murió Juan Pablo II, que proclamó 482 nuevos santos durante los 26 años que duró su Pontificado, convirtiéndolo en el mandato eclesial con más canonizaciones de toda la historia vaticana. Quizá el mensaje sea discutible. En un momento en que en la Argentina se comentan las opiniones del escritor colombiano Fernando Vallejos respecto al carácter empresarial de la Iglesia, esta obra puede provocar muchos debates como sucedió en Europa. Es posible que eso sea lo que Marco Bellocchio buscó cuando decidió revelar los manejos subterráneos que puede haber en las interpretaciones del Derecho Canónico. Lamentablemente la copia que se ofreció en la proyección a la que asistió este cronista era defectuosa e impidió apreciar en plenitud la factura técnica de esta obra cinematográfica que tiene un excelente contenido.
De los productos humanos, la religión y el arte son aquellos que permiten la elevación del Espíritu y su acercamiento a ideas supraterrenales. Pero quizá sea la divinidad, o lo que ella represente según nuestra formación, un buen término para denominar este contacto. Por su parte, el psicoanálisis ha planteado que esta experiencia individual y social tiene su origen -y, en ciertos casos, también su finalidad- en las profundidades del Ello. Todo podría resolverse con una apelación a la irracionalidad de los sentimientos o a lo simbólico, pero tanto los unos como los otros tienen su asidero en la realidad humana. Marco Belocchio logra con excelencia plantear todas estas cuestiones en un film que, merecidamente, ganó la Palma de Oro en Cannes (¡en el 2002!). El disparador argumental es ya de por sí bastante novedoso. Ernesto (Sergio Castellito), un exitoso artista plástico, es consultado por las altas cúpulas de la Iglesia Católica para cerrar las operaciones en torno a la beatificación de su madre, asesinada por uno de sus propios hijos en un arranque de ira de éste. No obstante, el protagonista descree de la actitud de mártir de su madre, con quien no compartía el modo de manejar a la familia. Esta postura no será, empero, compartida por su ex-esposa y el resto de sus familiares, quienes ven en la beatificación una oportunidad de ascenso social. A partir de allí, los arreglos, las mentiras y las diatribas sentimentales del personaje protagónico habrán de caracterizar a la sociedad italiana como una comunidad extremadamente ligada a la institución religiosa y a la obra del artista como una de las más mágicos aportes del inconsciente individual. Es menester destacar que Belocchio logra generar un aura especial para esta película que está teñida del lenguaje (artístico) del inconsciente. Los cuadros de Ernesto son ensueños y las escenas (y los cuadros de las mismas) tienen el color de un "como si", donde desparpajo y tragedia se combinan para incentivar la línea psicoanalítica que atraviesa la obra, como bien ya puede deducirse del subtítulo del film: "la sonrisa de mi madre". La inteligencia del director/guionista se encuentra en los detalles -en escenas- que condensan las ideas que han de tocar el espíritu del espectador. Una de ellas es crucial, la entrevista cuasi de diván del sacerdote a Ernesto en el almuerzo del comedor de caridad. Quien se acerque al film se verá tentado a situar el desarrollo del mismo por fuera de lo real. Las situaciones que se suceden rozan lo cómico o son anacrónicas y tan poco ordinarias que exceden la estética realista de la película. Pues la realidad puede no cruzarse con lo mágico, aunque sí debe el inconsciente tener un conflictivo -y rico- vínculo con ésta. Por fortuna el director decidió inteligentemente incluir el motivo del crimen como "cliff hanger", ya que sólo si la madre de Ernesto se comportó como mártir puede ella ser beatificada -sin mencionar que, además, tuvo milagros que fueron "probados". De esta manera, la combinación perfecta entre sutileza, inteligencia y entretenimiento corona a La hora de la religión como un ejemplo del buen cine que realiza Marco Belocchio, uno de los mejores cineastas italianos de la actualidad (como se demostró con Vincere). Finalmente, todo podría resumirse en el personaje del hijo de Ernesto e Irene: conflictos familiares y aspiraciones místicas. Todas las sociedades y todos los seres humanos tenemos una fachada y un interior. Sólo que quizá sea erróneo situar lo interno y lo externo como dos lugares incomunicados. Toda organización es tan simbólica como real e histórica, de manera que cuando algo extraño irrumpe en su seno, las consecuencias posibles son el cambio o la reacción conservadora. Muchas veces ellas sacan lo peor de nosotros, pero esta es la única vía para la autoconciencia, que nos muestra la eterna regencia de nuestra imaginación creadora.
El infierno no es encantador A un señor, muy pero muy ateo, un buen día se le aparece en su oficina un cura para avisarle que su madre muerta puede ser nombrada santa. Al señor se le ponen los pelos de punta, primero porque le resulta incómodo que su mamá pase de la foto de la mesita de luz a los altares y segundo porque le parece que no, que la mujer no merece la aureola que le quieren adjudicar. Poco después, más tarde que pronto, descubre que todo es una fábula que inventaron los miembros de su familia para conseguir las comodidades económicas y sociales que otorga la proximidad sanguínea con un santo. En La hora de la religión, Marco Bellocchio se dedica a mostrarnos el recorrido de este sujeto por el infierno (un infierno doméstico y personal, pero que, se sospecha, comparte también con el director) en el que el pobre queda sumergido por el proceso de canonización de su madre. En este averno bien gramsciano los demonios no son rojos ni tienen cuernos, la Oscuridad contra la que debe luchar Ernesto es la política, la religión, y la ideología enraizada en la tradición de los italianos que se le aparece por todas partes para aconsejarle que claudique y colabore para poner a su progenitora en el santoral. Como sucede también en ese otro viaje infernal, el de Tom Cruise en Ojos bien cerrados, el registro de todos los que rodean al protagonista es oscuro, un poco artificial y teatral. Los que lo contemplamos no podemos distinguir qué hay de realidad y qué de fantasmagórico en esos seres que lo rodean y que intentan hacerlo caer. Su mujer, las tías viejas, los hermanos ventajeros, las autoridades eclesiásticas y la nobleza decadente de chupacirios, todos parecen irreales, meros productos de su mente que está luchando para no doblegar sus convicciones. Pero, a diferencia de la película de Kubrick, donde las tentaciones eran señoritas sin ropa, promesas de lujo y concupiscencia, aquí las categorías morales son tan rígidas que no le permiten a Bellocchio mostrar ni siquiera algo de belleza en el enemigo, admitir que puede haber algo de gozo en la caída. Todo es feo, todo es violento y obsceno en este infierno del director de Vincere. El concepto de pecado no tiene que ver con un abandono hacia el placer, sino que lo que se condena es la falta de valentía para luchar contra las ideas del contrario. Los momentos en que el protagonista más se odia a sí mismo se dan cuando por miedo o debilidad sonríe irónicamente, toma distancia del oponente pero no lo contradice, se muestra distinto pero no “tan” manifiestamente combativo. A pesar de la profunda humanidad que le imprime Sergio Castellitto a su personaje no podemos acompañarlo, porque su disyuntiva entre blancos y negros está planteada en condiciones demasiado radicales que vuelven su dilema ajeno a nuestra realidad. La hora de la religión es tramposa. No es una película simple, pero sí demasiado simplificadora que esconde el olor a moralina con un rico juego de símbolos, tramas cruzadas y buenas actuaciones. Evidentemente, no es un buen material para los que buscamos formas tibias pero más placenteras y gozosas de caer en pecado mortal.
El sorpresivo éxito comercial de Profundo carmesí en 1996 permitió que se estrenara buena parte de la obra anterior de Ripstein. Lo mismo ocurrió un par de años más tarde con El sabor de la cereza y el cine previo de Kiarostami. Hoy resulta lejana aquella primavera cinéfila en la que era posible encontrarse con el cartel de localidades agotadas en el hall del Lorca para ver La manzana. Con el tiempo, la diversidad quedó acotada a los festivales. El resto del año, los complejos multisalas imponen un sistema de alta rotación e incluso marcan la estrategia de lanzamiento de las distribuidoras independientes, obligándolas a postergar el estreno de los títulos pequeños por falta de pantallas. Aún en este contexto, Vincere es la película del año. Pero su notable suceso de crítica y público sólo habilita el estreno de otra película de Bellocchio en formato DVD y en pésimas condiciones de exhibición. Todo lo anterior no nos impide afirmar que La hora de la religión es una película extraordinaria. Elegante, compleja y sutil, pero a su vez impulsada por una mirada salvaje y sarcástica sobre las instituciones. Si bien la película está profundamente arraigada en la gran tradición del cine italiano, que siempre tuvo a la familia como tema central y a la política como objeto, la originalidad de Bellocchio consiste en reemplazar el naturalismo corriente por un viaje hacia las sombras. Un sueño inquietante que transforma a Roma en una sucesión de pasillos lynchianos y destila un hechizo misterioso e indescifrable. El enorme Sergio Castellitto compone a Ernesto, un artista plástico ateo de cierto renombre que, de buenas a primeras, se entera con estupor que debe atestiguar en el proceso de beatificación de su madre. Al principio Ernesto cree que se trata de una broma (nosotros también), pero luego descubre que todo su entorno familiar está al tanto de los trámites y entonces comienza a tomar forma la idea de una conspiración urdida por motivos inconfesables. A partir de este momento despunta una suerte de thriller metafísico donde todo lo que se describe es concreto y la mismo tiempo alegórico, un relato iniciático que llevará al protagonista hacia su infancia y su evitada familia, penetrando en un mundo paralelo poblado por fantasmas del pasado. La puesta en escena clásica y realista, de fuertes contrastes entre sombras profundas y luces vivas, se resquebraja de a poco con planos fijos y recurrentes de un pequeño grupo de misteriosos personajes en el fondo de un salón del Vaticano. La realidad parece hundirse para dejar lugar a una atmósfera envolvente que propicia la irrupción de extrañas figuras como el conde anacrónico que reta a Ernesto a un duelo. Esta atemporalidad se suma a las locaciones inciertas y a la confusión de rostros que permite que el protagonista asuma que una joven seductora y liberadora puede ser la maestra de catecismo. La película deviene una pesadilla paranoica y secreta que admite tanto un bautismo furtivo en medio de la noche como la aparición de una vieja tía cínica explicando las ventajas de tener una madre santa. Bellocchio visita a Buñuel, La hora de la religión es una película salvaje, subversiva e irresistible. Única.
Estreno tardío y gran película, por momentos magistral, del mejor director italiano en actividad. Un niño habla solo. Su madre lo mira y se preocupa. ¿Sufre de demencia? No, el niño toma al pie de la letra su clase de religión: si Dios escucha todo y es omnipresente, entiende la criatura, él jamás será libre (“Déjame en paz… Vete de mi cabeza”): lucidez precoz y síntesis filosófica del film. La hora de la religión (también conocida como La sonrisa de mi madre) intenta sopesar cómo nuestras creencias sobre el Altísimo influyen directa e indirectamente en nuestra conducta. Anticlerical aunque teológicamente respetuoso, el film de Marco Bellocchio parte de una premisa inverosímil aunque teóricamente justificada: la madre de un pintor ateo (el excelente Sergio Castellitto) está a punto de ser canonizada, una operación familiar consentida por el Vaticano. Nada extraordinario parece elevar a categoría de santa a la madre de Ernesto Picciafuocco, excepto por una extraña sonrisa en el momento en que fue asesinada, un hecho que debe ser investigado por expertos en milagros a través de distintos testimonios, entre ellos el de los hermanos del pintor, uno de los cuales está internado en un psiquiátrico. Su palabra puede ser la clave celestial. Ésta es la anécdota a partir de la cual el mejor cineasta italiano en la actualidad se propone indagar sobre algunas prácticas (la producción de santos) de la institución religiosa más poderosa de la Tierra, sin por esto dejar de interesarse en la institución familiar y la institución médica psiquiátrica, tres obsesiones temáticas del realizador. Así descripta, La hora de la religión podría ser calificada de densa y ambiciosa, pero el tono cómico y delirante, y también onírico, que articula secretamente el relato suaviza y humaniza los vaivenes espirituales de los personajes y sus cálculos miserables. En el fondo, la gran batalla que propone Bellocchio es la que se da entre un Dios invisible y un dios pagano que sentimos vibrar en el cuerpo: Eros. El amor paterno que expresa el pintor por su hijo y el deseo que habrá de despertarle la enigmática profesora de religión (o agente secreto del Vaticano) de su hijo son dos expresiones de esa fuerza viviente que define la conducta de los seres humanos. Como sucede en Vincere, Bellocchio demuestra aquí su capacidad única para musicalizar algunas escenas. Véase el momento en que Ernesto abraza a su hermano sufriente. Es un pasaje visceralmente amoroso, y en el momento preciso sonarán las cuerdas de John Tavener. Además, Bellocchio elige el claroscuro para pintar sus fotogramas, una composición de luz que denota perfectamente el mundo emocional de sus personajes. Algunas escenas hilarantes (un diálogo con un cura en una comida popular, un reto a duelo con un conde anacrónico y las objeciones de una tía de Ernesto respecto de su ateísmo) son geniales por su timing y elegancia discursiva, aunque el genio de Bellocchio se constata en cómo registra las inmediaciones e interiores del Vaticano y algunos ritos en donde se intuye un componente delirante de la creencia religiosa. El disgusto eclesiástico es comprensible, y que la Santa Sede haya denunciado el film indica un desvelo terrenal poco relevante ante la magnitud del sufrimiento de muchos de sus fieles que no eligen la pobreza como opción religiosa sino que la padecen. Lo más curioso de La hora de la religión es que el único personaje que parece amar a su prójimo como a sí mismo es Ernesto, que en el abrazo a su querido hermano enloquecido no hace otra cosa que seguir al pie de la letra al hijo de un carpintero que terminó crucificado por su inconformismo.