No quiero volver a casa Esta pequeña, austera y encantadora (sin demagogia) opera prima de Sofía Mora ganó el premio principal de la Competencia Latinoamericana del Festival de Mar del Plata 2009. En blanco y negro y pantalla ancha, esta joven directora -con algo del cine de Celina Murga- narra las vivencias de la preadolescente Franca (logrado trabajo de Belén Poviña, una revelación a tener muy en cuenta) y de su hermano menor Guido (un menos convincente Elías Maidanik) durante las horas posteriores a la muerte de su padre. Mientras su madre se encierra a llorar y la casa se inunda de familiares y amigos para el velorio, ellos deciden salir del hogar y pasear por una plaza, una iglesia y una casa vecina, donde encontrarán a un chico obeso que se sumará a ellos. El film describe con sensibilidad los miedos, contradicciones, juegos, imaginaciones, misterios y prejuicios de los dos chicos, aunque algunos diálogos aparecen sobreescritos o no alcanzan la naturalidad deseada. De todas maneras, una película más que auspiciosa de una nueva realizadora que se suma al muy interesante panorama femenino del cine argentino.
La nada y nada más que la nada La ópera prima de Sofía Mora, La hora de la siesta (2009), que de manera inentendible ganó como Mejor Film Latinoamericano en la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, derrapa la misma intrascendencia que generan sus dos apáticos protagonistas. Un cine que no hace otra cosa que echar al espectador de la sala y lograr que nunca más vaya a ver una película argentina. Dos adolescentes transitan un par de horas de sus vidas por el barrio desértico de una ciudad cualquiera, mientras en su casa velan los restos de su padre muerto y su madre encerrada en una habitación no para de llorar. Lo curioso es que desde adentro se siente que la lluvia cae sobre la ciudad de manera constante pero en el afuera pareciera que hace años que no cae una sola gota. ¿Error de continuidad o que alguien explique que quisieron decir? A través de una puesta netamente teatral, con sólo dos personajes en escena, planos estáticos y muy poco desplazamiento, el film de Sofía Mora producido por su esposo, el director, Néstor Frenkel (Construcción de una ciudad, 2007) provoca un quiebre negativo en una puesta en escena plagada de tiempos muertos, diálogos frívolos y cierta apatía de y hacia los personajes, dando como resultado un film monótono y chato que provoca cierto ostracismo narrativo desembocando en la ira del espectador ante la falta de una historia concreta o peor aún de no saber que se quiso hacer ni que decir. Entendemos lo de film minimalista, personajes abúlicos, cine para unos pocos, propuesta diferente, renovación estética, espectador activo y todos las frases hechas que muchas veces se usan para justificar lo injustificable. ¿Pero cómo demostrar lo que no existe? En síntesis La hora de la siesta es un film inexistente. Filmada en un blanco y negro básico que evita los matices, al igual que los personajes y la misma historia, La hora de la siesta no es otra cosa que una inexplicable película en dónde nada se dice, nada pasa y nada se entiende. Véala y saque sus propias conclusiones (pero después no diga que no le avisamos).
Film nacional rodado en blanco y negro y anunciado como de "¿ciencia-ficción?". La protagonista, Franca, atraviesa un martes 13 que hace honor su día: su papá murió la noche anterior, su mamá se encerró a llorar desde la mañana y la casa se llenó de parientes indeseables. Su único compinche en semejante desgracia es su hermanito, que está más aturdido que ella y no parece poder ayudar demasiado. A la hora de la siesta los hermanos saldrán a dar una vuelta y pasar las horas previas al entierro de su papá, en un paseo que podría ser también un viaje en el tiempo… Es el ejemplo de pelicula que no cuenta nada, en la que nada ocurre, plagada de diálogos que no conducen a ninguna parte y de tiempos muertos. Una penosa moda alimentada por muchos títulos independientes del "nuevo" cine argentino. Si supone una apuesta estética por la narración en blanco y negro, no alcanza. ¿Hasta cuando habrá que seguir viendo esta clase de films? Una pena....
Al final de la infancia Un filme que transmite el estado de ánimo, y de duelo, que precede a la juventud y adultez. Cuando La hora de la siesta ganó la sección latinoamericana en el último Festival de Mar del Plata, la película tuvo defensores -que elogiaron su estética poco convencional, sus atmósferas inquietantes, su delicadeza- y también detractores, que se quejaron de la abulia de los personajes, de la falta de rumbo de la historia y de la tendencia al tedio de la película. Ambos tenían razón. En todo caso, es lo que parece haber buscado su joven realizadora, Sofía Mora: transmitir -sin hacerlo obvio, a través de imágenes que recrean un complejo estado de ánimo- ese limbo en que no se es niño ni adulto, la preadolescencia. Los protagonistas son dos hermanos, unidos, pero de personalidades casi antagónicas, que no sólo están soltando amarras del mundo infantil: también están entrando en el duelo por su padre, que acaba de morir. En ese día de despedidas, salen a deambular por un barrio vacío, mientras intercambian palabras entre desencantadas y cínicas, muchas de ellas cargadas de humor negro. En un caserón en decadencia, acaso onírico, se encuentran con un viejo amigo que cuida a su madre agonizante. Los símbolos, no verbalizados, se suceden como en un sueño. Ahí el nombre de la niña, Franca (Belén Poviña, de buena actuación), la que más cuestiona la "realidad" que le transmitieron; ahí los padres muertos o agonizantes; ahí hasta la remera, invertida, del amigo obeso, sometido, con la publicidad Good Year ("Buen año", pero, claro, al revés). La lista continúa. La película, en blanco y negro, tiene un tratamiento atemporal de la imagen y no condesciende al naturalismo ni al retrato de transitados rasgos de época. El fin de la infancia y el extravío que significa el paso a la adultez son transmitidos de un modo sutil, nada demagógico, con toques graciosos. Pero también es cierto que los diálogos triviales, los puntos muertos, la morosidad y la artificialidad de algunas interpretaciones -todos rasgos deliberados- hacen que el filme aburra en varios tramos. Algo que, para ciertas corrientes, no parece ser un defecto sino una virtud
Sugerente film sobre la adolescencia La directora debutante Sofía Mora consigue un relato intrigante con una bella fotografía en blanco y negro Toda la trama de este film transcurre en un día, más precisamente durante una tarde tan fuera del tiempo y del espacio para sus protagonistas, tan extraordinaria por su imposibilidad de repetición que el film cobra un aire de fantasía macabra digna de un relato de terror. Todo comienza con la muerte del padre de Checa y su hermano menor, "Flaco", una tragedia que no se explica ni se muestra, lo mismo que la ausencia de la madre, encerrada en una habitación con el cuerpo mientras su casa se llena de familiares que comen sandwichitos y pellizcan mejillas. Intentando esquivar la invasión de los dolientes, la mirada y la pregunta de los otros a la que sólo responden con un movimiento de hombros, marca registrada del adolescente taciturno, los chicos salen a la calle. Allí, con pocas palabras, Checa manda y comanda el recorrido del paseo sin rumbo. Cerrar los ojos Con una edición que estructura el relato en pequeños episodios divididos por segundos de pantalla negra -casi como si una escena y la otra estuvieran separadas por el lento parpadeo entre la vigilia y el sueño-, los chicos pasean por una plaza y una iglesia casi desierta en donde sostienen un diálogo aparentemente intrascendente pero gracias al que la directora Sofía Mora logra contar algo más sobre sus personajes. Allí están entonces la inocencia extraña de él y la sensualidad incipiente de ella, una tirana obsesionada con la capacidad de "los yanquis". Interpretada con notable naturalidad por la joven Belén Poviña, Checa parece convocar a quienes la rodean. Si recuerda a Genaro, un compañero de clases algo trastornado, su casa semiabandonada se le cruzará en el camino y él se materializará allí como si se tratara de un espectro de los confusos tiempos por venir, del final definitivo de la niñez y el comienzo de una adultez asfixiante. Como la de la madre de ella encerrada con el cadáver o como la de Genaro, luchando sin aliento por respirar. Más allá de cierta morosidad en su desarrollo, algunos diálogos fuera de tono y la despareja actuación de Elías Maidanik (El Flaco), La hora de la siesta consigue transmitir con mínimos elementos un estado de ánimo y el reverso de un momento de la vida tan angustiante y confuso como la adolescencia.
Perversos juegos de infancia A una tradición que en literatura se asocia con Silvina Ocampo y en cine a la dupla Leopoldo Torre Nilsson/Beatriz Guido, viene a sumarse ahora, de modo francamente excéntrico, el debut de Sofía Mora, premiado en la última edición del Festival de Mar del Plata. Hay una tradición argentina que no mira a la infancia como fuente de toda inocencia sino como zona oscura, ligeramente tortuosa. Una zona de encierros, de casonas, de habitaciones vedadas, de secretos mantenidos o descubiertos, de acechanzas probables o imaginadas, de juegos bastante perversos. A esa tradición, que en literatura recibe los nombres de Silvina Ocampo (sobre todo) y Julio Cortázar (en algunos cuentos) y en cine, los de la dupla Leopoldo Torre Nilsson/Beatriz Guido, viene a sumarse ahora, de modo francamente excéntrico, La hora de la siesta, ópera prima de la treintañera Sofía Mora, que en la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata ganó el premio a Mejor Película Latinoamericana. Acentuando aquellas ligazones y una notoria voluntad de desprendimiento de la época y contexto en los que la película se inscribe, Mora filmó La hora de la siesta en blanco y negro. Lo cual contribuye a darle carácter atemporal. Y también el de un sueño, ligeramente enrarecido o desvelado. Si la protagonista cierra los ojos, al comienzo y al final, parece menos para soñar que como forma de poner distancia con lo que la rodea. La rodean la muerte, el mundo adulto, una parentela incómoda. El padre de Checa (Belén Poviña) y el Flaco (Elías Maidanik) acaba de morir, y lo velan en la casa familiar. “¿Tu mamá duerme ahí?”, señala un pariente, incrédulo, cuando los chicos le dicen que la madre hace la siesta en la habitación del féretro. “Andá a buscar unos sandwichitos, que yo agarro los cigarrillos y bajo”, le dice Checa, que tendrá unos doce, a su hermano menor, que andará por los nueve o diez. “¿Verlo?”, pregunta Checa cuando alguien pide que habiliten el féretro para que los parientes “puedan verlo por última vez, y todos contentos”. “¿Contentos?”, se extraña el Flaco, a quien la alegría le suena coherentemente inapropiada. “¡No me toques!”, esquiva Checa el pegajoso saludo de una tía (“la de bigote”, especificó el Flaco un rato antes) y ambos escapan con sandwichitos y cigarrillos clandestinos. Si en esa primera parte el velorio y el encierro imponen una viscosa sensación de malestar, al salir a la calle todo parece abrirse. Como la propia tarde, que es de martes pero, por lo vacía, parecería de sábado. “¿Hoy es martes 13, no?”, pregunta el Flaco, y Checa corrobora. Caminan sin rumbo, descubren una calesita vacía (pero con la música extrañamente encendida), Checa explica en qué consiste el escepticismo y lo ejerce, despotricando por primera vez contra “los yanquis”. Que inventaron, entre otras, la mentira esa del viaje a la Luna y la del Día del Amigo. Entran a una iglesia también despoblada, ven a un tipo que se sube al altar, suben al campanario, siguen a un ovejero alemán que los lleva hasta la casa de un lejano ex pretendiente de ella. El pretendiente se llama Genaro di Pasquale (Francisco Arena), tiene la cara llena de granos, pesa más de cien kilos y se presenta con un “papagayo” de plástico en la mano: la madre no puede moverse de la cama, él es el único en condiciones de atenderla. El gordo Genaro transpira tanta morbidez como la enorme casona en la que vive, y que está más o menos en las condiciones en las que estaría, hoy, la de La casa del ángel: semiderruida, corroída por la humedad, con el baño inundado. Morbidez es lo que signa la tercera y última parte de La hora de la siesta. Checa cuenta que tanto ella como su hermano se hacen pis en la cama, comenta que Genaro cultiva la pornografía por Internet, Checa y Genaro juegan a una mancha para la que parecen demasiado grandes (o demasiado chicos, según cómo vaya a terminar el jueguito), ella finalmente se borra. “Frígida asquerosa, puta de mierda”, putea el gordo por lo bajo. “Puto”, masculla ella como para sí misma, al salir de la casa. Con actuaciones adecuadamente hieráticas por parte de los tres protagonistas (todos ellos generan más incomodidad que piedad o empatía) y una prístina fotografía en blanco y negro de Diego Poleri y Matías Iaccarino, La hora de la siesta es algo que se ve poco: una película de sensibilidad y sentido nunca del todo apresables, que no parece tener relación aparente con otra clase de cine que se practique en la época, aquí o en cualquier parte. Un mundo propio, capaz de trocar sordidez flou por lirismo dark en cuestión de segundos (la escena del campanario parece una versión infantil de Vértigo), sin dejar de ser fiel a sí misma. Y a ninguna otra cosa. Habrá que seguir con atención, de aquí en más, a Sofía Mora, una intrusa muy en condiciones, por lo visto, de seguir produciendo extrañeza.
Echarse una siesta Cheka y "el flaco" son hermanos. Su papá murió y lo velan en su casa. No soportan el clima ni a los parientes y amigos que llegan para dar el pésame y de paso comer sanguchitos de miga. Deciden dejar el lugar y dar una vuelta por el barrio a la hora de la siesta. El silencio del velorio parece trasladarse a toda la zona y acompaña a los hermanos en su desganado paseo. La directora Sofía Mora parece tener la excusa perfecta para practicar encuadres, contraplanos, y jugar con los contrastes que ofrece el hecho de haber grabado en blanco y negro. Porque esta historia no fue filmada sino grabada en digital, y ese es un problema en cuanto a la calidad final donde en el traspaso a fílmico se nota el pixelado en los tonos oscuros y afea el trabajo de fotografía. El guión se inscribe en la corriente de este nuevo/viejo cine nacional que busca profundidad donde sólo hay tedio y frases vacías. La protagonista Belén Poviña es monocorde y hasta molesta por su impasibilidad, actitud de la que apenas consigue destacarse su co-protagonista Elías Maidanik, como su melindroso hermano. "La Hora de la Siesta" se queda en la pretensión estilística de su directora sin proponer un conflicto accesible para el espectador, algo que no sería grave sino fuera porque el tedio llega inexorablemente.
Entre la quietud y la inquietud de la espera Quien alguna vez haya tomado contacto con la obra literaria de Julio Cortázar, más precisamente con sus cuentos, habrá alcanzado a vislumbrar esa atmósfera entre lo lúgubre y lo melancólico que penetraba espacios amplios en viejas casonas de barrio. También la mirada sobre la infancia -tan poco idílica- resaltando la crueldad típica de los niños; camuflando su inocencia en los juegos de adultos. De todas esas cosas se nutre La hora de la siesta, ópera prima de la realizadora Sofía Mora, además autora del guión junto a Néstor Frenkel (Construcción de una ciudad). Si hay algo difícil de mostrar cinematográficamente sin apelar al recurso de los tiempos muertos, sin dudas es el concepto abstracto de la espera de un acontecimiento o hecho potencial. Peor aún cuando esa espera se dilata para evitar que llegue el momento de decirle adiós a un ser querido, como ocurre en este caso para los protagonistas, Franca (Belén Poviña) y el hermano menor (Elías Maidanik), quienes acaban de velar a su padre y deben soportar la invasión de familiares y allegados al hogar sin otra chance que la de huir en un paseo por el barrio de casonas vacías, donde sólo se escucha el sonido ambiente de pájaros sin estridencias de motores o gritos de niños. Entre el tiempo transcurrido desde el velorio hasta la partida hacia el entierro gira la trama de este interesante film, ganador del premio a la mejor película latinoamericana en el pasado Festival de Mar del Plata, que juega estéticamente con un contrastado blanco y negro -con un muy buen trabajo de Diego Poleri en la fotografía- y una ajustada puesta en escena a cargo de la directora. Así, con el planteo de un recorrido por los alrededores, creando una atmósfera anacrónica al mezclarse elementos del pasado como un viejo televisor (con la llegada del hombre a la luna) y alusiones a la pornografía en internet, señal del presente, Sofía Mora dibuja con trazo fino y estilo este trayecto de transiciones y pérdidas -por momentos onírico- en el que sutilmente los protagonistas van despojándose de emociones, miedos y deseos entre diálogos triviales y la inclusión de un tercero (Francisco Arena) que tiene su misma edad. Siempre respetando el punto de vista de los niños, el relato acumula situaciones donde la áspera Franca se lleva gran protagonismo, dejando en un segundo plano a su hermano. Sin embargo, ambos se ven atravesados por la insistente presencia-ausencia de los adultos, ya sea en un fuera de campo (en el caso del padre) o desde el encuentro fortuito con una vecina postrada, con planos fragmentados, en una cama. Todo funciona como excusa para dilatar el regreso al hogar, pero más precisamente en la mirada de Franca es un disparador para tomar conciencia no sólo de la muerte de un ser querido sino también de la pérdida de la infancia; el otro duelo que reposa en la quietud de una calesita vacía con viejos personajes de Disney como gran metáfora que corona la película.
Ganadora de la Competencia Latinoamericana del último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, La Hora de la Siesta, ópera prima de Mora con ayuda de Nestor Frenkel, desembarca extrañamente y con poca publicidad a las carteleras porteñas. Recuerdo que finalizada la función me quedó un grato gusto amargo. Busco críticas de colegas, que no han salido satisfechos. Mostrar la infancia desde un punto de vista tan lúgubre y pesimista, con desazón, pero sin caer en la demagogia o la manipulación sentimental no es fácil ni usual. Por la estética blanco y negro, bien uno podría comparar esta película con la primera obra de la dupla Rebella – Stoll: 25 Watts El padre de dos de los chicos protagonistas fallece. La familia se reúne para “celebrar” el velorio. La madre no sale de la habitación y los pobres menores deben soportar las condolencias y saludos. Pronto, mientras en el barrio, se celebra la hora de la siesta, ambos se escapan. El pequeño está curioso, infectado de los cuentos que le venden los adultos. La pre adolescente trata de comportarse como una adulta, asumiendo responsabilidades y contestando con soberbia e intelectualidad las preguntas de su hermano. Ambos tratan de repeler las lágrimas con frialdad, y mientras recorren el barrio se cruzan con un introvertido muchacho que vive en una vieja casona, cuasi abandonada. Será una aventura lacónica, poco emocionante, pero que llevará a la protagonista a replantearse las relaciones con su hermano y el resto de su familia. Mora, se embarca en crear un clima aún más oscuro y lacónico que la película uruguaya o la comedia melancólica mexicana, con la que comparte puntos en común, Temporada de Patos. Lo que juega a favor de esta obra sobre las demás es que no necesita de planos tan simétricos o de una estética tan buscada. Le escapa a la solemnidad para introducirse en la melancolía y la nostalgia del ser solitario, del ser marginado por el mundo adulto, de ser un chico que desea crecer, pero a la vez necesita seguir disfrutando de actos inocentes. No se trata de un film ni pretencioso ni moralista. El mensaje se encuentra en el modo en que uno juzga su propia infancia y como actuó en momentos de desolación similares. Mora no da respuestas, genera incógnitas acerca de cual es el camino correcto que deben llevar estos niños ante una pérdida de este tipo. Los sentimientos no resultan forzados, la represión es fundamental para entender el clima y los personajes. Película que bien podría analizarse como tratado psicopedagogo, La Hora de la Siesta, nos presenta a una directora, que al igual que como hizo Julia Solomonoff con El Último Verano de la Boyita, no subestima a sus protagonistas, destaca su inteligencia, su valor, su imaginación, creatividad y astucia por saciar las curiosidades existencialistas, que muchas veces los adultos tenemos y que por miedo a no pasar por ridículos, decidimos callar. El trío protagónico (especialmente Poviña), se comporta con gran naturalidad, y esperemos que siga un rumbo prometedor dentro del cine nacional. Con menos humor del que uno piensa que no va a haber al principio (y por suerte este código queda enseguida claro), con una monotonía angustiante, pero a la vez preelaborada y justificada, La Hora de la Siesta es un pequeño gran film, que da pie a mayores reflexiones de lo que aparenta en una primera mirada, y que nos advierte de que debemos observar mejor y preenjuiciar, subestimar menos, la psicología infantil.
Con una apuesta narrativa y estética semejante a la del cine argentino de los años 60, sensación acentuada por la fotografía en blanco y negro, La hora de la siesta observa el comportamiento de una pareja de niños hermanos, el día del fallecimiento de su padre, en un ámbito pueblerino. A la hora de la siesta los hermanos, incómodos por la presencia de parientes indeseables, saldrán de su casa y darán una vuelta por el barrio, haciendo escalas en su plaza y su iglesia. Pero finalmente pasarán la mayor parte de ese lapso en una casa oscura y misteriosa donde viven un niño obeso y su madre enferma, donde tendrán lugar escenas extrañas, crispadas y acaso alegóricas. La idea puesta en juego por la directora y guionista Sofía Mora en esta ópera prima tiene un arranque interesante, pero luego las situaciones se irán volviendo grotescas, en medio numerosas indefiniciones narrativas y argumentales. A estos tramos fallidos se les suma una muy floja dirección de intérpretes infantiles, que en muy pocos momentos alcanzan una mínima convicción actoral; aunque hay que aclarar que también deben batallar con los diálogos de un guión caprichoso. Sólo el trabajo de la iluminación y la imagen, entonces, se pueden destacar.
Con una narración bastante monocorde y pretenciosa, y una estética del cine argentino de los 60, acentuada por la fotografía en blanco y negro, "La hora de la siesta", que ganó como mejor filme latinoamericano en la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, se las arregla para contar con imaginación y pulso sensible las vivencias de una chica llamada Franca y su hermanito Guido durante las horas que procedieron a la muerte de su padre. Los chicos salen a pasear por el barrio, la plaza, la iglesia y por una casa vecina donde vivirán momentos realmente extraños. Mientras tanto, transcurre el velorio en una casa invadida de familiares. Está escrito, dirigir chicos no es nada fácil, y a la debutante Sofía Mora esta cuestión le quedó pendiente. También no aprobó en algunas cuestiones del guión que hacen que algunas situaciones se vuelvan grotescas.
La película comienza con un fundido a negro y una voz en off, una chica mirando a la ventana; mirando al horizonte, respira fuerte y la llaman; va a negro otra vez. Escena siguiente ella, Checa, continua hablando en off, vemos un féretro, fundido a negro, sale del cuarto y se pone a hablar con el hermano, Flaco, como ella lo llama. La sinopsis nos dice que la historia trascurre en un martes 13 y no es un buen día para Checa. Su papá murió la noche anterior; su mamá se encerró a llorar desde la mañana y para el mediodía la casa se llenó de parientes indeseables. Su único aliado es su hermanito menor, que está más perdido que ella y no parece poder ayudar demasiado. A la hora de la siesta los hermanos saldrán a dar una vuelta y pasar las horas previas al entierro de su papá, en un paseo que podría ser también un viaje en el tiempo. En ningún momento nos ubican en un espacio temporal, vemos a dos chicos que deambulan por las calles, por una plaza hasta que llegan, sin saber por que o como, a la casa de un compañero de Checa que hace años no lo veían. La película no me trasmitió nada, no entendí por que fue filmada todo el tiempo en blanco y negra, a cada cambio de escena un fundido a negro.¿ Se supone que eso me daría más dramatismo ?… Lo único que me quedo en claro es el fallecimiento de su padre y la anti-reacción de esos pobres niños que acababan de perder a su papá, tal vez por eso se traspolan a través de la imaginación y el tiempo deambulando durante todo el film Por eso para mi es un regularmente mala, aunque no se cómo ganó a la “Mejor Película Latinoamericana en el 24º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata”, pero el jurado de dicho Festival tiene el ojo más entrenado que el mío.