Publicada en la edición impresa de la revista.
Sola en los Bares Gracias a éste, su segundo largometraje, Javier Rebollo se hizo acreedor de la Concha de Plata al Mejor Director en el Festival de Cine de San Sebastián, edición 2009. Un drama intimista, bastante minimalista, que por momento esboza ser comedia, pero no lo logra...
La Mujer sin Piano divierte y entretiene sin dejar de asombrar por la composición sus planos originales y hasta novedosos. Rosa (Carmen Machi) es una ama de casa de principios del siglo XXI que decide un día como cualquier otro no dejar que los días sean como cualquier otro. La oposición rutina/casualidad o, si queremos, sometimiento/libertad se juega profundamente en la nueva película de Javier Rebollo. Sabremos que el azar, luego de escuchar al director hablar, no solo esta puesto en la narrativa, sino a su vez en un proceso donde determinadas circunstancias del rodaje generan otros procedimientos y abren hacia nuevas particularidades: “Carmen Machi, la protagonista, no quería filmar, estaba cansada, venia del teatro […] y yo seria un mal director si decido filmar con la actriz en esas condiciones” por lo que encuentra como solución dejar ir al resto de los actores y filmar desde otro lugar, físico y conceptual, la relación entre Rosa y el bar al cual asiste, realizando una especie de, como dice el propio director, “Homenaje a la cocina grasienta española”, generando al mismo tiempo una forma narrativa sumamente interesante. El uso metafórico del lenguaje pictórico es claramente otro de los más destacables atractivos de la película. Rebollo traza líneas transversales entre los lenguajes a través de la influencia por la pintura tanto literal como simbólicamente. “En la película hay puntos suspensivos constantes” explica, y esto funcionara como ley durante la hora y media que el espectador esta sentado en su butaca frente a una pantalla que cree en cualquier momento podría estallar, pero que, sin embargo, nunca nada termina de suceder. En este sentido, es muy claro el final abierto que deja la película para ser completado por el espectador, puesto que, como bien decía Rebollo “son ustedes los que van a acabarla”. Luego de la función el director nos cuenta acerca del proceso de creación y es allí donde literaliza lo autobiográfico de su obra: el personaje de Rosa esta inspirado en su madre; Francisco, el polaco, en un albañil que ha trabajado en su casa durante dos meses, de quien se ha hecho amigo y además convocó en una primera instancia para la película, pero que tras sufrir severos problemas de epilepsia y viendo el grado de complicación de salud que esto podría significar, Rebollo pidió que se alejara. Finalmente, el director explica: La Mujer sin Piano no es más que una expresión absurda y en ningún momento intenta convertirse en un relato solemne sobre la melancolía humana. En esta película que se caracteriza por su narrativa sumamente original y su riqueza fotográfica y compositiva, Javier Rebollo nos invita a viajar en una experiencia excepcional y nada pretenciosa.
Después de hora Con su segundo largometraje, el madrileño Rebollo (director de Lo que sé de Lola y actualmente en plena posproducción de El muerto y ser feliz, rodada en varias provincias de la Argentina) ganó el premio al mejor director y el galardón Nueva Mirada de TVE en el Festival de San Sebastián 2009. En La mujer sin piano, se sumerge en las experiencias de Rosa (Carmen Machi), una ama de casa/depiladora ya madura que decide cortar con una existencia gris, tediosa y previsible, calzándose una peluca y saliendo a conocer la noche madrileña. Durante ese "después de hora" (es la crónica de un día en la vida de...) descubrirá bares y hoteles, prostitutas e inmigrantes, violencia, incomunicación, soledad, sordidez, burocracia, represión y un mal humor generalizado. También mantendrá una fugaz relación (no tanto erótica sino confesional) con un trabajador de la construcción polaco tan simpático como patético. Austera, sensible, tierna y melancólica. Divertida y triste a la vez.
Fe en el cine En el 2006, Javier Rebollo despertaba el interés de la cinefilia en España con su primer largometraje, Lo que sé de Lola. Su apuesta, tan personal como aséptica, aparecía en el panorama como un soplo de aire fresco dentro de una pesada industria que parece empeñada en mantenerse alejada de una renovación ética y estética. Su nueva obra, La mujer sin piano (2009) viene a constatar el talento de este cineasta insobornable. Ganadora del premio al mejor director en el Festival de San Sebastián, la cinta narra un día en la vida de Rosa (Carmen Machi). Sin embargo, el relato es lo de menos ya que pesan mucho más los ambientes y los silencios que la narración. El film, pues, juega en una liga que le uniría a autores como Jean-Luc Godard (Vivir su vida, 1962) o Apichatpong Weerasethakul (Syndromes and a Century, 2006), especialmente el de Blissfully yours (Sud sanaeha, 2002). Rebollo construye una especie de partitura gracias a los sonidos del ambiente, a la música de los bares, las cafeterías y los restaurantes; al tic-tac de los relojes de la casa y a una melodía épica que parece dividir el periplo del personaje en tres actos y subrayar la búsqueda de una pasión. El cineasta aborda desde una original perspectiva el muy manido asunto del aburrimiento vital pero con la mirada de alguien que es capaz de lograr que se abracen las certezas y las dudas, lo real y lo soñado. Por ello, el vagar nocturno de Rosa tiene algo de misterioso agujero dentro del relato: ella descuelga un cuadro de un determinado simbolismo. Es el principio del viaje, de una nueva forma de hacer cine. Su decisión podría parecer baladí, pero hace cambiar completamente la naturaleza del trabajo. De esta manera el autor rompe con unos primeros minutos narrativos que parecen sacados de una película de Eric Rohmer (Mi noche con Maud, 1969) sin diálogos para establecerse en la fina línea que delimita lo contemplativo y lo narrativo y remarcar la importancia de los pequeños gestos a la hora de cambiar el rumbo de una historia. Es como si tratara de encontrar motivos para asombrarse en una vida casi inerte expresada a través de una plana iluminación compuesta por pálidos colores. El director busca con su cámara la emoción en los rostros y los gestos del día a día. Imagina cómo terminarán determinadas micro-historias que emergen de la aventura del personaje principal e, incluso, se permite el lujo de divagar con sus imágenes. Es la obra de alguien que sabe que conoce poco y cree en el cine como método de búsqueda. Su fe en este arte es enorme y le permite realizar un ejercicio muy puro capaz de hablar sólo con imágenes como pocos pueden en la industria española. Y, aunque no es una película fácil, se antoja muy importante para el cinéfilo más exigente que un film así llegue a la cartelera argentina.
La mujer sin vida El realizador Javier Rebollo, quien también se encargo del guión del film español-francés, La mujer sin Piano, cuenta la triste historia de Rosa. Cabe destacar que esta coproducción logró ser Ganadora del premio al "mejor director" en el Festival de San Sebastián. Una mujer casada, para quien no hay nada comparable a la íntima satisfacción de ver el plato humeante servido con puntualidad a la hora de la comida, es el eje del relato. Con un marido ausente con aviso y un hijo acorde a la familia. Cuando la película comienza a narrar la noche en la que escapa de ese submundo, el espectador imaginará que durante esa fuga, que dura lo que dura la noche, (aunque parezca mucho más) empezará a aumentar el ritmo. Sin embargo, todo se ve tedioso y tratado de manera absurda. La Mujer sin Piano es otra de las historias sobre mujeres que intentan escapar de la vida rutinaria, pero no aporta nada a la cartelera. El insomnio de Rosa se transforma para el espectador en un sueño o, más bien, en una eterna y calma pesadilla.
Con la descripción de una jornada entera en la vida de una mujer que intenta escapar de la chatura, el tedio y el vacío de su vida rutinaria, Javier Rebollo prosigue las búsquedas formales que había iniciado en Lo que sé de Lola y genera, otra vez, reacciones contradictorias. Como extremo ejercicio de estilo, con un elaboradísimo trabajo de cámara, el reiterado empleo del fuera de campo, los largos silencios, el protagonismo de la banda sonora, la duración de los planos fijos y el detenimiento en el detalle, su obra puede entusiasmar al cinéfilo atento a las imaginativas soluciones visuales y sonoras que el madrileño aplica, por mucho que el artificio quede al descubierto y que la austeridad y el laconismo, en este caso, tiendan a confundirse a ratos con presuntuoso exhibicionismo. Pero por las mismas razones, el film también puede aburrir, impacientar e incluso irritar a aquellos espectadores que reprueban el regodeo formal y prefieren que la atención esté puesta más en lo que se quiere narrar que en las habilidades de quien lo narra. La apuesta de Rebollo es riesgosa. Lo es traducir el estado interior de la protagonista -el hastío producto de su soledad, su gris rutina matrimonial y laboral y su insatisfacción, sumada al acúfeno que padece, un pitido continuo que le suena en el oído-, sin que ese vacío se contagie a la platea. El minucioso retrato de un día de Rosa, que ocupa la primera parte del relato, describe acabadamente su vida insulsa y sugiere en dos o tres trazos su callado descontento. Por la noche, cuando ya su marido se ha dormido, tras la cena en silencio y el rato frente al televisor, se calza una peluca, carga una maleta y parte rumbo a una estación. Busca escapar, vivir otra vida, quizá ser otra. Su aventura sonambulesca y un poco absurda (el tono mezcla ironía con cierto humor tristón) la llevará a cruzarse con otras soledades, con prostitutas, muchachones agresivos y burócratas que parecen autómatas, y a descubrir algo de vida humana en un obrero polaco con el que entabla una única relación, fugaz y levemente conmovedora. Rebollo hace hablar muy poco, lo indispensable, a sus personajes; prefiere que se expresen con sus cuerpos y sus acciones, y que todo lo demás lo sugieran los climas que él consigue a pura imagen y sonido. En ese sentido hay que destacar los invalorables aportes de Carmen Machi y del checo Jan Budar, los dos náufragos que se prestan algo de compañía en el deshumanizado desierto de esta Madrid nocturna y algo melancólica.
Mujer al borde de un ataque de nervios Avalada por el premio a la mejor dirección en la pasada edición del Festival de Cine de San Sebastián, decisión por cierto muy protestada por parte de la crítica que no entendió como una propuesta tan aséptica se encumbrara por delante de otros trabajos mucho más convencionales, llega a las carteleras argentinas La mujer sin piano, de Javier Rebollo. De entrada no está de más advertir a los espectadores que acudan a ver la película de que se trata de un plato bastante difícil de digerir; su ritmo paulatino, sus casi inexistentes diálogos y su desnuda puesta en escena pueden provocar más de un abandono en la sala, sobre todo si no se sabe qué tipo de película se va a ver. Al igual que autores como Lisandro Alonso o Isaki Lacuesta, por poner dos ejemplos referenciales en el que se puede incluir a Rebollo, se busca en cierta manera poner a prueba la paciencia del público a base del estaticismo y el hieratismo actoral. Aquí, la acción brilla por su ausencia, y la proeza más atrevida de la heroína del film es beberse sin pausa tres copas seguidas de coñac. Es necesario destacar a su vez que nos encontramos ante una apuesta arriesgada y valiente. Carmen Machi, la protagonista absoluta de la función, es una conocida cómica de la televisión española que ha triungado en series como 7 vidas o Aida, dando vida a una mujer coraje que es un auténtico terremoto verbal y físico. Rebollo se atreve a despojarla de todos los aspectos que la han aupado a la fama y la somete a una especie de tercer grado donde no le permite ni un aspaviento ni una voz más alta que otra. Y Carmen Machi nos deslumbra con un conjunto mínimo, pero increíblemente eficaz. Nos encontramos con una mujer desencantada de la vida, un auténtico punto y aparte que es obviada tanto por su familia como por una sociedad que la repele y ningunea. Su rutina es tal que una noche decide coger una maleta y marcharse a conocer el mundo, aunque ese nuevo universo tan sólo sea una estación de autobús medio vacía o el bar de la esquina. Su aventura será corta pero muy intensa: conocerá a un polaco buscado por la policía, recorrerá todos los establecimientos que siguen abiertos hasta altas horas de la noche, y finalmente se dará cuenta de que necesitaba aislarse para poder encarar el nuevo día a día, cargado de costumbrismos y repeticiones. Si urgamos un poco en las diferentes capas que nos ofrece el film (y conseguimos no sucumbir a los cantos de sirena que en ocasiones nos invitan a quedarnos dormidos en la butaca), veremos que actúa de manera sobresaliente como metàfora de la más rabiosa actualidad, en un mundo completamente esterilizado donde el control de la persona se ha convertido en ley (cámaras por todos lados, presencia policial contínua...), denunciando así las políticas promulgadas por el poder supremo de la globalización. También es elocuente la crítica hacia la actitud consumista de la gente (el desconocido polaco se dedica a reparar aparatos electrónicos que la gente tira de forma indiferente) o la progresiva despersonalización de los trabajadores que atienden en los puestos nocturnos ( y que en ocasiones parecen más robots que humanos). Un punto extraño que también ha suscitado encendidas discusiones es la utilización que aquí se realiza de la banda sonora. Tan poderosa como confusa, adquiere tintes surrealistas para que se pueda percibir desde una nueva perspectiva, creada para la libertad y grandeza. Sin duda, uno de los mayores aciertos del film. En definitiva, ante el aplauso que ha suscitado entre la crítica más engolada, quien asegura sin pudor que algo se está moviendo en el cine español (ya me dirán qué) y el rechazo absoluto de quien no entiende absolutamente nada, quien escribe opta por un término medio. La mujer sin piano ni es una obra encumbrable ni desdeñable, aunque sí muy, muy diferente del resto.
Anexo de crítica: La mecanicidad y el automatismo, y en su faz más visible la rutina y el conformismo, forman parte de este interesante segundo opus del director español Javier Rebollo, premiado en San Sebastian por esta película. Todo sucede en un día, pero más precisamente en la misteriosa noche en que una depiladora -de unos 50 años- decide romper con la monotonía de su existencia y salir en busca de algo nuevo. Así como la protagonista se embarca en esta suerte de fuga, la trama también hace lo propio al incorporar una serie de personajes y situaciones que se agotan en un gag o se resuelven de manera intempestiva. El entramado metafórico que recubre el relato se despliega con gran sutileza y esto permite a Rebollo adueñarse de su película con una cámara atenta al detalle y un trabajo sobre la banda sonora muy minucioso, que termina por cerrar un círculo perfecto...- Pablo E. Arahuete (8 puntos)
A Javier Rebollo lo conocí en un BAFICI. Bah, en realidad, tuve la suerte de toparme con su “Lo que se de Lola” en ese festival (gran película, hecha con pocos recursos pero muy sólida e interesante) y esperé con ansias que volviera a filmar para ratificar sus condiciones. Hace ya dos años estrenó en España, “La mujer sin piano”, film ganador de San Sebastián en 2009, cinta que no hizo un gran recorrido internacional pero que llega a las salas este jueves a Buenos Aires. Rebollo sabe de cine. Eso es innegable. Es muy sólido desde lo técnico y en su ópera prima había demostrado que su manejo de cámaras y la construcción de intrigas son su fuerte. Apoyado en esa visión, suponemos que eligió profundizarla, y junto a su compañera de equipo, Lola Mayo (con quien escribiera “Lo que se…”) eligieron un tono gris, pausado, silencioso y enigmático para este segundo largo… “La mujer sin piano” es una película poco frecuente. No cuenta una historia que atraiga, deslumbre, impacte, movilice. Para nada. Es una historia extraña, poblada de ausencias (ideas fundamentalmente!), triste y fría. Muy fría. Pero que quede claro, me gusta Rebollo y respeto su laburo, aunque aquí, considero que este trabajo tiene poco para ofrecer al gran público. Rosa (Carmen Machi) es una mujer corriente. Su marido es taxista, ella es…depiladora? Creo que si. Una noche cualquiera algo extraño le pasa (le dicen aburrimiento, en referencia a la vida que lleva) y decide comenzar a probarse otro traje para explorar la noche madrilense. Ella tiene un problema de audición y mientras evalúa su rutina (creemos!), decide que tiene que salir y bucear un universo que no conoce. Justo esa noche la televisión anuncia la invasión a Irak (?) Es entonces cuando sale, usa peluca, se relaciona con sujetos marginales, visita lugares sórdidos…trata de viajar fuera de la ciudad. No puede. Bah, la pasa bien. O no. No se, no me queda claro. Son 24 horas en su vida, condensadas en …90 eternos minutos donde nada interesante pasa. Pero nada eh! La película transmite una intensa sensación de soledad. Argumental!!!! Está bien que los silencios sean artilugios narrativos, que los simbolismos que se despliegan señales inflexiones curiosas, que las actuaciones sean convincentes… Pero no hay una historia atractiva aquí. Algo pasó con el guión de Mayo, quien parece haberse confiado demasiado en la fuerza de las situaciones que el film no ofrece chances al espectador corriente: no tiene nada para transmitir que valga la pena ser visto. En “Lo que se de Lola”, Rebolledo logró con la misma libretista resultados sorprendentes, pero aquí, construyen un libro aburrido, apagado y decididamente menor. No creo que podamos definirlo como cine arte, tampoco. Es una película fallida. Nada más. Seguramente Rebollo podrá superarse y retomar una senda ascendente porque condiciones no le faltan. Estuvo filmando en Buenos Aires con José Sacristán hace unos meses y su película está en posproducción. Seguramente será mucho mejor que “La mujer sin piano”. Definitivamente es la película a evitar en esta semana...
Ama de casa aburrida, espectadores también Cansada de la monotonía familiar, la mujer de un taxista se calza una peluca que la deja tan fea como si no la usara, toma una valija, camina en la noche hasta la estación de ómnibus, que está cerrada, se da unas vueltas, bebe algo, le da al pucho, se cruza con gente diversa, y vuelve al hogar. Esa es la historia que aquí se cuenta, y que, con las variantes propias de cada época, debe ser casi tan vieja como el matrimonio. Claro que hay formas y formas de contarla. En un episodio de la vieja comedia de Fernando Ayala «Sábado a la noche, cine», una mujer harta de soledad y desatención abandona el nido conyugal, va al aeropuerto, sube al avión, y no se escapa solo porque el vuelo resulta cancelado. Vuelve, llena de angustia, y el marido no se enteró de nada, él mientras tanto se había ido a ver una de cowboys. Escena graciosa y amarga, contiene toda la emoción que a ésta le falta. Esta, en cambio, contiene una interesante serie de recursos estéticos. Si se la ve fragmentada, pueden advertirse varias lecciones de estilo, harto respetables. Caben acá los elogios a la composición de planos, la luz nocturna, el sonido bien trabajado, la actuación de espaldas a la cámara y el manejo del «fuera de campo» creando cierta intriga en el público, que quiere saber lo que ocurre fuera de su vista. Claro, hasta que se cansa y dice «qué puede ocurrir fuera de mi vista, si en pantalla no pasa nada». Pensamiento que puede surgirle, digamos, más o menos a los diez minutos de empezada la proyección. Protagonista, Carmen Machi, actriz de reparto en algunas de Almodóvar, cómica exitosa de la televisión española, aquí reducida a la mínima expresión, solo una figura móvil en el encuadre. Por suerte tiene una mirada bien expresiva. Coprotagonistas, Jan Budar, checo en rol de polaco indefenso que perdió algún tornillo, y Pep Ricart en rol de marido de historieta. Como para figurar en la foto, la patiflaca Inés Stoffel vestida de mujercita de la calle, y algunos otros figurantes. Autor, Javier Rebollo, un formalista de grandes conocimientos que ya había aburrido a mares en la muy estilizada y estirada «Lo que sé de Lola», y ahora acaba de filmar una road movie en Argentina, «El muerto y ser feliz», que al menos tendrá, cabe suponer, imágenes preciosas de un viaje desde Buenos Aires a la Puna. Es lo que corresponde esperar. En cuanto a diálogos y progresión dramática, resultará ilustrativo esto que escribió el propio Rebollo en sus apuntes de trabajo para «La mujer sin piano»: «Voy a rodar la secuencia 36, por ejemplo, y abro el guión al azar y voy combinando diálogos de una secuencia con diálogos de otra. Y te aseguro que, de cada diez veces, en cuatro aparecen cosas maravillosas. Algunos de los diálogos mejores han salido de este cadáver exquisito». Como quien dice, a confesión de parte, relevo de pruebas.
Retrato en movimiento Una mujer decide abandonar su rutina en este filme español. Javier Rebollo, que viene de filmar su tercera película, hace pocos meses, en la Argentina ( El muerto y ser feliz , protagonizada por José Sacristán), se hizo conocido en España con sus dos primeros filmes, Lo que sé de Lola y La mujer sin piano , que se estrena aquí poco más de dos años después de su estreno en el Festival de San Sebastián 2009. La mujer... sigue las peripecias de Rosa (Carmen Machi), una depiladora de más de 40 años que vive una vida tan rutinaria como aburrida, de la que apenas un molesto zumbido en el oído saca de la monotonía casi absoluta. Como si ese silbido fuera la señal de alguna incomodidad existencial, una noche Rosa se decide a salir por la ciudad, a la aventura, intentando que la vida la golpee de alguna manera. Siempre con la parquedad y austeridad que caracteriza una puesta en escena con elementos cercanos al cine de Aki Kaurismäki –y la comedia distanciada y silenciosa, de cierto cine de Jim Jarmusch-, Rebollo va subiendo la apuesta a partir de las peripecias nocturnas de Rosa que -con valija, peluca y labios pintados- empieza a circular por la ciudad hasta terminar en una estación de micros con la idea de viajar a algún lado. Pero salir prueba ser más complicado que lo que pensaba y allí empieza a enredarse con otros personajes, en particular con un extraño ¿espía? polaco. Desdramatizada y precisa, alejada de todo convencionalismo propio de cierto cine español, en especial sus comedias (Machi actúa con mínimos movimientos, lejos del humor expansivo por el que se hizo famosa), La mujer... es un retrato en movimiento, que mezcla humor absurdo, contemplación y un cariño por los personajes que lo aleja del humor burlón, que podría haber sido el camino más fácil. Rebollo –parte de una camada de cineastas españoles que intenta despegarse de las formas del relato tradicional- maneja códigos similares al de su opera prima, llevando “lo real” hacia zonas inquietantes, raras, si bien en este caso en un tono más liviano. Ese extraño deambular de Rosa por una Madrid de madrugada tal vez sea un reflejo de que otra vida, al igual que otro cine, siempre es posible.
Sombrío after hour madrileño La primera escena de La mujer sin piano marca el tono y el estilo de relato elegido por el director Javier Rebollo (Lo que sé de Lola) para su segunda película. Una pareja, de espaldas a cámara, hablando de cuestiones cotidianas entre voces monocordes y preguntas y respuestas monosilábicas. También, silencios. Se trata de Rosa (Carmen Machi, brillante) y su esposo taxista, una pareja sumergida en la rutina que mira mala televisión e informativos que anuncian la invasión a Irak. Pero Rosa emprenderá un viaje nocturno y provista de una valija recorrerá un Madrid que no aparece en las imágenes turísticas y en las publicidades de una ciudad del Primer Mundo (¿o ex?). Transitará estaciones de trenes casi vacías, personajes solitarios y de mirada perdida y bares de ínfima categoría. Hasta descubrirá la frialdad y el nulo altruismo de empleados burocráticos, se asustará con unos jóvenes provocadores y conocerá a un outsider de origen polaco que tiene cuentas pendientes con la ley. Rosa sale de su aburrida vida y se maquilla de manera circense, transmitiendo una actitud fantasmagórica para afrontar la noche madrileña que desconoce y recorre a solas por primera vez. Rebollo narra con tempos lentos y parsimoniosos, observa con detenimiento los mínimos detalles de una ciudad gris, sin sonidos altisonantes, sin apresuramientos, en hora de descanso, levitando, casi muriendo. Algunas pinceladas de lectura política contextualizan la travesía de una mujer casada que afronta un after hour minimalista, inasible, donde el espectador -como ocurre en este tipo de cine de riesgo- recibe la información sólo necesaria, sin subrayados, de manera parcelada y nunca explícita. Con decisiones estéticas que abrevan en la filmografía del finés Aki Kaurismäki (El hombre sin pasado), La mujer sin piano manifiesta que no todo el cine español proviene de las ideas de Almodóvar. Un aspecto curioso: la película de Rebollo, filmada en 2009, puede verse en estos días como el retrato previo de un país que al poco tiempo dejaría de ostentar su arrogancia primermundista.
Un ama de casa busca aventuras Con una impecable fotografía y un cuidado técnico visible en las características de la producción, el director español Javier Rebollo y su guionista arman una historia dotada de profunda calidez y un cierto tono de disparate con tintes oníricos. Rosa vive en Madrid con su marido. Parece que su vida siempre giró alrededor de su departamento y ese marido indiferente y malhumorado que gruñe más que habla y si lo hace, repite como con carbónico las mismas frases. Cerca de los cincuenta años, Rosa es una optimista y parece que con su trabajo de depiladora, el fregado casero y la preparación de una rica comida puede ser casi feliz. Hasta que decide cambiar, no creemos que por hartazgo, pero sí por un poco de necesidad de ver otros mundos. Baja un cuadro que siempre le molestó, se pone una peluca, llena la maleta y aprovecha la noche para meterse en un micro de larga distancia y partir hacia la aventura. Conocerá estaciones, cafetines, algún "paladar" cubano, inmigrantes excéntricos unos, camorreros otros, tratará con alguna "trabajadora sexual", como le dicen ahora y muchos empleados con el "no" fácil. Una y otra vez Rosa mostrará su ingenuidad, su necesidad de ayudar al otro y de vivir algún amor. CALIDOS PERSONAJES Si uno no sabe quién dirigió "La mujer sin piano", puede pensar que es un realizador de algún país centroeuropeo, una suerte de Kaurismaki, algun nórdico aquerenciado en la urbe madrileña. Los personajes son pequeños, insignificantes, pero muy cálidos y algunos como Lola, francamente entrañables, inundado de infancia e ingenuidad. Lola siempre tiene una sonrisa cerca. Nunca protesta a lo largo de los implacable no de la burocracia, del malhumor, de la desidia, de la prepotencia o el simple desprecio por el otro. Ella es un ser cálido, con mucho amor dentro todavía, un poco desengañada de ciertas circunstancias de la vida, pero todavía con mucha energía para dar. Javier Rebollo mantiene la narración en un tono de armonía, donde se equilibra bien lo agridulce de la relación de Lola, con los más cercanos y esos personajes que como en un desfile parecen querer hacerle la vida imposible, aunque no lo consigan. Con una impecable fotografía y un cuidado técnico visible en las características de la producción, Rebollo y su guionista arman una historia dotada de profunda calidez y un cierto tono de disparate con tintes oníricos. Tomas largas, cierta lentitud en el ritmo y una gran entrega por parte de los personajes son facetas de este original libreto. Notables Carmen Machi y el checo Jan Budar, en un relato en que el sonido tiene una importancia inusual, desplegado en las cafeterías, o los restaurantes, con una abundancia de la presencia inmigrante a lo largo de toda la historia.
Una mujer que se aventura en la noche Con un estilo visual que por momentos semeja los cuadritos de una historieta muda y una impecable labor de Carmen Machi, la película dibuja una historia atrapante en una Madrid hostil, que justifica la Concha de Plata obtenida en San Sebastián. “Es hora de vaciar la estación”, dice el guardia de seguridad, mientras despierta a los durmientes de la Terminal Sur. Incluida Rosa, la depiladora, que unas horas antes cortó de un tajo la rutina matrimonial, metió algunas cosas en una valija, se puso una peluca y salió a la calle. “Deme el primer pasaje que tenga”, le dijo al señor de la boletería. Pero el primer pasaje era para la mañana siguiente, así que Rosa debió pasar la noche haciendo tiempo en la calle. Y Madrid de noche no es sólo tragos y diversión. En algunas zonas –como la Terminal Sur– puede volverse un no-lugar, una ciudad tan vacía como un pueblo fantasma. En el vacío urbano tiene lugar la aventura que la depiladora Rosa decidió vivir. Aventura que tal vez represente un nuevo comienzo. Pero sólo tal vez: La mujer sin piano termina un instante antes de que pueda saberse. Como si quisiera darle al espectador la posibilidad de elegir su propia aventura. Su propia aventura de Rosa, la depiladora. Ganadora de la Concha de Plata al Director en San Sebastián 2009 y estrenada en Argentina en el degradado formato de DVD ampliado, La mujer... narra, de modo impresionista, esa noche en la vida de Rosa. Pintando detalles, brochazos, antes que peripecias precisas y delineadas. Es así como Rebollo concibe sus historias: a partir de alguna imagen que impresionó su retina, o de fotos que alguien le alcanza. O de cuadros, habrá que pensar, teniendo en cuenta hasta qué punto el opus 2 de Rebollo da la impresión de ser un Edward Hopper puesto en movimiento. Las mismas calles vacías (aunque sean otras), los bares casi sin parroquianos, las habitaciones de hoteles al paso. La misma tristeza de la ciudad, que está pero no se subraya: por poco hospitalaria que sea, la Madrid de La mujer... se halla a años luz de distancia de ese salón de tortura de almas buenas que es la Barcelona sórdida y miserable de Biútiful. La mujer sin piano es incluso más piadosa con sus criaturas que Lo que sé de Lola, ópera prima de Rebollo. Allí, un solitario atado a su madre, al borde del freakismo, espiaba a una pobre inmigrante española en París, a la que las cosas no le iban bien. Aquí se trata más de emigrados que de solitarios, gente en tránsito antes que perdedores. No sólo Rosa, exiliada de su vida de casada, sino también Radek, inmigrante polaco a quien Rosa conoce en la estación. Un tipo tan inocente que es capaz de decir que anda con mucha plata encima. Radek tiene algo de freak: tiende a monologar, repite ideas fijas (le encanta reparar objetos, no le gusta tirar nada que pueda arreglarse) y de tan obse es capaz de recordar el día exacto en que comió por última vez unos callos a la madrileña o una ensalada rusa. Como el pelirrojo de Lo que sé de Lola, ya no encerrado sino en la calle. Rebollo filma el primer tercio de La mujer sin piano –en el que la protagonista está como atrapada en sus pequeños ritos– de acuerdo a lo que podría llamarse estilo Custodio: con planos fijos que encierran a los actores en el encuadre, cortándolos eventualmente en pedazos. En el momento en que Rosa sale el cuadro se agranda y dinamiza, mostrándola en tránsito y en relación con el entorno. Entorno nunca amigable: en una estafeta postal no le entregan un paquete por una minucia burocrática; el boletero cierra en el momento en que Rosa se presenta; la empleada de la cafetería le dice que primero tiene que sacar el ticket y después es ella misma la que cobra, en una suerte de esquizofrenia burocrática. Amigable tampoco es el tiempo que a Rosa y Radek les tocó vivir: en la TV se ve a Bush, Blair y Aznar preparando la invasión a Irak. Pero amigables son Rosa y Radek, eso sí. Con dos grandes escenas, en ambos casos gracias a una certera utilización del fuera de campo (la que da sentido al título y la última), un tono de comicidad apagada que lleva la marca de Aki Kaurismäki y un estilo visual que por largos momentos asemeja los cuadritos de una historieta muda, no es que Rebollo haga todo bien. Algunas elipsis son tan amplias que no permiten entender bien lo que pasa, algunas resoluciones parecen excesivas, algunas ideas quedan descolgadas (un grupo de fumadores, mostrado como si se tratara de zombies) y en un par de ocasiones se salta ostentosamente el punto de vista. Otras decisiones son audaces y logradas, como la irrupción de una música de grandeur épico, que parecería querer mostrarles a los personajes que otra vida es posible. Desde ya que La mujer... es también una película de actores y en este sentido es tan admirable lo de Carmen Machi, comediante de TV devenida pálida esfinge con valija, como lo del checo Jan Budar, músico, cantante y bailarín que aquí no hace nada de todo eso.
La película se estrenó comercialmente ayer en las pantallas argentinas, pero ya pudo ser vista en el BAFICI de 2010. Calificación: 4/5 El primer recuerdo que tengo de este filme, es a su director Javier Rebollo en una sala llena del BAFICI de 2010 diciendo que mientras nosotros veíamos el filme, él se iba a tomar un fernet con un programador a Palermo y que a la vuelta, estaba preparado para todas nuestras preguntas. La imagen de alguien alegre, desfachatado y carismático me dio buena espina. Alguien dispuesto a divertirse, a vivir cada momento, debe tener una mirada muy particular del mundo que lo rodea y al terminar de ver La Mujer Sin Piano entendí que así era. Rosa (Carmen Machi) es una ama de casa /depiladora que cansada de la rutina, un día decide ponerse una peluca, armar una valija y partir. El destino de su huida será únicamente ficticio, un escape imaginario para sentir que aún existe la posibilidad de un volver a empezar. Un viaje nocturno por una Madrid desolada, violenta, abandona hasta incluso fantasmagórica. Y entre muchos espacios de una ciudad vacía, Rosa hará varias paradas fugaces encontrándose con los personajes más vacíos e inexpresivos. Mucha comunicación remota pero poco diálogo entre sí. Machi logra una interpretación única, nos hace encariñarnos con esta mujer que vaga por la ciudad en busca de un destino, de una experiencia, de un momento o quizás de una noche de liberación . Una roadmovie en tacos altos que valen más que las ruedas de un descapotable sin necesidad de realizar muchos kilómetros. Javier Rebollo, luego de su Opera Prima Lo que sé de Lola, obtuvo por La Mujer Sin Piano la Concha de Plata al Mejor Director en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián en el 2009. Y hace poco tiempo, acaba de terminar el rodaje en nuestro país de su tercer largo El Muerto y Ser Feliz. Realmente el estreno de este filme en Argentina es una gran oportunidad para conocer algo de la obra de este español fernetero y divertido. Sin dudas, una obra más que interesante. @BelloySublime
Un día histórico desde los márgenes El mismo día que los líderes de Europa convalidaban la invasión estadounidense a Irak, una mujer madrileña cambia radicalmente su destino llevada por su malestar, y se adentra en una zona desconocida de la ciudad, en un film intimista. Merecedora de la Concha de Plata al mejor director en el Festival de San Sebastián del 2009, La mujer sin piano de Javier Rebollo, cuya ópera prima, Lo que sé de Lola (actualmente en DVD) sólo se dio a conocer en Capital, transcurre a lo largo de un día, ese día en el que se ha fijado un temible encuentro, según informan los medios periodísticos, entre George Bush, José María Aznar y Tony Blair para establecer las líneas estratégicas respectos de la invasión a Irak. A lo largo de ese día, de esa noche, de la madrugada siguiente, seguimos muy de cerca a su protagonista, Rosa, una mujer de muy avanzada mediana edad, esteticienne, depiladora, para ser más precisos, que vive una rutinaria existencia junto a su marido; taxista, atento a él, a ese plato de comida que espera humeante todos los días. Entre los diálogos banales de sus clientas, el zapping televisivo, el tedio marital, transcurre la existencia de esta mujer que ahora se ve asaltada por un constante zumbido, algo que la ha llevado a consultar profesionales quienes han indicado diferentes diagnósticos y formas de tratamiento. La subjetivización de la mirada y de la escucha, que organizan el film, nos lleva en más de una oportunidad a padecer, junto a la protagonista, este continuo malestar. Film inusual, que guarda correspondencia con su obra anterior, La mujer sin piano, según declaraciones del propio realizador surgió a partir de una imagen, "la de una mujer cargando una valija pesada, de madrugada, por las calles de Madrid, haciendo equilibrio sobre sus tacos". Fue esta imagen que lo sorprendió un lunes, pasada ya tardíamente la medianoche, lo que lo llevó a delinear los primeros renglones del guión. Pensó entonces en esta actriz, a la que él ubica en ese lugar intermedio entre los personajes de Almodóvar, como también lo que nos legó Búster Keaton y el personaje que fijó desde La strada la siempre ingenua y melancólica Giulietta Massina, otra de las criaturas del soñador Fellini. Y luego vino lo de la peluca. Vemos a Rosa entonces transcurrir sus horas en esa monótona fiebre horaria que sólo le devuelve el vacío de una existencia sin sentido. Y esa noche, mientras su marido duerme, decide hacer su valija, cambiar su aspecto exterior y lanzarse con su pesada maleta vaya saber dónde. Aquí es dónde, como señala su director, el personaje (¿por qué no nosotros?) "debemos estar dispuestos al azar". La mujer sin piano abre musicalmente a una serie de registros desde un primer encuentro de ringtones con un joven inmigrante que guarda numerosos secretos y que experimenta gran placer al poder echar mano a todo aquello que no funciona y que se puede reparar. Su nombre es Radek, su personalidad ajena a todo lo conocido y atrae a Rosa desde el principio de ese espacio diferente, en el que algunos, los sin techo, o los hombres y mujeres sin destino fijo, esperan. Una estación de ómnibus a esa hora de la madrugada donde todas las ventanillas imponen su cartel de cierre y donde la policía se pasea custodiando, anunciando, el pronto desalojo, vaciamiento. Javier Rebollo nos acerca una historia construida en base a imágenes detenidas, pausas y largos silencios, en el que se filtran los efectos sonoros, de la misma manera que el malestar de Rosa. Hay ciertos equívocos que se adueñan fugazmente de la escena y el "no" va saliendo al cruce como en una dilatada pesadilla. Ese clima, por momentos, nos puede llevar a reconocer el periplo que atraviesa el protagonista que interpretaba Griffin Dunne en el film de Martin Scorsese, Después de hora. Durante esa noche, al frecuentar bares y un marginal hotel del área suburbana, junto a su ocasional amigo Radek, Rosa se abrirá a una serie de vivencias, antes negadas, por órdenes de mandatos y al mismo tiempo hay situaciones que, afortunadamente, irrumpen, se presentan así, sin explicación alguna; surgen de la espesura nocturna, emergen de la hondura de la noche, sin que medie una tranquilizadora conexión. Javier Rebollo subraya los matices expresivos de las palabras de sus protagonistas y permite que sus personajes, de una frontera y de la otra, expresen su modo de ver el mundo, desde sus diferentes horizontes de vida, en el pequeño espacio de una mesa de un escondido café nocturno, donde solitarios parroquianos van a ahogar sus adioses. La iluminación en claroscuros, tendientes a un borramiento, a una luz fría como la de la estación transforman a los personajes en sujetos insomnes que contrastan con el rojo granate de los labios de la protagonista y del negro artificial de su peluca, mientras Radek degusta esos platos que comió hace tantos meses, días, la última vez. A lo largo de ese día el 16 de marzo del 2003 y de la madrugada siguiente, en la que en la isla Azores se acordaba otra siniestra planificación de ambición y muerte, Javier Rebollo ha elegido un recorte de historia intimista abriendo al espacio de una trastienda en la que personajes anónimos deambulan y pasean su soledad y vacío, su monótona existencia, descubriendo, aunque fugazmente, que la realidad, puede, por momentos, llegar a ser de otra manera.
Ni piano, ni gracia, ni sentido Piensen en la vida de una ama de casa. Una mujer sin hijos. Alguien que vive para cocinar y limpiar, aunque también trabaje un poco pero es algo absolutamente aburrido. Un marido que no le da mucha bolilla. Agreguen a esto una personalidad aburrida, chata y sin incentivos. Cha chan, he aquí la película de la que me toca hablarles hoy. Claramente si el sentido de relatar esto no tiene una base fuerte, la producción se cae en los primeros minutos. Uno espera atento encontrar algo nuevo y llamativo entre la nada, pero pasan los minutos y nunca llega. La mujer sin piano es un film realmente insulso y con falta de gracia. Los diálogos son escasos y no hay reflexiones más que unos cuantos silencios. La vida de Rosa es patética pero que el director haya elegido hacer esta película tan vacía, más patético aún. Ni un hilo de caridad brota en mí como para resaltar algún merito del director, al cual se ve que no se le caía una idea. Sin embargo, hay un poco de mérito tras la nube negra y les hablo de los paneos, que construyen la información para los espectadores de una forma atractiva. Pero siempre llevando a un objetivo muy lejos de lo llamativo. Ya les digo, si el interés del director era simplemente contar cómo una mujer rompe con su rutina en una noche que escapa de su vida por un rato podríamos decir que lo logra. Y siendo mala diría que ni siquiera, porque cuando está fuera de su casa vistiendo inclusive diferente, con peluca también, para sentirse otra, actúa de forma tan aburrida como acostumbra. Hay una especie de moraleja escondida dentro del hombre polaco con el que Rosa habla en la noche que desea escaparse. Hay en él un gran ánimo de lucha que Rosa no tiene. El hombre le enseña con su propio ejemplo lo que significa no rendirse ante los obstáculos. El le cuenta cómo odia no poder arreglar las cosas (en general) y cómo disfruta de arreglarlas, pero a su vez cómo busca siempre las soluciones. ¿Suena un poco cursi no? Bueno, imagínense el resto si esto es lo único interesante para contar. Asimismo el film es demasiado largo por lo poco que tiene para decir, si es que quiere decir algo (me lo sigo preguntando). Pensaba que quizás esa lentitud o falta de diálogo llevarían de una vez por todas a un material desafiante para el espectador, algo que provocara aunque sea disgusto. Pero nada, no provoca absolutamente nada.
La semana pasada fue otra de las semanas en que se estrenaron dos películas unidas por esos hilos invisibles que hacen que tenga que guardarlas en el mismo cajón de los recuerdos. Una argentina, otra española: Las acacias y La mujer sin piano. Historias de gente normal, trabajadora, con vidas más definidas por sus rutinas laborales que por sus características personales. Ambas transcurren en un tiempo corto (una noche en un caso, un viaje en el otro) en donde los protagonistas viven una aventura de cabotaje, bien sencilla, como ellos mismos. En las dos hay pocas palabras y en los espectadores dejan muchas preguntas. En Las acacias a un camionero le encajan una chica y su bebé como compañeros forzados de un viaje de Asunción a Buenos Aires. Para el tipo que está acostumbrado a travesías solitarias, mateadas silenciosas y sobacos refrescados en baños de estación de servicio (todas rutinas que se muestran oportunamente en forma detallada), esta mini familia a bordo es por lo menos una molestia. Uno sabe que el asunto va a terminar en romance (se ve en cada plano) y ese es el punto más débil de Las acacias (hubiera sido estupendo que no, que cada uno se vaya por su lado, pero eso no ocurre). Pero para mí lo realmente interesante de la película es que es sustractiva en su discurso y en la información que aporta por este medio. El guión no nos proporciona muchos datos de los personajes y en cambio nos plantea muchas preguntas: ¿dónde está el padre de esa bebé? ¿qué le pasó a ese camionero que está solo y le quedó un hijo tan lejos al que nunca ve? ¿Por qué la chica come un sándwich de empanada, en Paraguay es común ese almuerzo? Acertadamente, estas preguntas no tienen respuestas porque no hacen falta, nos deja que las respondamos con lugares comunes, los más obvios de las millones de historias que conocemos porque los protagonistas son gente común. En lugar de distraerse con esas elementalidades, durante la mayoría del metraje, la cámara de Pablo Giorgelli se ocupa en espiar desde la ventanilla al trío que viaja silencioso en la cabina del camión. Para que la historia siga, es necesario estar atento a la transformación de los gestos de los personajes, lo más auténticamente único y particular que tienen para mostrar. Un montaje muy cuidado no nos deja distraernos de esa tarea, todos llegamos a un final cantado recogiendo imágenes, coleccionando situaciones, sin duda lo más rescatable de Las acacias. Del otro lado del océano está la mujer sin piano, otro personaje corriente que reparte el tiempo entre las tribulaciones de ama de casa y un servicio casero de depilación definitiva. Hasta que de repente, se calza una peluca morocha, agarra una valija y se escapa de su casa con destino incierto. La espera la noche de Madrid, llena de esos lugares tenebrosos que son de todos y de nadie al mismo tiempo como las estaciones de micro y los boliches abiertos las 24hs. Mientras espera que salga el primer colectivo que la lleve a cualquier lado, bien lejos, Rosa anda deambulando y traba alianzas efímeras con los personajes opacos que habitan ese mundo paralelo que es la rutina nocturna de una ciudad. Javier Rebollo mantiene la mayor parte del tiempo la cámara fija y los personajes se mueven por la escena. Tanto se aferra Rebollo a esa forma que hay veces que se van del cuadro sin que nadie se ocupe en seguirlos. Esta elección estética causa sensación de desamparo, nos muestra a Rosa y sus ocasionales acompañantes solos, nos hace pensar que lo que los rodea, ese escenario tan cargado de azules y grises, no les es propio, o peor, les es abúlicamente hostil o, en el mejor de los casos, indiferente. Acá también las palabras sobran. Nadie dice mucho, solamente lo indispensable para poder coexistir, pero, a diferencia de lo que hacía Giorgelli, acá Rebollo redobla la apuesta y priva a sus actores también de expresividad. Todos los que circulan por La mujer sin piano son casi autómatas, seres que se limitan a hacer lo mínimo indispensable para cumplir con sus obligaciones. Solamente se mantienen distintos Rosa y su amigo polaco, que dan calidez a la acción precisamente porque, aunque están resignados a su situación, hacen algo, aunque sea algo, para cambiarla. También son los únicos que valoran su trabajo, Rosa cuenta orgullosa que su tarea de depilación es fina y de precisión y el polaco repite que adora arreglar aparatos porque esa es su forma de mejorar el mundo. En estas dos películas no hay grandes epopeyas ni gestos ampulosos. Sus protagonistas terminan apenas un poquito distintos de lo que empezaron, pero merecen ser vistas porque registran el encanto de las acciones mínimas, de los pequeños chispazos que algunas veces le dan un poco de calor a lo ordinario y cotidiano.
Una mujer casada, respetuosa y trabajadora. Un ama de casa típica decide escapar de su vida doméstica y durante toda una noche somos testigos de sus intentos por comenzar de nuevo. Sin embargo, esta crisis existencial sólo dura un par de horas y a la mañana siguiente vuelve a encontrarse en el mismo punto de partida. Este film español le da mayor preponderancia a la forma que al contenido. No todos los espectadores están preparados para disfrutar del regodeo formal que hace el director: aquellos interesados en una historia profunda o en un cine de entretenimiento no apreciarán las intenciones del realizador en toda su expresión.
Rosa de noche La mujer sin piano despliega una melancolía difusa que genera emociones en sordina y un humor lacónico en la línea de Aki Kaurismaki o Elia Suleiman. Javier Rebollo practica un minimalismo controlado pero evita que sea sistemático. El director toma decisiones audaces como la inspirada utilización del fuera de campo y la voz en off, el uso repentino de la música como contrapunto de las imágenes o la construcción de escenas que comienzan con la protagonista y terminan sin ella. Rosa es una cincuentona discreta y triste que pasa sus días entre decenas de problemas domésticos y un matrimonio insípido. Durante la primera parte de la película, Rebollo filma los pequeños rituales de la protagonista con planos fijos que refuerzan la descripción clínica de su rutina: una conversación telefónica matinal con su marido, la limpieza del hogar, una ducha, la visita a la primera clienta (Rosa trabaja como depiladora a domicilio), una siesta, el regreso del marido y la televisión como punto culminante del desgano. Los pequeños escapes triviales no cambian el panorama. El comportamiento sádico y burocrático de una empleada del correo extiende el letargo doméstico a una dimensión social, aunque la desesperación permanece sutilmente cubierta de humor. Cuando llega la noche, Rosa se levanta sin hacer ruido, se pone una peluca negra y se pinta los labios. Tira algunas cosas en su valija, se calza un impermeable marrón y sale sin darse vuelta. La puesta en escena se dinamiza junto a su protagonista para descubrir los secretos de la vida nocturna de Madrid. Rosa vive experiencias inéditas en el vacío urbano de una ciudad en la que sólo puede relacionarse con unos pocos personajes extravagantes, como el misterioso inmigrante polaco con el que comparte varias horas. De todas maneras, la originalidad de estos personajes resulta demasiado fabricada para que se vea en ellos otra cosa que instrumentos del cineasta. Rosa posee un improvisado apetito de aventuras cuyo destino final no importa, porque es un pretexto para registrar su vagabundeo. De noche, Rosa se sumerge en un oscuro decorado de ficción, se transforma en una criatura de cine y se funde en lo desconocido hasta ya no reconocerse.
Rosa de noche El segundo filme de Javier Rebollo (Madrid, 1969) ostenta una introducción y un epílogo doméstico, de entrecasa; y en el medio un deambular nocturno y sonámbulo por un “afuera” en el que el personaje encarnado por Carmen Machi intentará transfigurarse, atravesar una experiencia definitiva, volverse “otro” (gesto que simboliza al calzarse una peluca). Por eso, la historia que se narra es circular, con preeminencia del espacio (una Madrid letárgica) por sobre la linealidad temporal, como en los casos recientes de Un mundo misterioso o Habemus Papa. Rosa le escapa a la soledad, al sinsentido, al patetismo: su vida transcurre entre el consultorio donde depila a sus clientes y su modesto departamento, donde hace zapping, atiende llamadas comerciales y convive junto a una pareja sumida en la rutina. Rebollo acentúa la monotonía de esa mísera existencia con planos desplazados o recortados, sonido ambiente y claroscuros deprimentes: impronta fotográfica que recuerda a los cuadros de Edward Hopper. En continuidad con su anterior filme, Lo que sé de Lola -al que cita literalmente en las imágenes televisivas de un 0-800 porno que también atisbaba su protagonista masculino-, Rebollo insinúa que existe una salida a esa abulia contemporánea, al menos de manera cíclica o momentánea: aunque, en este caso, el realizador español se incline más al elegante humor malicioso de un Jacques Tati y al thriller de peripecias noctámbulas á la After hours que al grotesco dosificado de su debut. Elección que hace de La mujer sin piano (mirá el trailer acá) una obra más redonda y atractiva (y graciosa) que su precedente, si bien la oscilación entre un realismo formal a lo Jaime Rosales y el pastiche autoconsciente de Almodóvar (presente en esa música barroca que asola por momentos mientras Rosa camina por veredas vacías o desayuna al final de su travesía) sigue resultando aún tanto un hallazgo como un embrollo. El nexo redentor se da en el hilarante y acertado encuentro Rosa-Radek, un inmigrante polaco de acento monocorde que compartirá hoteles y bares y vivencias y charlas desconcertantes con la protagonista, prueba apaciguadora de que la comunicación, por inusual que sea, es todavía posible en un mundo extraterrestre y pos-todo. Y, más que nada, pos-11-M, con una Madrid de fondo derruida que contrasta con la burguesía esplendorosa de Playtime, aunque comparta sus gags: Rebollo, entre los rostros caricaturescos que aguardan en estaciones y terminales, los cenicientos y apagados interiores y el estruendo precario de ringtones, semáforos y demás (al que se suma el malestar auditivo-existencial del “pito” que Rosa oye todo el tiempo), concibe una belleza de inusual sordidez. En el final, un remate insólito comprobará que Rebollo defiende lo humano, y que lo absurdo queda para esas raras noches de las que uno no vuelve siendo “otro”, pero tampoco el mismo.