“Las cosas que decimos, las cosas que hacemos” de Emmanuel Mouret. Crítica Estreno en cines el 6 de febrero. A pesar de su llegada tardía a nuestras salas, es siempre grato poder ver este tipo de propuestas en los cines locales. Luego de haber pasado por el Festival de Cannes 2020 y cosechar varias nominaciones a los Premios César (los Oscars franceses), “Las cosas que decimos, las cosas que hacemos” (Les Choses qu’on dit, les choses qu’on fait”) se estrena finalmente este jueves en nuestro país. Maxime (Niels Schneider), un joven aspirante a escritor llega a una casa de campo para pasar unos días de descanso junto a su primo François (Vincent Macaigne) y su pareja Daphné (Camélia Jordana), pero este sorpresivamente se encuentra en París por temas laborales, por lo tanto es ella quién le da la bienvenida. Los jóvenes, que no se conocían previamente, comienzan a pasar los días juntos contándose historias de amor y desamor hasta que finalmente logran una conexión entre sí. ¿Qué es el amor?, ¿Es amor o deseo?, ¿Hay amor sin pasión?, ¿Qué es lo que se está dispuesto a soportar por amor?, ¿Es engaño si hay amor? Todas estas cuestiones rondan en la cabeza del ser humano a lo largo de la historia. Pero, como se dice siempre, cada persona es un mundo y cada uno vive y enfrenta el amor de formas distintas. Esto es el eje principal del film. Escrita y dirigida por Emmanuel Mouret (Señorita J, 2018), la película ahonda en los pros y contras de las relaciones amorosas, cómo estas cambian de un momento al otro y en cómo cada uno de los personajes logra transitarlos. Narrada en un estilo que hace recordar a algunas cintas de Woody Allen, el director deja atrás el clásico triángulo amoroso y plantea un sinfín de figuras geométricas, jugando con las personalidades de los protagonistas y sus contradicciones como personas, logrando que el espectador se sorprenda con cada una de ellas. La edición y la fotografía son dos puntos a destacar, ya que juegan un rol fundamental en el desarrollo de la historia y en el dinamismo del metraje, intercalando el presente con el pasado combinado con movimientos de cámara que parecieran entrar en la mente de los personajes y logran captar la atención desde el comienzo. “Las cosas que decimos, las cosas que hacemos” es una opción refrescante dentro de una cartelera plagada de películas más comerciales que sin duda logrará cautivar a más de uno. Calificación Actuación Arte Fotografía Guion
La nueva película de Emmanuel Mouret (El arte de amar) pone en juego los límites de la moral a través de varios relatos que se entrecruzan. Daphné (Camélia Jordana) recibe en su casa a Maxime (Niels Schneider), primo de su novio Francois (VincentMacaigne). A partir de allí, ambos comienzan a contar sus propias historias de amor. Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait, 2020) es una deliciosa comedia romántica que funciona como una carta de amor hacia el cine francés. Las dos horas de duración del largometraje pueden parecer extensas, pero son un deleite para cualquier cinéfilo. Una obra que trata de abarcar las diferentes ideas y perspectivas sobre el amor y la forma que tenemos de vincularnos con esos sentimientos. Magistral e inteligente, este largometraje está tan bien escrito que convive sin problemas entre el humor sutil y el drama emocional. Inspirada en el cine de Philippe Garrel y Éric Rohmer, donde las decisiones espontaneas de los personajes causan efectos en las historias de cada uno de ellos, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos es una aventura que pone en juego los límites morales y la manera de vincularnos. Interrogándose sobre las distintas maneras de amar, el filme se compromete con el debate de la posesión versus el amor. Con un guion repleto de enredos y complicidad, la película fluye a través de sus maravillosos y tan bien logrados diálogos. Sin juzgar a sus personajes, y replanteándose el término del romanticismo, Mouret nos regala una joya que nos va a permitir reflexionar sobre nuestras maneras de amar. Varios personajes se entrecruzan, los relatos resultan frescos y apasionantes y allí estaremos nosotros, los espectadores, queriendo saber más y más. Tanto Daphné como Maxime tienen cosas muy interesantes para decirnos y no hay mejor manera de disfrutarlo a través de una pluma sofisticada y emocionante.
Fragmentos de un discurso amoroso Lo que importa en el film de Mouret, como señala su propio título, es la lucha entre lo que se dice y lo que se hace, entre la organización y el azar, entre la imagen y la palabra, entre el amor y el deseo, que por supuesto no siempre es lo mismo. “Me encantan las historias de amor, son fascinantes, me recuerdan a las que tuve o no llegué a tener”. Quién habla al comienzo del film es Daphne (Camélia Jordana), pero detrás de sus palabras está, evidentemente, el pensamiento del guionista y director marsellés Emmanuel Mouret (ver entrevista aparte), que lleva construida toda una obra alrededor de las más diversas –y en el fondo siempre similares- historias de amor. Y aquí en Las cosas que decimos, las cosas que hacemos son tantas, y tan entreveradas las unas con las otras, que solamente se podría pensar que son el producto de la imaginación de un novelista afiebrado. Un novelista, precisamente, es lo que quiere ser Maxime (Niels Schneider). “Escribir es fácil, lo difícil es escribir algo interesante, todavía no sé por dónde empezar”, se justifica. Y empezará por donde le pide la romántica Daphne, que quiere saber por qué ese muchacho ha llegado a su casa de campo tan triste y alicaído, sin duda por alguna historia de amor. Y así él le contará acerca de su frustrado affaire con Victoire (Julia Piton), de quién no sabía que estaba casada y que parece haber planeado su vida como una partida de ajedrez. Y de Victoire pasará a la voluble Sandra (Jenna Thiam), que le dice que nunca podría salir con él porque todos piensan que están hechos el uno para el otro. Pero que mientras se pone en pareja con su mejor amigo, le dedica a Maxime sus más delicadas atenciones. Se podría seguir así casi indefinidamente, como si fueran los cuentos de Las mil y una noches, porque Daphne también tiene sus historias para contar de su marido François (el barbudo Vincent Macaigne), quien a su vez antes estaba casado con Louise (Emilie Dequenne). Pero lo que importa en el film de Mouret, como señala su propio título, es la lucha entre lo que se dice y lo que se hace, entre la organización y el azar, entre la imagen y la palabra, entre el amor y el deseo, que por supuesto no siempre es lo mismo. “Estamos indefensos ante el deseo”, sentencia uno de los personajes de esta comedia lúdica, ligera, adornada con una banda de sonido que va de Mozart a Chopin y Satie, y que podría también robarle su título a los famosos Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, del que toma también algo de su procedimiento narrativo. En términos cinematográficos, es curiosa la mezcla con que Mouret amalgama su comedia. Por un lado, detrás de Las cosas que decimos… está el eco de las screwball comedies del Hollywood de los años ’30, y particularmente aquellas que el crítico cultural Stanley Cavell definió como las “comedias del re-matrimonio” (La pícara puritana, Pecadora equivocada), donde la pareja inicial vuelve a unirse hacia el final después de una serie de movimientos falsos y malentendidos. Sobre esa tradición cinematográfica, Mouret a su vez sobreimprime otra, la de los “Cuentos morales” de Eric Rohmer, donde la estructura geométrica es siempre básicamente la misma: mientras el narrador busca a una mujer, encuentra a otra que acapara su atención hasta el momento en que reencuentra a la primera. Y sobre esas dos referencias a su vez parecería sobrevolar una tercera: la de los pequeños azares mágicos del cine de Jacques Rivette, como el que mueve los hilos de su clásico Céline et Julie vont en bateau (1974). Pero Mouret es Mouret: más ingenuo y pausado que las comedias lunáticas de Hollywood, menos intelectual que Rohmer y más inocente que Rivette. Sus personajes no se relacionan a través de la cultura, sino a través de sus sentimientos, lo que los lleva a experimentar todo tipo de ciclotimias, que van desde la euforia a la depresión, pasando por la melancolía, al punto de que el happy end de rigor tiene también algo de indisimulable tristeza. Como director opta por una puesta en escena simple, pragmática, cartesiana, que saca ventaja de un diálogo pleno de equívocos y de doble sentidos, pero aun así siempre tenue, delicado, elegante, capaz de impregnar el tono general del film.
En su capital Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes diseccionaba, de forma metódica y libre, los mecanismos de la pasión romántica, imbricando la creación literaria, la psicología y la filosofía. Entre los conceptos que estructuraban, en orden alfabético, este sintético volumen, destacaban ideas como la “ausencia”, la “angustia”, el “despertar”, la “mortificación”, el “¿por qué?” o el “te quiero”. Todos estos pilares de la experiencia amorosa reaparecen de forma locuaz en las palabras e imágenes de la magnífica Las cosas que decimos, las cosas que hacemos, en la que el actor y cineasta francés Emmanuel Mouret compone un retrato coral que se adentra en los entresijos de la vida sentimental. Construida a partir de arrebatos confesionales –unos personajes se van narrando a otros sus peripecias románticas–, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos se afianza en el reconocimiento de que el “discurso amoroso” solo puede conjugarse en primera persona, desde ese lugar en el que la realidad se hermana con la mirada subjetiva para abrirse hacia los territorios de la fabulación. Mouret observa, casi siempre desde la distancia, a sus criaturas atravesadas por las flechas de Cupido, y les va dando turno para que se explayen rememorando, con todo lujo de detalle, sus vaivenes sentimentales. Aunque el golpe maestro llega cuando una de las mujeres de la función, engalanada con un imponente moño que recuerda al de la Madeleine/Judy de Vértigo, de Alfred Hitchcock, ofrece al espectador una nueva perspectiva sobre unos acontecimientos ya contemplados bajo la mirada de otro personaje. Así es como circula el amor, en sus múltiples formas, por esta película torrencial, fragmentaria y conmovedora. A la manera de los cuentos morales de Eric Rohmer, pero con una exuberancia formal que hace pensar en las últimas películas de Alain Resnais y en las mejores de Arnaud Desplechin (en particular, Reyes y reina), Las cosas que decimos, las cosas que hacemos va extendiendo sus tentáculos de planta enredadera por un amplio abanico de odiseas románticas: hay una historia de amor gaseosa, que nace sin previo aviso y que luego se solidifica súbitamente sin pasar por la fase acuosa; también hay una historia intempestiva, que nace en el ojo de un huracán sentimental, anticipando su final aciago; hay breves encuentros fulgurantes y también un sereno viacrucis amoroso en el que el amor se presenta en su pureza más desgarradora: incondicional, generoso, desinteresado. En el film de Mouret nada se presenta como definitivo o reprochable, y todo emana de situaciones y dilemas con los que no resulta difícil identificarse. Por si hubiese alguna duda de la hondura humanista de la propuesta, aquellos personajes (cinco, en pareja y en trío) que deciden ponerse a ver una película, optan por Francisco, juglar de Dios, de Roberto Rossellini; y La maravillosa aventura de Ernest Bliss, de Alfred Zeisler, una comedia dramática con aires de Capra que convierte a Cary Grant en un ricachón obligado a catar los sinsabores y alegrías del hombre común. Navegando de forma grácil por algunos de los recovecos más pantanosos de la naturaleza humana, e iluminada musicalmente por piezas clásicas de Chopin, Schubert, Haydn y Enrique Granados, entre otros maestros, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos despliega su trama zigzagueante a golpe de diálogos literarios y una mirada utópica de la vida. De hecho, la película recuerda a las obras del argentino Matías Piñeiro en su modo de esculpir unos personajes a los que solo parecen importarles los sentimientos y la fuerza transfiguradora de la experiencia artística. Todo lo demás resulta accesorio. En sus peripecias emotivas, los personajes hallan todo lo necesario para dar color y sentido a sus vidas. He aquí una película que, también a la manera de Piñeiro, transita de un modo desenvuelto y osado por los diferentes continentes del Planeta Shakespeare, entrecruzando el alegre enrevesamiento de sus comedias con la contundencia melancólica de sus tragedias. En un pasaje memorable de esta película envolvente, una mujer recuerda un episodio en el que se prometió a si misma entregarse a un hombre si este contestaba al teléfono antes de que sonaran los primeros tres tonos de su llamada. La situación trae a la memoria el sublime final de La edad de la inocencia, de Martin Scorsese (basada en la novela de Edith Wharton), en la que el destino de un hombre se jugaba en la voluntad de una mujer de girarse (o no) y devolverle la mirada. Así se abalanzan los personajes de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos sobre las ironías del destino, la tendencia del ser humano a boicotear su propia fortuna y los milagros de la pasión.
“¿El hombre es capaz de desear por sí solo?”. Esta pregunta estructura Mentira romántica y verdad novelesca y el desarrollo teórico de su autor, el filósofo Rene Girard, sobre el deseo mimético donde formula que nadie desea de manera libre y nuestro deseo es imitación del deseo de otro. Girard exponía su teoría en el análisis de obras fundamentales de la literatura como Don Quijote o Madame Bovary para concluir que, inevitablemente, ese impulso de mediación desemboca en la triangulación del deseo. La aplicación de la teoría de Girard en la comedia romántica es la base conceptual de este film de Emmanuel Mouret que puede sintetizarse como la enunciación de “vivir el amor a destiempo a causa de este deseo inducido”. En la historia, Daphne recibe a Maxime (el primo de su novio, que tuvo que viajar a París por motivos laborales), en la campiña francesa durante el verano. Maxime es un aspirante a escritor que cuenta a Daphne historias personales de su turbulento -y no del todo feliz- pasado amoroso. A su turno, Daphne también confesará cómo construyó el vínculo con el primo de Maxime. Este recurso genera un atractivo relato coral en la historia, que permite que varias capas narrativas vayan yuxtaponiéndose, porque en la formulación triangular que propone Mouret de la mano de Girard -a quien evoca en algunos pasajes del film- muchos de estos novios antes de serlo fueron amantes y, por lo tanto, tuvieron otras relaciones formales que asimismo los llevaron a otros vínculos que, de manera sublimada o concreta, responden a este deseo negado o abrazado con desbordante pasión. Bajo estas premisas Mouret realiza una sobria película inserta en el más puro academicismo francés (incluso con su banda sonora presa de los magnificentes acordes de Schubert, Chopin, Debussy o Satie), estructurando argumentalmente su mirada a la naturaleza del amor de manera casi cercana a la perfección. Por momentos evocará los cuentos morales de Eric Rohmer o se podrán descubrir otras sutiles referencias cinematográficas en esta obra coral, un poco acartonada en un comienzo, pero que en su estructura pasa de una primera parte de vínculos amorosos infieles y “menage a trois” (que tan bien le sientan al cine francés), a un drama ajustado con eje en las turbulencias del amor, aunque su mirada agridulce no olvide que es una comedia romántica vitalmente intelectual. El deslumbrante elenco desafía esa mezcla de horizontes y amores contrariados respetando las intenciones filosóficas del director, para quien el amor es tanto una pasión inmanejable como un candoroso objeto de estudio.
Asuntos del amor resumidos en un titulo que define muy bien lo que pasa con el deseo, las relaciones amorosas, las pulsaciones irrefrenables y las necesidad de verbalizar, literariamente, el devenir de tanto amor y desamor, enredado, complicado y aturdido. Ahí están las historias tristes y melancólicas, los hechos y los sentimientos de nueve personajes que realizan planteos morales, tratan de ser extremadamente sinceros con sus ideales, con sus sentimientos, pero en la realidad hacen, deshacen, chocan, sufren, se satisfacen, se conforman, se instalan y aceptan lo que hay. Pero en el transcurso un hombre y una mujer, se cuentan sus historias y de a poco se desean como quizás nunca antes, para llorisquear después, lamentarse en silencio y correr a lo seguro. Lo que muestra y escribió el realizador Emmanuel Mouret es encantador como las tribulaciones de sus héroes y heroínas, en un discurrir romántico que intenta y logra huir de los clichés y se sostiene como un compendio de literatura amorosa. Grandes actores, muchas palabras y las debilidades humanas puestas al descubierto. Somos lo que decimos, lo que hacemos, lo que ocultamos y sufrimos.
Emmanuel Mouret arma un fresco sobre las relaciones de un grupo de individuos, que sin saberlo, están predeterminadas ya por el destino para ir y venir, para armar y desarmar, y en donde, aquello que se dice, en contraposición a lo que hacen, genera una irresistible empatía, motor válido y necesario para que el relato avance. Una especie del "cuento de la buena pipa" ad infinitum, o, en este caso, de dos horas, que propone para el espectador, una activa participación, y eso, es bienvenido.
HUBO UN TIEMPO QUE FUE HERMOSO Hay películas que no sabemos bien de dónde vienen. Las cosas que decimos, las cosas que hacemos se estrenó en Francia a mediados del año pasado. Tal vez haya sido filmada durante el inicio del covid, pero felizmente no se ven barbijos ni ningún otro de los signos detestables asociados a la vigilancia y el control. La historia transcurre en el presente: los personajes trabajan en computadoras y hasta se discute la idea de una app de citas que empareje a los usuarios de forma azarosa, pero casi nunca se ve a los personajes hablando por celular o mandando mensajes (salvo una escena, en la que uno de los protagonistas se comunica con su amante por chat sin importarle que su esposa esté a su lado; es un momento de degradación para los dos). Hay un motivo que acompaña la estructura recursiva de la película: en algún momento, siempre movido por algún malestar amoroso, alguien se despierta en medio de la noche y se fija la hora: todos agarran un reloj de pulsera ubicado en la mesita de luz, casi siempre al lado de un libro. ¿De dónde viene, entonces, Las cosas que decimos…? El mundo de la película de Emmanuel Mouret se parece ciertamente al nuestro, pero sus reglas son las de la ficción romántica, linaje que puede rastrearse por lo menos hasta el siglo XVIII y que, más cerca de nosotros, continuaron Truffaut, Rohmer, Linklater o Hong Sang-soo. Hay muchas formas de hablar y de sufrir por amor, pero Mouret prefiere un modelo vital en el que los personajes cuentan con el tiempo y los recursos para dedicarse a reflexionar sobre sus estados de ánimo y a explicárselos a los demás. Como los peripatéticos, y como Linklater, Mouret tiene predilección por el movimiento: toda vez que puede el hombre pone a sus personajes a discutir y a filosofar sobre sus fracasos y conquistas mientras pasean, miran el paisaje o preparan la cena. Cada uno sobrelleva a su manera el camino: Maxime con la intranquilidad de un hombre que se sabe sin atributos, Daphné con la placidez del silencio y espera, y Gaspard con la agitación propia del ansioso que nunca se queda quieto. El director dispone una estructura repetitiva que funciona musicalmente, como un leitmotiv que va pasando de historia en historia. Todos los personajes, en algún momento, se sienten atraídos por alguien que no es su pareja y que está, a su vez, en una relación. La angustia, la inseguridad y el deseo son el testigo que pasa de mano en mano, como si el relato se cifrara en la observación de las reacciones de los protagonistas ante un mismo estímulo. Hay una idea que, cerca de la mitad de la película, trata de explicar ese funcionamiento: es la teoría mimética de René Girard, que sostiene que casi todo, el amor o la violencia, se activan mediante la imitación del deseo y los planes de los demás. Como Resnais en Mi tío de América, Mouret también entrega la clave de su historia a una teoría científica sobre los afectos y el comportamiento. Pero a diferencia de Resnais, que en esa película oficia de entomólogo severo, Mouret no aplasta a sus personajes bajo un dogma intelectual, e inviste a uno de ellos con la capacidad de sacrificarse y de interrumpir el ciclo de las pasiones no correspondidas. En ningún momento Mouret acude a ninguna forma de realismo o de comentario social, lo suyo es el despliegue de la ficción pura, desengachada de cualquier seña naturalista. Los personajes se desplazan en el plano con un cálculo y una mesura extraordinarias, como si siguieran una coreografía que comunica en todo momento sus movimientos. Las escenas son casi siempre breves y algunas involucran puertas que se abren o se cierran: el efecto es inequívocamente teatral, en el mejor de los sentidos posibles. Para sustraer a sus personajes del apuro del mundo contemporáneo (aunque sin salir de él, sin hacer una película de época), para recordarnos que hubo una literatura y un cine que se dedicaron a escribir y a filmar no solo el deseo sino también la duda, la vacilación y la parálisis, Mouret necesita inventarse formas acorde de mover o situar el cuerpo, de sostener los gestos y de hacerlos reverberar en el plano, de contar las aventuras propias pero también de escucharlas. Y Las cosas que decimos… es también eso, una máquina de producir y contar historias. Mouret sitúa al espectador en la película, lo pone en posición de escucha y le recuerda que el cine y los relatos de amor alguna vez sucedieron en esta la escena primordial donde los enamorados hablan sin apremios de sus dolores, y que el amor, a fin de cuentas, no es tanto un estado extático ni una cumbre pasional como una determinada situación de discurso que solicita tiempo, generosidad y predisposición a la escucha y la contemplación, que filmar las relaciones amorosas implica asumir el vaivén entre las personas y el mundo que supone una cadencia irreductiblemente cinematográfica. Las que decimos… no espera de nosotros nada que no esté dispuesta primero a ofrecernos.
La última película de Mouret prueba que se puede indagar sobre los circuitos inestables del afecto y el deseo sin apelar a la crueldad y menos todavía al cinismo.
Es raro encontrar un drama romántico que no solo se tome las cosas (extraordinarias) que suceden -aquí una embarazada que espera a su novio y se enamora de su primo- con la naturalidad del buen comportamiento humano, sino una película que utilice las variaciones de la emoción humana como material para un cuento. Narrada con los tiempos justos y las imágenes que complementan por fuera lo que pasa dentro de sus criaturas, una muy buena película.
Las cosas que se dicen no coinciden con las cosas que se hacen (Emmanuel Mouret, 2020). Mouret construye una película-novela que ilustra el arrebato que sufren los cuerpos porque están habitados por la palabra, esa dimensión extrañamente ambigua y certera. Porque el orden del lenguaje, a raíz de su carácter parasitario, nos llega siempre proveniente de un otro que es más que un igual. El amor y el deseo resultan ser esas infecciones necesarias que nos hacen humanos. Todo nacimiento, desde este punto de vista, es prematuro. Estamos indefensos por mucho tiempo a los vaivenes de lo que quieren sobre nosotros. Estamos expuestos, somos sumamente frágiles (en comparación a cualquier otra especie animal) maduramos neurológicamente muy lentamente y sobre todo oímos, vemos, olemos, sentimos con la piel, besamos con labios que no son un órgano desarrollado para esa actividad sino que es un simple borde de piel y carne que goza sin que le enseñemos, acerca de una experiencia que va más allá de la satisfacción de permitir alimentarnos.
Las cosas que decimos, las cosas que hacemos es la primera película de Emmanuel Mouret que he visto. Ergo, es imposible ponerla en perspectiva con su filmografía. Pero creo no equivocarme, al revisar las sinopsis y leer críticas de sus películas anteriores, que los temas de este director son, casi exclusivamente, el amor, el deseo y los muchos romances que experimentamos en nuestras vidas. Sin duda, esos son los ejes por los que transita Las cosas que decimos, las cosas que hacemos. Con ecos de Rohmer y Truffaut – y hasta me atrevería a decir al Woody Allen de Hannah y sus hermanas, en menor medida- es una película que sabe qué es lo que quiere decir y cómo narrarlo. De ahí a que lo logre, eso es otra cosa. Es que una película ambiciosa como esta no puede evitar enfrentarse a obstáculos difíciles de sortear. Y no siempre logra evitarlos. Todo comienza cuando Daphné (Camélia Jordana), una joven vivaz y curiosa, embarazada de tres meses y pasando sus vacaciones en el campo, recibe como huésped a Maxime (Niels Schneider), aspirante a escritor, un tanto melancólico, y primo de su novio Francois (Vincent Macaigne), quien tuvo que retornar a París para reemplazar a un compañero enfermo. Durante un período de cuatro días impredecibles, mientras esperan el regreso de Francois, Daphné y Maxime empiezan a conocerse, con prisa y sin pausa. Así, comparten historias íntimas acerca de romances pasados – y quizás presentes también- que los acercarán cada vez más. De esos relatos y de otros por venir, con flashbacks y elipsis varias, surgen otras historias de amor entre los mismo personajes que se entrelazan entre unas y otras, que van y vienen, que se clausuran y vuelven a abrirse, y que asumen, voluntariamente o no, las formas de un zigzag caprichoso pero también muy calculado. Como película coral, está muy bien organizada. Diría que su geometría es prácticamente impecable. Nada fácil de hacer considerando que hay tantas (tal vez demasiadas) voces hablando todo el tiempo, complementándose y eclipsándose. Nadie aquí queda a un costado o desdibujado. Otro mérito es que consigue que nos identifiquemos con las tribulaciones amorosas de estos personajes que dicen cosas que no coinciden con las cosas que hacen. Todos y todas hemos pasado – o estamos pasando o pasaremos – por situaciones similares, o hasta idénticas. Quizás un tanto exageradas aquí, a propósito, pero en esencia nada puede resultarnos (muy) ajeno. De ahí las sonrisas cómplices que esta comedia romántica agridulce nos provoca. Es evidente que a Mouret la palabra hablada lo fascina. Casi literalmente, no hay minuto de silencio en todo el metraje. Diálogos cruzados, reflexiones en solitario y enunciados retóricos se suceden unos a otros. A veces, incluso se superponen, tal como lo hacen los distintos romances. Sí, es una estrategia narrativa. Pero no siempre funciona. Y se nota. Es ahí donde encuentro el problema central: en su verborragia interminable de cosas ya dichas muchas veces. Lamentablemente, nunca no dichas ya que no hay el suficiente espacio para los silencios elocuentes. Todas estas formas del hablar conforman un discurso inteligente con frases inteligentes – quizás demasiado inteligentes – y poco queda que el espectador complete sentidos a su buen saber y entender. No se trata solamente de que hablan mucho (hay directores que han hecho de la palabra hablada el material de obras maestras), sino de cómo hablan. Entiendo los subtextos, los hay, pero tampoco son muy difíciles de dilucidar. Pero, también es cierto que la explicitación un tanto artificial es una elección narrativa, no un error por parte del director, lo que no significa que no pueda ser un problema. Al menos para mí lo fue. Entiendo el dobles sentidos, es que la obviedad los acompaña. Y llega un punto en el que este modo de la verborragia puede llegar a agotar o a resultar indiferente. Por otra parte, las interpretaciones son más que loables. Hacen que lo más disparatado sea creíble, que los personajes tengan carnadura, en cambio de ser portavoces de nociones ya conocidas Y, sobre todo, que nos importe lo que les pasa. Si no, no nos identificaríamos y no nos preocuparíamos por ellos. El agudo y contagioso sentido del humor es otro mérito insoslayable que va de la mano de las aventuras y desventuras de los protagonistas de Las cosas que hacemos, las cosas que decimos. Y sí, el título es muy acertado. Porque analizar y mostrar las contradicciones entre las palabras y las conductas, cuando de amor se trata, es algo que está realmente muy bien resuelto. Y que sea tan lúdico ayuda, y mucho.
Para Mouret, el amor es una ecuación, y en Les Choses… propone sus variables para dar un retrato coral sobre la inconsistencia de las palabras cuando intentan decir los caprichos del deseo.
Daphné, embarazada de tres meses y de vacaciones en el campo, recibe como huésped a Maxime, primo de su novio Francois, que ha tenido que volver a París para reemplazar a un compañero enfermo. Durante cuatro días, mientras esperan el regreso de Francois, Daphné y Maxime se van conociendo, mientras comparten historias muy íntimas que los acercarán. La película escrita y dirigida por Emmanuel Mouret consigue reflexionar acerca de la dinámica de las reflexiones humanas a partir de una serie de cruces que en varios casos tienen que ver con el azar. Sin poder compararse en calidad con Eric Rohmer, si se pueden percibir de ese director algunas de sus ideas. Pero Mouret agrega historias, relatos que arman capas que respaldan esta idea acerca del amor y el paso del tiempo. En un tono que pasa de la amabilidad a la amargura y del silencio a la verborragia, la película es ambiciosa y posee ideas, elementos que hacen desear seguir el camino de este realizador en el futuro.
Un rejunte de escenas con personajes dialogando sobre la atracción y los vínculos. Uno tiene que estar en sintonía con las propuestas de Emmanuel Mouret para adentrarse, porque de lo contrario se vuelve un drama romántico del montón.
Daphné, embarazada y de vacaciones en una casa de campo, recibe como huésped a Maxime, primo de su pareja, de regreso en París. Durante cuatro jornadas, ambos se irán conociendo y desarrollando cierta amistad, complicidad y confianza, intercambiando sus respectivas experiencias amorosas. Este largometraje del talentoso Emmanuel Mourat viene a decirnos que ‘las cosas que decimos, hacemos y sentimos’ no siempre se corresponden entre sí. Paradojas de los vínculos o carencia de coherencia para sobrellevarlos. Ella estaba en una situación estable, conformando a los demás, porque el mundo afuera siempre opina…todo el mundo esperaba que ellos dos terminaran juntos. Mientras él, un completo desconocido, era incapaz de sentir emoción alguna. Esta delicia de obra es un fresco, por qué no una brillante disquisición, sobre las contradicciones entre el amor, el deseo y el sexo. En su centro argumental conviven varias micro historias que se entrelazan y complementan. Traición, amistad, compromiso, miedo, culpa, obstáculos y conflictos son variables examinadas bajo la lupa. ‘Estoy con alguien, no puedo. Eso no va conmigo’, dice ella. Puede que cambie de parecer. Pero el asunto se encamina al drama: Maxime mira a su primo y siente que debería ocupar ese lugar. Estar enamorado admite la crueldad, sembrando interrogantes: ¿qué hay de malo en que dos cuerpos se fundan y disfruten, sin más? Pero el corazón entregado en verdad es algo mucho más bello que lo momentáneo; un regalo y una concesión, que lleva un propósito. El director “Lady J” (2018) intenta descubrir una vez más las reglas por las que se rigen las relaciones amorosas, para luego ponerlas en dudas y, finalmente, reafirmar su esencia, con ironía, ternura e inteligencia. Esplendida película coral, múltiple nominada a los Premios César, es una opción a no dejar pasar.