Lograr captar la atención del espectador durante 90 minutos con un relato que transcurre en su totalidad en un espacio único y reducido es un difícil desafío. Con su ópera prima, el director Samuel Maoz asume este riesgo presentando un film de guerra que obtuvo el León de Oro en el Festival de Venecia. Basado en su experiencia vivida durante el conflicto bélico del Líbano en 1982, el director cuenta la historia de un grupo de soldados encargado de manejar un tanque durante el primer día de guerra. Todo el suceso se desarrolla en el interior del tanque, con una cámara que nunca abandona este pequeño escenario, salvo para la primera y última toma del film. Un ambiente claustrofóbico y sucio que comparten estos cuatro soldados: el comandante, el conductor, el tirador y el cargador. Wolfgang Petersen dirigió en 1981 "Das Boot", acerca de un grupo de soldados que convive dentro de un submarino durante la Segunda Guerra Mundial, una película que genera una sensación similar a la de "Lebanon". Las transmisiones por radio y la limitada visión del periscopio nos permiten descubrir qué ocurre en el exterior del tanque, de la misma forma que lo viven sus protagonistas. El director hace un buen uso de cámara, mostrando de distintas formas el interior del tanque con ese tono verde de fondo. Lejos de hacer propaganda y exhibir héroes en vez de soldados (como suele ocurrir en el cine bélico norteamericano), aquí los protagonistas son cuatro jóvenes inexpertos que sufren y temen por sus vidas. La relación entre estos hombres, sus miedos y experiencias, en este drama que ofrece una mirada más humana y real sobre la guerra.
Líbano habla de la guerra, afirmando la idea de que toda guerra es una matanza. Una práctica cruel, horrorosa, que desposee a los hombres de su propia naturaleza. No solo de su naturaleza como sujetos de la cultura, y por lo tanto respetuosos de la vida como valor supremo, sino también de su densidad como parte de lo natural. Aun cuando la tradición del cine bélico ha recorrido en muchas más ocasiones la epopeya y la magnificencia de los destinos nacionales, no hay dudas que el mejor cine de guerras se enmarca en la línea en la que se encuadra esta película. Samuel Maoz decide desarrollarla en un lugar estrecho y adoptar un punto de vista único. La acción transcurre en el interior de un tanque de guerra, y lo que ocurre fuera del mismo, se ve exclusivamente por la mirilla con la que el artillero observa el exterior. Esta limitación autoimpuesta, en las inteligentes manos del director se transforma en potencia. Porque con esta decisión de puesta en escena, hace sentir al espectador las vivencias de los cuatro hombres que tripulan el tanque. El público, una vez que entra allí, queda atrapado en la angustia de la muerte (Es muy atinada la primera escena del relato: un soldado, en este caso el encargado de disparar, ingresa al tanque y se incorpora a un grupo que ya viene recorriendo el camino. Con él, ingresa el espectador. Conocen lo mismo y a partir de allí verán lo mismo. No hay modo de evitar que uno y otro caminen juntos lo que resta de la película). Lo que sigue son unas horas en la operación de ese tanque, en el primer día de la invasión israelí en el Líbano, 1982. Los cuatro hombres, más algún eventual acompañante, viven ese lugar en la historia – en el que son depositados vaya a saber por qué y por quién – y sus únicos contactos con el exterior, que es físico pero también simbólico, será por la mirilla del tanque y una radio, que trasmite órdenes generadas por entidades sin nombre, sin lugar, sin tiempo. Allí adentro todo es sopor, incomodidad, incertidumbre. Afuera violencia, destrucción y muerte. Lo que ocurre entonces es que protagonistas y espectadores vivirán la guerra como un juego absurdo, comandado a distancia por voces lejanas al terreno, que ignoran a las personas como tales y por lo tanto arrasan con sus vidas con total impunidad. Y este absurdo se convertirá en angustia al ser soldados, al estar encerrados en el tanque, y al no saber efectivamente lo que ocurre en el terreno, más que lo que la radio trasmite. No les cabe preguntarse qué hacer en esas circunstancias. La capacidad de decisión es poca, de modo que el cuerpo responderá como pueda a las órdenes impartidas. Líbano no es atemporal ni genérica. Lo que propone, si tenemos en cuenta su modo de instalarse en la Historia, es trocar en guerra lo que fue invasión, y promover la exculpación de los individuos. He aquí el punto clave a criticar en esta película. Salvo escasas excepciones (de las que el principal ejemplo es Avi Mograbi), los realizadores israelíes suelen hacer la doble operación de condenar al ejército nacional al mismo tiempo que liberan de responsabilidad a los sujetos, ya soldados, ya oficiales medios. Solo una mano invisible y ajena a todo, es responsable de tal matanza. Cuestión atendible como sentimiento personal, pero que carece de rigor en tanto mirada histórica. Puede ser esta una discusión marginal, pero la marca histórica indeleble inscripta al comienzo y la redención de los protagonistas hacia el final, está remarcada por el propio director. Por lo tanto no es antojadiza. Pretender que la observación crítica anterior afecta a la potencia cinematográfica o al impacto dramático que genera en el espectador, o que niega su claro discurso anti belicista, o despreciar el horror honesto que expresa el realizador por la violencia contra la vida y la cultura, sería injusto. Cada plano de la devastación de los ataques, cada dolor de todos los personajes, - porque todos son dolientes - es una expresión genuina de aquello que solamente puede repudiarse. Maoz hace, en ese sentido, una película impecable, que se inscribe en la mejor, y tal vez la única deseable, tradición del cine de guerras.
Samuel Maoz (Tel Aviv, 1962), vuelca en Líbano parte de lo que vivió, cuando le tocó disparar en un tanque durante la primera guerra del Libano de 1982. La película es dura, realista y descarnada. Contrasta el mundo dentro del tanque, que parece un especie de caverna, un interior oscuro, sucio y húmedo, con mucho de infierno, que solo se abre para dejar entrar y salir a quien da las órdenes, con el exterior, de campos soleados. Allí, 4 jóvenes israelíes intentan sobrevivir a una guerra, que por lo que la película se encarga de resaltar, como toda guerra, no tiene el más mínimo código. El tiempo narrativo se condensa en un día intenso y traumático, que nos da la pista de que como espectadores no podríamos resistir mucho más, por la claustrofobia y el estrés que trasmite. El tanque es una especie de aplanadora que recibe indicaciones permanentes para avanzar. Forma parte de las fuerzas que invaden Líbano, y su potencial destructivo contrasta con el perfil de sus cuatro jóvenes integrantes, inexpertos y pareciera que reclutados sin demasiado convencimiento. Uno de los elementos más interesantes es el del punto de vista: es el del tanque: vemos prácticamente toda la acción de la película a través de la mira de su cañón. Seguimos el afuera por su objetivo, que se mueve barriendo la realidad con un ruido de máquina industrial. Nos hace recordar mucho a la maravillosa Waltz con Bashir (Ari Folman, 2008). En ambos casos se trata de una película antibelicista, que rescata lo afectivo, la amistad, el deseo frente a lo irracional del conflicto y el sinsentido de las órdenes impartidas, frente a las cuales la desobediencia es la única manera de sobrevivir. También habla de matar o no matar, cuando hay que ejecutar una orden y de quienes se rehúsan a hacerlo.
La mirilla indiscreta A partir de una anécdota mínima (un grupo de soldados israelíes dentro de un tanque a lo largo de 24 horas durante la guerra del Líbano, en 1982), Samuel Maoz expone -con una puesta virtuosa y sin concesiones que resulta todo un tour-de-foce- los horrores y excesos de todo enfrentamiento bélico. Tan lejos de la demagogia como de la denuncia subrayada, el guionista y director que ganó la Mostra de Venecia 2009 opta por darle al relato una dimensión física, íntima, trabajando sobre el encierro, la tensión, la claustrofobia y la progresiva degradación moral hasta llegar a un tono surreal, alucinatorio y terrorífico. Cobardes, embargados por el miedo, llenos de reproches y remordimientos, los protagonistas observan a través de la mirilla del cañón del tanque (con su zoom impresionante o su sofisticado sistema de visión nocturna) cómo hasta los civiles son víctimas del arrasador accionar militar. Resultan, así, verdaderos voyeurs de los peores miserias de la hipocresía, el cinismo, la doble moral y todo lo despiadado que puede ser el hombre. Y nosotros, con ellos, también.
La película se anunciaba como una nueva aproximación a la conciencia traumatizada del soldado israelí, en la línea de Vals con Bashir, de Ari Folman; y Z32, de Avi Mograbi. Es decir, tenía todas las cartas para recaer en los lugares comunes de este nuevo subgénero; sin embargo, la propuesta de Maoz es realmente original. Sumergiendo al espectador en el interior de un tanque durante poco más de 24 horas de combate, el director consigue hilvanar un discurso fílmico de género (con arquetipos en continua agitación psicológica) cuya trepidante, claustrofóbica y pesadillesca fisonomía lleva a buen puerto el deseado exorcismo de la memoria. El tanque de Líbano no dista demasiado del Humvee de Generation Kill, la barca de Apocalypse Now o el submarino de La caza al Octubre Rojo.
La guerra desde adentro Es demasiado lo que se tiene que decir de una película como Líbano (Lebanon, 2009) y poco el espacio para hacerlo. Pero si en ese poco se puede transmitir aunque sea la mitad bastaría para hacerle justicia a una película admirable. El film de Samuel Maoz tematiza la guerra del Líbano pero mostrando la parte humana, aquella que una guerra, justamente, no necesita. En el primer día de la guerra del Líbano, cuatro soldados israelíes deben luchar desde adentro de un tanque. Su juventud e inexperiencia en situaciones límite y de presión es lo que la película intenta dramatizar. Se suma a ellos el comandante de la tropa, encargado de indicar a los soldados los pasos a seguir y exponiéndolos al rigor de las órdenes que deben cumplir. En escasas ocasiones la guerra es retratada en el cine de la manera que propone Líbano. La primera vez que Hertzel (Oshri Cohen), el encargado de disparar el tanque, debe acatar la orden de “fuego”, su mirada es casi la misma que la de las víctimas civiles del lugar que están destruyendo. Lo que se lee en sus ojos es pánico, piedad, pero nunca deseo de matar. En lugar de valentía y odio estos soldados temen por sus vidas, por la de la gente inocente y extrañan a sus familias. Se podría afirmar que el tanque de guerra funciona metafóricamente como la coraza de cada soldado por no salir a un exterior en el que deben necesariamente convertirse en asesinos. Si ninguno de ellos entiende por qué están luchando y por qué deben continuar atacando, un disparo es lo más insignificante, un acto de disociación que enloquecería a cualquiera. La representación de la guerra no pretende ir más allá de lo que les pasa a los protagonistas y eso queda claro desde un primer momento. Sus miradas, sus expresiones de temor, sus palabras, es lo que la película coloca en un primer plano. Pero para que esta representación tenga mayor elocuencia cinematográfica hay un trabajo meticuloso del sonido y el fuera de campo. Estos elementos se armonizan perfectamente. El espectador, como Hertzel, ve el exterior a través de la lente del persicopio y escucha lo mismo que los protagonistas. Esta elección, lo mismo que trabajar como escenario el tanque de guerra, con su suciedad, sus olores, su amenaza constante; favorecen el dramatismo que el film necesita. Líbano hace verdadero hincapié en lo que significa padecer una experiencia cercana a la muerte. Pero una muerte que es indescifrable, que no se puede prever. La que proviene de unas guerras sin sentido para los que tienen que reclutarse, sin saber cuándo o cómo regresarán a sus hogares. La debilidad del alma humana frente al caos irracional que éstas provocan y que necesariamente deshumanizan. Samuel Maoz se basó en experiencias propias como soldado novato en la mencionada guerra para escribir este guión. Debe ser por ello que fue capaz de presentar esas vivencias de un modo único y carnal, dejando en claro que la violencia de una guerra también es psicológica.
Veintiocho años atrás tropas israelíes invadían una República del Líbano devastada por una guerra civil que atravesaba por su segunda fase: periodo marcado por las matanzas entre comunidades religiosas destruyendo y dividiendo a su capital Beirut en dos: la oriental musulmana y la occidental cristiana. En este contexto se encontraba Shmulik Maoz en el año 1982, más precisamente, dentro de un tanque israelí en una misión en la ex suiza del cercano oriente. Son sus vivencias dentro del blindado junto con tres jóvenes soldados lo que relata Libano, una catarsis que hace a un film bélico diferente en el cual un acercamiento a la mirada de un hombre obligado a ser artillero, sacude y emociona más que cualquier mega explosión hollywodense. Casi la totalidad del film esta rodada dentro del tanque, donde comen, duermen, hacen sus necesidades y están a la espera constante de ordenes de avanzar o tirar: primero como advertencia, después a matar. Assi es el comandante quien potencia la atmósfera abrasadora y asfixiante tratando de mantener la calma, intentando naturalizar el hecho de que están cada vez más cerca del combate y de hacer eso que es lógico en toda guerra: matar o morir... solo que sera uno de los primeros en quebrar definitivamente. El ojo del tirador Shmuel es nuestra visión fuera del tanque, donde apunta se dirige nuestra mirada y donde apunta se le hace imposible disparar cuando se le ordena: está preso de un colapso por la tensión emocional que permite ubicar al resto de sus compañeros en un plano que se venia tratando de ignorar: el hecho de que ha tan temprana edad sean participes de un exterminio a un pueblo de este estado que limita al norte de su país. Quien hace el papel de rebelde es Herzl, el cargador, quien confronta al comandante en casi todas las ordenes, cuestionando las jerarquías y es más notable el enjuiciamiento silencioso al que somete con las miradas que le dedica a Shmulik , de un rango más alto , quien esta al mando de todo el operativo y es la unica conexión, ademas de la mira, con el exterior. Es excelentemente interpretado por Yoav Donat , ya que su voz a través del transmisor tiene la misma intensidad que su presencia. El cuarto hombre que conforma el elenco dentro del tanque es Michael Moshonov encarnado a Yigal, el conductor. Libano nace de un proyecto que se propuso Maoz: el de contar una historia bélica de forma diferente, ya que en la escaleta reemplaza las acciones por emociones, sensaciones y olores que parten de un diario el cual le costo redactar ya que implicó volver a sentir el estrés de supervivencia que es lo que finalmente queda en la retina del espectador: propone suplantar la seguidilla de hazañas bélicas donde están los buenos y los malos por experimentar, tratando de trasmitir a través de imágenes y musicalizacion, el estar dentro de un tanque de guerra: la Guerra del Líbano que abarca lo territorial, lo económico, lo político y por sobre todo lo religioso que es la parte más compleja . El argumento no esta servido, sino que se va padeciendo junto a los actores derivando en un film diferente y polémico que vale la pena experimentar. Ganador del León de Oro en el Festival Internacional de Cine de Venecia, año 2009.
La mira que juzga Más allá del indudable fantasma de aquel magistral film de Wolfang Petersen El barco, el director israelita Samuel Maoz logra con Líbano –galardonada con el León de Oro en el Festival de Venecia en 2009- un film que además de mostrar la deshumanización a partir de la guerra entre Israel y El Líbano es un interesante relato claustrofóbico que mantiene la tensión del espectador y reflexiona sobre la idea de representación cinematográfica desde la yuxtaposición de dos puntos de vista: el subjetivo de una mira de un tanque y el objetivo repartido entre cuatro tripulantes inexpertos dentro del vehículo. Todo comienza en el primer día de la citada guerra el 6 de Junio de 1982 (cabe aclarar que la guerra entre Israel y El Líbano arrastra las consecuencias de un conflicto que comenzó en los 70, donde la presencia del terrorismo de la Hezbolá y los palestinos fueron el principal blanco para los israelíes que invadieron el sur de Beirut, ayudados por los falangistas católicos) cuando luego de una misión de reconocimiento de un pueblo, que fue arrasado por la artillería israelí, un tanque queda en el medio de la zona de conflicto a merced del enemigo y sin apoyo de los altos mandos para rescatarlo. Sus cuatro tripulantes (Yoav Donat, Itay Tiran, Oshri Cohen, Michael Moshonov), jóvenes inexpertos, comienzan a vivir en carne propia el horror de la guerra que minutos antes sólo veían por el sesgado punto de vista de las miras en un rol de espectadores absolutamente pasivos. En medio de tribulaciones, charlas triviales y un nerviosismo en aumento, a medida que avanza el tiempo y las condiciones de salir ilesos son cada vez más adversas, la trama se desarrolla prácticamente en su conjunto en el interior del tanque –otro personaje más en la historia- donde la destreza en la dirección es notable tanto en lo que concierne a la atmósfera agobiante que envuelve el relato y a la tensión dramática que va modificando paulatinamente la convivencia entre la tripulación. A pesar de caer a veces en lugares comunes y de un desenlace demasiado previsible, el detalle resulta anecdótico ante la poderosa alegoría que rodea al film, así como su despojo de posiciones políticas o bajadas de línea ideológicas que podrían haber malogrado cualquier propuesta con el objetivo de resaltar los aspectos humanos sin importar desde qué bando se cuente la historia. Por otro lado, el escenario donde transcurren la mayor parte de los hechos no cambió demasiado hoy en relación al conflicto político que subyace en la trama entre Israel y Sirios libaneses, que arrojan como saldo una enorme cantidad de muertos civiles como parte de los daños colaterales de una guerra absurda, la cual ya cuenta entre sus episodios nefastos con la masacre de mil refugiados palestinos llamada Matanzas de Sabra y Chatila, retratadas con crudeza en el film animado Waltz For Bashir.
Temple de acero Extraordinario alegato antibélico, premiado en Venecia, transcurre enteramente dentro de un tanque. “El hombre es acero. El tanque es sólo hierro.” Hay un dato quizá no aleatorio para ojos argentinos: mientras nuestro país estaba en plena guerra por las Islas Malvinas, comenzaba el enfrentamiento entre israelíes y sirios. El ahora director Samuel Maoz ingresó en el tanque de guerra donde se desarrollan los 93 minutos de Líbano , ganadora del León de Oro en el Festival de Venecia, como artillero. Ese día de junio sus pies chocaron con el suelo seminundado del tanque, saludó al comandante, al conductor y al cargador de municiones, y allí Líbano arranca. No dejará muchas cosas en pie, empezando por la esperanza de que el salvajismo de la guerra se aplaque de una vez, y siguiendo con la ingenuidad de quienes cómodamente apoltronados en sus butacas crean que lo que están viendo es sólo una mera ficción. En breves pantallazos y diálogos Maoz presenta y construye a sus personajes, que tienen carne, y sangre en sus venas: no es fácil crear esa verosimilitud, ni siquiera generar esa empatía con seres como estos soldados que no están cerca del espectador. Y no es Líbano un trabajo amateur, ni documental, ni experimental: basado en sus propias experiencias, a Maoz (Shmulik en la película) no le tiembla el pulso a la hora de mostrar cómo niños y civiles indefensos son asesinados, y la desesperación del cuarteto encerrado al quedar en pleno territorio enemigo, sin ayuda para poder escapar cuando el tanque se detenga. La película transcurre enteramente dentro del tanque (se ve lo que acontece en el exterior sólo a través de la mira del cañón), pero lo que pasa allí afuera es tan horrendo que los que miran no son simples obervadores, sino que forman parte, participan de la guerra. Por momentos Líbano tiene muchos puntos de contacto con Vivir al límite , de Kathryn Bigelow: mientras la estadounidense ofrecía la locura de los ataques al aire libre en Irak, Maoz apela al encierro, la claustrofobia, y si los sonidos en Vivir... eran pieza fundamental del engranaje, aquí el ruido del desplazamiento de la mira juega como elemento dramático, lo mismo que la visión nocturna, virada al verde. Aquella frase del comienzo ( El hombre es acero, el tanque es sólo hierro ) es la que Shmulik advierte y lee apenas ingresa en el tanque. Hay que tener un temple de acero para sobrevivir lo inconcebible.
La guerra vivida desde el encierro en un tanque, en un film premiado en el último Festival de Venecia "El hombre es acero; el tanque es sólo hierro", dice la leyenda pintada en el tanque dentro del cual la cámara se instalará por una hora y media (y nosotros con ella) para registrar de cerca los tormentos físicos, psicológicos y morales de cuatro conscriptos israelíes en peligro de muerte. Estamos en 1982: es el primer día de la guerra del Líbano y los cuatro tripulantes del tanque, sin experiencia alguna de combate, deben llegar hasta una hostil aldea próxima ya bombardeada por la aviación para completar la tarea y poder seguir avanzando. Son veinticuatro horas en el infierno. El de adentro del tanque, donde el miedo, la tensión, la claustrofobia y la cadena de conflictos de trágicas consecuencias alimentan el fuego de las peleas entre ellos y especialmente con su jefe, Assi. El de afuera, sólo accesible por el visor del tanque, cuya lente avanza, retrocede, sube o baja hasta donde se lo permiten sus movimientos para exponer en toda su magnitud y todo su horror, el desgarrador espectáculo de la guerra. Es probable que el clímax se alcance en las imágenes que captan el trágico desenlace de una toma de rehenes en un edificio de departamentos de la ciudad, pero en realidad el film no cede en su intensidad dramática casi desde el principio, cuando Schmulik, el nuevo artillero, se paraliza al recibir la orden de disparar. Samuel Maoz concentró en 90 minutos algunas de las terribles experiencias que vivió, él también, como conscripto y en esa misma invasión, pero la historia podría suceder en cualquier otra parte y cualquier otro momento. Aquí no caben la exaltación del sacrificio ni los héroes tan frecuentes en el cine bélico; en este escenario de caos, desesperanza y ruina moral y psicológica, todos pierden. Los soldados, veinteañeros iguales a tantos otros como se muestran en algunos pasajes en que comparten confidencias, sólo desean volver a casa. Maoz los define con precisión en pocos trazos y les confiere espesor humano con la ayuda de un elenco en el que difícilmente podrá descubrirse alguna flaqueza. Lo mismo puede decirse de los esporádicos "visitantes" del encierro, en especial el bravo y severo comandante Jamil; el ladino falangista cristiano que se ofrece a servir de guía, y el sirio que han hecho prisionero. Pero aún más que la rigurosa elaboración del guión y que el admirable trabajo de la cámara, que sólo va afuera en dos breves planos para tomar un soleado campo de girasoles, resulta determinante el formidable trabajo de la banda de sonido, recurso expresivo indispensable para sugerir lo que sucede más allá del encierro. En cuanto a la leyenda del principio, queda claro que no es precisamente acero el material del que están hechos los hombres.
Horror en la mira de un tanque El film de Samuel Maoz, veterano de guerra de Israel, reconstruye su propia historia en el frente del Líbano, en 1982. Todo transcurre el primer día del conflicto. Y los sonidos que transmite la película reemplazan la necesidad de las palabras. ¿Qué clase de experiencia es la guerra? Desde distintas perspectivas y con abordajes diversos, cineastas como John Ford, Sam Fuller, Francis Coppola, Stanley Kubrick, Steven Spielberg y Clint Eastwood intentaron responder esa pregunta. Más recientemente lo hizo también el israelí Ari Folman en Vals con Bashir, vista en el Bafici y editada en DVD el año pasado. Es ahora su compatriota Samuel Maoz –veterano de guerra, como varios de los nombrados– quien, como modo de reformularse aquella pregunta, reconstruye su propia experiencia en el frente del Líbano, en 1982. Allí donde John Ford hallaba amargura (en Fuimos los sacrificados, 1945), Coppola el fondo mismo del horror (en Apocalypse Now!) y Clint Eastwood se ponía en lugar del enemigo (en Cartas desde Iwo Jima), Maoz apunta a recrear –como Kubrick en largos tramos de Nacido para matar, como Spielberg en la secuencia inicial de Rescatando al soldado Ryan– lo que podría llamarse “sensorialidad de la guerra”. Una sensorialidad hecha de miedo, suciedad, tormento y muerte. Como lo recuerda la entrevista de aquí al lado, Líbano es una de esas películas que en términos de puesta en escena juegan una carta fuerte. Como si en ella resonara, distorsionado, aquel “Nunca salgan del barco” que el capitán Willard repetía a sus hombres en Apocalypse Now!, Maoz decidió no salir nunca del tanque israelí que una madrugada de 1982 ingresa en Beirut. Con excepción del primero y el último plano, la película íntegra transcurre dentro del vehículo. A la luz de las posteriores Enterrado y 127 horas, donde un único personaje queda atrapado y sin escape durante todo el metraje, es posible que el interior de ese tanque de guerra, con sus cuatro ocupantes y eventuales visitantes, parezca hasta amplio y superpoblado. A los soldados (el comandante Assi, el piloto Yigal, el artillero Shmulik y el fogonero Hertzel) se les suma, cada tanto, la presencia de un oficial que viene a dar instrucciones. En algún momento bajarán a través de la escotilla el cadáver de un compañero, que no hay dónde poner, además de un prisionero sirio y un falangista libanés, que viene a anunciarle a aquél las torturas a las que piensa someterlo. Narrar toda la película desde el interior del tanque es, en verdad, producto de una idea más de fondo: la de que un soldado está necesariamente despojado de una perspectiva de conjunto, de la que sólo los altos mandos pueden gozar. Carente del plan general de la guerra, el soldado ve sólo hasta donde llega su ojo, sabe sólo lo que los superiores quieren que sepa. Esa idea, que animaba las películas de Fuller y también los fragmentos bélicos de Tierra y libertad, de Ken Loach, da aquí por resultado que ni los protagonistas ni el espectador sepan de la guerra más de lo que dejan ver la mira del cañón o las instrucciones del oficial a cargo. Hasta podría suponerse que si se ve algo de lo que pasa afuera es porque el protagonista es Shmulik, que por su condición de artillero goza del incómodo privilegio de una vista a la calle. Y Shmulik es el protagonista porque Shmulik es Samuel Maoz. El exterior ingresa al tanque amplificado por la lente del cañón, circunstancialmente partida por un disparo enemigo. A través de ella, el afuera luce desproporcionadamente cercano, consecuencia de la amplificación, pero enmudecido por el encierro. Paradoja que acentúa la condición pesadillesca de lo que se ve: civiles asesinados, una familia secuestrada por milicianos, una casa en la que un obús abrió una “ventana”, una mujer en llamas, un burro con una pata estallada, como escapado de Las Hurdes. En la entrevista, Maoz hace hincapié en el carácter olfativo de sus recuerdos de guerra, y la suciedad, el aceite que chorrea en el interior del tanque y el orín de los soldados le dan la razón. Pero es sobre todo el sonido el que da sensorialidad a la película. Sonido de los tiros rebotando contra la chapa, voces que llegan a través de la radio del tanque, ruido a chatarra del vehículo sacudiéndose, claqueteo de cada “panorámica” hecha a través de la mira del cañón, un plop como de descorche de champán, cada vez que el cañón se destapa para disparar. No es casual que el nombre en clave del pelotón sea “Rhino”: acorazado lento y mecánico, da la sensación de que Shmulik y los otros están metidos adentro de un rinoceronte herido. En medio de esos estruendos, las peleas entre los soldados, el pánico de los “nuevos” (Shmulik se niega a disparar contra blancos civiles), el ataque de nervios del piloto cuando la batería del vehículo no responde, la incómoda vecindad con el enemigo herido, el ojo aterrado del artillero. No del todo libre de algún esteticismo, algún efectismo, algún golpe bajo incluso, Líbano hace pensar en una versión terrestre de las viejas películas de submarinos, con una mira a modo de periscopio. La protagonizan unos tipos tan embadurnados en suciedad y aceite como los de El salario del miedo, a los que algún operador sádico parece haber condenado a ver una versión meso-oriental de aquel apocalipsis ruso de Venga y vea, proyectada en sinfín en su mirilla-pantalla.
La guerra a través de la mira Líbano, 1982. Israel ha ocupado el sur del país para expulsar a las guerrillas palestinas, y los sirios acaban de sumarse al conflicto. Cuatro jóvenes conscriptos israelíes son enviados dentro de un tanque a una ciudad que acaba de caer en poder sirio como apoyo a una pequeña unidad de combate. Es su primera incursión en territorio de guerra y les cuesta organizarse. Bajo el mando de Assi (Itay Tiran), el artillero Shmulik (Yoav Donat), el conductor designado Ygal (Michael Moshonov) y el cargador Hertzel (Oshri Cohen) funcionan exactamente como cabe esperar de cuatro muchachos inexpertos lanzados al medio de un infierno: por acción del instinto y del miedo. Llegados al centro de la ciudad destino, el tanque recibe un impacto de obús que lo inhabilita parcialmente y deja a estos cuatro jóvenes asustados, dependiendo exclusivamente de su superior en el exterior. Una vez dentro de esa fortaleza móvil, no pueden salir a menos que reciban órdenes en ese sentido. Los horrores de la guerra les llegan mediados por lo que escuchan a través del aparato de radio y lo que Shmulik puede espiar desde la mira del cañón en la torreta del tanque. La sensación de peligro inminente sumada al encierro comienza a hacer mella en estos soldados, que verán puesta a prueba su capacidad de mantenerse unidos y sobrevivir. Si bien es inevitable caer en tópicos trillados (la guerra es más o menos igual en todas partes, siempre cruel y muy rara vez explicable por la lógica), como esos momentos donde Shmulik no puede evitar enfocar la mira del cañón sobre los cadáveres de los civiles a medida que se internan en los poblados, "Líbano" ofrece un pasaje completo y acabado de una experiencia real, vívida, con todo el peso de lo autobiográfico. Como respaldo a un buen guión, las actuaciones de los cuatro personajes principales son más que logradas, articulando una pequeña compañía que funciona muy bien en la pantalla. Tanto como cabe esperar que funcione un grupo de jóvenes en la situación que se presenta a los fines de la ficción. En su debut en el largo cinematográfico, Samuel Maoz no eligió precisamente un tema sencillo: la intervención vista del lado del que invade un país, sean cuales sean sus propósitos, siempre genera una controversia y es bueno que así sea. Sin embargo, la perspectiva desde la que se narra el conflicto consigue perfilar un drama humano inusual, capaz de conmover al espectador en más de un sentido.
Anexo de crítica: A pesar de cierto tufillo arty y la presencia de un generoso puñado de golpes bajos, Líbano (Lebanon, 2009) es un retrato minimalista y eficaz de las interminables luchas en Medio Oriente. El film de Samuel Maoz pone de manifiesto la violencia exacerbada característica del conflicto y la ingenuidad -por no decir estupidez- de gran parte de la milicia, sea del bando que sea…
La angustia corroe al artillero. Recluido en el interior de un tanque israelí, Samuel Maoz intenta crear la sensación de encierro que obligue al espectador a ponerse en la piel del soldado y compartir su malestar. Desde que Líbano ganó la Mostra de Venecia en 2009, la gran mayoría de las críticas repiten que la película aborda un tema sensible, sin demagogia y con una rigurosa puesta en escena. En realidad, el director banaliza la violencia buscando equivalentes audiovisuales a los choques experimentados en la guerra y, por momentos, parece observar el conflicto a través de un catalejo. La cámara se desliza a lo largo de las paredes de acero auscultando la superficie húmeda y amarillenta del interior del tanque. Pronto comprendemos que la traumática intimidad de los protagonistas está signada por la promiscuidad, el miedo y la incomprensión. El exterior se muestra siempre a través de la mirada del artillero por el visor del cañón. El objetivo visible en la imagen y el ruido del visor que se desplaza subrayan lo evidente. Colocar al espectador en la piel del asesino es una idea tan vieja como los videojuegos. La luz verdosa de la mirilla oscila entre la estética de Matrix y la de un Jean-Pierre Jeunet poco inspirado. Percibimos el conflicto bélico mediante choques visuales o auditivos que hacen irrupción sin preaviso. La cámara tiembla ante los embates que sufre el tanque. Las explosiones, gritos y sirenas surgen súbitamente y a máximo volumen para hacernos sobresaltar como en una película de terror berreta. Las imágenes que vemos, junto al artillero, son deliberadamente apocalípticas: un burro eviscerado, un soldado que vomita, casas destruidas y civiles mutilados. La vistosa puesta en escena incluye, además de efectos visuales pasados de moda, travelings aparatosos, la visión de una bala en cámara lenta y el primerísimo primer plano de un ojo del artillero antes de disparar. De la abyección. En un pequeño pueblo, varios hombres armados atacan a una familia libanesa. La joven madre sobreviviente de la masacre huye de su casa llorando desconsolada y errando por las calles en llamas. Su vestido repentinamente se prende fuego y un soldado se lo arranca. Entonces, durante interminables segundos, la cámara acompaña los movimientos desesperados de la mujer que se esfuerza por ocultar su desnudez. Jacques Rivette, en su crítica de la película Kapo de Gillo Pontecorvo, fustigaba al director por hacer un traveling destinado a encuadrar el cuerpo de una joven judía que acaba de morir sobre el cerco electrificado de un campo de concentración. La misma abyección del movimiento de cámara que sigue a la víctima desnuda de Líbano como un voyeur con mala leche manipulando los sentimientos del espectador.
Sin novedad en el frente Lo primero, y posiblemente lo que más sorprenda de esta realización, es su diseño de planta, esto es la ubicación de la cámara, ya que salvo en la imagen del inicio y en la última, la cámara no sale de un espacio reducido, mínimo, como lo es un tanque de guerra. Desde allí el director israelí Samuel Maoz nos va a enfrentar, como espectadores, a todos y cada uno de los horrores de la guerra, cualquiera sea la excusa para que se produzca un enfrentamiento bélico, y no sólo lo hace en ese sentido, sino que también le sirve para instalar un discurso antibelicista por excelencia. Para logra su objetivo hace uso de muchas imágenes ya vistas en infinidad de filmes: muertos, seres humanos descuartizados, humillados, hombres, mujeres, niños, ancianos, jóvenes, civiles y también soldados. Que en la realidad más conspicua esta dicotomía no existe, en el punto que, en principio, son seres vivos de esa misma especie. La diferencia con casi todas las otras producciones que instalan ese mismo discurso antibelicista esta dado en ese lugar de construcción de personajes antes citados. Realizaciones como “Sin Novedad en el Frente” (1930) de Lewis Milestone, basado en la novela del mismo nombre de Erich María Remarque, o “Apocalipsis Now” (1979), la genial obra de Francis Ford Coppola basada en la novela “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad. Asimismo se podría nombrar “La Delgada Línea Roja” (1998) de Terence Malik, basada en la novela homónima de James Jones. En la obra que no reúne lo que nos es narrado son las vivencias del director del filme, allá por el año 1982, durante la guerra entre Israel y Líbano. Todo el relato se cierra en las primeras 24 horas vividas. Después de una imagen fija, un plano general de un espacio abierto, en un día soleado, que nos muestra un campo de girasoles que no están buscando el sol (estas flores se caracterizan por esa peculiaridad), sino que están giradas hacia abajo, no se las ve destruidas, pero no parecen tener vida. La prolongación temporal del plano sirve para observar no sólo que necesitan luz y calor, sino también agua. Y el agua es una metáfora clara de la vida, desde el inicio. El corte nos instala ya dentro del tanque donde vemos a Assi, Hertzel, Ygal, Shmulik, este último es el artillero, (alter ego del director), el primero es el comandante del tanque, el segundo el encargado de ir cargando el armamento dentro del tanque, y el último el chofer. A ellos se le sumaran por momentos un capitán que dará instrucciones, un soldado muerto, un prisionero y un árabe “falangista” aliado de los soldados israelíes. Todos estarán allí presentes con sus angustias, miedos, deseos, miserias, perversiones, proyectos, todos con la sola idea de sobrevivir a la locura. Estos personajes son desarrollados luego de mostrarnos una frase clave en el filme, dentro del tanque se puede leer “El hombre es acero, el tanque solo hierro”. La clave para mantener la atención durante toda la proyección se encuentra en la soberbia puesta en escena, el manejo de la luz, el color y por sobre todas las cosas el sonido. Un diseño de sonido pensado y trabajado en función de su estructura narrativa, esa mirilla que va paneando, instala un plus de suspenso, por momentos inusual siempre amenazante. Una marcada indiferencia entre el adentro y el afuera, este visto desde la mirilla, a veces en color verde para la visión nocturna y el adentro del tanque, oscuro, sucio, poco aire. Veinticuatro horas en el infierno contado en poco más de hora y media, un film duro, sin concesiones ni edulcoramientos, por momentos claustrofóbico. Según un dicho popular que viene a cuento: “La guerra es una masacre de gente que no se conoce para provecho de gente que sí se conoce”
Apelando básicamente a rostros en primer plano, diálogos ajustados y lacerantes y el pequeño espacio que presenta el cubículo de un tanque de guerra, Líbano diseña una obra cinematográfica de máxima destreza, expresividad y originalidad. Con fuertes puntos de contacto con su propia historia de vida, el cineasta israelí Samuel Maoz se introduce de lleno en la guerra de Oriente Medio, una de las más atroces y dilatadas de todos los tiempos. Sus experiencias como soldado novato durante la guerra del Líbano de 1982 están expuestas sin medias tintas, eufemismos ni heroísmos, sumergiendo al espectador en medio de una devastadora e impiadosa conflagración. La misión de un tanque israelí durante la invasión al Líbano, llevando en su interior a un prisionero libio, es el mínimo eje argumental de esta verdadera proeza fílmica, que apenas presenta alternativas o conflictos personales profundos. Con cuatro inexpertos soldados a bordo, tripulando una brutal máquina de matar y obedeciendo órdenes criminales totalmente desligadas del más mínimo respeto por la condición humana, el vehículo militar avanza sin pausas ni concesiones, igual que el largometraje. O se detiene, dando pie a las más inquietantes sospechas y sentimientos; compartidos, confrontados o degradados. Movilizadora, claustrofóbica, pesadillesca, excepcionalmente actuada y dotada de un par de escenas finales de la más pura y bizarra poesía visual y emocional, Líbano es una obra maestra del cine de guerra.
A rodar mi vida (de soldado) Estrenada el jueves pasado en los cines porteños y en uno de La Plata, Líbano (2009), primera ficción del director Samuel Maoz (y ganadora del León de Oro en el Festival de Venecia), cuenta un día, el primero, de cuatro jóvenes soldados israelíes al iniciarse la invasión al Líbano en 1982. Con diálogos precisos (no excesivos sino justos: castrenses), la película retrata, desde la mirilla del tanque, el horror de la guerra: se ven las ciudades, animales y cuerpos destrozados por los enfrentamientos y, cuando la cámara se instala dentro del tanque, las presiones psicológicas y morales hacia estos “blandos” -y por momentos inoperantes- soldados. Hay varias escenas dramáticas, como cuando atacan un edificio donde hay una familia tomada de rehén y sobrevive una mujer; la “convivencia” varias horas con un cadáver de un soldado israelí dentro del tanque, o los momentos que pasan con un prisionero esposado allí también, que están muy bien logradas en cuanto a capacidad de impacto. La leyenda “El hombre es acero; el tanque es sólo hierro”, pintada dentro del vehículo, explicita el mensaje que se les quiere inculcar al comandante Assi, al piloto Yigal, al artillero Shmulik y al fogonero Hertzel. El director ha dicho: “Sentía la necesidad de mostrar la guerra tal cual es, sin el costado heroico ni los clichés típicos del cine bélico” [1]. Lo sórdido del lugar (el tanque), las condiciones de vida y la presión constante del “alto mando” (hablamos del superior que se presenta como “supervisor” y entra al tanque o se comunica telefónicamente ante cada shock o parálisis de Shmulik cuando tiene que apretar el gatillo contra civiles) para tratar de avanzar en la misión acercan a Líbano a lo que suele llamarse “película anti bélica”. Pero tal vez esta denominación le quede un poco “grande”. Líbano tiene su perímetro bien delimitado: el contar, desde el “microrrelato”, la terrible vivencia de esos cuatro jóvenes adentro del vehículo. Y el desinterés que tienen por la guerra, que queda claro cuando uno, ante la orden del superior de seguir las indicaciones de unos falangistas cristianos libaneses, exclama algo así como: “Musulmanes, cristianos... ¡todo me da igual!”. Es decir, no tienen mucha idea de qué hacen allí recorriendo el Líbano en tanque junto a las tropas del ejército. Entonces, el “micromundo” del tanque señala la pobre posición subordinada de un soldado ante el Estado Mayor que da las órdenes. Líbano no es una película convencional sobre la guerra, donde se ven claramente dos bandos enfrentados y en combate. Apuesta más bien a la “experiencia sensible” de cada individuo. En este sentido la película sería entonces “antibélico-humanista”: sin hacer mayores distinciones o precisiones que expliquen la llamada Primera Guerra del Líbano (en realidad una invasión por parte del Estado de Israel; ocupación que se mantuvo hasta el año 2000), vemos el trágico paso del tanque donde el horror del -¿no tan distintos?- adentro y afuera del mismo se hace patente con extrema tensión, muerte y sufrimientos. Todo un caos “irracional” que se abate (literalmente) sobre las cabezas de estos cuatro buenos muchachos. Basada en su propia experiencia de artillero a los 19 años en un tanque israelí en esa ofensiva de 1982, Samuel Maoz retrata de forma original e impactante, a través de estos jóvenes soldados, la ausencia de moral en un ejército invasor, sus vivencias y resultados.
En junio de 1982, durante la Primera Guerra del Líbano, un tanque de guerra israelí es despachado en búsqueda de una aldea hostil arrasada por la Fuerza Aérea. Lo que parece ser una simple misión gradualmente se va descontrolando, convirtiéndose en una verdadera trampa mortal. Líbano es una mirada crítica de la crudeza de la guerra que se basa en las experiencias de su guionista y director, Samuel Maoz, reclutado a sus 20 años como artillero de un tanque en ese mismo período. Sólo dos planos son los que se hacen desde fuera de la máquina, el primero y el último, por lo que literalmente se verá el conflicto bélico desde adentro, estableciendo un contacto con el exterior por medio de la radio o del uso constante del periscopio. “La misión es simple” se le dirá a los cuatro veinteañeros inexpertos y asustados, lo que tendrán que hacer es conducir el tanque a través de una aldea que ya fue destruida por los propios aviones para ver si quedó algún hostil. Pronto la situación se revelará más peligrosa de lo que se pensaba y la máquina de matar, lejos de ser una protección, se convertirá en una trampa mortal a merced de los ataques enemigos. Son las primeras 24 horas de una batalla que esos jóvenes no quieren combatir, soldados que no aceptan el privilegio de decidir quien vive y quien muere, por lo que se paralizan a la hora de efectuar un disparo. No están dispuestos a sacrificarse por su bandera, sino que quieren volver a sus hogares junto a sus familias. Pecan incluso de demasiada inocencia confiando ciegamente en las órdenes de sus jefes, cuando la realidad revela que lo único que a estos importa es que el tanque no caiga en otras manos. En una escena clave el comandante Gamil (Zohar Shtrauss), típico líder de ejército de cualquier película sin importar su nacionalidad, es espiado por los soldados mientras habla con un superior por medio de la radio. Este hombre que se muestra entero y confiado a la hora de dar órdenes a sus subordinados deja ver que se encuentra igual o más desesperado que ellos ante su situación. El instinto de supervivencia emergerá entonces al encontrarse presas del enemigo, haciendo lo impensado para escapar con vida. Es un mérito del guionista y director el enfocar el conflicto desde el interior de la máquina y mantener ese punto de vista a lo largo de toda la historia. No obstante durante la primera etapa habrá mucho contacto con el exterior, por medio de la mira, tratando de mostrar lo que serían las caras del horror. Un anciano, un niño, una mujer, gente que lo perdió todo mira directo hacia el tanque desde afuera, invirtiendo momentáneamente el punto de vista y pasándose un poco a la zona de los golpes bajos, algo que se completa con el plano de un burro que llora herido desde el suelo. Una vez que se abandone esto en pos de aferrarse a las sensaciones de los soldados, la película mejorará notablemente como un reflejo crítico de una dura realidad en la que ninguno quiere ser un héroe.
Mirada claustrofóbica y letal desde el campo de batalla En general, el cine bélico moderno está estableciendo parámetros más interesantes en esta última década, a partir de muchos procesos autorreflexivos intensos, en las distintas geografías donde se filman. A ver, "The hurt locker" (ganadora del Oscar), "Waltz con Bashir", "Black hawk down" la francesa "Joyeux Noël (Noche de paz)" , la coreana "Taegukgi (Lazos de guerra)", y más allá, en los 80 y 70's, las increíbles "Das boot", "Apocalypse now" y alguna otra que se me escapa. En todas ellas, lo que les da sustento es la descripción del corazón de cada combatiente y su relación con camaradas y enemigos. La mirada está siempre puesta en el sufrimiento y dolor que cada hombre que participa en una contienda armada atraviesa, señalando su humanidad, resaltando sus miedos, subrayando su temperamento. Este cine (alejado del típico producto Hollywoodense que suprime las emociones y trae héroes fríos y sanguinarios) colabora a traer luz sobre los aspectos oscuros de la guerra. No importa si es en Irak, Corea o Medio Oriente. Lo cierto es que los conflictos bélicos son estúpidos, inútiles y es bueno que eso lo tengamos presente siempre. Películas como "Lebanon" refuerzan esa concepción y siempre son bienvenidas. La historia está basada en las experiencias del director, Samuel Maoz, como soldado en el primer día de la Primer Guerra del Líbano, allá por 1982. Nosotros acompañamos el ingreso de Shmulik (Yoav Donat), soldado artillero, a un blindado de su ejército. No tiene mucha experiencia en combate (de hecho, ninguna), aunque todos creen que debería saber que hacer en circunstancias de enfrentamiento con el enemigo. El será nuestros ojos, como se une a la compañía justo sobre el incio de las acciones belicas, nos fundimos con él ante la adversidad de la circunstancia, ninguno de nosotros entiende muy bien como funciona todo (Shmulik y los espectadores), pero está claro que no será un viaje de placer meterse en un tanque e ir a zona de combate. Para quienes no recuerden el conflicto armado, tropas israelíes invadieron el sur del Líbano, en busca de desestabilizar a la OLP, en ese año. Hubo una enorme cantidad de civiles muertos en ese ataque y pasó un tiempo hasta que los invasores revisaron su accionar para dar pasos en relación con la retirada y la negociación. Volviendo al campo de batalla, nos subimos al tanque con el resto del equipo y estamos listos para la contienda. Allí, desde el blindado mismo, seguiremos las directivas radiales que durante un día completo recibe ese grupo: apoyar a la infantería, entregar heridos, atacar ciertos sectores, barrer un territorio que ya fue bombardeado por la fuerza aérea. Tareas que al decirlas, parecen fáciles (el poder de fuego del vehículo es importante), pero llegado el momento, se volverán titánicas y con resultados inciertos. Como en el comienzo del film mismo, cuando Shmulik, no dispara a una presunto enemigo por no tener valor y temple para ejecutar la orden de matar. Ya en terreno enemigo, el tanque apoyará a sus fuerzas con todo lo que tiene, pero cada paso en busca de su objetivo tendrá un precio, y ninguno querrá pagarlo a la hora de abonar semejante trayecto plagado de peligros y regado de sangre inocente. "Lebanon" cuenta con una cámara particular. Vemos el exterior como si fueramos el artillero, a través de una mirilla que nos señala el objetivo, y además percibimos los movimientos metálicos de la torreta a cada instante, mientras nos desplazamos barriendo el terreno. Estamos dentro del tanque, así de simple. Este encuadre nos posiciona de manera peculiar, somos parte de la tripulación y lo sentimos en el cuerpo. Ese efecto apoya y destaca cada fotograma de la acción, no dando resquicio para huir de lo que estamos presenciando. Participamos de las discusiones dentro del blindado y nos conmovemos a cada paso de la tarea: la guerra nos atraviesa y entendemos la gravedad del conflicto a medida que avanzamos en el trayecto. El team militar funciona como un reloj, las acutaciones (Itay Irán, Oshri Cohen y Michael Moshonov) son sólidas, se respira electricidad en el ambiente, hay tensión y enojo, vivimos la guerra con nuestras peores angustias y luchamos por sobrevivir a cualquier precio. Sentimos los tableteos de las ametralladoras y seremos testigos de masacres y enfrentamientos muy sangrientos. La sensación de miedo y claustrofobia está lograda en su máxima expresión. Esta es una de esas películas que aparecen de vez en cuando en nuestras salas, una joya antibélica que nos humaniza, trayendonos historia y reflexionando sobre el crudo drama de la guerra, para todos y desde el ángulo de quienes la sufren, sean soldados o civiles. No hay ganadores en ningún conflicto armado y eso "Líbano" lo deja claro. De lo más intenso que vimos este año en el género. Pulgares y cascos arriba.
Malestar obligatorio Lebanon o Líbano se suma esta semana a la cartelera cordobesa que está exhibiendo buenas películas independientes, aunque es una lástima que sea en pocas salas y seguramente con un limitadísimo tiempo en cartel. Dirige este film de 93 minutos, Samuel Maoz, que por la información que estuve recopilando, debuta como director en largometrajes, ya que anteriormente sólo estuvo a cargo de un documental llamado Eclipse Total y de algunos capítulos de series de televisión. La historia retrata una pequeña pero contundente parte de la guerra que sufrió el Líbano en el '82, desde la mirada de un cuarteto de soldados designados al "Rinoceronte", un tanque de guerra israelí que acompaña a un pelotón en una misión que se adentrará en territorio hostil y será protagonista de los horrores de la guerra como pocos se animan a mostrar en las películas bélicas. Para comenzar debo decir que el planteo que ofrece Líbano es inteligentemente desagradable e incómodo, creando una sensación de malestar que lo coloca a uno dentro de ese infame tanque de guerra junto con los miedos, los nauseabundos olores, la ansiedad y la impotencia de los protagonistas, logro del cual se pueden jactar muy pocas películas del género. A través de la mira del "Rinoceronte", se retrata la crueldad indefendible y desgarradora que despliega un enfrentamiento armado, colocando a los 4 soldados en situaciones de las cuales no pueden escapar, sino que sólo pueden aceptar con impotencia y asco. ¿Se abusa un poco en el uso de imágenes morbosas?, sí lo hace, pero yo pienso... ¿no hay acaso una cantidad enorme de films que retratan a la guerra como un video juego que en vez de generar rechazo, invita al espectador a imaginarse con una vincha y una ametralladora en el brazo como algo cool?... bueno, Líbano les puedo asegurar que invita a todo menos a la visión heroica de alguien que toma las armas para solucionar conflictos, y eso me parece muy respetable y en este caso, muy bien logrado por el director. El único inconveniente que le encontré a la historia, citando a un personaje de la película "Vidas Cruzadas", es el "problema de flatulencias incontrolables" de los soldados, que por momentos parecían niños de 10 años llorando por estar en una situación de la que no tenían conocimiento, cuestión que resulta un poco absurda si tenemos en cuenta que los combatientes reciben un entrenamiento previo, y que supongo están conscientes de que manejan un tanque de guerra, un arma de destrucción obscena, pero bueno, detalles al margen, el resultado es espectacular. Creo que el séptimo arte debe mostrar al espectador tanto obras que fortalezcan el corazón, como otras que lo desgarren como es el caso de esta cinta. Hay mensajes que no procesamos por lo anestesiado que tenemos el cerebro, y a veces solo podemos despertarlo con estas inyecciones de incomodidad.