En el relato del perfeccionamiento de plantas que podrían ayudar a personas con problemas psiquiátricos, pero que luego termina por afectar a aquellos involucrados en el proceso, se configura una oscura trama sobre el control y la manipulación que celebra su forma distópica para adentrarse en el drama y la tragedia. Kit Connor y Emily Beecham se destacan en una sombría propuesta.
El filme abre con una posición de cámara cenital que realiza un desplazamiento sobre unas flores rojas emplazadas en una especie de invernadero. De esta manera, utilizando la música incidental que le otorga a las imágenes el clima necesario para quedar instalado en el genero del terror, simultáneamente adscribe a la ciencia ficción. La directora trata y logra re-elaborar las claves del cine de género hasta manifestar de ellas todas sus virtudes y alegorías. Alice (Emily Beecham) es una científica, madre soltera, que investiga sobre plantas en una empresa que busca desarrollar nuevas especies. Es la responsable del exitoso último diseño de su compañía: una bella flor de gran valor terapéutico: si se encuentra en las condiciones óptimas, garantiza a quien la posea sentir algo parecido a
En lo que podría verse como un cruce entre La tiendita del horror y La invasión de los usurpadores de cuerpos, Little Joe: el negocio de la felicidad cuenta la historia de una empleada de una compañía de ingeniería biológica (Emily Beecham) que se dedica a “cosechar” plantas perfeccionadas genéticamente. Su nueva creación es una imponente flor violácea que, a cambio de unos delicados cuidados, proporciona a su dueño una sosegante, casi anestesiante, sensación de bienestar. Este proyecto ocupa todo el tiempo de la protagonista, hasta tal punto que acabará trastocando su relación con su hijo pequeño, Joe (Kit Connor). Planteada como una meditación sobre la alienación moderna –y aportando una mirada crítica sobre los límites éticos de la manipulación genética–, Little Joe se aproxima a los códigos de la ciencia ficción para proponer una serie de interrogantes acerca de las pulsiones esenciales de la naturaleza humana: el instinto de supervivencia, el deseo de reproducción, el anhelo de una apacible y armónica vida en comunidad. ¿Qué nos dice sobre nuestro mundo una película en la que una flor despierta más emociones y cuidados que cualquiera de los personajes humanos? Hausner presenta este universo desalmado, de colores fríos, a través de una puesta en escena que, lógicamente, se decanta hacia un distanciamiento gélido, hacia las composiciones diáfanas en las que los (pocos) personajes de la función parecen esquivar el contacto físico, personal, emocional. Sobre este inquietante escenario, la austríaca Hausner compone una celebración del potencial enigmático del cine fantástico a través de la exploración de las dialécticas de lo posible y lo extraordinario, lo lógico y lo irracional. Un verdadero tour de force de ambigüedad, Little Joe lleva al extremo la posible doble lectura de la trama: una que aceptaría las coordenadas fantásticas del relato y otra que apuntaría a la interpretación racional de los acontecimientos, invocando un supuesto trastorno mental de la protagonista (sus visitas a la consulta de una psicóloga reafirman esta posibilidad). Estamos ante una nueva muestra del juego que llevaron hasta lo sublime films como Suspense, de Jack Clayton; o El protegido, de M. Night Shyamalan, entre tantos otros. Es a través de este mecanismo de dobles lecturas, de relatos paralelos, de imágenes polisémicas, que Little Joe enriquece su turbador retrato de una realidad vaciada de humanidad, un mundo en el que la felicidad deviene un mandamiento autoritario, un universo espeluznantemente parecido al nuestro.
Lo que se cuenta aquí transcurre en el presente y en una geografía más o menos reconocible situada en el corazón de la Europa anglosajona, aunque lejos de las urbes más hiperpobladas, pero bien podría ocurrir en un futuro que el cine imaginó muchísimas veces. Sobre todo a partir de la rigidez, la planificación metódica y los comportamientos mecánicos que impone la vida cotidiana dentro de un laboratorio. Frío, esterilizado, ajeno desde su diseño de proporciones exactas a cualquier riesgo de contaminación externa, el lugar parece determinar a partir de sus rutinas y procedimientos cómo serán las relaciones y los vínculos entre las personas que lo ocupan. Al no haber casi un “afuera”, toda la realidad posible o imaginable se configura a partir de esas reglas tan precisas. También lucen el mismo escrupuloso esmero los vistosos y pausados travellings que emplea la directora austríaca Jessica Hausner para acercarse, aunque manteniendo siempre alguna distancia, a sus personajes: científicos consagrados a la manipulación genética de plantas que no podrán reproducirse, pero parecen estar en condiciones de cumplir otro propósito a primera vista más virtuoso: extraer de una de esas especies, a través del polen, un aroma capaz de mejorar el estado de ánimo de las personas y hacerlas sentir mejor, más felices. Hasta que en un momento, después de observar reacciones inesperadas al contacto con el experimento, surge la pregunta inevitable ¿Estamos ante una situación potencialmente inmanejable? ¿Qué hacer cuando la voluntad empieza a quedar sujeta a una manipulación que parece haber escapado por completo del control de sus artífices? Filmada en 2019, Little Joe se anticipa en su trama a palabras y situaciones clave (virus, contagios, inmunidad) que poco después dominarían desde una inquietud bien real y concreta la agenda global. No hay aquí riesgos mortales para los infectados, sino el sometimiento de la voluntad por un factor exógeno que puede transformar a una persona hasta hacerla irreconocible para sus afectos más cercanos. Es el temor que se potencia en Alice, una de las científicas responsables del proyecto, que antes de que todo ocurra le expresa a su terapeuta el medio a que el vínculo con su hijo adolescente se le vaya de las manos. Mientras describe con meticulosa precisión todos estos cambios, Hausner plantea interrogantes sobre el destino de las relaciones humanas, los límites de la manipulación genética, los efectos de ciertas adicciones que parecen imperceptibles (y a la vez falsamente inocuas) y, en definitiva, sobre nuestra aparente falta de voluntad o criterio para tomar decisiones en libertad. El mundo en el que se mueve la directora resulta tan frío y desangelado que parece difícil extraer de la conducta de los personajes gestos o estímulos de mínima empatía con quien mira desde afuera todo lo que se cuenta. Hausner no es David Cronenberg: en vez de comprometerse con el impacto humano de un cuadro tan perturbador prefiere mostrarlo de un modo mucho más aséptico, convencida de que es posible imponerle al cine las coordenadas de un experimento científico.
Una película en la que lo que se debate es el amor, la necesidad de afecto, la correspondencia entre ser amado y amar y una planta creada para hacer feliz a la gente. Todo eso contiene en su interior Little Joe: el negocio de la felicidad, la película de Jessica Hausner que por momentos cautiva como el aroma de una bella flor. Pero tiene muchas cosas escondidas. Resulta al menos curioso cómo una película rodada y que tuvo su premiere en el Festival de Cannes antes de la pandemia, tenga en el centro la manipulación de un virus que se inhala y tiene consecuencias, ya veremos cuáles. No es que la austríaca Jessica Hausner y su coguionista Géraldine Bajard hayan sido premonitoras. La protagonista es Alice (Emily Beecham, que ganó el premio a la mejor actriz por este rol en Cannes), que es criadora de plantas. Ella y su colega Chris (Ben Whishaw, Q en las últimas de James Bond) han creado a Pequeño Joe, una planta a partir de la ingeniaría genética. El principal objetivo era lograr una planta cuyo aroma hiciera feliz a la gente. Si la tratan bien, la planta en cuestión lo agradece, brindando eso que cuesta definir como felicidad. El cuerpo del humano que aspira lo que emana de la flor, produce oxitocina. Es la hormona conocida como hormona de la madre: se supone que es la que inicia el vínculo entre la madre y el recién nacido. O sea, están creando la primera planta antidepresiva que llegará a todos los hogares. Lo que la planta necesita es amor. Como todos. Por supuesto que algo no sale como lo planeaban en el criadero, y Little Joe -le ponen Joe por el nombre del hijo de Alice, que está separada- terminará infectando a quienes inhalen lo que emana de la flor. “Es mi trabajo gestionar lo impredecible. Pero no puedo controlarlo todo”, se ataja Alice. ¿Y si lo pudiera? “Es un ser viviente. Necesita atención y afecto, le dice Alice a Joe cuando le lleva un ejemplar a su hogar. Joe se debate, ante lo workaholic que es su madre, irse a vivir al campo con su padre. En busca de esa atención y afecto que siente que su madre no le está dando. Drama, misterio, ciencia ficción Little Joe: El negocio de la felicidad combina drama, algo de ciencia ficción y misterio y varias historias de amor. De amor hacia los hijos, y de pareja. Porque Chris está enamorado y no secretamente de Alice, así como Bella, otra de las criadoras, quería a su perro, hasta que éste “se convierte en otro”. Hausner, que dirigió Lourdes y Amour fou, habla de la manipulación, y no sólo genética. Las maniobras para lograr lo que uno desea son las que pone en tela de juicio la película. La planta se la creó estéril, pero ¿y si el virus utilizado mutó, y se convirtió en patógeno? La planta ¿estaría intentando combatir su infertilidad? El filme también tiene unas cuántas líneas de diálogo y/o sentencias como “La seguridad es más importante que el éxito” que cuestan creerlas, más que nada por la boca de quién salen dichas. Con un diseño de producción destacado, actuaciones medidas y nunca pasadas de rosca, Little Joe: El negocio de la felicidad quizá no deje al espectador así, contento y dichoso, pero lo entretendrá y lo hará pensar por un rato.
La realizadora austríaca Jessica Hausner plantea una gélida ciencia ficción, donde casi todo se desarrolla en un mundo medido y de gestos rituales y respetuosos, en tonalidades pastel, un ambiente pulcro donde parece que nada malo puede suceder. Y esa realización inquieta más cuando irrumpen las consecuencias de una aparente creación genética. Una manipulación que ha logrado una flor capaz de hacer feliz a la gente, que tiene en su aroma “esa hormona definida como olor a madre, que establece el fuerte vínculo de la mujer con su hijo recién nacido.” Algo tan inquietante que ese perfume hace recordar el argumento de la mítica “Invasión of the body snatchers” porque transforma a quienes aspiran lo que ofrece la flor en zombies agradables pero… monstruosos al fin. Y también permite otra lectura de una investigadora tan adicta al trabajo que descuida a su hijo, o la invasión aceptada y consumida de una verdadera marea de medicamentos antidepresivos para adormecer a los humanos y que nunca salgan de su zona de confort. Un film en apariencia demasiado prolijo que oculta lo siniestro con inteligencia.
"Little Joe: el negocio de la felicidad": una pieza de diseño. En el universo de "Little Joe" no hay lugar para sentimientos desbordados, sino que la vida transcurre asordinada por la distancia y la frialdad que rigen las relaciones entre los personajes. Ambientada en algún momento impreciso entre el presente y un futuro cercano pero sin determinar, Little Joe: El negocio de la felicidad se mueve con libertad impredecible sobre los géneros populares, aunque también son inciertas las coordenadas de su ubicación en ese mapa. No es que haga falta que una película sea precisa en ese tipo de filiaciones, pero no está mal tomar nota de su calculada deriva por las matrices de cierto cine de terror avant-garde, de la ciencia ficción distópica e incluso del thriller o del drama familiar de corte clásico. Se trata de un trabajo que por momentos puede resultar tan deslumbrante en el terreno visual -una constante en el cine de la directora austríaca Jessica Hausner- como inquietante a partir del modelo de mundo que propone, pero que al mismo tiempo es capaz de generar desconcierto o impavidez ante las formas que el relato va adoptando en su desarrollo. En el universo de Little Joe no hay lugar para sentimientos desbordados, sino que la vida transcurre asordinada por la distancia y la frialdad que rigen las relaciones entre los personajes. En ese marco, Alice integra un equipo de biólogos que desarrolla un proyecto revolucionario: crear a partir de la manipulación genética una flor que, de ser cuidada con afecto, sería capaz de contagiar una felicidad permanente a quien la posea. La elección del verbo contagiar en la oración anterior no es azarosa. Dicho proyecto no hace más que acentuar la insensibilidad que caracteriza a esa sociedad, que busca una solución externa para resolver esa incapacidad de experimentar emociones intensas y reconocibles. Para dejarlo claro, el guion convierte a Alice en una mujer divorciada, adicta a su profesión y madre de un adolescente, pero incapaz de percibir la diferencia entre los sentimientos que le producen su trabajo y su hijo. En Little Joe ese juego de contrastes también es expuesto de forma gráfica. Se lo reconoce en la oposición que surge, por ejemplo, entre una banda sonora expresionista y excesiva, que todo el tiempo busca impactar la percepción del espectador, y situaciones en las que la tensión se acumula bajo la apatía y el carácter contenido de los personajes. Lo mismo ocurre en el trabajo de arte, que crea una fachada retro futurista colorida y vistosa para transmitir una sensación de esterilidad aséptica. La influencia de películas como La invasión de los usurpadores de cuerpos (1978, Philip Kaufman) e incluso El pueblo de los malditos (1995), de John Carpenter, resulta evidente en varios pasajes y climas que la película propone. Sin embargo Little Joe no consigue generar esa empatía que hacía que el espectador se interesara por el destino de aquellos personajes. En ese sentido, la película produce fuera de la pantalla lo mismo que sus protagonistas sufren en ella: una contagiosa falta de emociones. Una pieza de diseño fría en la que con facilidad se destaca la labor del elenco.
¿EL PRECIO DE LA FELICIDAD? Quienes deseen sumergirse en el témpano estético y temático que transmiten las imágenes de Little Joe: el negocio de la felicidad serán más que bienvenidos. Por su parte, aquellos que no resistan la gelidez de puesta escena, las actuaciones dignas de un congreso de esquimales y el diseño de producción invadiendo cada plano, en contrapartida, abandonarán la propuesta a los pocos minutos. La nueva película de la directora austríaca Jessica Hausner (Amour fou; Lourdes), la primera en inglés, ancla su interés en un grupo de especialistas que desarrolla un planta para inculcarle felicidad a la gente. En medio de experimentos y pruebas varias y un arsenal de guardapolvos médicos, el inicio describe un cuadro de situación, la planificación previa a dar luz a un experimento que tendrá derivaciones insospechadas. Hausner presenta a Alicia (Emily Beecham), responsable de la creación de la planta, y a su hijo Joe (Kit Connor), algo nerd el muchacho, y a un tercer personaje, el inquieto (dentro la estética freezer que impera en el film), Chris (Ben Whishaw), quien trabaja en la oficina-laboratorio y está enamorado de la doctora separada de su esposo. Algunas cuestiones extrañas comienzan a suceder y a ocurrirles a algunos personajes debido a que huelen el polen de la susodicha plantita: modificación de comportamientos, un perrito medio alterado, preguntas sin responder, planteos en la oficina laboral repleta de especialistas y Alicia como centro operativo del relato sospechando que algo hizo mal y que ella es la responsable. Para colmo, la planta (que no es carnívora, aclaro) ahora está en su casa y Joe anda por ahí y el joven también se sentirá atraído por la novedad. Es innegable que Little Joe: el precio de la felicidad escarba en clásicos de los viejos tiempos adheridos a la ciencia ficción paranoica o no (Usurpadores de cuerpos y El pueblo de los malditos y sus correspondientes remakes a cargo de Philip Kaufman, John Carpenter y Abel Ferrara) transmitiendo esa bienvenida incomodidad de que algo extraño ocurre en determinados ambientes legitimados y reglamentados por la sociedad. En contraste a esas invocaciones cinéfilas, la puesta en escena remite a la gelidez expositiva de los títulos más extremos (Alps; Kinetta; Canino) del cineasta griego Yorgos Lanthimos. En esa combinación de cita cinéfila y puesta al día de un cineasta prestigioso como es el responsable de Langosta y El sacrificio del ciervo sagrado, la propuesta de Jessica Hausner pierde interés o, todo caso, resuelve su trama a través de la imposición del diseño de producción y de la construcción de ambientes (el laboratorio, la casa de Alicia y Joe) que transmiten poco y nada al espectador. En Little Joe: el precio de la felicidad el envoltorio visual prevalece por encima de la puesta en escena. Y desde ahí la película se convierte en una visita inestable por un frigorífico de primer nivel. Y solo eso que es bastante poco.
Extraña coproducción entre Austria y Gran Bretaña, mezcla de drama con ciencia ficción y terror, pero dentro de los códigos estéticos más estilizados del género al estilo del cine europeo de terror psicológico de los setenta. La película sigue a Alice, una madre soltera que cría plantas experimentales en una empresa que busca desarrollar nuevas especies. Ella es la responsable del exitoso último diseño de su compañía: una bella planta de gran valor terapéutico: si se encuentra en las condiciones óptimas, garantiza a quien la tenga, una sensación de felicidad. Pero un día, Alice decide ir en contra de las normas de su empresa y lleva una planta a Joe, su hijo. Esa planta que lleva a su hogar recibe el nombre de Little Joe. Ese será el comienzo de una pesadilla. Pronto descubrirá ella y todo su equipo que las plantas no producen el efecto que ellos creen y la transformación de personalidad que sufren las personas que están en contacto con ellas las vuelve irreconocibles, incluso para sus seres queridos. Una especie de body snatchers sin efectos visuales que apuesta más a lo psicológico que al horror puro. Una dirección de arte que juega con los colores y las formas, en un entorno siempre frío y deshumanizado. En teoría todo interesante pero con un resultado al que le falta algo de fuerza para mantener el suspenso y la tensión.
Entendida como una parábola sobre la paranoia a una posible invasión comunista a Estados Unidos, La invasión de los usurpadores de cuerpos -dirigida por Don Siegel y estrenada en pleno macartismo- narra la historia de un médico de una pequeña ciudad que descubre que sus habitantes están siendo sustituidos por duplicados perfectos que, de hecho, son seres del espacio exterior que no tienen emociones. Es esta desafectivización lo que los delata, aunque casi nadie se dé cuenta, y justamente por eso son tan peligrosos. Sin ser una remake del clásico de ciencia ficción de Siegel de 1956, Little Joe, de Jessica Hausner, tiene una premisa similar, aunque adaptada a nuestros tiempos de capitalismo tardío. Seguramente por eso se siente como más cercana, más urgente. Alice una científica que trabaja para una compañía de ingeniería biológica en el cultivo y cosecha de plantas diseñadas genéticamente. Little Joe es su última creación, una planta que funcionaría como antidepresivo natural, brindando una sensación de bienestar general que se parece mucho a eso llamado felicidad. Ya se sabe que la felicidad es inasible, cuando no elusiva. No debería sorprender, entonces, que nada salga como fue planeado. Quienes entran en contacto con el polen de la planta – un perro, algunos científicos, dos adolescentes- se transforman en Otros, de apariencia idéntica a quienes ellos eran antes, pero sin afectividad alguna. Su único interés es proteger la planta. Pero, Little Joe sugiere que ahora no se trata de Otros que pueden despojarnos de nuestro ser, sino somos nosotros mismos los que hemos perdido nuestra identidad. Nuestros vínculos ya no nos conmueven, en cambio nos agotan. Nuestra humanidad está aplanada, pero ni lo notamos. Nuestro ser está alienado y nos hemos acostumbramos. No hay nada que reemplazar si lo único que hay es vacío. Aún así, no estaría de más borrar los pocos sentimientos que quedan. No sorprende, entonces, que lo que más le importa a Alice sea su trabajo. Si bien trata de conectar con su hijo adolescente, Joe, el vínculo madre-hijo está casi inerte. Tampoco a Joe parecen importarle mucho los afectos. Inertes también están las relaciones entre los otros personajes. Robóticos y cerebrales, distantes aunque estén bien cerca, solamente muestran entusiasmo por la planta, a la que no por casualidad Alice le puso el nombre de Little Joe. Más que una búsqueda individual, aquí la felicidad es una obligatoriedad colectiva. Un estado del ser que se transforma en un mandato deseado. Casi nadie cuestiona su carácter antinatural. Incluso cuando una colega de Alice percibe que algo extraño está pasando, su disrupción es neutralizada sin agresión alguna. La violencia ya no es necesaria para sofocar la disidencia. Todo es muy civilizado. Little Joe sugiere, también, que lo que Alice vive como real podría ser el producto de sus miedos más profundos, que están más vivos que ella misma. ¿O son sus miedos los que, precisamente, le permiten ver más y mejor? Entendida como un drama existencial, Little Joe es lacerante. Su naturaleza distópica nos asusta. No por nada el terror – invisible, intangible- está tan presente. Pensada como un thriller futurista en tiempo presente, todo este escenario es todavía más desalentador. No podría ser de otro modo. Estos son los tiempos en los que nos toca vivir.
Jessica Hausner es una directora austriaca que en las últimas décadas se convirtió en una figura familiar del Festival de cine de Cannes, donde obtuvo reconocimiento internacional con una filmografía centrada principalmente en el drama. Little Joe representa una inusual incursión en el cine de género donde intentó explorar el thriller de horror psicológico con algunos tintes de ciencia ficción. La premisa en un comienzo es interesante y juega con elementos de La tiendita del horror y La invasión de los usurpadores de cuerpo. En algún momento se filtra también alguna referencia a la remake de The Village of the Dammed de John Carpenter. Emily Beecham, recordada por Hail Caesar! (de los hermanos Coen) encarna a una científica que cultiva una planta alterada genéticamente, cuyo polen puede generar felicidad al alterar los sentimientos auténticos. El experimento sin embargo no resulta tan bien y se vuelve un problema cuando la protagonista se lleva la planta del laboratorio para hacerle un regalo a su hijo. A partir de esa premisa el relato de Hausner tiene la intención de elaborar una propuesta de terror que no se enfoca en el gore o los jumpscares constantes, sino en la construcción de atmósferas inquietantes. Algo que consigue en ocasiones a través de la colorida y gélida ambientación que rodea a los personajes y la música del compositor japonés Teiji Ito, centrada en melodías asiáticas. Lamentablemente la narración tediosa de la directora atenta contra cualquier posibilidad de gestar momentos notables de suspenso y el visionado se vuelve monótono por la simple razón que cuesta conectarse con los personajes y el conflicto. Tampoco ayuda un argumento caótico que intenta abarcar demasiadas temáticas a la vez sin profundizar en ninguna de ellas. Little Joe tiene la pretensión de plantear una reflexión sobre la emancipación femenina, la salud mental, la alienación social y una crítica a la industria de los antidepresivos que no aporta nada sustancial. Desde los aspectos técnicos no se le puede objetar nada y la labor del reparto es correcta, sin embargo la narración carece de intensidad y no ofrece nada interesante con un concepto familiar que tiene mejores antecedentes.
El terror científico de Jessica Hausner "Little Joe" (2019) , nueva película de la austríaca Jessica Hausner, la directora de las muy logradas "Lourdes" (2009) y "Amour fou" (2014), se mete con el género del terror científico a través del tema de las mutaciones genéticas. Hay una manera despojada (¿austríaca?) de narrar, de encontrar espacios gélidos, de que los actores desgranen las líneas de diálogo que da lugar a una construcción que resulta perfecta para el misterio (a veces, incluso, el horro) y, por la particularidad de esos tiempos, también el humor. Eso se notaba en Lourdes, donde la visión de los ritos religiosos intrigaba tanto como movía a la risa; y más aún en Amour fou donde la impronta romántica, en la que el amor no era realmente verdadero si no culminaba en la muerte de los amantes, era tan trágica como cómica. Little Joe se acerca a la ciencia ficción, donde las alquimias de las modificaciones genéticas pueden ser el campo propicio para imaginar la creación de una flor capaz de hacer feliz a la gente. El juego que se propone coquetea alternativamente con la posibilidad de que esos vegetales modifiquen o puedan controlar de algún modo a los seres humanos (con algo de body snatchers) o que se trate de una construcción paranoide de la protagonista (work-a-holic que poca atención presta a su hijo y que puede ser que se invente esa excusa para ocultar esa conducta). El clima inquieta, y aunque esta película está un poco por debajo de las antes referidas de esta realizadora, el resultado es prometedor.
Esta es una película de terror calculada para que los efectos más típicos del género no se hagan presentes. Tiene un diseño de imagen perfectamente dibujado, un tono realista que evita estridencias, un uso del color y de la luz preciosista, una banda sonora casi minimalista. “Stylish”, diría un estadounidense, y todo eso tiende al exhibicionismo, al “mirá mamá, filmo sin manos” de muchos directores que creen que el diseño está por encima del relato. Pero en este caso, ambas cosas se retroalimentan y generan un cuento extraño que parece la versión Kiarostami/Claire Denis/Lars Von Trier de La tiendita del horror: una planta creada genéticamente que expele oxitocina y crea una sensación similar a la felicidad es en realidad algo monstruoso. Pero le aseguramos: hay más que la anécdota y es de los films que nos deja pensando en él.
Aromas de alegría En un futuro cercano que bien puede ser nuestro presente de manipulaciones genéticas, un grupo de científicos investiga en un laboratorio hidropónico cómo mejorar la resistencia y las propiedades de las flores para presentar los resultados en una feria floral con vistas a la aprobación y comercialización de las nuevas plantas creadas artificialmente en el aséptico y frío recinto empresarial. La realizadora austríaca Jessica Hausner intenta aquí una operación difícil con resultado contradictorio, narrar el intento de supervivencia y reproducción de una planta manipulada genéticamente a partir del comportamiento de los sujetos humanos infectados por un aroma que libera oxitocina del hipotálamo, una hormona que genera sensaciones de placer y se asocia con la formación de vínculos emocionales. En Little Joe (2019) dos equipos compiten en un laboratorio por crear una planta que sobreviva al abandono y la desnutrición producto del descuido de las personas por su trabajo o su ausencia durante el período vacacional. Utilizando un agente infeccioso virósico prohibido en la manipulación genética de plantas, Alice (Emily Beecham), una brillante científica adicta al trabajo y apasionada por la investigación y los descubrimientos científicos, y su compañero de laboratorio, Chris (Ben Whishaw), logran una planta que con unos exigentes e inusuales cuidados es capaz de hacer felices a las personas. La planta termina matando a la cría de la otra dupla científica, compuesta por Bella (Kerry Fox) y Karl (David Wilmot), e infectando al perrito de Bella, Bello, y al compañero de Alice, Chris, y después a su hijo, Joe (Kit Connor). Bella es la primera en detectar los cambios en el comportamiento de los infectados, por lo que sacrifica a su amado compañero canino, pero Alice es reluctante en un comienzo a creer en la capacidad virósica de su invención. Los cambios en su hijo, Joe, y finalmente en todo su entorno hacen que las teorías elaboradas por Bella sean cada vez más plausibles y que Alice comience a ver la realidad a partir de las descabelladas teorías de Bella. El guión de Jessica Hausner y Géraldine Bajard trabaja sobre la interesante posibilidad de que una investigación científica para manipular genéticamente la utilidad de las plantas termine alterando a toda la vida en el planeta, una chance cierta que remite a los cambios que cualquier técnica y tecnología introducen sobre el comportamiento humano, una indagación sobre hasta dónde las extensiones que creamos para ampliar nuestras capacidades no manipulan nuestra esencia, transformándonos y convirtiéndonos en esclavos de aquello que creamos, compramos y/o consumimos, una metáfora del febril sujeto consumista -cautivo de sus pertenencias, servicios y experiencias- que surge como consecuencia del nuevo capitalismo de consumo desenfrenado. Con un tono de terror expresado en escenas de suspenso y una banda sonora de resonancias cacofónicas que incluyen aullidos y ecos percusivos, el film crea escenas con un gran cuidado artístico, frías, esterilizadas, de ambientes minimalistas que remiten a un presente prístino donde todo brilla por su pulcritud insípida e inodora. La clave del film no está solamente en su argumento sino es sus detalles, en una mirada sobre la sociedad que funciona como un espejo para que el espectador se mida a sí mismo. Little Joe discurre sobre familias que no cocinan, que solo piden comida a domicilio, que han olvidado los rituales familiares, que viven para su trabajo, que lo único que les queda son sus mascotas o su soledad, personas que les cuesta pensar y asumir su vida fuera del ámbito laboral. También hay un análisis sobre la relación de la investigación con el mercado, acerca de la aproximación del enfoque científico hacia productos o servicios que puedan ser canalizados a través de las corporaciones. Otro tema importante del film es que revela cómo nos hemos convertido en sujetos complacientes, que no cuestionan nada, que solo buscan el placer inmediato y que ven al que discute el sentido y la misión como un agorero o alguien no comprometido con la meta. La flor viene a convertir ese enojo en una alegría permanente, la felicidad de servir, de tener un sentido, eliminando la frustración y las sensaciones negativas que causan dolor, una visión tan aciaga como real de una sociedad cada vez más adormecida en su capacidad de rebelarse ante las normas establecidas y de oponerse a las condiciones cada vez más opresivas que el poder impone aceleradamente. Little Joe es una película fallida, demasiado reiterativa, con escenas redundantes que podrían ser resumidas sin afectar la comprensión de la trama y que no termina de abordar cabalmente todas las posibilidades que la premisa abre y que a su vez ya estaban presentes en trabajos superiores como The Little Shop of Horrors (1960), de Roger Corman, Invasion of the Body Snatchers (1956), de Don Siegel, y The Happening (2008), de M. Night Shyamalan. Por otra parte, la propuesta elige un camino inusual, muy valiente, abordando la historia desde un argumento evolutivo, sin sobresaltos, sin avances significativos, con escenas típicas de la vida real, cotidianas, de discursos paranoicos o competitivos que son rápidamente desestimados. A pesar de todos los problemas, Hausner construye aquí una película con muchos matices para pensar acerca de la sociedad que estamos construyendo, en los productos químicamente alterados que consumidos y sus consecuencias imprevisibles, alertando sobre los cambios que los avances tecnológicos pueden producir en nuestro entorno y nuestro comportamiento si seguimos en este camino de intentar doblegar por la fuerza a la naturaleza en base a nuestros caprichos.
Curioso por donde se la mire, el primer film en inglés de la directora austríaca de notables títulos como «Lourdes» o «Amour Four» juega con entre el suspenso y el drama psicológico. Película curiosa por donde se la mire, LITTLE JOE, el primer film en inglés de la directora austríaca de notables títulos como LOURDES o AMOUR FOU juega con el suspenso y el misterio cuando en realidad se trata más que nada de un drama psicológico. De hecho, mirada desde un cierto ángulo un poco cínico, podría hasta pensarse en que en realidad es una comedia. Es que el tono frontal que maneja, el tipo de actuaciones tiesas y de lenguaje formal descolocan rápidamente al espectador que espera el prometido thriller sobre plantas asesinas. Es otra cosa y hay que acomodarse de entrada. Lo que también queda en evidencia es que una película austríaca de punta a punta. Por más que se hable en inglés y la acción transcurra en Inglaterra, la sequedad de los actores y la incomodidad que genera la propuesta remite al de cierto cine de autor de ese país, como también a algunas cosas de Yorgos Lanthimos y el nuevo cine griego. Pero pese a esas posibles referencias formales (otros han visto cosas de David Lynch, Stanley Kubrick o David Cronenberg, pero para mí son más lejanas), LITTLE JOE me hizo recordar temáticamente mucho a SAFE, de Todd Haynes, que también apostaba por un tono distante y clínico para contar la historia de lo que puede ser (o no) una enfermedad contagiosa generada por una planta mutante. O algo así. Lo bizarro de la propuesta está explicado de entrada. Un grupo de especialistas que trabaja en Planthouse Biotechnologies desarrolla una planta modificada genéticamente cuyo objetivo es darle felicidad a la gente. Trabajan para que las personas compren una plantita roja que, si se le habla y se la riega y se la quiere, hará que su dueño sea más feliz por el aroma que desprenderá. El planteo –y las fallas iniciales posibles del plan– hacen imaginar que esto irá yendo hacia el terror, que pronto las plantas se cobrarán las vidas de todos los que las riegan, pero no es así. O al menos no lo es de la forma imaginada. Uno podría pensar también en la planta en cuestión, la «Little Joe» del título, como pura metáfora acerca de las medicinas tipo Prozac, de los cambios que se producen en las personas que creemos conocer, de los miedos de la maternidad y la educación y, principalmente, el temor a la felicidad. Alicia (Emily Beecham) es la principal responsable de esta plantita curiosa y la madre de Joe, un preadolescente que está un poco fastidiado porque ella le dedica más tiempo al riego que a él. Joe le dice que quiere irse a vivir con su padre, quien reside en medio del campo, pero ella no quiere saber nada con la idea. O al menos no se anima a aceptar la posibilidad. En la oficina también está Chris (Ben Whishaw), que trabaja para Alicia y está también enamorado de ella. Y allí hay otra serie de personajes peculiares, una de ellas una mujer que viene de atravesar una severa depresión y anda todo el día con un perro. El oler la planta, supuestamente, empieza a modificar los hábitos y el ánimo de los protagonistas. El primero en caer, de hecho, es el perro en cuestión, que para su dueña pasa de un día a otro a volverse irreconocible tras inhalar lo que larga la florcita. Pero luego todos empiezan, de una u otra manera, a cambiar. Menos Alicia, aparentemente, que empieza a sospechar que su invento quizás tenga consecuencias peligrosas. Hausner utiliza un planteo narrativa propio de películas como LA INVASION DE LOS USURPADORES DE CUERPOS para jugar dentro del terreno del drama psicológico. ¿Joe cambia porque olió la plantita o porque se está volviendo adolescente y es lógico que cambie y que su madre «no lo reconozca», como ella misma le dice a su psicóloga? ¿Chris se ríe excesivamente e intenta besarla también por el perfume en cuestión o porque está enamorado de la chica? ¿Qué es lo que está sucediendo allí? Durante buena parte del relato todo parece bastante simple y banal, tanto en lo narrativo como en lo metafórico, a punto que parece casi ridículo que Alicia no se de cuenta que lo que sucede alrededor suyo es absolutamente humano y normal. Pero en algún momento Hausner no solo empieza a sembrar dudas sobre la actividad de «Little Joe» sino a poner el ojo en la propia protagonista y sus problemas. Acaso el conflicto no sea que todos cambien sino que ella no pueda o no sepa cómo hacerlo. LITTLE JOE se empieza a adentrar en un territorio más interesante acaso demasiado tarde. La impresión que queda es que la película empieza a girar sobre otras preguntas –el miedo a la felicidad, digamos– en un momento algo tardío del relato, cuando uno empieza a cansarse de esos dos conflictos que parecen evidentes en la vida de la mujer y de esa suerte de sistema de diálogos estilizados y repetitivos. No me queda muy claro todavía si eso alcanza a «salvar» a esa primera hora algo reiterativa de la película pero sí, es cierto, la convierte en otra cosa que seguramente irá creciendo con el tiempo. Es una rareza que amerita ser vista más de una vez.
La directora y guionista austríaca Jessica Hausner concibe -en cooperación junto a la también directora Géraldine Bajard- un libreto brutal, una gran alegoría que permite múltiples lecturas sobre qué está ocurriendo, con qué consecuencias y a qué refiere la historia en su totalidad.