Correrse del epicentro del poder militar y abordar la dictadura desde sus actores laterales (la complicidad de la sociedad civil, el rol de la Iglesia, el arrepentimiento de los mandos medios) es el hilo conductor de los tres documentales de la chilena Marcela Said. Ahora, en su segunda película de ficción, la directora arriesga una hipótesis que coloca a los militares como meros títeres del poder económico durante el periodo pinochetista (y cómo los representantes de esta burguesía tienen la facilidad de desentenderse de su pasado).
Los perros, de Marcela Said Por Hugo F. Sanchez La complicidad de la sociedad civil con las dictaduras en Latinoamérica es una de las cuentas pendientes con el pasado de muchos países de este lado del mundo y en general, el cine trató la problemática de manera oblicua, urgido la mayoría de las veces por dar testimonio de las atrocidades de los regímenes que abordaban. Luego de El verano de los peces voladores, el segundo largo de ficción de Marcela Said centra su mirada específicamente en la cuestión, a partir del retrato de una mujer, miembro de una familia acomodada, casada con una hombre de negocios argentino, que es testigo de la investigación que lleva adelante la policía sobre su profesor de equitación, un ex militar pinochetista quien sabe que finalmente acabará en la cárcel. Marcela (formidable Antonia Zegres) toma clases de equitación conoce a Juan (Alfredo Castro) y a la par que va desenredando la historia del coronel retirado, crece su fascinación por el siniestro personaje, sin ningún elemento para determinar que el interés se asiente en alguna clase de conciencia del sangriento pasado reciente, sino más cerca de la excitación/capricho de alguien que reclama atención y que siempre, pero siempre, tuvo la posibilidad de concretar cada uno de los deseos. La protagonista, sin que se le conozca ocupación, oscila entre el tedio, su amor a los animales, la rebeldía de quien se sabe que siempre tendrá una red de contención, la condescendencia de su padre empresario (Alfredo Sieveking), el cuasi desprecio de su marido (Rafael Spregelburd) y el machismo que en general pauta su vida y el de las mujeres que la rodean. Una serie de hechos menores dan cuenta de la violencia latente que atraviesa a todas las capas que se decide mostrar en pantalla y también la que se sugiere el fuera de campo, tanto como la reciente dictadura pinochetista. Presentada en la Semana de la Crítica en Cannes y luego en el Festival de San Sebastián donde ganó en la sección Horizontes Latinos, lo que queda en claro es que el film de Marcela Said es una descarnada mirada sobre el estado actual de las cosas en la sociedad chilena y que el relato, más allá de su potencia, se asienta decididamente sobre la ambigüedad y el excepcional trabajo de Antonia Zegres -bien acompañada por Castro y Sieveking-, aunque hay que señalar que lo más interesante del film es ese micromundo de clase alta y su interrelación con el mundo, en tanto el tema de las secuelas de la dictadura transcurre por los carriles esperables, sin sorpresas de este lado de la cordillera, en donde los años de plomo tuvieron y tienen una lugar preponderante en el cine. LOS PERROS Los perros. Chile/Francia/Argentina/Alemania/Portugal, 2017. Guión y dirección: Marcela Said. Intérpretes: Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alfredo Sieveking, Elvis Fuentes, Rafael Spregelburd y Juana Viale. Fotografía: Georges Lechaptois. Edición: Jean de Certeau. Sonido: Leandro de Loredo. Dirección de arte: Zimon Briceno. Distribuidora: Aura Films. Duración: 100 minutos.
El que calla otorga En Los Perros (2017), reciente ganadora de Horizontes Latinos en el 65 San Sebastián, la directora chilena Marcela Said (El verano de los peces voladores, 2013) aborda un tema controvertido como la complicidad civil durante la dictadura pinochetista que gobernó al país trasandino. Mariana (Antonia Zegers) es una cuarentona de clase aristocrática, amante de los perros, casada con un abogado argentino (Rafael Spregelburd), que comienza a tomar clases de equitación mientras se somete a un proceso de fertilidad. A medida que las clases avanzan descubrirá que su profesor (excelente Alfredo Castro), un ex coronel con quien mantiene una relación ambigua teñida de cierta fascinación, está fuertemente comprometido con la desaparición de personas durante el periodo que el régimen gobernó el país, de la misma manera que su familia enriquecida gracias a los negocios realizados con los militares. Said presenta una suerte de continuación de El mocito (2011), documental que focalizaba en un agente de la dictadura encargado de servir café durante las secciones de tortura. Ahora, desde la ficción, vuelve sobre el tema pero desde el lado de las complicidades civiles que por un lado cuestionan los hechos pero por el otro son cómplices de las acciones que se realizaron. Los Perros es una película incomoda y para nada condescendiente, que interpela al espectador, más allá de la generación a la que pertenezca, responsabilizándolo de la actitud que toma frente a hechos que suceden frente a sus narices, de los cuales toma conocimiento directa o indirectamente, pero mantiene una actitud pasiva, de no meterse mientras a uno no lo manche y pueda sacar un provecho. Retrata la hipocrecía humana en todas sus facetas. El cine chileno, cuyo abordaje de la dictadura pinochetista es dispar y no demasiado transitado, ofrece un relato donde sienta en el mismo banquillo de los acusados a militares y a civiles, a gobernantes y al pueblo, a todos aquellos que de alguna u otra manera colaboraron con hechos o desde el silencio a que la atrocidad se apoderara de un país, una región y todo un continente. Callando sin cuestionar mientras les era conveniente.
Curiosamente Marcela Said genera un discurso sólido sobre la revisión de la complicidad de la sociedad en la última dictadura en el vecino país de Chile. Una mujer que calla y que posibilita la construcción de una película necesaria para seguir pensando temas pendientes en nuestras sociedades.
Diatriba contra una clase dominante. Si de algo no hace gala Los perros, segundo largometraje de ficción de la chilena Marcela Said luego de El verano de los peces voladores (2013), es del poder de la sutileza. Tampoco es que le interese demasiado hacerlo: esta nueva investigación sobre la etapa más oscura del pasado reciente en la vida política y social de Chile quiere dejar las cosas bien claras y, en el camino, corre el riesgo de amputar la posibilidad de la reflexión por parte del espectador. El documental El mocito (2011), también dirigido por Said, giraba alrededor de un tal Jorgelino, agente de la DINA que solía servir el café durante las sesiones de tortura en un centro de detención, y lograba transmitir con fuerza, a partir del más estricto registro de realidades presentes y pasadas, el horror del entramado de represión y muerte que ahogó a la sociedad chilena (y a la latinoamericana en general) décadas atrás. Las particularidades de la dictadura en el país vecino, que se extendió hasta el año 1990, son diferentes en muchos sentidos al caso argentino, y la historia central de Los perros no hace más que exponerlo indirectamente, aunque al mismo tiempo sea precisamente el énfasis en ciertos rasgos del carácter y la clase social a la que pertenece su personaje central el que termina empujando al film en las aguas de la alegoría. Mariana (Antonia Zegers, la hermana religiosa de El club, de Pablo Larraín) tiene 42 años, está casada con un arquitecto argentino (Rafael Spregelburd) y es hija de un encumbrado empresario. Los días de Mariana incluyen el gerenciamiento de una galería de arte, las inyecciones de hormonas que podrían propiciarle un embarazo deseado y las clases de equitación que ha comenzado a tomar con un ex coronel devenido profesor (Alfredo Castro, figura clave en el cine de Larraín, comenzando por su Tony Manero). Si fuese argentina, Mariana sería una típica “rubia concheta”: hija de papá, sin problemas económicos de índole alguna, aburrida casi de su propia existencia. El carácter caprichoso de su personalidad es puesto de relieve en infinidad de ocasiones por el guion, quizás como preparación ante lo que sobrevendrá: el comienzo de una relación cada vez más íntima con el Coronel Juan, de quien comenzará a conocerse un turbio pasado ligado al aparato represivo del estado durante los años de Pinochet, que bien podría describirse como progresivamente perversa, en términos estrictamente psicoanalíticos. La realizadora posee un notable ojo para lograr encuadres opresivos –incluso en planos al aire libre– y la fotografía scope del francés Georges Lechaptois escapa a cualquier clase de academicismo. El ritmo narrativo, por otro lado, es sostenido, e incluso por momentos sobrevuela algo cercano al suspenso. Pero no hay casi nada que fuera inferirse fuera del cuadro y es el relato en sí mismo el que comienza a respirar cada vez menos al acercarse a su nudo central. La aparente rebeldía de Mariana ante los suyos (su marido, esencialmente; su padre, en mucha menor medida) derivará previsiblemente en un nuevo ejemplo de ocultamiento de ciertas verdades, en el fortalecimiento de un statu quo que, siempre según la película, continúa presente de manera excluyente en las elites chilenas. Es esa aspiración de universalidad y la caracterización –por momentos, cercana a la caricatura– del peldaño social al que pertenece Mariana el que termina alejando a Los perros del terreno de la reflexión por medios cinematográficos y acercándolo al de la diatriba. Cerca del final, el entierro de la mascota de Mariana se transforma en una parodia de las prácticas católicas, otra de las tantas metáforas de una película que hace de canes y equinos las víctimas perfectas de la simbología social. Curiosamente, el deseo de fustigar ejemplarmente a los personajes se acerca bastante a la idea de flagelación religiosa.
Tras su estreno en la Semana de la Crítica del último Festival de Cannes, llega a los cines argentinos esta segunda película de ficción de la directora de El verano de los peces voladores. Reconozco una dificultad central con muchos films chilenos sobre la dictadura, especialmente los de ficción. A diferencia del cine argentino (o de la Argentina en general), la sociedad chilena ha sido mucho más ambigua y menos determinada a la hora de juzgar los crímenes de la época de Pinochet. Y varias películas de hoy –en las que miembros de la alta sociedad, cuyos familiares fueron cómplices y parte de ese gobierno, descubren esas conexiones– me resultan un tanto viejas y algo banales, como si estuviera viendo remakes de La historia oficial, hecha aquí menos de dos años después del fin de la dictadura, en 1985. Aceptando esas diferencias –a las que hay que sumar que buena parte de la clase alta chilena sigue defendiendo algunas o muchas de las cosas que se hicieron durante la dictadura y que el sistema económico neoliberal en extremo no cambió demasiado–, Los perros plantea una situación clásica, ligada al descubrimiento que una mujer (Antonia Zegers) hace respecto al rol no solo de su familia sino también de buena parte del universo que la rodea en esa criminal etapa del país. Si bien cuesta creer que a casi tres décadas de la caída de Pinochet haya gente de 40 años que no sepa mucho lo que pasó en esos aciagos tiempos, esta joven altiva, orgullosa y un tanto insoportable entra en una relación casi perversa de maestro-alumna con un profesor de equitación cuyo pasado ligado a crímenes de la dictadura es, por decirlo suavemente, más que dudoso. Pero más que ponerse en investigadora, a Mariana la situación parece fascinarla, llevándola a alejarse de su marido para flirtear con el veterano y denunciado ex militar (Alfredo Castro), entre otras personas. Se ve que meterse a lidiar con la dictadura, de algún modo, la excita. El juego, un tanto perverso y a la vez bastante banal, intenta subrayar la ceguera de la clase alta chilena respecto a los crímenes cometidos en su país. El tema no necesita una película para ser entendido, ya que es bastante evidente. Si lo necesitara, de todos modos, la película no sería esta sino algo más parecido a El pacto de Adriana que pone en conflicto de forma más honesta y menos forzada una similar situación de tardío descubrimiento. La película de Said quiere jugar con los límites y reglas que la clase alta chilena ha roto y sigue rompiendo –empezando por las evidentes y casi caricaturescas negaciones, que incluyen estereotipados personajes de la clase alta argentina, como el que sobreactúa Rafael Spregelburd–, pero se queda a mitad de camino en un juego pícaro que es más trivial que provocativo.
Ecos de la dictadura chilena Exhibido en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, este segundo largometraje de ficción de la chilena Marcela Said nació gracias a su encuentro con Juan Morales, un ex coronel implicado en la represión durante la dictadura de Augusto Pinochet y dedicado en ese momento a las clases de equitación. Said preparaba entonces El mocito, un notable documental sobre un colaborador de la DINA, la implacable policía política del régimen. Mariana, la protagonista de Los perros (intensa y comprometida interpretación de Antonia Zegers), está claramente insatisfecha: su matrimonio con un argentino (Rafael Spregelburd) está en crisis, padece un invasivo tratamiento de fertilidad y es presionada por su padre para avalar algunas decisiones relacionadas con una empresa familiar con las que no acuerda del todo. Su vía de escape será justamente el vínculo que establece con su profesor de equitación, un militar retirado que espera una sentencia por su responsabilidad en crímenes de lesa humanidad. La película apunta a la reflexión crítica sobre un largo período de oscuridad de la historia chilena (Augusto Pinochet llegó al poder en 1973 y recién lo abandonó en 1990), con el foco puesto en la explícita complicidad civil, muy pronunciada en las clases acomodadas del país vecino y componente clave para entender aquella tragedia cuyos ecos aún no terminan de apagarse.
Los cómplices El segundo largometraje de la realizadora chilena Marcela Said narra la relación entre una mujer de cuarenta y dos años, hija de un empresario chileno cómplice de los crímenes de la dictadura de Augusto Pinochet, y un ex coronel acusado de delitos de lesa humanidad en el país transandino. En medio de las investigaciones por los asesinatos y las desapariciones de militantes políticos durante la dictadura chilena que derrocó al gobierno democrático de Salvador Allende en una operación fraguada por los militares, las clases altas chilenas y los servicios de inteligencia norteamericanos, Mariana (Antonia Zegers) se entera de que su profesor de equitación, Juan (Alfredo Castro) está acusado de haber participado en el asesinato de varios militantes políticos durante la década del setenta. En una mezcla de investigación y juego erótico, Mariana entabla una relación amorosa con el ex coronel pero también coquetea con el fiscal que lo investiga mientras realiza un tratamiento in vitro para quedar embarazada junto a su marido argentino, Pedro (Rafael Spregelburd), que se desentiende de la situación por la que su esposa está pasando. El film narra a través de esta historia la confrontación de la generación post dictadura con el dilema de la herencia genocida pinochetista en medio de una demanda generalizada de los organismos de derechos humanos por memoria, verdad y justicia en Chile, reflejo de la lucha por las mismas consignas en Argentina. La analogía y las diferencias entre ambas dictaduras criminales y los cambios ideológicos y sociales con el presente son establecidas en el propio guión de forma sutil pero categórica en algunos diálogos importantes que deconstruyen la ideología de las clases altas en Chile. Con excelentes actuaciones Los Perros (2017) relata un drama social, amoroso y ético en el que la protagonista debe procesar la falta de arrepentimiento, la soberbia y toda la carga ideológica de los genocidas y sus cómplices con los que creció y convivió. Said crea de esta manera un texto cargado de gestos y miradas con diálogos parcos que provocan para empujar a los personajes hacía los límites de sus argumentaciones y a ese lugar de la memoria donde habita el recuerdo de las víctimas. La película de Marcela Said también se destaca por su emotiva fotografía a cargo de Georges Lechaptois, que apuntala el enfoque de confrontación intima propuesto por el guión. Los Perros indaga así sobre los cambios de una clase social que se debe enfrentar con su pasado para condenarlo, exorcizarlo o defenderlo, y la directora pone estas fuerzas en juego para exponer las alternativas y el contexto en el que la lucha por el respeto de los derechos humanos y la búsqueda de la memoria, la verdad y la justicia discurren en Chile.
Mientras las derechas, aparentemente moderadas, van tomando forma en Latinoamérica y los discursos reivindicadores de los gobiernos militares empiezan a resurgir, llega la película Los perros, de Marcela Said, que muestra un recorte duro, crítico y realista de la clase alta chilena y su compleja relación con la dictadura de Pinochet. Mariana es una mujer chilena de familia muy acomodada. Tiene un lugar en el directorio de la empresa de su padre, aunque parece que la cadena de mando machista no la considera importante en sus funciones. Caprichosa y con avidez de confrontar, se enfrenta a todos los hombres de su entorno, con la excepción de su profesor de equitación, quien no parece amedrentarse por su carácter o posición social. No pasará mucho para que Mariana se entere de la verdadera naturaleza de la personalidad de él: es un ex militar, bajo cuyas órdenes desaparecieron muchos chilenos. Mariana parece entonces enfrentarse a una dicotomía entre lo que ella considera que debe hacer y lo que su personalidad le dicta que quiere. Aunque de todo su entorno, a nadie más parece importarle lo que ella desee. Intenso y provocativo, el guion no le ahorra conflictos al espectador. ¿Qué hizo este personaje que tanto la atrae? ¿De qué es culpable? ¿De qué se arrepiente y de qué no? A través del choque de estas dos generaciones vemos reflejado un país dividido en su opinión política y social. Los conflictos de intereses, los empresarios cómplices orgullosos del genocidio y los civiles ávidos de justificar lo que sea. Todo el panorama de la más vulgar de las derechas, incluso los personajes argentinos en la película, dejan entrever sus conveniencias políticas en el tema de la violación de los derechos humanos en las dictaduras latinoamericanas. Elogio aparte para las actuaciones de Antonia Zegers y Alfredo Castro. Ni una mirada ni un gesto de más. Todo lo que hay que construir de estos dos enigmáticos y controversiales personajes pasa por dentro, son complejos pero entendibles y la química entre ellos está muy bien lograda.
Antes que un film sobre la dictadura chilena o sus reverberancias, Los perros es un film sobre una mujer, Mariana, que entra a la madurez de la vida, entre otras cosas, con el último intento de ser madre a través de un tratamiento de fertilidad. No se la nota muy feliz con esto y se rebelará por cierto. Como no se la nota muy feliz con nada, en realidad. - Publicidad - Es hija de un poderoso hombre de la sociedad chilena (detrás del nombre de La Forestal uno imagina temas sociales de todo tipo) y maneja una galería de arte. Al comienzo, las tomas fotográficas de las máscaras monstruosas previene algunas de las cosas que vendrán. Habrá tres menciones a esta actividad artística de Mariana: esa primera escena, la exposición de las fotos y la compra caprichosa de una escultura de un perro a un artista en medio de una fiesta trash. Los perros reales, tal vez de los que hable el título, son dos: en la primera parte, un mestizo que es amenazado por su vecino si sigue apareciendo en su terreno; el otro, un dálmata, símbolo de un “perro para mujeres”, regalo naif de su marido que ella se ocupará de recalcar. Sobre la interpretación simbólica de perros y caballos en la película de Said deberá ocuparse el espectador, que se verá inmerso en el doloroso clima de estos pasados que podría ser el de Argentina, o de cualquier país latinoamericano que haya sufrido una dictadura con la complicidad de muchos sectores sociales. El plano sostenido sobre el cuadro de la niña con los perros también tendrá su eco. Mariana, como toda señora rica, está obligada a cumplir con los deberes y obligaciones de su clase, hace deporte de ricos, y su profesor de equitación resulta ser un coronel retirado acusado de participar en un centro clandestino, cosa que ella irá descubriendo de a poco. El le termina confesando que no se arrepiente. Mariana no es tonta, se hace la tonta. Forma parte de su rebeldía, de su disconformidad con el mundo, con su matrimonio seguramente por conveniencia. El trabajo de su protagonista, Antonia Zegers, es notable. Sabe cargar a su personaje de variantes, de ambigüedades y de riesgos como por ejemplo, el de ser una mujer de 40 años que no conoce lo que pasó en su país. Mariana conoce perfectamente lo que pasó, solo que no le interesa. Si ella se acerca a esa historia es por el juego amoroso que decidirá entablar con este hombre peligroso, un juego de amantes “a lo Camilo Sesto” o como dice la canción que escuchan juntos: “un amor como el mio no se puede ahogar/como una piedra en un río un amor como el mio no se puede acabar/ni estando lejos te olvido, y no se puede quemar porque esta hecho/de fuego,ni perder ni ganar”. Con él soñará brevemente con escapar a Mendoza, del otro lado de la cordillera, escapando además de esa opresiva sumisión femenina a la que la someten., tanto a ella como a todas esas mujeres. Muy interesante Los perros. Hay que darle una oportunidad a esta coproducción entre Chile, Francia, Argentina, Alemania y Portugal que escribió y dirigió notablemente la chilena Marcela Said, despues de El verano de los peces voladores. Se estrenó en la última Semana de la Crítica en Cannes, que acaba de recibir el Premio al Mejor Largometraje de Ficción en el Festival de Cine de Biarritz y el Premio Horizontes Latinos en el Festival de San Sebastián.
En vez de Los perros a secas, la película de la chilena Marcela Said podría haberse titulado Mariana y los perros en alusión al regalo que la protagonista recibe de manos de su marido: una reproducción del óleo Laura y los perros que (el también chileno) Guillermo Lorca pintó en 2012, y que sugiere una relación ambigua, acaso perversa, entre la niña retratada y ¿sus? diez canes. Pedro elige ese regalo porque imagina –con tino– que su esposa se sentirá identificada con esa nena rubiona, de ojos claros, perruna igual que ella. Acaso la realizadora haya elegido justo ese obsequio porque, como su largometraje, el cuadro representa de manera inquietante una relación de fuerzas asimétricas. A los cuarenta años, Mariana lidia con otros perros además de sus mascotas: un vecino que amenaza con matarle uno de esos pichichos, un fiscal de la Nación que se arroga el derecho a disciplinarla, un padre que le niega autoridad en la empresa familiar, un marido que también la subestima, un profesor de equitación que sólo le exige obediencia mientras dura la clase. Como Lorca con Laura, Said sugiere que Mariana mantiene a raya a sus canes, aún cuando éstos la superan en cantidad, fuerza física, incluso edad. También como el pintor, la realizadora reconoce y coquetea con el riesgo de descontrol. Más allá de Lorca, Said busca retratar otra relación de fuerzas asimétricas, aquélla implícita en el pacto cívico-militar que primero promovió el derrocamiento del gobierno constitucional de Salvador Allende y luego apuntaló al dictador Augusto Pinochet. La realizadora se concentra entonces en un perro en particular: el profesor de equitación que décadas atrás trabajó para la Dirección de Inteligencia Nacional y en esas circunstancias frecuentó al padre de Mariana. Said revela este dato a poco de iniciada la película, acaso porque le urge cumplir con el propósito fundamental del film: a partir de una rápida comparación entre las trayectorias del ex agente y del siempre empresario, señalar las suertes distintas que corrieron los distintos autores de la dictadura, materiales (los militares) por un lado e intelectuales (la alta burguesía) por el otro. La realizadora retoma la alegoría que divide a los seres humanos en dos grupos, amos y canes. En este marco, Juan pertenece a la segunda categoría y, si bien en ámbitos distintos (no es lo mismo la DINA que un club hípico), siempre sirve a los mismos patrones. De hecho, se trata de un perro tan sacrificable como las mascotas de Mariana. La metáfora ayuda a precisar la noción de complicidad cívico-militar porque invita a mirar más allá del consabido colaboracionismo ciudadano para identificar la subordinación militar a la clase terrateniente y/o empresarial. El problema es que la misma figura retórica parece rehabilitar el concepto de obediencia debida, ya no al superior uniformado sino al civil encumbrado, y entonces amaga con relativizar la responsabilidad que les cabe a los verdugos como Juan. El afán por denunciar el accionar impune de la casta dirigencial desplaza al profesor de equitación del rol de victimario al rol de víctima. Por otra parte, el aquí declarado interés por las “zonas grises” traslada en un sentido inverso a dos representantes de las víctimas de la dictadura: el mencionado fiscal por un lado, los participantes de un escrache o funa por el otro. Sobre todo este segundo corrimiento nos sabe mal a los espectadores argentinos que recordamos la desafortunada afirmación de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich en La noche de Mirtha: “Los demonios no eran tan demonios ni los ángeles tan ángeles”. Desde esta perspectiva, Said trastabilla un par de veces. Es una pena, primero, porque se malogra la infrecuente –y por lo tanto estimulante– invitación a explorar a bordo de una ficción el componente cívico de nuestras dictaduras. Segundo, porque pierden brillo las principales virtudes de la película: la fotografía de Georges Lechaptois, las actuaciones de Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Sieveking (cuesta creer que se trate del mismo actor que encarnó al viejo capataz de El invierno) y el interesante contrapunto con el óleo de Lorca. Por esos aciertos, Los perros fue distinguida en las ediciones recientes de los festivales de cine de Biarritz (premio del jurado al mejor largo de ficción), de San Sebastián (premio Horizontes), Münich (mención especial). El reconocimiento confirma la sensación de que la película fluye mejor cuando se la mira desde un punto de vista exclusivamente cinematográfico.
AMORES PERROS Los perros es un film que seduce desde la violencia verbal -y casi física- impregnada en su atmósfera y que, también, polemiza a través de su temática. Esta coproducción entre Chile, Argentina, Francia y Portugal ganó en Toulouse, pasó por Cannes dentro de su sección La Semana de la Crítica y también por San Sebastián, sin dejar indiferente a nadie. La historia presenta a Mariana, una mujer de 42 años de clase acomodada, dueña de una galería de arte y con un matrimonio vacío y rutinario donde los placeres de la vida pasan por el confort, los logros personales/profesionales y tratar de dejar descendencia. Por eso Mariana se somete a un tratamiento hormonal para poder quedar embarazada aunque ya no es un deseo para ella, si no, una presión instaurada de su marido. Lo cierto es que esta mujer adulta es tratada por su entorno cercano como una niña o una adolescente de alta sociedad, aunque ella parece no importarle. Todos los personajes masculinos parecen “maltratarla”, pero ella acepta ese código y redobla la apuesta en tono desafiante. Mariana es desenfadada, demasiado extrovertida y liberal -lo cual recuerda a una adolescente-, y ya está cansada de recibir órdenes u ofensas. Sus ojos y actitudes esconden cierta malicia placentera que parece justificar la herencia del propio pasado turbio de su padre. Así es que en clases de equitación queda seducida por un enigmático profesor que resulta ser un veterano ex militar, de carácter autoritario, acusado de genocida durante la larga dictadura de Pinochet. Y comienza a explorar la historia de ese hombre a pesar de la prohibición de su arrogante esposo. Marcela Said, su directora, parece mostrarnos la otra cara de lo que fue una triste realidad desde el ocultamiento o una “naturalización cómplice” y social de nefastos personajes responsables de abuso de poder y múltiples asesinatos. Y cómo esa temática se hereda y se desarrolla hoy en día en cierta parte de la sociedad que parece no querer hablar del asunto. Una visión del silencio, un tanto polémica pero visión al fin. Precisamente la protagonista será quien explore e indague esa perversidad y violación de derechos humanos, pero sólo para beneficio propio. Mariana encuentra excitante y misterioso todo el pasado que envuelve a su maestro. Este juego perverso y de lujuria está a flor de piel en Los perros con una doble alegoría en su título. Referida por una parte a los caninos que pasan por la vida de Mariana criados de forma libre y poco responsable. Pasando por el cuadro del artista chileno Guillermo Lorca Laura y los perros que le obsequia el marido para “reconquistarla”. Pero por otra parte, la denominación del film engloba a la exploración típica de los sabuesos en rastrear y encontrar la verdad. Y es el caso del deseo de “averiguar” lo que figura en el personaje principal. En el punto de esconder el pasado trágico, Said recuerda al otro film chileno galardonado El club de Pablo Larraín donde también se ocultaban las identidades de un puñado de sacerdotes criminales en un pueblo alejado. Pero siempre, la aparición de un personaje revelaba todo o se volvía un cómplice forzado. Los perros se asemeja, por su estilo narrativo, a algunos dramas franceses. Su tono pausado, introspectivo y enigmático genera un clima alarmante en el espectador. Da rienda a la imaginación que busca pronta justificación visual, ya que la película juega con el maltrato psicológico, la provocación y la maldad en sí. Y ese gancho es valorable y polémico, a la vez que sus códigos lingüísticos no serán comprendidos y apreciados por todos.
La dictadura chilena es un tema candente en Chile tanto como en Argentina. En Los perros se aborda esta temática desde la perspectiva del seno familiar. Mariana (Antonia Zegers) pertenece a la burguesía chilena y toma clases de equitación con Juan (Alfredo Castro). Su esposo Pedro (Rafael Spregelburd) no le da la atención necesaria, pero este no es el foco en la película. Entre Mariana y Juan se gesta el cariño. Es allí cuando surge la curiosidad de ella tras ver el trato de la gente del pueblo hacia Juan. Este sufre incendios voluntarios, pegatinas y protestas en la puerta de su casa. Mariana investiga el tema a fondo y llega a una conclusión: en su pasada vida militar el coronel Juan tuvo a cargo personas que hoy en día figuran como desaparecidas. La figura de Francisco (Alejandro Sieveking), el padre de Mariana, es de mucho peso y voy a ser totalmente subjetivo con esto: me repugnó ni bien lo vi en escena (¡buen trabajo!). En él se encuentra personificada una ola de secretos del pasado. Se toma con notable liviandad los cargos que se le atribuyen. Francisco se pavonea con sus amigos (más que amigos, cómplices) y camina las calles chilenas con una impunidad digna de un país sin justicia. “Este país está lleno de monstruos” es una frase que escucha Mariana sin saber aún que su profesor de equitación y su mismo padre forman parte del séquito. Si hay alguna virtud en el film Los perros es la ambigüedad. No hay una línea divisoria entre “personas normales” y ex militares de dictadura. El lado humano está presente y eso significa ver al coronel Juan cansado tras un día de trabajo o a Francisco sonriendo en fiestas de cumpleaños. Una mención aparte para los perros que aparecen en el film de modo estratégico y en el momento indicado. El poster de la película es un obsequio para Mariana por parte de su esposo y una clara alusión: una niña rodeada de perros (ella en la vida real).
Una máscara atroz en primer plano es la primera imagen del filme. Una sesión de fotos se desarrolla en la escena… “Este país está lleno de monstruos”, es una frase que escucharemos mucho después de este instante y cobrará por eso varios sentidos. Los monstruos imaginarios, los reales. Mariana (Antonia Zergers) es una mujer (niña) hija de ricos, caprichosa y consentida, casada con un empresario Argentino, Pedro (Rafael Spregelbud) con quien tiene un vinculo mediocre y apático. La rutina de Mariana es vivir en el tedio y la monotonía, pero entre sus “pocas” actividades toma clases de equitación su nuevo hobbie favorito. Entre sus berretines no están solo los caballos, sino su profesor de equitación “El Coronel” con quien va entablando una relación más cercana en cada encuentro. Aunque se entera de que este hombre ha estado involucrado en las desapariciones de la dictadura Pinochetista, para Mariana eso no es algo “ajeno” a su vida. La relación con su padre, Francisco, es otro eje vincular central dentro de la trama que se revelará en el filme, junto con Pedro marcan los roles de poder masculino hegemónicos, ubicándose ella en el lugar de la descalificación y la improductividad absoluta, típico de ciertos modelos sociales. Francisco, el gran hombre poderoso, es otra figura clave en ese pasado oscuro de la historia chilena, algo que tal vez Mariana se niega a aceptar. Ese monstruo que puede ser tu propio padre… Los diálogos que ponen a la luz los estereotípicos cuestionamientos éticos de una clase alta hipócrita son un rasgo distintivo dentro este universo narrativo. La mentira, y el ocultamiento de la historia de vida de ciertos personajes crean una telaraña que esconde la verdadera relación de cada uno con aquellos tiempos ahora innombrables de dictadura. “Ahora, hay que hacerse los demócratas, antes era otra historia…” Mariana lleva adelante junto con Pedro un tratamiento de fertilidad, y es interesante ver como el doble discurso del deseo maternal (más bien el deber social de ser madre) se contrapone a infinitas indicaciones clínicas que ella desoye de manera indiferente, dejando a la vista otra cara de la falsa moneda. Hacer que quiere ser madre… es lo que corresponde. Pero ¿cuánto puede sostenerse otro engaño? La relación del Coronel y Mariana es la de dos sujetos casi idénticos, que se miran como quien observa a un espejo y del otro lado, cuando ves al otro solamente te ves vos. Los une a la vez algo servil y tortuoso, con acciones fallidas como son sus almas, perdidas. Algo que parece menor es que Mariana es fanática de la música romántica más melosa y le da eso un toque singular a esta mujer que genera muy poca empatía como personaje, no por su fallida construcción sino por los filosos y oscuros lados que la componen. Este es el segundo largometraje de ficción de la directora chilena Marcela Said, donde vuelve a temas ya abordados desde otros ángulos en algunos de sus documentales (I love Pinochet), esta vez la apuesta se focaliza en la negación como poder absoluto, más grande que cualquiera de todas las atrocidades del mundo. La película es de tiempos pausados y escenas incómodas, personajes de difícil potencia empática pero de inquietante complejidad. La cámara y la puesta en escena fluyen de manera silenciosa, omnisciente, no haciendo señales distintivas de una mirada explícita. Este es un filme de esos que se atreve a volver una vez más sobre un tema revisitado, atina a buscar otros conectores hacia esa historia cruenta aún latente. Y más que dar nuevas respuestas intenta generar alguna nueva reflexión. Por Victoria Leven @victorialeven
Interesante enfoque sobre consecuencias de las dictaduras militares Los resabios que dejaron las últimas dictaduras en Sudamérica siguen produciendo coletazos. Todavía, después de tantos años de democracia, las heridas son difíciles de cerrar y siempre hay un motivo, una anécdota o una historia para contar. Con la idea de observar una vez más tan trágicos hechos que afectaron a millones de personas, la directora chilena Marcela Said tomó cartas en el asunto y realizó esta película en su tierra natal desde un singular punto de vista. Todo el relato giro en torno a Mariana (Antonia Zegers), una mujer de la clase alta trasandina, casada con el argentino Pedro (Rafael Spregelburd), que realiza un tratamiento de fertilización asistida de la que ella no está totalmente convencida, porque su marido le resulta distante y se siente atraída por su instructor de equitación, Juan (Alfredo Castro), bastante mayor que ella. Pese a lo conservadora que es la sociedad chilena, Mariana desoye a su adinerado padre, no le hace caso al médico, va en contra de la corriente sembrando sencillez, alegría, una pizca de sensualidad, y determinación ante cada acción, sin importarle el qué dirán. El film no sólo cuenta lo que hace la protagonista, que en realidad es una excusa, sino lo que busca la directora es reavivar las causas pendientes que tienen los ex militares de su país, darles una identidad y un pasado, para que luego sean juzgados por la sociedad. El punto oscuro, la intriga que le genera a la protagonista, es su instructor, quien fue militar durante la dictadura y se encuentra procesado a la espera de lo que determine la justicia. Pero ella le cree, no le importa lo que hizo anteriormente, porque con él la pasa bien durante las clases de equitación y los momentos posteriores. No lo juzga, lo acepta tal cual es. El presente y el pasado conviven durante en esta historia. La relación clandestina que mantienen Mariana y Juan resulta tan atractiva como la investigación que realiza ella para averiguar cuál es la verdad acerca de su amante. Los diálogos que mantienen son los justos y necesarios para que el relato avance sin inconvenientes. El ritmo que tiene se lo da la protagonista que es inquieta, siempre está en movimiento y nunca se conforma con nada. Como siempre se da en estos casos hay gente que continúa estando a favor de los militares, otros que están en contra, y algunos son indiferentes porque prefieren no involucrarse demasiado. Queda en la conciencia del espectador tomar partido por alguna de estas posiciones.
Es un relato que conmueve, te deja pensando y lleva a la reflexión. Pone al descubierto a cierta clase y su complicidad con la última dictadura en Chile. Cuenta con la buena actuación de la actriz chilena Antonia Zegers (“No”, “La memoria del agua”) y el resto del elenco acompaña correctamente. Una buena revisión siendo este el segundo largometraje de Marcela Said. Fue exhibida durante la Semana de la Crítica del Festival de Cannes,
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La rubia tarada. Mariana (Antonia Zegers), tiene más de cuarenta años, es hija de un poderoso empresario que la subestima, está casada con un arquitecto argentino (Rafael Spregelburd) que prefiere trabajar antes que prestarle atención a ella, regentea una galería de arte, y se somete a un tratamiento para quedar embarazada. Como su vida es bastante aburrida y desabrida de atención externa, ocupa otro poco de tiempo libre tomando clases de equitación. Su profesor es Juan (Alfredo Castro), quien tiene un pasado como ex coronel durante la época de la dictadura pinochetista. Como el afecto no es algo que sobre en la vida de Mariana, comienza a fijarse en Juan, con quien desarrolla una especie de relación que tampoco es sana, casi de devoción y sometimiento. Un buen día al coronel lo buscan por su participación en la desaparición de personas, y Mariana comienza a abrir los ojos… si es que no los tenía abiertos de antes pero hacía la vista gorda. Mariana es burguesa y lleva una vida vacía, y la directora Marcela Said la expone lo más que puede de ese modo; es un personaje con el que cuesta crear empatía alguna. A partir de ese hecho, comenzará una escalada que llevará a descubrir que su propia familia se enriqueció económicamente durante esos años, y no precisamente en negocios apartados al gobierno de facto. Somos cómplices los dos: Los perros es el segundo largometraje de ficción de Marcela Said (El verano de los peces voladores), pero antes de dedicarse a la ficción encaró un documental titulado El mocito, en el que sutilmente narraba los horrores de la detención de personas durante el gobierno de Pinochet, mediante la figura de un militar que tenía la tarea de servir café en las sesiones de tortura. O sea, era un observador. Mariana también es una observadora, pero a diferencia de aquel documental, esta vez Said no se anduvo con tantas sutilezas. En algún punto, esta mujer nos hace recordar a la Alicia de Norma Aleandro en La historia oficial, pero a diferencia de aquella, Mariana no inspira ninguna compasión, ella misma es cómplice desde el silencio. A diferencia del argentino, el cine chileno no tiene una gran trayectoria en revisar la historia de esos años. Desde ese punto, Los perros es un film valiente, sobre todo por su punto de vista. No juzga tanto a los militares (que está claro su actitud es condenable) como a los civiles que participaron de la dictadura aunque sea apoyándola. Pero en ese afán por querer tratar un tema delicado y poco tratado, recae en alegorías y metáforas algo obvias y previsibles. Las características de la personalidad de Mariana están remarcadas casi al borde del cliché, como si el chiste ese del agua oxigenada penetrando en el cerebro de las rubias fuese cierto. Todo lo que gira alrededor de ella termina sirviendo para el mensaje que la directora pretende dejar. Mariana es una clase social, un sector de la sociedad, y no hay medias tintas ni titubeos en dejar en claro cómo son. La fotografía de Georges Lechaptois capta momentos interesantes en planos amplios, como si ciertas tomas fuesen una escena en sí misma. Antonia Zegers se carga un protagónico difícil y sale correcta del desafío. Mariana pasará por varios vaivenes y Zegers nunca desentona. El resto del elenco, con Castro a la cabeza, acompañan con convicción. También habrá que remarcar que Said mantiene siempre un ritmo parejo y atractivo, no tiene grandes momentos dispersos, y es clara en su propósito (aunque en determinados momentos le juego en contra). Conclusión: Los perros indaga sobre una parte de las dictaduras latinoamericanas a la que durante varios años se prefirió mantener oculta; más aún dentro del cine chileno. Las interpretaciones, su ritmo, y su potente fotografía, apuntalan algunas flaquezas en los remarcados y excesos de alegorías. ¿Mirar y dejar pasar es tan grave como cometer? Ese es el quid de la cuestión.
Negacionismo detrás de la cordillera Para cualquier latinoamericano que se precie y más precisamente si se trata de sudamericanos, resulta indiscutible que las dictaduras militares fueron posibles entre otras cosas gracias a la complicidad civil, sea por omisión o conveniencia en defensa de intereses de clase. Por eso Los perros explora a partir del punto de vista de la protagonista interpretada por la actriz Antonia Zegers las consecuencias de esta dinámica de los pactos de silencio, que aún perduran en la sociedad chilena. La dictadura Pinochetista todavía no encontró el debate o la conclusión en determinados sectores y jamás ha llegado a las instancias revisionistas de nuestro país. La hipocresía de la burguesía, así como la falta de interés por ese pasado de sangre, deja muy poco terreno como para bucear en otras aristas que atraviesan a la sociedad chilena, ya recuperada la democracia. Sin embargo, en la trama se plantea por parte de la protagonista cierta dualidad al enterarse por un hecho fortuíto en el stud que su profesor de equitación ha formado parte de la Dina (Policia secreta Pinochetista) y a partir de ahi su necesidad de involucrarse no obedece a su interés por saber la verdad, sino como parte de su atracción por el hombre, ex coronel decadente, a punto de ir a la cárcel por todos sus actos. Si bien el relato fluye y la transformación de la protagonista, cuarentona e hija de un terrateniente que gracias a la dictadura y a su colaboracionismo se llenó de tierras y dinero, es progresiva, la introducción de un argentino que simboliza la doble moral es un tanto forzada. Despotricar contra la dictadura chilena y argentina, mientras vive y goza con los lujos del suegro, ese es el argumento para afianzar esta idea, pero en términos del relato no genera el peso como para justificarse y menos porque a la protagonista parece no interesarle nada el entorno, mucho menos su pareja, más allá de su capricho y rebeldía paternal para que la estancia no se venda. Los perros funciona a medias y tal vez para un público chileno resulte algo más sorprendente.