Debut en el largometraje del actor Luis Ziembrowski, Lumpen es un film que incomoda, irrita, raspa, satura. Por momentos parece anclado en cierta estética orgullosamente marginal propia de otra época, con esa fusión de grotesco y sordidez sobreactuada que uno podría asociar a un Jorge Polaco, por ejemplo. Al mismo tiempo, las pretensiones reflexivas de Lumpen sobre el tema del cine dentro del cine inflan el relato y lo vuelven confuso y deshilachado hasta la extenuación. Estamos en alguna esquina derruida del conurbano bonaerense, un foco de roña y fascismo en donde Bruno (Sergio Boris) intenta sobrevivir junto a su hijo adolescente (Alan Daicz), lidiando con diversos personajes siniestros que habitan el barrio. Mientras el chico se obsesiona con una cámara filmadora que pertenecía a su padre, éste se interna en un laberinto de paranoia al sentir que no puede proteger a su hijo en ese escenario de miserias. Todo indica que la historia transcurre a comienzos de 2002, en aquella extrañísima Argentina en donde la incertidumbre política buscaba sosiego en las asambleas vecinales. En la ficción se lee claramente ese marco de protestas y ansiedad (animado por una esperpéntica militante trotskista), pero aquí lo interesante es que este contexto se sugiere principalmente a través de una meticulosa percusión (bombos, tiros, arengas callejeras, noticias en la tele o en la radio) que inflama el fuera de campo y logra transmitir la angustia de ese tiempo histórico particular. El punto más alto del film reside sin dudas en el fértil tejido de la banda sonora. “No estoy contando la película desde el punto de vista de los héroes, sino desde el lado de los canallas”, dijo Luis Ziembrowski en la charla posterior a la proyección del film, decisión de riesgo que el relato lleva hasta sus últimas consecuencias al hacer que todos los personajes nos generen algún grado de rechazo o desconfianza. Lo reitero: ver Lumpen fue una experiencia agotadora. Y sin embargo, a pesar de sus debilidades, hoy se me aparece como una película increíblemente urgente y pegajosa. Uno no puede desprenderse de esas imágenes rabiosas que retornan una y otra vez como si fueran martillazos, y es justamente esa capacidad para agitar la percepción -y las ideas- lo que distingue a Lumpen de otras indolentes óperas primas nacionales que compitieron en este festival. La diferencia central es que esta película está viva. Respira. Es la obra desesperada y honesta de un artista hambriento, que necesita aullar y que está dispuesto a sangrar.
La ruptura social En su debut como director, el experimentado actor Luis Ziembrowski describe en el micro universo de Lumpen el proceso de descomposición social y de fractura a partir de la exposición de un conflicto menor entre ocupas y vecinos de un barrio. La atemporalidad pero no así el contexto y el escenario en donde suceden situaciones que no tienen conexión cronológica pero sí una ligazón conceptual es una de las marcas más interesantes y provocativas de esta ópera prima, así como la galería de personajes variopintos en la piel de un elenco ecléctico (Diego Velazquez, Alan Daisc, Daniel Valenzuela, Analía Couceyro, María Inés Aldaburu y Gabo Correa), muchos de ellos en roles secundarios para plasmar un retrato de un grupo social bastante poco explotado por el cine argentino actual. El estilo ascético y con cámara en mano, sumada la opresión de la imagen y los climas de asfixia mucho más vívidos desde el punto de vista de Bruno, protagonista indiscutido de esta pesadilla a cargo del actor Sergio Boris, por momentos incomoda y perturba al espectador. También esa suerte de digresión e inercia entre los personajes que va acumulando tiempos muertos o situaciones y tejen en un segundo plano una atmósfera cargada de violencia no explícita aunque apoyada en la creciente paranoia que es la que domina todo el relato. El otro –o el avasallamiento del otro- como enemigo y no semejante siempre implica para Bruno permanecer en estado de alerta para no salirse de un círculo de confort junto a su pareja (Analía Couceyro) e hijo adolescente, Damián (Alan Daisc), aspecto que para este film parece sencillamente contar con un techo propio y con algunos recursos para la supervivencia. Ciertas reminiscencias al cine de observación de los hermanos Dardenne y otras más directas al cine social y de denuncia sobrevuelan las imágenes de Lumpen, una aproximación a esos desclasados de siempre que a veces parece perder el rumbo en el intento de abordaje aunque nunca afortunadamente del todo.
Andrajos Empecemos por explicar la palabra lumpen (del alemán “andrajo” o “andrajoso”). Marx describe al lumpenproletariado como “masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème”. La Real Academia lo define como “la capa social más baja y sin conciencia de clase”. Así que se trata de los “elementos” desclasados y marginados del proletariado urbano, que en el contexto argentino moderno bien referiría a las villas y sus habitantes. El actor Luis Ziembrowski, director primerizo, se embarca a retratarles en una ficción confusa, desprolija e incoherente, lo cual puede o no ser una decisión estética a raíz del contenido temático, pero en la práctica no hace a una muy buena película. Lumpen (2013) no posee una narración discernible, consta de escenas que no tienen principio, medio ni fin. La premisa (y lo más parecido a una historia) es que un okupa llamado “Cartucho” se ha mudado al baldío frente a la casa de Bruno (Sergio Boris), lo cual le desagrada pero atrae la atención de su hijo Damián (Alan Daicz repitiendo el papel de Bomba y Wakolda). Eso es todo. Bruno vive consternado y le seguimos documentalmente de un lado a otro sin ningún objeto claro o en particular. Se rodea de al menos una docena de personajes secundarios que no reciben nombre o personalidad, ni sabemos nada de su relación con él excepto que todos le tratan con prepotencia. Las escenas se suceden atemporalmente, sin causa o consecuencia. Por ejemplo, Bruno va por su segunda esposa (o novia, quién sabe), que está sexualmente insatisfecha y sostiene cierta tensión sexual con su hijastro. Jamás se resuelve. El propio Bruno contrata una empleada para trabajar en la panadería de su padre e inicia un amorío con ella. Tampoco se resuelve. Hay una subtrama extraña con el nuevo auto de Bruno, que anda pero no anda, y con un par de malandras (¿Colegas? ¿Torturadores?) que le pasean de un lado a otro en auto, se bajan, se amenazan y se vuelven a subir. Hay un mundo funcionando, y hay caracterizaciones de personajes interesantes (la vieja militante que anda en silla de ruedas e interfiriendo transmisiones televisivas es digna de tener su propia película), pero la cinta resulta incomprensible debido al escueto diálogo y una compulsión por parte de la estructura y edición de las escenas a dejar al espectador en la oscuridad, literal y figuradamente. No sabemos quién es quién, qué hacen y por qué lo hacen, y en qué termina todo. La escaramuza callejera del final ocurre entre dos bandos indistinguibles que no se sabe qué representan y por qué pelean hasta después del hecho. Lumpen recuerda a uno de esos frescos medievales cuya historia se pierde en la críptica anarquía de su composición. La ópera prima de Luis Ziembrowski es una obra de arte al fin y al cabo, aunque cruda en su elaboración y opaca en su lectura. Se vislumbran hilos de crítica social, aunque sea por asociación, pero nunca se terminan de entretejer.
Fábula del pequeño burgués. Quizás no sea una “verdad amable” pero es necesario señalar que viendo Lumpen (2013) uno comprende el desprecio de la mayoría del público a determinado cine argentino. Hablamos de una película que si bien posee buenas intenciones y pretende ahondar en ese típico polvorín rabioso que está presto a estallar en las esquinas de Buenos Aires, lo cierto es que retrasa unos cuantos años tanto a nivel formal como en el plano temático. Cada vez que recuperamos las esperanzas en lo que respecta a la extinción definitiva de todos esos recursos paupérrimos del pasado, lamentablemente reaparecen bajo el peso de una trama sin pies ni cabeza, una catarata de diálogos ciclotímicos y la solemnidad inflada de siempre. Desde una puesta en escena que se procura claustrofóbica y cercana al realismo sucio, la ópera prima en solitario de Luis Ziembrowski, un actor reconvertido en director, combina el obrerismo descarnado de Ken Loach con algunos planteos conceptuales a la Gaspar Noé, aunque con la misma cobardía que el realizador le adjudica a su protagonista de turno. Aparentemente la idea por detrás de la historia fue trazar una alegoría sobre la crisis de diciembre del 2001, reduciendo el país a una manzana de la periferia en la que prevalecen el odio y la intolerancia, no obstante el film se revela incapaz de despertar un mínimo interés en el devenir de los personajes principales, más allá del tono distante y aletargado. Ahora bien, el relato se centra en Bruno (Sergio Boris), un pequeño burgués venido a menos que vive con su pareja Ruth (Analía Couceyro) y su hijo Damián (Alan Daicz) en un vecindario no muy agradable, en el que cohabita con una militante social parapléjica, un local atendido por ciudadanos paraguayos y una remisería repleta de los clásicos cretinos fascistas. Un buen día ve con sorpresa que Damián comienza a frecuentar la gomería de enfrente, donde vive “Cartucho” (Diego Velázquez), un pobre okupa al que los vecinos más simpáticos del barrio desean expulsar lo más pronto posible. Con este estado de cosas, la “disyuntiva” de Bruno se resume en defender a su familia o entregarse al parecer general. Sin la intención de construir empatía aunque con el ánimo de apuntalar un desarrollo vinculado al costumbrismo austero, durante gran parte del metraje la propuesta deambula perdida entre una progresión entrecortada, situaciones irrelevantes y una dosificación de la información que sólo provoca indiferencia (de hecho, cuando finalmente se transmiten los “datos primordiales”, ya poco importa contextualizarlos). Esta colección de secuencias soporíferas de inflexión apesadumbrada no pasa vergüenza a nivel ideológico/ moraleja, pero no llega a cumplir su cometido: el cine de género ha regalado críticas mucho más interesantes a la hipocresía de la clase media argentina sin recaer en tanta angustia estéril…
Tan sólo por el hecho de arriesgarse a dirigir una película incómoda es que tenemos que felicitar a Luis Ziembrowzki. En “Lumpen” (Argentina, 2013), su ópera prima, intenta hablar de manera universal de tópicos como la dignidad, el honor, la valentía y el actuar frente a situaciones extremas que invaden la cotidianeidad. Metáfora de la eterna crisis social y la división entre los que hacen y los que meramente ven lo que pasa, algo que ha atravesado toda nuestra historia, en “Lumpen” su protagonista, Bruno (Sergio Boris), un fotógrafo profesional que deambula por las calles de un abandonado barrio, de un abandonado país, y en las que sólo encuentra hostigamiento y presión. Dentro de su humilde vivienda tampoco puede estar tranquilo, desde la pequeña pantalla de su TV recibe los mensajes “interferidos” de una propaganda revolucionaria con la que, al parecer, él no sabe si tiene que adherirse o no. Bruno siempre baja la cabeza, cruza de calle ante la posibilidad de que en su cuadra haya algo que lo moleste o incomode. Porque este Lumpen baja la cabeza y no sabe cómo manejarse frente a los cambios y la agresión del exterior. Ziembrowzki transmite, no sólo a partir de los diálogos de Bruno con su entorno, sino principalmente a partir de la creación de espacios y atmósferas embebidas en sordidez, el lugar ideal para que el pequeño infierno con el que diariamente lidia se vaya potenciando. En las pequeñas rutinas, en la cotidianeidad de Bruno, comenzamos a entablar un estrecho vínculo con él que será imposible de cortar, hasta el punto de querer gritarle “REACCIONA”. Pero no, esperamos y anhelamos con que él pueda hacer algo. Al lado de su casa comienza a vivir un ex pugilista (Diego Velazquez) que mantiene vínculos con el resto de los vecinos. Bruno lo espía desde su terraza y ventanas. Para él ese ser que invade una propiedad privada ajena tiene algo de poderoso que siempre quiso tener. Hasta que el “invasor” entabla una relación con su hijo Damián (Alan Daicz). Cada vez que busca a su hijo el viene de al lado. La otredad empieza a avanzar sobre su zona de confort. Su espacio privado al que nunca nadie tendría que ingresar. Si hasta con su mujer Ruth (Analía Couceyro) se ve impedido de relacionarse. Por más que ella por las noches lo busque para poder intimar él se retrae y le niega esa posibilidad. No se comprende el vínculo El contraste entre ambos es notorio. Frente a la pasividad de Bruno, la aceptación, la inercia, hay una Ruth que mantiene vínculos con la revolución que se gestiona dentro y fuera de la casa y que encuentra en Damián un aliado. El tempo de la acción es lento, demasiado, pero necesario para poder comprender lo precipitado de un final que intenta poder cohesionar las historias a riesgo de resultar fatalista, porque en la liberación que por ejemplo encuentra Damián a través de la cámara filmadora que utiliza, hay una contraposición de las sociedades de control. Damián filma para liberarse. Para poder ser. Y en ese liberarse también le facilitará a Bruno su escape. Ecléctica pero efectiva.
Zona de riesgo Lumpen es una de esas películas surgidas de un conjunto de buenas ideas que, sin embargo, no logra llegar a buen puerto. Con elementos de esas ficciones urgentes del fin del neoliberalismo en la Argentina (Okupas es la más directa), ciertos tópicos de crítica social e incluso mediática, el primer largometraje en soledad del actor Luis Ziembrowski (había codirigido junto a Javier Diment el telefilm El propietario) intenta apropiarse de la lógica de sus criaturas orgullosamente marginales, convirtiéndose en un relato desparejo, confuso y por momentos incoherente. Ambientada en algún lugar incierto del conurbano bonaerense, y con la post-caída de Fernando de la Rúa como contexto social y económico sugerido, narra la vida de Bruno (Sergio Boris), un hombre que está en las márgenes del sistema, con trabajos precarios y en un barrio dominado por una tensión constante. Allí intenta sobrevivir con su hijo adolescente (Alan Daicz) y su nueva pareja (Analía Couceyro), al tiempo que en la fábrica de enfrente se instala un malandra al que Bruno le compra un auto usado, desatando así una sucesión de situaciones inesperadas. Ziembrowski tiene en claro la búsqueda estética de su relato, haciendo de ese microcosmos un espacio sugerentemente ominoso. Lo sugerido también aplica a las situaciones que el film, sin embargo, jamás resuelve. Ahí está, por ejemplo, la tensión sexual entre la pareja de Bruno y su hijo o las motivaciones de la particular anciana que conduce un programa de televisión visceral, destilando bilis contra el sistema y sus miembros. Así, Lumpen se vuelve enrevesada y arbitraria, quedándose a mitad de camino entre lo que pudo ser y finalmente no fue.
Pasó el tiempo, pero los efectos de la brutal crisis de 2001 en la Argentina se siguen sintiendo. En el bolsillo, en el ánimo, en el cuerpo. Luis Ziembrowski aborda el tema con una ópera prima que rehúye establecer un diálogo con el espectador en los términos más convencionales. Alejada deliberadamente del naturalismo, la película tiene como protagonista a Bruno (Sergio Boris, de excelente trabajo), que vive con su pareja y su hijo adolescente en una calle sin salida de un suburbio habitado por un par de remiseros con pinta de mafiosos, un desempleado que ocupa una fábrica abandonada y una mujer con ínfulas revolucionarias que lanza proclamas incendiarias desde su silla de ruedas y un bizarro canal de TV clandestino. Narrada en un tono elusivo e intrigante, la película logra transmitir el clima opresivo que evidentemente se propone gracias a un muy buen trabajo de cámara y sonido, que apoya el singular registro de actuación que todo el elenco sostiene con mucha convicción. Estéticamente, Ziembrowski utilizó como visible referencia la aspereza del cine de los hermanos Dardenne -incluyendo la voluntad intrusiva de la cámara que es marca registrada de los cineastas belgas-, pero apeló también a leves toques de humor grotesco, ese que suele aparecer en situaciones límite como la que vive ese protagonista agobiado por el peso de una realidad que no se anima a cuestionar del todo. Revulsiva y radicalizada, la propuesta de Ziembrowski no parece destinada a sumar en la taquilla. Se trata más bien de un experimento que funciona como nueva relectura de la desintegración social posmenemista con crudeza, osadía y una frialdad que rechaza cualquier tipo de empatía.
Algo está por explotar En su debut como director, el actor Luis Ziembrowski logró crear una atmósfera espesa, que hace de Lumpen una película difícil, incómoda, agobiante. La acción está ambientada en algún rincón perdido de Capital o el Gran Buenos Aires, en un clima de descomposición social que recuerda al de diciembre de 2001. Todo transcurre entre los habitantes de una casa de clase media venida a menos, los ocupantes del galpón de enfrente y los remiseros de una agencia vecina. Paranoico o no, el protagonista, Bruno (Sergio Boris), no tiene un minuto de paz: en su percepción, todos le ocultan cosas o estan tramando algo contra él. Es un burgués asustado por una realidad que parece caerle encima. Con un director y un elenco con vasta trayectoria teatral, integrado por varios actores que se formaron con Ricardo Bartís o pasaron por su taller, el tono de la película recuerda al de varias obras del director del Sportivo Teatral, tan a menudo interesado por personajes marginales que se mueven en ámbitos opacos. O sea: lúmpenes. Si la fortaleza de la película está en su tono inquietante, ominoso, la debilidad se encuentra en la falta de concreción de todo lo que se insinúa. Algo está por explotar y, cuando finalmente explota, ese estallido no está a la altura de las expectativas creadas. Lumpen -con guión del propio Ziembrowski y el escritor Iosi Havilio- termina cayendo en la misma falencia de tantas películas argentinas de los últimos años: una situación bien planteada, sostenida por buenas actuaciones, pero que se queda ahí, sin tomar la altura dramática que sus virtudes merecían.
En un barrio de mala muerte La ópera prima de Luis Ziembrowski refleja un país decadente, sin ley ni instituciones a la vista. En un rincón urbano indefinido, el protagonista –un resto en sí mismo– vive un encierro interno y externo, siempre a punto de implotar. Presentada en la última edición del Festival de Mar del Plata, la ópera prima como realizador del conocido actor Luis Ziembrowski es lo que muchas se proponen y no logran, otras lo son sin proponérselo y a algunas les importa un bledo serlo: una película bien argentina y bien popular. ¿Argentina y popular porque se reciclan estereotipos costumbristas, se calca la lengua callejera, se babea por la identificación del espectador, se exaltan las grandes épicas nac & pop? No, por todo lo contrario: porque refleja un país decadente, derruido, sin ley ni instituciones a la vista. Un país cerril, hecho de habladurías, maledicencia y mala leche. País de violencia larvada y permanente, que se va recargando en cada palabra y cada gesto. Una Argentina de ciertos barrios y cierta clase: la clase media venida a menos, que sobrevive mal y se siente condenada a vivir peor. Antropología jodida de barrio practicada por un conocedor (Ziembrowski nació y vivió buena parte de su vida en Villa Crespo), Lumpen puede verse como trasposición porteña del conurbano sureño de Campusano. Ambos espacios coexisten, dialogan, habitan el mismo presente, y en ninguno las cosas están bien. Allá se trenzan a cuchillo, como los indios del siglo XIX o los compadritos palermitanos del XX. Acá alguno anda calzado, pero el arma que más lastima es el rumor, el “buleo”, la mirada torva, la sonrisita socarrona. En ese caldo se macera la cotidianidad de Bruno (Sergio Boris), a quien ya en el primer plano de la película se lo ve abrumado, rumiado por gusanos silenciosos e internos. En el asiento de adelante, el remisero (Gabo Correa, gran secundario) cuenta con lujo de detalles cómo una pasajera le chupó la pija. El problema es que en el asiento del acompañante viaja Damián (Alan Daicz, el chico de Bomba), que es el hijo de Bruno y es menor. Por lo cual Bruno sale momentáneamente de la arltiana nube que lo cubre, para pedir un poco de discreción. Bruno vive, junto a Damián y Ruth, su actual pareja (Analía Couceyro), en un rincón urbano que Ziembrowski hace muy bien en no “airear”. Se trata de lo contrario. De generar una sensación de encierro húmedo y sofocante, que en el caso del implosivo Bruno es tanto exterior como interno. Bruno es un resto de sí mismo. Alguna vez fue o quiso ser cineasta, y aún conserva, en algún rincón de su feúcha casita de barrio, la súper-8 con la que hoy en día filma las “sociales” de la zona. El cumpleaños del hijo del vecino, cosas así. Que Damián va a la escuela se sabe sólo por el delantal. Allí empieza y termina toda referencia a la institución educativa: en casa se lo ve más pendiente del cuerpo de Ruth que de libros o cuadernos. Cuando se juntan a ver tele, lo que ven es un canal o programa pirata, en el que una vecina pasa viejas películas soviéticas, inflando su discurso de utopías socialistas. Abotagado, Bruno no recuerda bien qué pasaba en Octubre, de Eisenstein. El barrio se reduce a un almacén de mala muerte, atendido por un paraguayo que habla en guaraní, una fábrica abandonada en la que vive un okupa al que llaman Cartucho (que no se sabe muy bien si está un poco loco), la mujer de las transmisiones soviéticas (que sí está un poco loca) y los empleados de la remisería San Tropes (entre ellos, ese otro notable secundario que es Daniel Valenzuela), que responden a la peor imagen que puede tenerse de un tachero. Verduguean a Cartucho por ser homeless, cargan a Bruno por la lata rodante que acaba de comprarse y piropean de arriba abajo a Ruth, como si no tuviera hombre al lado. Ese rincón del mundo es una caldera que se pudre de tanta herrumbre y por algún lado se va a rajar. Se va rajando, en verdad, gracias al runrún permanente. Lleno –como si fuera una de Berlanga, en versión feísta– de voces que no paran de musitar, cruzarse y superponerse, creando un logradísimo malestar sonoro. El realismo sucio de Ziembrowski tiene la gran lucidez de no querer ser imitativo. Por el contrario –teniendo tal vez como modelo a más de un Fassbinder–, esas fachadas derruidas, esos afiches de Fantástico Musical, esas veredas poceadas han sido enteramente reconstruidas artificialmente (aplauso para el director de arte Federico Mayol), cuestión de ser más reales que la realidad. Lumpen no carece de alguna situación resuelta de manera confusa u oscura (incluyendo un dato revulsivo y central), alguna otra insuficientemente desarrollada (la extraña sordera de Bruno, la “acusación” de trosko que se oye por ahí, en una única línea de diálogo) y una Ruth que parece limitarse a la calentura y la lentitud mental. Pero por su voluntad de tirar en la cara la papa caliente de un país poco bonito y el acierto de puesta en escena con que lo hace, el conjunto es del más alto valor ético y estético.
Un estado de fractura social Luis Ziembrowski participó en muchas películas del llamado nuevo cine argentino y a la hora de su debut detrás de las cámaras, parece que logró una síntesis de los mejor de los directores para los que tuvo que trabajar, construyendo una puesta al servicio de un relato tenso, por momentos agobiante, pero necesario para contar un estado de fractura social, de derrota, de un diagnóstico terminal. Luis Ziembrowski participó en muchas películas del llamado nuevo cine argentino y a la hora de su debut detrás de las cámaras, parece que logró una síntesis de los mejor de los directores para los que tuvo que trabajar, construyendo una puesta al servicio de un relato tenso, por momentos agobiante, pero necesario para contar un estado de fractura social, de derrota, de un diagnóstico terminal. Todo parece indicar que la historia se ubica en 2002, ese momento crucial y devastador de la historia argentina que llega a través de la desesperación de los personajes, del sonido de bombos, del noticiero que aplasta, algo así como la banda de sonido de la desesperanza en un país que parece naufragar sin remedio. En ese contexto Bruno (extraordinario Sergio Boris) lucha y pierde contra sus prejuicios de clase media, se deja ganar por el miedo del entorno, del ocupa del barrio, de la miseria que mantiene a raya con changas, pero sobre todo, la principal y vital preocupación de Bruno y por qué no, de su pareja (Analía Couceyro), es su hijo adolescente. En ese universo cerrado, asfixiante, claustrofóbico es Damián (Alan Daisc) la única criatura que no tiene un costado miserable, puro futuro, tal vez dañado, pero definitivamente vital. Toda una declaración de principios del debutante Ziembrowski, atormentado, ferozmente lúcido y dispuesto a eludir cualquier atajo simplista a la hora de plantar sus obsesiones, de mostrar su visión del mundo.
Hermética intriga en un universo proletario El mundo lumpen que propone esta película dirigida por el actor Luis Ziembrowski es un universo paranoide que parece pertenecer a la era posterior a la crisis del 2001. Aunque, por el hermetismo y los ambientes cerrados y asfixiantes en los que transcurre, también podría ser parte de algún futuro cercano y desolador, lo que por momentos parece sugerido por un programa que ven los personajes en la TV, llamado "Interferencia popular".(donde se cuenta la Revolución de Octubre y los problemas para eliminar a Trotsky del film de Eisenstein, casi lo más divertido de todo el film). En todo caso, Sergio Boris realmente hace todos los esfuerzos posibles por volver creíble su personaje de Bruno, un tipo que habla permanentemente por teléfono en charlas hostiles con su padre y que viéndose venir una violencia latente en su barrio lleno de personajes prepotentes, hace lo posible por cuidar a su hijo adolescente, aunque por momentos daría la sensación de que se preocupa de más. La narración es entre hermética y morosa y aun poniendo todo el interés, el espectador se siente medio perdido en ese mundo proletario de robos misteriosos siempre aparece algo desaparecido- y de insufribles llamados telefónicos agresivos. Si se le tiene paciencia, recién pasando la mitad de la proyección las cosas empiezan a tomar sentido y coherencia, pero en ese momentos ya es demasiado tarde para levantar del todo un film tan desparejo como pretencioso. Lo más rescatable son las imágenes, algunas realmente interesantes, las actuaciones, empezando por la de Boris, y sobre todo, la original banda de sonido que a través de constantes bombos y percusiones varias intentan desplegar el soundtrack del proletariado.
Padre e hijo Debut cinematográfico como realizador del gran actor Luis Ziembrowski, Lumpen propone un verdadero desafío expresivo, pero revela aciertos y falencias. Un notorio espíritu críptico en la trama predomina en el film y lo vuelve fatigoso, especialmente para encontrar el hilo por donde se encamina la narración. En un escenario temporal, escenográfico y social ambientado a comienzos de este siglo, en pleno conflicto político y financiero, Lumpen se interna en una suerte de comunidad con una profunda crisis de valores y de propósitos vivenciales. En ese desclasado espacio en el que conviven una panadería, una fábrica, una remisería y otros elementos, el protagonista, un fotógrafo desmotivado, se debate entre una realidad incómoda y un contexto asfixiante, intentando darle un sentido a sus vínculos familiares. Especialmente al incierto rumbo de su hijo adolescente, entre vocaciones audiovisuales y boxísticas y la búsqueda de su identidad sexual. El film se mueve en una suerte de realidad paralela, a veces naturalista y otras ensoñada o surreal. Con buenas interpretaciones de un elenco de figuras no afamadas pero reconocidas –Sergio Boris, Diego Velázquez, Daniel Valenzuela, Analía Couceyro, Gabo Correa, Fabián Arenillas y el joven Alan Daisc, entre otros–, Lumpen es consistente dramática y visualmente, pero no logra amalgamar del todo su propuesta estética y narrativa.
La ópera prima de Luis Ziembrowski, que pone en relieve los temores de un hombre por todo su entorno, su propio fracaso, la situación incierta que lo rodea, pero por sobre todo esa necesidad de encerrarse para defenderse, condicionando su vida familiar. Interesante investigación de actuación, en un registro no naturalista, con muy buenos desempeños. Si le gusta el cine de autor y arriesgado.
Hablar de Lumpen, la opera prima de Luis Ziembrowski, es hablar de una película que en prácticamente los primeros veinte minutos pierde el norte. Uno va adivinando las ideas, se deja llevar por más de una audacia narrativa o técnica y va familiarizándose con los personajes, pero la cuestión de fondo que da forma al relato se pierde una y otra vez. Se trata de un caos lleno de buenas intenciones, pero con eso no alcanza. Podríamos casi hablar de una enorme estructura fragmentaria a la que le terminan sobrando tanto personajes como situaciones. Lumpen ocurre en alguna parte del conurbano bonaerense y tiene una estética marginal que parece buscar un realismo crudo, como bien pudo tenerlo el cine marginal de los `90. Sin embargo, en contraste, carga de expresividad momentos de tensión con sonido y provoca extrañamiento en algunas secuencias pesadillescas donde el color aparece usado con inteligencia. Esta incoherencia estética acompaña lo que sucede en el guión fragmentario que nos ofrece Ziembrowski: uno puede entender que se quiere hablar del poder del registro, de la crisis fuera de campo amenazante sobre esa pequeña comunidad y sus consecuencias, del miedo y los prejuicios o incluso de una crítica social que podríamos situar en una Argentina en crisis. Pero todo esto se disuelve rápidamente porque la película nunca desarrolla un lineamiento, una pista certera, deja todas esas ideas fluir como una cortina de humo en torno al personaje de Bruno (Sergio Boris), que termina interactuando con una gran gama de personajes que nunca adquieren relieve. En el medio de este caos asoman buenas actuaciones, en particular Boris y Alan Daicz, que interpreta a su hijo. Caótica y apenas relevante en algunos segmentos, Lumpen se pierde entre ideas que nunca terminan de madurar en el relato, dejándonos la impresión de una película apenas esbozada que, en caso de haber tenido una estructura más sólida, podría haber sorprendido.
Plotless urban tale goes nowhere in Lumpen Bruno (Luis Ziembrowski) has a teenage son, Damián (Alan Daicz), and a girlfriend, Ruth (Analía Couceyro), and they live in a working class, kind of shabby, neighbourhood. He used to know better days, but he’s been down and out on his luck for quite some time now — only God knows why and how his life changed so much. In front of his house, there’s an abandoned factory — which I guess symbolizes the ruins of a past economic bonanza. That’s where Cartucho (Diego Velázquez), a squatter worker, lives. He represents the current and impoverished state of things. Bruno befriends Cartucho, but only because he needs someone to take care of a used car he’s just bought. He even tips Cartucho for the task. By the way, most of the bigot, fascist neighbours want to kick Cartucho out of the neighbourhood. And they harass everybody, just for the sake of it. But Claudia (María Inés Aldaburu), a Marxist activist — or something of the sort — who’s in a wheelchair and records slices of everyday life with a video camera, is on Bruno’s and Cartucho’s side. She also tapes herself talking about Sergei Eisenstein’s October — why she does it beats me. Incidentally, Damián begins to spend too much time with Cartucho, just the two of them. Which is not a good thing in this movie, for anything can come out of that. There’s also the police, who come to the neighbourhood to arrest Cartucho. And there’s much, mucho more, but it’s quite hard to put all the pieces together. Not because Lumpen, the debut film as a director of Argentine actor Luis Ziembrowski, is an intricate and dazzling puzzle, but because of a more elementary reason: the story is so disjointed, so arbitrary and rambling that in order to sketch a synopsis, you have to wait until the very end of the film, recall what you’ve seen, and even see it again — which is definitely not a pleasant experience. This confusion is clearly involuntary; the idea here was likely to accumulate a series of situations shot in autonomous sequences within the aesthetics of gritty realism (which is somewhat well achieved, thanks to an ambiance of pervasive gloom), and then have them express the many facets — the pain, the oppressiveness, and the isolation — of this bleak universe. Too bad it doesn’t work at all. Yet, it’s only fair to point out that the performances of Couceyro and Ziembrowski do have some remarkable moments. They do make a difference amid such an ill fated screenplay. There’s an attempt to build a narrative, but then there are no dramatic connections between the scenes. Moreover, viewers are never told of certain important facts, as though there was some mystery lurking around the corner. Then the facts are revealed and they amount to almost nothing in dramatic terms. Or by the time they are revealed, you just don’t care about the whole thing anymore. Let alone the supporting characters that have no personality, no distinctive traits. Or the Marxist activist — or whatever she is — who seems to come out of a David Lynch movie. Better said, of a bad copy of a David Lynch movie. What’s worse is how the film aims to be a metaphor, or an allegory, or just a mediation, of a generalized state of social and economic turmoil in the Argentina post crisis of 2001. Lofty ambitions for a film that fails at the most basic level: telling a story, be it in a linear or fragmented manner.
LENTE REVELADOR Fiesta infantil. La música suena fuerte, los chicos soplan sus silbatos, bailan, corren, gritan. El desplazamiento de la cámara se asemeja a la mirada de un hombre que recorre todo el lugar sin hacer hincapié en nada pero que, de repente, fija la vista en un punto perdido. En ese momento el sonido ambiente se pierde y sólo quedan los movimientos y gestos de la gente que, incluso, parecen ser más lentos. Pero la “magia” acaba cuando un invitado, que aparece de forma inesperada, pincha un globo; esa explosión trae consigo la realidad y un estado de alerta que varias veces se desvanece. Lumpen es la primera película que escribe y dirige el actor Luis Ziembrowski, cuyo coguionista es Iosi Havilio. Bruno (Sergio Boris) es un fotógrafo desanimado de la vida que se ve obligado a realizar otros trabajos para persistir. Vive en un suburbio, en una esquina cerrada con su hijo adolescente, Damián, (Alan Daicz) y con su nueva pareja Ruth (Analía Couceyro). Pero el abatimiento de Bruno se transforma en paranoia a partir de la nueva e inquietante relación entre Damián y su vecino Cartucho (Diego Velázquez), un boxeador aficionado. Este vínculo, regido por silencios y acciones a escondidas – sólo perceptibles por las grabaciones con la cámara que hace Damián- habilita nuevas sensaciones en el protagonista: en principio tiene cierta curiosidad hacia el vecino, más tarde es “solidario” con él y acaba por enfrentarlo, incluso, aborrecerlo. Esta operación se desarrolla en paralelo con su hijo: se presenta como un padre indiferente, luego preocupado hasta el punto de intentar acercarse a su hijo y protegerlo. En efecto, es a través de Cartucho que se ponen en juego muchas de las aristas de los personajes y del propio filme. La construcción del relato está regida por una serie de entrecruzamientos: en primer lugar la tensión que recorre el filme, reforzada a través de los silencios y, en especial, la mirada. Por ejemplo, en una escena Bruno está en la calle y mira por la ventana como Ruth explica a una anciana en silla de ruedas su clase de expresión corporal. Cuando Ruth se percata de que es observada, calla y se aleja. La misma escena se repite varios minutos más tarde pero esta vez es Damián quien mira por la ventana a su padre. Los silencios funcionan como generadores de nuevos espacios, de ambigüedades y están al servicio de un clima de posible revuelta, ya sea desde el impulso de la anciana en silla de ruedas quien toma una posición tanto política como social o a partir de los remiseros, y sus negocios turbios, que salen a los tiros por el barrio para lograr lo que se proponen. En el centro de esta dualidad está Bruno, que no toma partido por nada y escapa de cualquier decisión. En segundo lugar cobra un papel preponderante la idea de revelar, puesta en juego desde diferentes ángulos. ¿Qué es lo que busca develar Bruno con sus fotografías que apenas muestra pero siempre sugiere? ¿Qué quiere revelar Damián con las filmaciones? ¿O será una búsqueda personal, de identidad que termina violada? Estas preguntas se pueden articular con la noción de fragmento. Como la fiesta de cumpleaños del principio, hay un todo disponible para los personajes pero es rechazado; sólo se elige un recorte donde se fija la mirada y es allí, en ese punto de atención, donde la parte refleja el todo del personaje. Por último, es importante destacar la conexión entre el relato y el espectador. Lumpen se mueve dentro de este universo de lo fragmentario, ambiguo y marginal en detrimento de un trabajo delimitado y compacto. Por tal motivo, el diálogo con el espectador no está dado sino que hay que reconstruirlo a partir de esas miradas, silencios, gestos y frases. Se requiere de un espectador activo y dispuesto a implementar otros rasgos perceptivos.
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Hay algo de apocalíptico en la ópera prima de Luis Ziembrowski que se estrena este proximo 5 de junio en el Gaumont y tendrá tambien sus funciones en el MALBA a partir del 13 de junio. Un espacio que en algún momento se torna teatral, el de un callejón de la ciudad de Buenos Aires, tal vez cerca de la cancha de Huracán en Parque Patricios parece acorralar a una serie de personajes para los que el guión de Iosi Havilio y el mismo Ziembrowski les otorga un clima de sugerencia y retaceo de información por sobre la claridad y lo explicito. Todos y cada uno, pero antes que nada su protagonista, un Sergio Boris exacto en su frustración y paranoia constante, se mueven en un mundo amenazante, un tiempo de presente-futuro en el que la TV es canal que envía mensajes de “interferencia popular” o videos caseros que registran situaciones o detalles de la realidad sin importancia aparente. La ciudad es un territorio que permanece en off, ahí están los movimientos sociales accionando en barricadas, gomas quemadas, bombas de humo. Resistencias populares que se tornan espesas en sonidos fuera de campo. Para eso mejor cerrar las puertas y las ventanas. Todo sugerente, decíamos. Y cargado de un sentido político marcando señales que se podrían releer desde una lectura de esta actualidad de transición política. Significados todos que se sostienen en la pelicula de Ziembrowski con el trabajo de una fotografía de Segundo Cerrato sutil y de contrastes, apoyado también en el montaje de Andres Tambornino entre los planos secuencia y una cámara en movimiento permanente. Un prólogo ambiguo. El plano secuencia de un cumpleaños de niños sordomudos que culmina con una situación extraña, anuncia lo que va a ser el núcleo general de la pelicula. Una familia comiendo pizza frente a la descripción que hace una mujer en silla de ruedas del comienzo de la pelicula Oktubre de Eisenstein. De ahí en más, la pelicula va a navegar en aguas de lo implícito, lo no dicho, más de esto que de lo explicado, que no tendrá hasta los últimos 10 minutos una resolución. Bruno está desocupado, tiene changas de fotografía social, un padre ciego de una panadería semivacia. Un hijo adolescente, Damián, todavia en el colegio . Enfrente de su casa hay una fábrica abandonada donde vive un okupa, con un pasado de boxeador y mucho misterio. Buen debut de Luis Ziembrowski, prolífico actor de teatro, television y cine. Trabajó en más de 20 películas como actor (“Deshora”, “Ni un hombre más”, “Un amor”, “Aballay”, “Mientras tanto”, ”Tatuado” (Premio al mejor actor en el Festival de Marsella y Mejor actor de reparto, Clarín), “La vida por Perón” y “Sudeste” (Premio al mejor actor en Amiens). Y como co-guionista en los filmes: “El propietario”, “La vida por Perón”. Gaumont: Estreno 5 de junio MALBA Viernes 13 de junio a las 22:00 hs. Viernes 20 de junio a las 22:00 hs. Viernes 27 de junio a las 22:00 hs.