Perdido en Nashville Música campesina (2011) funciona como una continuación del díptico conformado por Se arrienda (2005) y Velódromo (2010), contando como protagonista a un treintañero que busca su lugar en el mundo. Alejandro Tazo (Pablo Cerda) es un chileno que, no sabemos muy bien porqué y tampoco importa, se encuentra de turista en la ciudad de Nashville en los Estados Unidos. Sus días pasan entre hoteles -cada vez más baratos-, comida chatarra, relaciones ocasionales y música country. Alejandro busca su lugar en el mundo, sin saber siquiera por dónde empezar a buscarlo. Hay una constante en los últimos trabajos de el literato y cineasta chileno Alberto Fuguet y es la de indagar sobre la búsqueda existencial de aquellos de pasaron los treinta años. Mientras en Velódromo montaba a su personaje central sobre una bicicleta para recorrer la ciudad de Santiago, en Música campesina va más allá y lo saca de su hábitat para trasladarlo hacia un universo mucho más distante, en el que no sólo deberá lidiar con su propia insatisfacción personal sino también con las limitaciones culturales. Para Alejandro encontrar un latino será una especie de salvación esporádica que lo conectará con el mundo que conoce, aunque después se dé cuenta de que estaba equivocado. Hay ciertos puntos de contacto entre la filmografía de Alberto Fuguet y la abulia adolescente reflejada por el NCA (Nuevo Cine Argentino) pero con el enfoque puesto en otra generación y en otra narrativa. El trabajo realizado tanto en los diálogos casuales como en cada uno de los remates denota el oficio como escritor del realizador. La maestría a la hora de resolver situaciones absurdas y la credibilidad ante lo que se nos está mostrando son puestas a prueba de manera constante y resueltas de manera eficaz. Música campesina reconfirma una vez más Chile se está consolidando como una de las cinematografías más importantes de Latinoamérica y Alberto Fuguet como uno de los cineastas más interesantes del país trasandino, al que sin duda vale la pena seguir con mucha atención.
Un film tranquilo para empezar el BAFICI. Las (des)aventuras de un chileno perdido en Estados Unidos tras haber sido abandonado por una novia estadounidense. Grabada como un diario de viaje medio improvisado, mezcla de road movie indie cassavetiana y Un Argentino en Nueva York. Lo más interesante es que el protagonista no es un completo ignorante de la lengua inglesa. Al contrario, se comunica bastante bien, pero rechaza el idioma...
(Críticas publicadas previamente en BAFICI: 13ª Edición, cliqueando aquí) El escritor y director de cine Alberto Fuguet vuelve a las andadas. Esta vez, en territorio estadounidense. Luego de romper con su novia en San Francisco, Alejandro Tazo (Pablo Cerda) viaja a Nashville, tierra de la música country. Allí, guitarra en mano, de dedica a vivir. Pero, por supuesto, nada es fácil en la tierra del Tío Sam, sobre todo si se es latino. Alejandro debe rebuscárselas con distintos trabajos (cuando encuentra un trabajo) y con distintos personajes que irán pasando durante su aventura yanqui: una ama de casa de clase media, una camarera, un dúo de músicos que sobrevive vendiendo marihuana...
Dicen que viajando se fortalece el corazón... Luego de la decepción que me provocó Velódromo en el BAFICI 2010, con Música campesina me reconcilié con el cine de Fuguet y con su actor-fetiche Pablo Cerda. Tras las anodinas desventuras del ciclista que deambulaba por Santiago en su film anterior, el reconocido escritor ahora traslada a su antihéroe a la ciudad de Nashville (contó con el apoyo de la universidad local en la que es profesor): un chileno que viene de sufrir un desengaño amoroso con una novia estadounidense. Entre hoteles y casas compartidas con losers/dealers/slackers (la mirada sobre la sociedad norteamericana es despiadada sin por eso caer jamás en la bajada de línea), Alejandro Tazo tendrá trabajos precarios (como limpiar baños en hoteles), amistades fugaces (incluida una con una... ¡argentina!) y experiencias musicales (es un fan de Johnny Cash). Si bien al film le hubiese venido bien una puesta más "aireada", Fuguet da aquí un enorme salto cualitativo como narrador (aparecen algunos encuadres muy virtuosos), como director de actores y como observador de la soledad, de las contradicciones de los inmigrantes, y de las diferencias culturales, de costumbres y, claro, de idiomas entre norte y sudamericanos.
Hay muchas razones para largarse de su país. Y el amor puede ser una de ellas ¿Pero hay tantas razones como para no volver? Encontrarse a uno mismo, puede ser una de ellas. Alejandro Tazo, como el té, está buscando la respuesta a esa pregunta. Llegado a Estados Unidos por amor, al ser abandonado por una novia gringa, con la que vivió la típica luna de miel de una extranjera liada con un ciudadano chileno, Tazo decide instalarse en Nashville para probar suerte y vivir la típica aventura de un extranjero descubriendo el mundo. Realmente, Tazo no tiene ni la menor idea de su itinerario ni de su futuro. Y sólo está claro en que está despechado por su novia, y en que no quiere volver a su país de origen en el estado emocional en que se encuentra. ¿Pero qué hacer en Nashville? Al principio, busca hospedajes baratos. Luego, intenta conseguir trabajo, desde limpiar baños en un hotel, pasando por plomero de segunda, hasta de vendedor en una tienda de música. Una de sus pasiones. La ciudad no se la pone fácil, entonces decide recorrer sus espacios, buscando respuestas a las mil preguntas que le rondan la cabeza. Y para ello usa su mayor talento: su encanto. La película tiene, de manera bastante extraña, la estructura de una road movie, podrías permitirnos el término de road city. Deambula por sus espacios, por sus bares, por su gente. Intenta mimetizarse con esa cultura que le es ajena, y a la que, por momentos, odia o ama. Por lo que como todo filme de viajes, más que transformarse el entorno, que en este caso es siempre la misma ciudad; quien se transforma es el viajero. Quiere ser aceptado por la sociedad, pero no le gusta esa sociedad. Transforma su cuerpo, su vestimenta, pero ésta más bien lo delata, como la patética figura de alguien que busca desesperadamente aceptación (o quizá pasar desapercibido). Domina parcamente el inglés y estudia para mejorarlo; pero su cerebro está cansado y sólo le pide volver a su español natal. Realmente Tazo, está entre dos aguas. Simplemente sufre de desarraigo. Un desarraigo que Fuguet nos muestra, en un par de excelentes monólogos que sostiene con una camarera y con los compañeros que le alquilan el sofá de la casa; y en los largos silencios y acciones que emprende Tazo en su viaje. Es por cómo se mueve el protagonista en la ciudad, o en los lugares donde habita, que se nota la añoranza que tiene, quizá no por su vida pasada, sino por una vida que aún no ha descubierto cuál es. Los primeros 15 minutos de la película, dan una excelente cuenta de ello. Sin diálogos, centrado en Tazo y las decisiones que toma, los gestos que nos muestra, la necesidad de transformar su primera morada en un hogar (como ordena sus artículos de aseo personal en el baño, es revelador). También da cuenta de la intención del director, la puesta en escena plateada. Largos planos, algunos de más de tres minutos, largos silencios, y la poca movilidad de la cámara (pues realmente Tazo no se mueve hacia ningún lugar); nos dicen muchos más, que las (pocas) palabras que el protagonista y los personajes pasajeros con los que se topa. Al final, Tazo descubre que su país, lo ha llevado consigo siempre, y en un bar de “Ven con tu guitarra y canta”, se declara chileno, y toca una canción de su país, en español, con la que define toda su vida, y también su meta. Como era de esperarse, las calles de Nashville lo esperan para otra noche de ronda. Hay que celebrar en este film la excelente actuación de Pablo Cerda en el papel de Tazo. El hombre se tira la película al hombro, y la sostiene. También, como es obvio por el título escogido, la banda sonora y el diseño de audio, son excelentes. El tema principal, que cierra los créditos, es una melodía que no me será fácil olvidar.
A capella Para comenzar debo decir que desconozco de la filmografía de Chile, por eso toparme con este film se debe puramente al ámbito festivalero, puntualmente al BAFICI del 2011. No fui con demasiada esperanza, tuve fortuna. El film de Fuguet es de una calidad y fluidez notables, como si de una canción folk se tratara, despojada de verbalizar en demasía, solo un hombre con una búsqueda personal. Alejandro Tazo (Pablo Cerda) viaja a EEUU para seguir a una joven estadounidense con la que se enamoro en su visita a Chile. Se lanza al gran país del norte a continuar con su relación, y de paso, conocer esa tierra prometida. La relación en aquel lugar no será como en su país natal. Ya no habrá lugar para él en la realidad americana de su "novia de verano", entonces avergonzado de volver con la cola entre las patas decide recorrer Estados Unidos tomando como punto de referencia la ciudad de Nashville. Esta ciudad es conocida por ser epicentro de la música Country, entonces él solo con su guitarra y su fanatismo por Johnny Cash intentará encontrar su lugar en un sitio tan ajeno. Un recorrido en solitario sin dinero ni certezas, una vacación vagabunda. Los momentos más introspectivos del recorrido de Tazo se combinan con toques de humor (muchos de ellos basado en la falta de conocimiento del inglés por arte del chileno) que siempre logran sacarnos una sonrisa. Lo que podría resultar denso funciona por esas pequeñas situaciones graciosas que oxigenan la narración. El aire melancólico producto de la frustración amorosa y del desarraigo elegido se perciben en el film pero el cariño del director hacia su personaje nos equilibra la balanza. Un film de situaciones absurdas y de momentos triviales donde la desidia en lo ambulatorio es pertinente para la narración, resulta una historia tangible. Sencilla y afinada, logra su cometido, nos subimos a la búsqueda interior de Alejandro Tazo.
Alejandro Tazo (siempre reforzando la “T”) está solo en Estados Unidos, sin una idea clara sobre qué hacer allí, si irse, quedarse, o cómo sobrevivir. Al principio de la película vemos una contradicción que genera preguntas que se irán respondiendo a medida que se desarrolla la trama: desde el hotel llama a su casa, y le dice a su hermano que está todo bien, que viajó por amor, y que está muy bien con su novia. Sin embargo lo vemos solo en su habitación. Ni siquiera sabe muy bien qué lo llevó desde San Francisco a Nashville, la cuna de la música “country”. Lo único seguro es ese pasaje de vuelta a Chile, y un billete de 100 dólares, separado por si hay que cambiar la fecha del vuelo. Música campesina no es una película de acciones, es una película de diálogos, de búsqueda. Alejandro (interpretado por Pablo Cerda, el actor fetiche de Fuguet) probará todos los trabajos posibles para un latinoamericano con visa de turista, luchará con su mediano inglés por hacerse comprender, y cada tanto tendrá la suerte de cruzarse con alguien que hable castellano, y lo haga sentirse un poco más “en casa”. Mientras tanto, tratará de entender qué pasó en su relación, qué falló, y cómo reconstruirse a partir de eso. Fuguet señala con mucha fuerza la enorme barrera que significa un idioma diferente, y un país del “verdadero sur: Sudamérica” en la idiosincrasia norteamericana. Fuguet ama el cine, y deja que su personaje central utilice las referencias filmográficas como puente cultural. Otro punto en común es Johnny Cash, un “ícono para los universitarios chilenos” dirá Alejandro. Lo demás, son más bien diferencias: la comida, los prejuicios Un film de ritmo pausado, que permite al espectador ir construyendo su camino, su lectura, junto a Alejandro. Son muy interesantes los diálogos, tanto los que van develando la historia, como los de “bueyes perdidos” con las personas que va encontrando. Filmada íntegramente en Estados Unidos, esta película, el tercer largometraje del también escritor Alberto Fuguet, fue presentada en la 13era edición del BAFICI en 2011, y ahora tendrá su estreno en sala. Se proyectará en el Cine Cosmos los viernes 4, 11, 18 y 25, y los domingos 6, 13, 20 y 27 de Mayo, siempre a las 20 horas.
El nuevo cine chileno Este film, que forma parte de lo que podría definirse como "nuevo cine chileno", se encuadra dentro de las características establecidas por el cine rutero al que el Hollywood menos industrial le puso su firma, y al que realizadores de todo el mundo supieron nutrir, sobre todo y en los últimos años, en la Argentina, donde la falta de presupuesto ayudó a dotar de ideas al subgénero de la cámara rodeada de polvareda y vehículos que pasan en loop. En síntesis, un cine que hizo del no-lugar, un escenario posible. El realizador Alberto Fuguet redondeó una idea base (el inmigrante latino que llega a la tierra prometida del Norte exitoso) y la puso en la mochila del protagonista pero con los elementos necesarios como para que el laberinto que transita Alejandro no se transforme en un pasaje monóto y tan desértico como las tierras sureñas, que rompen su gris cotidianeidad apenas con los acordes del gran Johnny Cash. "Soy fanático de Johnny Cash", dice en algún momento el trotamundos chileno que tarda más de lo previsto en hacer pie en la aridez del sur estadounidense. Sin embargo, el derrotero que traza Alejandro es el de la búsqueda y la superación personal en medio de una tierra hostil, que esconde el rechazo al extranjero bajo una pátina de dreamland que nunca termina de sentarle del todo cuando el que debió emigrar muerde el polvo. ¿La música campesina del título? A lo largo del relato las notas se derraman de a poco, con timidez, asomando de entre las barreras que se plantan a nuestro antihéroe. Y es que la película tiene, entre otros méritos, la sutileza. Ahí es donde el cuento se vuelve querible y vívido. Planos cortos, buenas líneas de diálogo, interacciones certeras entre personajes y una puesta tan minimalista como las expectativas reales del protagonista, son las que coronan un buen ejemplo de cine con cámara y mirada inquieta. El cine chileno tiene con qué y con Música campesina queda en claro.
Una deriva sin mapas por las calles de Nashville “¿Si no te gusta la música country, qué hacés en Nashville?”, le pregunta uno a Alejandro, que ni siquiera sabe que en los ’70 se filmó en esa ciudad una película que lleva su nombre. Es que Alejandro no eligió viajar a Nashville. Fue a parar allí, que es distinto. Y si se quedó es porque no tiene cómo volver a Chile. Salió de Santiago siguiendo hasta San Francisco a una chica yanqui, que más temprano que tarde le colgó los botines. Y como después encima le robaron el bolso, ahora está varado en la ciudad del country, sin que le guste el country. Aunque a veces se llene la boca hablando de Johnny Cash, para no quedar como un marciano. O de Dylan, a quien no sólo considera músico country, sino que además pronuncia su apellido como “Dáilan”. “¿Qué te gusta hacer?”, le preguntan en algún otro momento, viéndolo medio sin brújula. Otra pregunta que Alejandro no sabe bien cómo contestar. “Yo en realidad lo que siempre quise fue hacer cine, y creo que esta vez se puede decir que empecé a hacerlo”, confesó el año pasado Alejandro Fuguet, director y autor del guión de Música campesina. Afirmación bastante sorprendente, teniendo en cuenta que Fuguet se hizo conocido, en los años ’90, como cuentista y novelista. Muy conocido, y no sólo en su país. En España y América latina (Argentina incluida), sus novelas Mala onda y Tinta roja –para citar sólo el par más notorio de una obra abundante– hicieron de él uno de los nombres más salientes de una “nueva ola latinoamericana”, enteramente construida en contra del realismo mágico y el boom de los ’60. A comienzos de la década siguiente, Fuguet publicaba su novela Las películas de mi vida, cuyo protagonista reconstruía su historia personal en base a las películas que había visto. Poco más tarde se lanzó a la dirección, con Se arrienda (2005) y Velódromo (2010), además de filmar una buena cantidad de cortos y videoclips. Si se repasa la afirmación que abre el párrafo, se verá que Fuguet dice haber “empezado a hacer cine” recién en su tercera película. O sea: en Música campesina. El vagabundeo y el extravío aparecían ya en algunos de los cuentos y novelas de Fuguet y reaparecen aquí en la figura de Alejandro Tazo (el carismático Pablo Cerda), que de a ratos se cansa de hablar en inglés (no le resulta fácil) y se pone a hacerlo en castellano. Como sucede en la graciosa y ligeramente repelente escena en la que una camarera se apiada de él –que no sabe bien qué quiere comer ni qué es lo que figura en la carta–, sentándose a la mesa con el desorientado extranjero, con la más maternal (maternal-edípica) de las disposiciones. ¿Y qué hace el tipo? Le habla sólo en castellano, cargándola encima, porque la yanqui –que por supuesto no entiende nada de lo que el chileno dice– responde a todo que sí. Siempre sin contestar la pregunta sobre qué es lo que le gusta o cuál es la de él, Alejandro pasa de la confusión, el handicap idiomático y la torpeza (no se da cuenta de que la rubia que le pide que le arregle un caño quiere en realidad que le arregle otro, despide con un enfático “Peace!” a uno que se la quiere chupar, da a pensar sin querer que se quiere levantar a uno en un pool) a encontrar las hormas de su zapato: dos slackers guitarreros, que le ofrecen alojamiento en su casa y toman su cuelgue como lo más natural del mundo. Fuguet lo observa con una mezcla justa de distancia, simpatía e incomodidad, funcionando como espejo de su personaje: tampoco está del todo claro qué le gusta (o no) a él de Alejandro. Lo cual está muy bien, ya que obliga a dejar en suspenso todo juicio para simplemente seguir(los) en la deriva por Nash-ville. Hay algo del primer Wenders en Música campesina, tanto por el entorno de cruces de autopistas, excavadoras de las afueras y anónimas calles céntricas como por los tiempos muertos del vagabundeo de Alejandro. Como los protagonistas de En el transcurso del tiempo, este amigo (latino)americano se entrega a una deriva sin mapas con disposición de viajero accidental.
“Música campesina” con poco sentido del ritmo Años atrás el chileno Alberto Fuguet escribió una novela simpática, «Las películas de mi vida», donde un sismólogo enfrenta de pura casualidad un temblor en Los Angeles, y también, pero de pura causalidad, enfrenta un recuerdo natural de las varias películas catástrofe y demás hollywooladas que vio en su vida. El asunto es divertido, y al mismo tiempo da lugar a la reflexión sobre gentes de lenguas y mentalidades distintas que, sin embargo, se alimentan de la misma fábrica de sueños y pesadillas. Ese es el Fuguet escritor. Pero cuando hace cine es menos divertido, y eso que en esta «Música campesina» nos cuenta algo similar: la perplejidad de un tipo que sabe de situaciones inestables, enfrentado a un desdén amoroso y un ámbito de música country que él aprecia bastante. Este hombre con mal de amores ha dado con sus huesos en Nashville, trata de hacerse entender en la lengua universal (que, como dice García Márquez, no es el inglés sino el «bad spocken english»), el trabajo de hablar otro idioma lo cansa, el trabajo manual también lo cansa, se lo pasa tirado en hoteles cada vez más baratos, llorando cuitas bilingües ante mujeres que amablemente lo bancan diez minutos, vagando por calles impersonales y bares perdidos, y hablando lo que en Chile y Cuyo se llama oficialmente huevadas, en largas tenidas con un par de vagos locales que le brindan su amistad. Gente simpática, eso sí. Por ahí se encuentra una porteña piola que lo orienta un poco, y que en el reparto figura con el nombre de fantasía de Karen Davidovich Whitehouse. Lástima que solo sea un par de escenas, al cabo de las que se oye, intempestiva pero bienvenida, la voz de Leonardo Favio entonando unas pocas líneas de «Muchacha de abril». Pudo ser también la de Palito Ortega con una que grabó en la mismísima Nashville, «Sé de un mundo mejor», pero da igual. Llegado el momento, nuestro personaje también caza la viola y remata con una tonada chilena. Esa es su música campesina. Buena idea, lástima que el actor la cante entera. En resumen: Fuguet muestra buen oído para los diálogos, amable sentido de observación, básico manejo de la puesta en escena, simpatía por el llamado «mumblecore» (un subgénero sobre grandulones especialistas en hablar pavadas y hacer huevo), y, bueno, poco sentido del ritmo y la paciencia. Esta película dura 100 minutos. La salva, muy ocasionalmente, el director de fotografía Ashley Zeigler, con alguno que otro encuadre cercano a las pinturas de Edward Hopper.
Campesina, pero de Nashville Por estos días, en términos cinematográficos, es como si Buenos Aires hubiese firmado un acuerdo de ciudades hermanas con Memphis y Nashville. Específicamente, nos referimos al reciente estreno de El último Elvis, de Armando Bo (ver crítica y entrevista), y ahora la premiere, exclusivamente en el Cosmos UBA, de la última película de Alberto Fuguet, Música campesina (Country Music), cuya acción se desarrolla en Memphis, la clase de ciudad real / imaginaria que tanto abunda en el cine. Filmada en tan sólo seis días como parte de un proyecto de Estudios Latinoamericanos de la Vanderbilt University, en la cual Fuguet dictó clases magistrales sobre literatura hispánica, Música campesina, desde donde se la mire, es un film notable sobre el desarraigo, la melancolía, el arduo proceso de asimilación e integración a una cultura foránea, y finalmente el darse cuenta de quién es uno realmente, de dónde viene y hacia dónde se dirige. Con un presupuesto irrisorio, casi inexistente, Música campesina es un auténtico film indie que describe con humor y agudeza el territorio habitado por Alejandro Tazo, un turista chileno que aterriza -no se sabe muy bien por qué- en Nashville. Al igual que la aclamada y pionera película de Robert Rodríguez El mariachi (1992), Música campesina también concentra su mirada en un personaje y su devenir en un lugar ajeno en el medio de la nada; un lugar que podría ser cualquier parte siempre y cuando se cumplan ciertos requisitos narrativos. Tazo, notablemente interpretado por el actor Pablo Cerda, no es un lobo solitario ni un enigmático visitante. Tazo cae en Nashville luego de visitar la costa oeste de Estados Unidos, supuestamente atraído por la country music del título, pero en realidad ese estilo musical le es completamente indiferente. Lo que sí despierta la curiosidad de Tazo y un desconocido sentido de extrañamiento ante un paisaje urbano y humano es el saberse libre de desplazarse sin rumbo ni propósito, tratando de comunicarse en su media lengua porque no maneja muy bien el inglés. Fuguet no pierde tiempo en tediosas explicaciones sobre el pasado de Tazo ni sus motivaciones específicas, simplemente sigue su divagar, el físico y el espiritual, en una especie de viaje iniciático en el cual Nashville, por supuesto, es simplemente una excusa. Podría tratarse de cualquier otra ciudad, y la búsqueda sería la misma. Sabemos que los planes de Tazo son a corto plazo: hasta dónde le alcance el dinero, que no es mucho, o hasta que pueda mantenerse con algún trabajito temporario. Al comienzo, Tazo transita por no lugares, o sea, impersonales lobbies y corredores de hoteluchos; habitaciones una igual a la otra, y varios recorridos por los inevitables atractivos turísticos de Nashville. Tazo siente la necesidad de vagar sin rumbo fijo, pero no se trata de la necesidad normalmente asociada con la angustia existencial. Tazo observa y lo escudriña todo atentamente, al igual que la cámara de Fuguet, íntima pero nunca más allá de los límites implícitos del protagonista. Uno de los principales logros de Fuguet y de su Música campesina, precisamente, es el modo en que se aproxima al deambular de Tazo, mostrando sus encuentros casuales con extraños de manera descriptiva pero sin ninguna obscena intromisión. En otros casos, pero no en el de Fuguet, este tipo de narrativa sería probablemente descripto como una sucesión de viñetas, de postales sobre la vida cotidiana. Pero Música campesina es otra cosa porque la transición entre una y otra escena fluye con tanta naturalidad que no hay episodios que puedan identificarse como individuales o autónomos. Se trata de un todo abarcador, aparentemente simple pero en realidad extremadamente complejo, o al menos es lo que Fuguet transmite. Con una narrativa exquisitamente despojada, Música campesina, que dura 100 minutos, un poco más que los clásicos y cuasi-obligatorios 90 minutos del estándar, se desliza con notable fluidez. El film de Fuguet no produce jamás la sensación de extenderse en demasía o de detenerse innecesariamente en ciertos detalles. Así, bien podría decirse que Música campesina es un brillante ejemplo de compresión narrativa, ya que se explaya sin detenerse en innecesarios regodeos explicativos, ni concluye en medias res, ya que el relato está tan bien articulado que nada queda sin decir a pesar de que en el film no abunda la verborragia. Lo que Fuguet tenía bien claro al comenzar el rodaje – a pesar de contar sólo con el comienzo y el final de la película – es que los hechos debían ser espontáneos y filmados en tono naturalista. El Tazo de Fuguet, al igual que el personaje de El mariachi, arrastra pocas posesiones materiales consigo, pero lleva siempre la guitarra al hombro. Visualmente, es como si deambulara al compás del instrumento, a pesar de que Música campesina cuenta con una atrapante banda sonora, brevemente interrumpida por un tema romántico del actor devenido estrella pop Leonardo Favio (y un magistral director de cine, por supuesto). Sabia elección la de Fuguet, porque resume, en unos pocos segundos, la naturaleza y el mensaje de su film. Al igual que la canción de Favio, Música campesina no es un lamento, sino un estudio contemplativo sobre el devenir de la vida. En síntesis, el actor Pablo Cerda se mete bajo la piel de Alejandro Tazo, el extraño de paso por una ciudad ajena y una geografía distante; un ser humano que despierta con una mezcla de comodidad y sorpresa, que se trenza en desigual combate con su insuficiente manejo de una lengua extranjera, y que a pesar de todas las desventajas termina ayudando a los demás, y a sí mismo, a comprender mejor la vida, en cualquier lugar, bajo cualquier circunstancia.
Anexo de crítica: -Ser extranjero en cualquier lugar del mundo trae aparejadas situaciones indeseables que hacen la estadía de cualquier persona algo poco placentero. Sin embargo, Alejandro Tazo, protagonista de este segundo opus de Alberto Fuguet se lanza a la aventura del amor y le sale mal por lo que regresar a su Chile natal implica admitir el fracaso y quedarse varado en Estados Unidos. Una posibilidad de reencontrarse consigo mismo y paradójicamente con sus deseos de volver a las raíces: tocar la guitarra, tener una buena charla con amigos y todo aquello que lo constituye y que en su calidad de extraño ha perdido en un territorio que le resulta tan lejano y ajeno como la música country de Nashville. El cineasta chileno entrega a fuerza de diálogos exquisitos la otra cara de la moneda de lo que podría denominarse sueño americano en una trama sencilla que abraza por momentos un humor refinado y por otros la alienación de su protagonista.-
Excelente film independiente y chileno, realizado por el también escritor y crítico Alberto Fuguet, narra -muestra- la historia de un hombre que viaja a Nashville, EE.UU., meca del folk, tras un amor. Obviamente ser un extranjero aunque se ame la música de aquella tierra (y se la cante) o se hable en inglés resulta complejo. Pero este no es un film de denuncia sobre la inmigración ni un drama psicológico, sino el itinerario de un personaje encantador (jugado con gran talento por Pablo Cerda) a quien terminamos queriendo como a un amigo. Imperdible aunque vaya en pocas salas.
Publicada en la edición digital de la revista.