Mujercitas Película iniciática, con toques autobiográficos, sobre un grupo de amigas en la década del 90 con un trasfondo punk/rock, marca el debut en la dirección de la productora Jimena Blanco. Cuatro chicas del oeste bonaerense se escapan una noche al centro porteño para asistir al recital de rock que brindará en un bar la banda liderada por el “amigovio” de una las integrantes del cuarteto de adolescentes. La ciudad, el rock, la noche y el pasaje de la adolescencia a la adultez son los tópicos por los que Blanco transita en una ópera prima de mujeres. La adolescencia fue casi un tema recurrente en el cine argentino de los primeros años del nuevo milenio. Para representarla se apelaron a diferentes estilos, formatos, clases sociales, y modos de abordaje. Las hubo de niños ricos con tristeza y de marginales que salían a delinquir. En el medio algunas genialidades y otras totalmente olvidables. Paisaje (2018) es una nueva incursión sobre esta temática, que, sin ser novedosa, presenta algunas líneas interesantes, como el arco dramático de las actrices en donde lo que empieza como una travesura deviene en una serie de decisiones que marcarán la vida a seguir. Paisaje transcurre casi en tiempo real y para contarla, la directora, apela a planos largos, con muy pocos cortes y a una constante cámara en mano que encierra a las protagonistas para tenerlas en primeros planos permanentes, son muy raras las escenas en las que el plano se abre y Blanco da un respiro, tanto al espectador como a las propias actrices, que con pequeños detalles y actitudes muestran el crecimiento que van teniendo a medida que la trama avanza.. El gran logro de Paisaje subyace en una puesta en escena arriesgada muy bien resuelta y en el talento de cuatro jóvenes actrices que salen airosas ante una cámara acosadora dentro de una historia donde los personajes dan un giro de 360° entre el principio y el final. Y eso se debe a una directora que sabe transmitir lo que quiere y a cuatro mujeres que entendieron lo que debían dar.
La amistad adolescente es observada en Paisaje desde una perspectiva personal que le da un aire fresco al tema. La cercanía con los personajes y sus vivencias, tanto metafórica como literal en cuanto a la puesta de cámara, hacen de la ópera prima de Jimena Blanco un film que logra cautivar. La mínima trama es una excusa para pasar un rato en los noventa, con cuatro amigas adolescentes que se escapan de su oasis de piletas y árboles en algún lugar del conurbano para asistir a un recital en el centro de la ciudad. Cuando pierden una mochila en la que tenían sus pertenencias empiezan a deambular por la noche porteña, con el peligro que eso implica, y sin la ayuda de celulares ni redes sociales, que aún no existían. Pero Paisaje no es una película de aventuras citadinas. El foco no está puesto en la trama, sino en pintar un retrato muy acertado de la amistad de cuatro chicas con personalidades distintas y la tensión que esas diferencias impone, pero que el lazo profundo que las une termina venciendo, al menos por un rato. Las jóvenes actrices sorprenden por su naturalidad en la construcción de la relación entre ellas y de cada uno de sus personajes. También llama la atención la forma de evocar los 90 con economía de presupuesto y simbólica; apenas recurriendo a detalles como un teléfono inalámbrico, una remera de Nirvana, aritos de perlas, revistas de papel y hasta una latita de chicles importados en la que una de las chicas esconde los cigarrillos.
Egresada del CIC, reconocida productora ejecutiva, Jimena Blanco debuta como directora de largometrajes con una melancólica y sensible película de inspiración autobiográfica sobre las experiencias de cuatro adolescentes que viajan al centro porteño durante una larga noche llena de peripecias a mediados de los años '90 (el espíritu de época con Nirvana, Calamaro, Chiquititas y Ricky Martin es fundamental para entender los acontecimientos y las reacciones de las protagonistas). En la primera escena de Paisaje vemos a las amigas disfrutando de un día de sol, lectura y piscina en el bucólico verano de Ingeniero Maschwitz. Sin embargo, cuando empieza a atardecer comienzan también los preparativos para una salida hacia Capital y, más precisamente, para asistir al show de una banda heavy/punk. Una vez en el boliche, habrá pogo, insinuaciones masculinas (y femeninas), invitación a una fiesta, marihuana, alcohol y una inesperada razzia policial. En medio del apuro por huir, olvidan la mochila con las pocas pertenencias y el dinero. Así, las protagonistas quedarán desconcertadas, a la deriva en medio de la madrugada de una ciudad tan desconocida como desolada y por momentos muy hostil. Paisaje es una historia de iniciación, sobre el paso de la adolescencia a la adultez, sobre las ansias de experimentar nuevas sensaciones y con los códigos femeninos como estandarte. Blanco pone su cámara muchas veces en mano y pegada a los cuerpos de sus protagonistas (convincentes trabajos de Laura Grandinetti, Camila Rabinovich, Camila Vaccarini y Ana Waisbein) para construir sin demasiados cortes un relato íntimo y urgente a la vez, en el que la seguridad, la inocencia y el relajo iniciales se transformarán con el correr del relato en inquietudes e incertidumbres no exentas de paranoias y reproches cruzados. Un debut auspicioso.
¿Cual es punto exacto en que se pierde la inocencia de la adolescencia donde el grupo de amigas es lo único que importa en el mundo? Ese es el punto de partida de la opera prima de Jimena Blanco, que ubica a esas cuatro amigas a fines de los 90 donde sus ídolos van de Nirvana Chiquititas, de Calamaro a Ricky Martin. Un recital en la capital, un territorio que no conocen, en una época sin GPS, significa el inicio de una aventura fuera de la mirada de sus padres, para un viaje iniciático que las ubicara en una ciudad peligrosa, en una larga noche, sin dinero y con muchos secretos por conocer, e interrogantes por contestar. El seguimiento de las cuatro protagonistas, desde ese lánguido día habitual a los preparativos para la gran noche, el recital punk, la fiesta no planeada, ilusiones y corazones rotos, una razzia policial, la perdida de sus pertenencias, y la única solución que se les ocurre, deambular por una ciudad vacía y amenazante. La cámara sigue en primer plano a cada una de las chicas, sus gestos, sus reacciones. Las actrices elegidas (Laura Grandinetti, Camila Rabinovich, Camila Vaccarini y Ana Waisben) aportan con talento la construcción de sus personajes, que dejan de a poco los aires aniñados para afincarse en los rigores del mundo adulto y en la dulzura de elegir la libertad. Un film fresco que logra comunicar la transición de ese mundo, sin profundizar demasiado, pero con un criterio que parece teñirse de nostalgia, por un tiempo ido.
Adolescentes que deambulan. Una época en la que todo es posible es el disparador de una narración que no logra superar cierto esquematismo y hasta subrayado de características y contrastes. Jimena Blanco debuta en el cine con una propuesta que se queda a medio camino entre el coming age y el retrato coral, pero que se resiente por la falta de conflictos a la hora de llevarlo a escena.
El título de la opera prima de Jimena Blanco refiere tanto al cambio de escenario que supone el viaje de las protagonistas (de la provincia a la capital) como a una estrategia fílmica que consiste en demorarse en la observación de los personajes y del mundo que los rodea atendiendo a sus zonas más recónditas. Al comienzo, la cámara captura el aire de una tarde de sol: la languidez, el tiempo que no pasa, las actividades que se encaran sin demasiada convicción, pero también el ánimo expectante de las cuatro chicas, la despreocupación de la adolescencia, la manera en que la espera se les fija en el cuerpo. El dispositivo de la directora es simple pero efectivo: en pocos segundos, la película logra trasladar a las imágenes el estado de las protagonistas. Paisaje, que transcurre en los 90, pertenece a ese grupo de películas que desde hace algunos años trata de recomponer la experiencia vital de una generación que el cine argentino parece haberse salteado, como si entre la producción industrial de los 90 y el Nuevo Cine Argentino que inicia alrededor del 2000 se abriera un abismo que algunos pocos directores tratan de restituir. La decisión de situar la historia en los 90 supone restricciones que modelan la historia: la más obvia de todas es la ausencia de celulares, que hace verosímil que las chicas se pierdan y queden incomunicadas. El resto es ingeniería narrativa, terreno donde la película se muestra muy poco hábil: la segunda parte, cuando las protagonistas escapan de la fiesta, vagabundean por el centro porteño y surgen conflictos y rencores cruzados, resulta bastante más mecánica y menos interesante que la primera, cuando el retrato del grupo le permitía a la directora detenerse en toda clase de detalles bellos, desde pequeños gestos (un brazo que se tensiona ante el peso del cuerpo, un pelo que se enreda como si fuera una telaraña) hasta la plenitud de grandes movimientos como el pogo en el recital o las caminatas con saltos y juegos. Esa primera parte es de una elegancia tal que la película puede permitirse reducir el relato a una acción elemental (el viaje) y dedicar el resto del tiempo a mirar a las cuatro actrices y a los objetos que las circundan: la directora se aproxima a ellas con pudor pero también con insistencia, consiguiendo en pocos minutos una cercanía notable. La cámara suele filmarlas de espaldas o de perfil, como si se dejaran de lado el rostro con sus emociones más estridentes y se optara por registrar los humores imperceptibles del cuerpo, como la mezcla de seguridad y de duda con la que se recorre una calle desconocida camino a una cita incierta.
El universo femenino explorado a través de una noche, en la que un grupo de chicas viaja a un recital de rock. La ópera prima de Jimena Blanco es intimista, con la cámara muy cerca de los rostros, la piel, los detalles (objetos, pulseras, sonidos) de esas mujeres que también son niñas, por momentos expuestas a los peligros de la intemperie: la ciudad nocturna, los hombres, los excesos. El contrapunto entre su lenguaje y referencias (juegos, canciones, diminutivos) casi infantiles y ese mundo rotundamente adulto, en el que suena fuerte el punk rock, es una constante acaso demasiado subrayada, aún con su buen correlato visual, en el que las protagonistas parten de un entorno soleado y contenido para arriesgarse hacia uno oscuro. En conjunto, la mirada sensible de la directora sobre sus actrices logra un fresco potente y delicado.
Las preocupaciones de la adolescencia vistas hacia atrás no parecen ser tan importantes, pero estando en esa arena, en ese momento, minuto a minuto se vivían como tragedias terribles. Paisaje nos ofrece cuatro miradas de una etapa peculiar del crecimiento humano. Esa otra hermandad Paisaje concretamente cuenta la historia de cuatro amigas que viven en provincia y deciden lanzarse a una aventura hacia la capital para ver un concierto, particularmente porque una de ellas tiene una atracción hacia el principal guitarrista de la banda. A partir de ahí se lanzarán en una larga odisea de una noche en donde reevaluarán quiénes son ellas mismas y la solidez de su amistad. Los puntos de giro en Paisaje no son precisamente evoluciones narrativas sino puertas de entrada y salida, como las puertas de la sala. Si bien tiene una noción bastante clásica de lo que es un incidente incitador, cualquier noción clásica de la narrativa se detiene ahí. Paisaje se anima a profundizar en otras aguas, siendo ahí donde se encuentran la mayoría de sus aciertos: los secretos, el despertar sexual, la camaradería, las pequeñas rencillas, y un etc que los espectadores hemos vivido de cerca. Aunque este caso aplica exclusivamente al universo femenino, Paisaje es un atinado recuadro de la adolescencia argentina como un todo. No obstante, no todo son rosas. Llegando el desenlace este enfoque naturalista es dejado de lado por una resolución que no deja cabos sueltos, pero es bastante abrupta considerando que los debates de la película parecían no ir por ese lado. Es como si en ese tercer acto recuperaron plenamente el clasicismo y el naturalismo tan logradamente construido recibe un bache en su armadura. En materia técnica tenemos un acercamiento fotográfico prácticamente cerrado, donde abundan las lentes de teleobjetivo; los fondos fuera de foco y las caras de las actrices gobiernan el encuadre. Por obvio que suene, esta película es sobre estos personajes, el mundo que los rodea no importa. Importa lo que sienten ¿Qué testimonio más honesto que el de la mirada humana? Conclusión Con una propuesta visual meditada y actuaciones a la altura del desafío, Paisaje es una lograda pequeña historia. Incluso sus desventajas no consiguen quitarle el mérito de ser un prolijo retrato de ese microcosmos que es la adolescencia femenina.
"Paisaje" es una película que presenta el clásico conflicto de pasaje de la adolescencia a la juventud plena, en clave femenina. Jimena Blanco, su directora, lleva una extensa carrera como productora ejecutiva y esta vez, se adentra en el desafío de la dirección. La trama nos presenta la historia de cuatro amigas adolescentes (Laura Grandinetti, Camila Rabinovich, Ana Waisbein y Camila Vaccarini) que viven en las afueras de la ciudad (Ingeniero Maschwitz) y que deciden aventurarse a Buenos Aires, de noche. Toca una banda en un boliche y una de ellas tiene un amigovio que hace posible la invitación grupal. El grupo es diverso y la cámara las acompañará durante toda la noche, en planos de mucha cercanía, para mostrarnos cómo funciona su micromundo teen. Las vemos maquillarse, vestirse y preparse para este evento y eso ya anticipa el entusiasmo que poseen. Llegan al boliche para pasar una noche de diversión, en un ámbito distinto al que conocen. La cuestión es que las chicas se van perdiendo en la cantidad de gente que hay, se producen algunas escaramuzas amistosas y seductroas espontáneas, hay baile, ruido (la peli está ambientada en los 90') hasta que todo se complica cuando llega la amenaza policial y las amigas, en su desordenada salida, dejan olvidada la mochila en la que están todas sus pertenencias, documentos incluídos, de manera que tienen que encontrar la manera de volver a su casa, sanas y salvas. No es que esto sea ni demasiado difìcil ni demasiado fácil. De hecho, nuestra ciudad de noche alberga cosas interesantes y también peligrosas. Las chicas van caminando de un lugar a otro, trayendo fragmentos de sus historias personales, mientras dan con personajes de la noche porteña, en este raid de animarsele a una madrugada complicada. Podemos decir que "Paisaje" es una historia contada desde una perspectiva femenina, que la hace rica e interesante. Es un momento en la historia de nuestro país que las mujeres y sus historias, van ganando terreno en todos los ámbitos, incluso en el cinematográfico. En el debe, quizás podría discutirsele la manera en que la cámara sigue a las chicas, se extraña otra perspectiva y quizás, otra posicionamiento ofrecería una dinámica que permita una construcción de movimientos más natural y no tan limitada. Pero es una percepción. Nada más. "Paisaje" está hecha con recursos mínimos, pero se nota la mano de Blanco para que su relato luzca cohesivo y ameno. Es una cinta corta, intensa, con un montaje más que aceptable, que abre un saludable crédito para la cineasta quién con este largo (muy reconocido en el último BAFICI) muestra un promisorio futuro en su nuevo rol.
El mapa y el territorio La ópera prima de Jimena Blanco como directora es un film sobre cuatro chicas adolescentes que se escapan de sus casas una noche a fines de los años noventa para acudir a un recital de unos amigos en un sótano de la Capital Federal. Paisaje (2018) narra las peripecias de las chicas lejos de sus casas en la noche rockera porteña, sus anhelos, amores, secretos e intimidades que surgen y se esconden en un mismo movimiento de contracción muscular. Utilizando preponderantemente primeros planos y primerísimos primeros planos, la obra de Blanco elude precisamente los paisajes y la ciudad para centrarse en las miradas, gestos y acciones de las chicas como eje de la acción. La historia sigue las caras y los detalles que se centran y se difuminan constantemente como todo en la adolescencia para describir mediante la cámara las sensaciones y los sentimientos que las jóvenes experimentan en su pequeño acto de rebelión. El miedo a la policía, la visión de la música rock como una compuerta al estrellato, las primeras experiencias amorosas y el vagabundeo son algunas de las cuestiones que Paisaje trabaja bajo el influjo de las envolventes melodías de Henry Navia y la voz de Lucía Tacchetti. Blanco logra aquí una rara mezcla de experimentación formal con indagaciones urbanas siguiendo una narración no convencional en la que la música es tan protagonista como las cuatro intérpretes principales, Laura Grandinetti, Camila Rabinovich, Camila Vaccarini y Ana Waisbein, de gran trabajo actoral. La amistad surge como un lazo que une a las jóvenes en su recorrido tanto por la ciudad como por la vida, tomando la forma de un apego ejemplificado en cada toma alrededor de una noche significativa que quedará como recuerdo para el resto de sus vidas.
La pérdida de la inocencia en escena En algún momento de los 90, cuatro adolescentes pasan una noche de ronda en Buenos Aires, expuestas a los filos y las asperezas de una realidad que desconocen. Pero en la intención de abarcar muchos tópicos, el film pierde verosímil y llega a un final algo naïf. Estrenada en la última edición del Bafici como parte de su Competencia Internacional, Paisaje, ópera prima de Jimena Blanco (quien habitualmente se desempeña en el área de producción), forma parte de un subgénero habitual en los festivales de cine: el de las películas iniciáticas autorreferenciales protagonizadas por un grupo de adolescentes que pierden la inocencia en escena y obtienen de la experiencia una nueva perspectiva del mundo. Sí, es cierto que como etiqueta es casi tan larga como la película misma, que dura apenas 67 minutos, pero sirve para definir con bastante precisión a este primer trabajo de Blanco como directora. En este caso se trata de un grupo de chicas que viven en algún lugar indeterminado fuera de Buenos Aires, que con la excusa de asistir a un festipunk pasarán una noche de ronda por la gran ciudad, expuestas a los filos y las asperezas de una realidad que desconocen. Las primeras imágenes demarcan el tono con el que Blanco contará la historia, una cadencia inocente que será aguijoneada de forma sostenida por situaciones que harán evidente lo delgada que es la superficie de esa burbuja en la que por ahora habitan las cuatro protagonistas. Viñetas que ilustran el espíritu femenino, tan atractivo y extraño para un espectador masculino como, se intuye, familiar y divertido para la platea femenina. Mientras se preparan para salir, excitadas por las fantasías que en ellas despierta lo que imaginan será una aventura, las chicas sostienen una charla circunstancial, en apariencia aleatoria, en la que los temas importantes van apareciendo bajo la máscara de una levedad típicamente adolescente. En especial la incertidumbre ante un crecimiento que de forma inevitable las sacará de la niñez, para depositarlas en ese lugar misterioso que tanto anhelan y temen, que es la vida adulta. Esas escenas iniciales también sirven para que la directora presente el modo en que retratará a sus personajes, a través de primeros planos cerrados que tienden a correrse del eje natural del cuadro, como si quisiera quitar la atención del centro de cada imagen para concentrarse en los detalles de la periferia. Ese corrimiento produce un efecto de fragmentación que muchas veces desemboca en atmósferas tensas, sobre todo en las situaciones en las que la vulnerabilidad de las chicas queda expuesta. Blanco utiliza una sutil ambientación de época (la historia transcurre en un momento indeterminado de los ‘90) para acentuar esa vulnerabilidad. La ausencia de teléfonos celulares, por ejemplo, hará que para un espectador contemporáneo algunas circunstancias que las protagonistas atraviesan se vean envueltas por una sensación de mayor peligro. La directora aprovecha esa grieta tecnológica para convertir esa noche en una cámara estanca en la que las protagonistas no cuentan más que con ellas mismas y de la que solamente podrán salir por sus propios medios. Con el avance del relato comienza a parecer también cierta artificialidad que va mellando el verosímil. Como si no quisiera dejar fuera de su película ningún tópico adolescente, Blanco mete cada vez más cosas en el limitado marco de esa noche que la película recrea en apenas una hora. El amor, el sexo, el deseo, las inseguridades, la vulnerabilidad ante los hombres (física y emocional), el embarazo no deseado, la dicotomía entre aborto y maternidad, las cuestiones de género, el miedo al porvenir y, sobre todo, el fantasma entre temido y anhelado de la vida adulta como posibilidad latente e inevitable. Y cuando Paisaje intenta abarcar demasiado empieza a apretar menos, y así llega hasta un final algo naif que de algún modo contradice el camino andado.
LA SORORIDAD DESDE LOS 90´S Años 90. Música grunge, recitales, la noche, el librecomercio y la eclosión de lo importado marcaba la singularidad de la cotidianidad argentina. Dentro de estas particularidades, la vida sigue y ocurren las pequeñas historias, aquellas que convierten en héroes, o mejor dicho heroínas, a quienes las llevan a cabo. Esta es la historia de Paisaje, ópera prima de Jimena Blanco, estrenada en BAFICI este año y que ahora tiene su lanzamiento comercial. El film es simple, pero lleno de detalles estéticos de gran impacto visual. La historia es sencilla: cuatro amigas, una salida a la noche durante la década del 90, el amor y el desamor en la adolescencia, inconvenientes, resoluciones. La vida misma. Pero en estas nimiedades se encuentran los grandes detalles de la película: cuatro amigas del conurbano bonaerense se van a un recital de rock en Capital Federal. Para quienes, como la que escribe, vivimos a una distancia considerable de Capital, las primeras salidas de adolescentes para aquellos pagos marcaban una aventura considerable. Y eso es mostrado a la perfección por el film: la diversión del largo viaje, la espera de que vuelvan a funcionar los transportes que por la noche no tienen servicio, el descubrimiento de la vida capitalina nocturna, etcétera. Las situaciones, al igual que las actuaciones, son presentadas con naturalidad y una cámara atrevida, cuan intrusa, que muestra todos los vaivenes que estas amigas pasan durante esta noche de acontecimientos inusuales. La estética de Paisaje es visualmente cuidada, con encuadres que nos recuerdan mucho a la novelle vague de los años ’60, con una abundante mostración de la nuca, desencuadres adrede, entre otros elementos más desestructurantes de la imagen ,todo esto reforzado por un tratamiento estilístico del color, permitiendo que este perseguir de las adolescentes por la noche de la ciudad se vuelva una poesía al espacio urbano, la amistad y a la adolescencia como etapa de crecimiento. Al mismo tiempo, el film parece tener mucha influencia de la estética del videoclip (etapa que tuvo su furor en los años ’90) ya que la musicalización es de vital importancia, lo que permite asociar la película con una impronta muy al estilo del talentoso cineasta Xavier Dolan. Entretenida película, escrita, dirigida y protagonizada por mujeres, Paisaje es una oda a la amistad, a la música, a la ciudad como centro cultural y a la mujer como parte sorora de nuestra sociedad.
El encanto particular de las chicas cuando se mueven en grupo ya fue tratado en el cine y la literatura en varias oportunidades, desde el deslumbramiento del narrador de En busca del tiempo perdido con el ramillete de muchachas entre las cuales divisó por primera vez a Albertine, hasta la banda de integrantes del clan Manson que la narradora de Las chicas, de Emma Cline, observó fascinada mientras avanzaban, entre la belleza y el peligro, “como tiburones”. Quizás uno de los tratamientos más memorables de las chicas como grupo sea el que hizo (uno de los que hizo) Sofia Coppola en Las vírgenes suicidas (1999), basada en la novela homónima de Jeffrey Eugenides. En un @miento de pelos dorados flameando en la luz, Coppola versionaba la historia de cinco hermanas criadas en el más estricto aislamiento del mundo por padres que consideraban –cómo no, toda la sociedad lo considera– que ser una chica era un peligro. En esa línea se inscribe Paisaje, la opera prima de Jimena Blanco que se estrena esta semana luego de participar en la Competencia Internacional del 20º Bafici. La película se centra en una salida a la ciudad de cuatro amigas que viven en las afueras de Buenos Aires, no en un pueblo pero lo suficientemente lejos como para que ir al centro implique esperar un colectivo en la ruta. La excusa es asistir a un recital, el de la banda del chico que le gusta a una, en plena década del noventa y sin teléfonos en el bolsillo. Paisaje presenta a las cuatro amigas (Laura Grandinetti, Camila Rabinovich, Camila Vaccarini, Ana Waisbein) por separado, en el ocio de un verano lento, cada una en el esplendor de sus cuerpos adolescentes y con la cámara pegada a esos brazos y piernas desnudos cubiertos de vello dorado, a los pechos recién estrenados de los que después las chicas hablarán entre risas. El procedimiento de pegarse a los cuerpos y fragmentarlos se sostiene a lo largo de toda la película y genera una cercanía muy particular: si en Las vírgenes suicidas Sofia Coppola miraba a las chicas desde el punto de vista de una bandita de pibes que las admiraban desde lejos, como criaturas exóticas que habitaran un mundo secreto, Paisaje se mete entre las chicas al punto de llevar al espectadxr al centro de ese revuelo de mechones de pelo, puteadas, calentura y cachetes con hoyuelos que son muchas veces las adolescentes en el umbral del sexo. La decisión es acertada porque, vistas casi desde el interior del grupo, las protagonistas de Jimena Blanco se despojan de mucho del estereotipo que circula sobre lo femenino: no son ni femeninas ni masculinas, ni infantes ni adultas, tienen la capacidad de juego a flor de piel y también saben ya dedicarse con seriedad a los problemas más densos. Y sobre todo no quieren seducir ni ser seducidas sino probarlo todo: la cerveza, los besos, el amor entre chicas, el riesgo, la independencia. A partir de una circunstancia pequeña pero decisiva –en una fiesta se olvidan la mochila donde llevan la mayor parte de sus pertenencias, incluida la plata para viajar– las cuatro amigas quedan a la deriva en una ciudad en la que no conocen ni el camino a casa, ni el mapa del peligro. Y es precisamente esa cercanía con los cuerpos que cobra un sentido distinto en cada escena la que hace que, cuando el acoso se presente en la forma de dos tipos que les ponen el cuerpo para impedirles la circulación, el terror sea tan vívido. Paradójicamente, son también esos primerísimos planos los que hacen que la ciudad, lejos de cualquier postal generada previamente por el cine, se sienta como un territorio a explorar que es de ellas solas –¿no es exactamente eso la juventud?– y al mismo tiempo las repele. Estar en el mundo como una chica: esa es la sensación que Jimena Blanco logra capturar en Paisaje como experiencia, con la melancolía de ese momento preciso en que el grupo deja de ser algo dado para empezar a quedar atrás sin que se pueda impedirlo.
La opera prima de Blanco se centra en cuatro amigas que se meten en problemas y deben pasar la noche circulando por el centro porteño mientras tratan de regresar a sus casas fuera de la ciudad. Este filme, que transcurre en los años ’90, es un convincente retrato de los placeres y sinsabores de la amistad, desde un punto de vista femenino. La opera prima de Blanco, productora ejecutiva de muchas películas de la ya desaparecida compañía BD Cine, revela un ojo más que interesante para la puesta en escena a la hora de contar una historia si se quiere pequeña acerca de una larga y complicada noche en la que cuatro amigas se meten en problemas. A diferencia de lo que podría esperarse de una película con una trama de este tipo (algo así como una version femenina y de personajes múltiples del DESPUES DE HORA, de Martin Scorsese), Blanco plantea un modelo narrativo bastante impresionista, eligiendo utilizar muy poca profundidad de campo y centrándose en los rostros y los cuerpos (las sensaciones) de sus protagonistas. Las chicas son cuatro amigas que viven en lo que parece ser un country ubicado en el Gran Buenos Aires en algún momento de los años ’90. A partir del deseo de una de ellas de verse con un chico que toca en una banda en el centro porteño, el grupito encara el viaje hacia la ciudad hasta llegar al boliche en cuestión. Pero una vez que están allí las cosas empiezan a complicarse: el objeto de deseo es mucho menos “galante” que lo que imaginan, llega la policía al lugar y las chicas deben irse, pero se olvidan una mochila allí. Enredadas en esos y en otros problemas empiezan a circular/escapar por la ciudad sin tener una forma muy clara de volver a casa y tal vez teniendo que pensar en esperar la madrugada siguiente. Blanco divide su narración en dos partes. En la segunda –y a partir de la confusión, el miedo y las recriminaciones– aparecen los conflictos personales de las protagonistas y los que tienen unas con otras. El desenlace de este muy breve filme de poco más de una hora es un tanto abrupto, ya que los problemas de las chicas parecen surgir y quizás hasta resolverse de una manera un poco apresurada. Da la impresión que es una película que podría alcanzar mayor complejidad dramática durando unos 10, 15 minutos más. Pero de todos modos la manera en la que Blanco se acerca al confuso y contradictorio universo de la adolescencia, esa zona donde el deseo se mezcla con el miedo y la atracción sexual se confunde con otras cosas, resulta más que convincente en un filme que explora esas sensaciones (mezcla de “sensatez y sentimientos”) desde un punto de vista profundamente femenino.
Aquí la cámara sigue a cuatro adolescentes amigas: Juli, Cami, Agus y Peque (Laura Grandinetti, Camila Rabinovich, Ana Waisbein y Camila Vaccarini) a mediados de los 90, viven en Ingeniero Maschwitz, deciden vivir una gran aventura solas, viajan al centro de la ciudad para transitar por nuevas experiencias en una larga noche. Una vez en la ciudad viven una sucesión de situaciones increíbles, una noche en el boliche, música, amor, marihuana, alcohol, una razzia policial, la pérdida de sus mochilas y un momento de inseguridad. Estas adolescentes dejan ver a través de sus conversaciones la sensibilidad y la inocencia. Ellas a través de sus intercambios van tocando varios temas como: el embarazo, el amor, la amistad, el sexo, los reproches, las relaciones de madre e hijas, entre otros temas. Las actuaciones de estas jóvenes actrices son muy aceptables, espontáneas y simpáticas, dentro de los roles secundarios: Esteban (Felipe Villanueva) y Romi (Sofía Palomino). Este es el debut en su primera película como directora de Jimena Blanco, estuvo en la Competencia Oficial Internacional del (20) Bafici.
Estamos ante una película ambientada en los noventa, no solo se nota en las pequeñas sutilezas y detalles en cuanto al vestuario y utilería, sino también por la libertad implícita en el recorrido nocturno de cuatro amigas adolecentes que están en esa etapa de transición hacia la adultez. En el tratamiento con respecto al mundo que las rodea, los chicos, los adultos, la ausencia de una figura de autoridad, no se percibe el miedo característico contemporáneo al hecho de que sean cuatro jóvenes que andan de noche, en el centro, solas, sin que alguien sepa que están ahí. Si bien hay pequeños momentos de tensión en cuanto al peligro, a lo que implica estar solas lejos de sus casas, que es justo y necesario, no es algo que tenga al espectador alarmado, pensando en cuándo les va a pasar algo grave. Solo hay un breve encuentro con dos personajes que les representan el mayor peligro de la noche, y las llevan al límite, y se agradece que no pase algo más dramático. Situación que no le quita peso a la historia, en absoluto. La película plantea la complicada temática de la amistad adolescente. La trama no tiene un nudo claro entre los personajes, más bien acompaña a las chicas en este descubrirse, como grupo e individualmente, durante el recorrido. Este acompañamiento está marcado por movimientos de cámara y planos mayormente cerrados; quizás luego de un rato se hace un poco tediosa esta forma, pero una vez que entras en ese mundo, comulgas con la intención. La iluminación también acompaña muy bien momentos claves del filme, gracias al uso de ciertas tonalidades y colores. El final es inesperado y rompe con la estabilidad de la película. Como si fuera un puntapié para que a partir de ahí comience verdaderamente la historia, o un nuevo relato. Los breves diálogos vacíos de contenido dan cuenta del período que atraviesan las chicas. Por María Victoria Espasandín
Perros callejeros ladrando, una iglesia frente a la plaza, locales con aleros de chapa y persianas bajas, plátanos y palmeras, calles de tierra y una ruta transitada a lo lejos componen la radiografía del lugar. Teléfonos inalámbricos, lata de chicles Ouch (pero con cigarrillos), cintas de colores y pulseras de mostacillas, aros de perlas, toalla gastada con la imagen de Frutillitas, casetes, equipo de música con la radio sintonizada en el viejo dial de la Rock and Pop: no caben dudas, estamos en los años 90, en un Conurbano alejado de la ciudad. Allí cuatro adolescentes en traje de baño matan el tiempo por separado en la hora de la siesta, acompañadas por el adormecimiento meditabundo del verano. El borde de una piscina, un sitio alejado en el parque, un dormitorio, un cuarto de baño con ventana al exterior, son los lugares donde vemos que ellas se sienten a gusto en sus casas, mostrando en su (in)acción ciertos rasgos de personalidad. Ya reunidas por la tarde, se preparan para salir. La ropa cambia de mano, se la prueban, se observan, juegan. Un flyer indica el destino de la noche: un Festi-Punk donde está anunciada la mítica banda de Gerli Alerta Roja (que no va a ser jamás nombrada, sino que parece ser un guiño personal de la directora). En una mochila en común, que será intercambiada por turnos durante la salida, guardan los cien pesos que juntaron entre todas, una Guia T y sus documentos de identidad con tapas verdes. No hace falta más nada, aunque cada una llevará encima su kit individual: chupetines, cigarrillos, monedas o walkman, según el caso. La espera del colectivo en la ruta indica la distancia que las separa de Capital. El recorrido eterno a la tierra prometida hace emerger la incertidumbre de lo que les depara la aventura. ¿Cuánto dura un recital? pregunta una, comprobando que el rock y por ende ir a ver bandas en vivo está de moda en la actualidad, sobre todo para adolescentes que agotan entradas Early Bird de Lollapalooza en un día, pero no así en los 90, cuando ese ambiente era estigmatizado como propicio para inculcar todo tipo de desviaciones; cuando el rock en sentido general, ni hablar del punk, parecían malas palabras. Ellas, a pesar de no tener preferencia de estilo a simple vista, se entregan a la noche. Bailan al ritmo adrenalínico de acordes que bien podrían confundirse con los de Los Brujos (siendo en realidad música original de Henry Navia para la película, acorde a la rememoración de aquellos años). Bailan todas, menos la única identificada con estilo rockero, quien constantemente se pone los auriculares que salen de su riñonera, como un síntoma más de postura o evasión. Las demás van desde lo naif hasta lo rebelde, pero disfrutan el pogo, la música, estar ahí, y logran arengar a la otra, que termina cayendo en la tentación de divertirse. Luego, empezarán las complicaciones. La falta de celulares es evidente y se siente en la narración un cierto énfasis para resaltar esta carencia. Paisaje para algunos puede resultar casi una utopía, pero así era todo: más difícil, a la vez menos expuesto, quizás más divertido o insoportablemente aburrido según el momento. No había forma de saber dónde encontrar a alguien sino era por la casualidad o el conocimiento, había que tener siempre monedas para teléfonos públicos y tratar de no perderse. Ni hablar de Uber, ni siquiera de remises, que recién comenzaban a circular para pasajeros ocasionales. En la deriva que las hace transitar por las temerosas calles del centro, el teléfono móvil parece ser un mcguffin pero en ausencia; es su falta lo que hace avanzar la trama y lo que coarta posibilidades que hoy serían elementales. Si bien la nostalgia es inevitable, vale aclarar que no hay excesos en función de mostrar la época, sino un devenir que la expone por sí misma. Todo retratado con gran sensibilidad, como si se tratase de un recuerdo fragmentado y lejano. Jimena Blanco elige planos cerrados con poca profundidad de campo para moverse durante toda la película, como una cámara espía que las muestra y acompaña en su camino incierto, también en su abulia. Las cuatro actrices, salvo en ciertos diálogos por momentos muy estructurados, compusieron cada personaje de forma genuina, creando con una mirada todo un mundo personal, mostrando con sus gestos lo inaccesible. Sin ahondar en preámbulos, dejándose llevar por las acciones, la primera mitad del relato permite el fluir de los personajes sin reparos. La directora y co-guinista (junto con Lucila Comeron), conocida por sus trabajos de producción, logra transmitir en su ópera prima la sensación de libertad que da el hecho de escapar a un lugar lejano sin que nadie lo sepa y a la vez, la inquietud de transitarlo. Pero en la segunda mitad las protagonistas caen en su estereotipo. No son juzgadas, pero sí sentenciadas a su perfil. Los abruptos sucesos que se precipitan hacia el final, sin entrar en detalles de la trama, son innecesarios para el nivel intimista que propone la película. Este grupo no duda, no baja la guardia, no experimenta lo que lo rodea. En definitiva, observamos seres previsibles que no se mueven de su status, ya sin la libertad que gozaban al principio del viaje. Es decir que en vez de crecer, se exponen. En Paisaje las cosas terminan siendo lo que parecían ser, y eso es una decepción. A tal punto que cuando una de las chicas revela su secreto, otra afirma: “era obvio”. ¿Necesariamente tenía que ser obvio? Habría sido más interesante un vuelco hacia la ambigüedad, o que las confesiones generasen valor agregado. Amén de resolver la trama o dar un golpe de efecto, no era esa la propuesta inicial. La calidad visual, el ritmo y la intención hacen que el film resulte, con todo, recomendable.
La directora y productora argentina Jimena Blanco debuta con su ópera prima Paisaje. Paisaje ubica la historia a fines de los noventa. Cuatro amigas viajan una noche a la Capital Federal para ver un concierto de rock de una banda de un chico conocido. Llevan una mochila con un poco de plata, sin celulares y sin avisarle a nadie que salieron. Como parte de esa rebeldía al finalizar el recital van a una fiesta pero llega la policía. Entonces salen asustadas de allí olvidando sus pertenencias y quedando varadas en una noche en el microcentro porteño desolado. Blanco impregna de opresión pero al mismo tiempo de curiosidad al lente de su cámara. Sin alejarse en ningún momento de sus protagonistas, el film sigue el camino de estas cuatro adolescentes mientras afrontan los problemas típicos de la edad: la sexualidad, los vicios e incluso la maternidad. Los adultos están ausentes y los pocos que aparecen generan hostilidad hacia ellas. Es un acierto ubicar la acción en una época previa al fervor de las comunicaciones telefónicas, donde buscar un teléfono público a la madrugada era la única opción para estar en contacto con un amigo o un familiar. La ciudad funciona como otro personaje que, aunque pertenezca al fuera de campo (sólo se hace visible al final del film), da la sensación de ser un laberinto de calles abandonadas donde cada escena tiene una historia que contar, al mejor estilo Después de hora (After Hours) de Martin Scorsese. Hay un logrado trabajo de sus protagonistas que, gracias a una muy buena dirección de actores y un guion bastante pulido, encuentran la singularidad en cada una de las personalidades de las amigas.
“Paisaje” es el debut como directora en largometraje de Jimena Blanco, egresada del CIC, en Realización Integral de Cine y TV, conocida en el medio cinematográfico como productora ejecutiva, guionista, coordinadora de post producción y otros, y por su cortometraje “200 Km2” (2001). La película narra la experiencia de cuatro adolescentes que viajan (y como decimos en el cine “un viaje que transforma”) desde Ingeniero Maschwitz al centro porteño para asistir al show de una banda heavy/punk, y será una noche de real madurez. La presentación introduce a las amigas disfrutando de un día de sol, lectura y pileta, una tarde de paz y tranquilidad, y luego la preparación para su “viaje”. En la capital (en el boliche) se encontraran con insinuaciones, invitación a una fiesta, marihuana, alcohol y una razzia policial, que nos lleva a la segunda parte del film. En el apuro por escapar de la acción policial (interesante pues no veremos ningún policía) pierden la mochila (bolso) con lo poco que llevaban (documentos, dinero) y el inicio de su periplo en medio de la madrugada de una ciudad desconocida, desolada y al parecer hostil, que sorteara bastante bien, y será cuando aparezca la verdad (el despertar sexual, la camaradería, las rencillas) del mundo femenino, de las cuatro integrantes, con dudas, preguntas y resquemores propios de la edad y sus circunstancias Un buen trabajo en las actuaciones de las intérpretes principales (Laura Grandinetti, Camila Rabinovich, Camila Vaccarini y Ana Waisbein). “Paisaje” es una realización intima con marco en los años noventa adecuadamente ambientados, y el aspecto técnico nos lo muestra con un seguimiento y acercamiento de la cámara a los personajes (y nosotros, espectadores sentimos que estamos junto a ellas), abundan los lentes de teleobjetivos, fondos fuera de foco, y las caras de las protagonistas como centro del encuadre, creando un “microcosmos”. No interesa lo que las rodea, lo IMORTANTE es lo que SIENTEN ellas, y nosotros con ellas. Se trata de una historia de iniciación, del paso de la adolescencia femenina a la juventud, sobre las ansias de experimentar nuevas sensaciones, lo que le da una sensibilidad, originalidad, importantísimo en una opera prima, tanto es asi que esperamos la próxima realización para ver el futuro de Jimena Blanco.
Cuatro chicas viajan al centro porteño en pleno auge de los 90 y viven la noche: los primeros besos y el descontrol adolescente son solo algunos de los temas abordados por Paisaje. Jimena Blanco le da un tono melancólico y experimental a su primer largometraje. Ver Paisaje se asimilaría mucho a salir una noche con chicas que nunca salen de joda pero 25 años atrás en el tiempo. La música, la vestimenta (y el famoso walkman), Calamaro, Ricky Martin y hasta las charlas triviales sobre Chiquititas sumergen al espectador en lo noventoso. Tampoco habría que pasar por alto que una de las chicas es seguidora de la banda de Kurt Cobain y que su primer noche en la ciudad deciden ir a un concierto punk con solo monedas (otra época). Desde lo formal se trata de un film curioso, en sus 67 minutos de duración no se afianza en ninguna zona de confort, al igual que sus protagonistas, la transición de provincia/capital y boliche/calle (out/in, in/out) es un terreno fértil para la experimentación de una directora que da rienda suelta a su creatividad (o todo lo contrario, hay escenas de absoluta contemplación). Quizá por eso sea un film fácil de ver y no tanto a la hora del análisis. “Dejarse llevar” es la propuesta de Paisaje; un relato de amistad y desencuentros, una road movie de una noche, una hora y siete minutos en la que los adultos simplemente sobran.