Sin aliento La película se puede resumir como la historia de una puerta que se abre y luego se cierra: la puerta de un gran departamento parisino que es también la de Francia. El hombre que la atraviesa, en una primera secuencia extraordinaria, se llama Yoav: un joven israelí particularmente bello, con una virilidad desbordante pero fuera de norma. Desnudo y despojado de todo, Yoav es cobijado por Emile y Caroline: dos jóvenes franceses que le ofrecen, entre otras cosas, algo para cubrirse. Entre los tres nace rápidamente una atracción insondable. El protagonista traza su camino en zigzag: la trayectoria imposible de un cuerpo masculino entre el nacionalismo y la poesía, entre el hebreo que se niega a hablar y el francés que declama, entre el hombre y la mujer como un tercero en discordia. Al igual que su personaje, la película navega entre dos orillas: por un lado, la erotización de su actor principal con quien la cámara mantiene una relación casi animal, y por el otro una parodia de la virilidad que llega a su cumbre cuando filma un violento enfrentamiento entre dos paramilitares como una escena de sexo. La ruptura entre Yoav e Israel es un misterio que podemos intuir a través de la actitud furiosa y excéntrica del personaje. El joven se niega a pronunciar la más mínima palabra en hebreo, practicando en su lugar un francés literario y sorprendente. Mientras camina impetuosamente por las calles de París armado con un diccionario de bolsillo, los sinónimos brotan asociando palabras de forma poética con un placer tan sensual como sagrado. Los gestos en bruto del personaje, su movilidad vigorosa y la intensidad de su compromiso físico, contrastan con la apatía del decorado parisino. La puesta en escena es un registro coreográfico que se sacude, rompe el tono y propone desvíos inesperados que bordean lo experimental logrando que la ciudad se difumine como un fantasma. El desplazamiento del cineasta israelí le permite poner su mirada a prueba de una realidad diferente: un diálogo cáustico entre dos culturas y dos cinematografías con el que Lapid redobla su propio cuestionamiento estético. Emile y Caroline pertenecen a una burguesía francesa letrada con su capital cultural y económico. La sátira política y social también los alcanza en una maravillosa escena en una disco donde la juventud dorada aparece como una masa vulgar y superficial. La presencia exaltada del joven israelí tiene un efecto regenerador en la pareja parisina. La actuación teatral de los intérpretes, con gestos grandilocuentes y tonos enfáticos, asimila la identidad a una representación. Yoav puede actuar como loco, rico, francés o israelí, adoptando la vestimenta y el idioma apropiados para cada ocasión. Nuestro héroe sediento de literalidad corre desesperado como Denis Lavant en Mala sangre, emula los gestos de Belmondo en Sin aliento, acepta los trabajos más extraños y recita de un modo desafiante La marsellesa en un curso absurdo para ser francés. Finalmente, pasar de un país a otro es sólo un intercambio de ficciones.
Los dilemas de la palabra El realizador israelí Nadav Lapid, reconocido por su film Policeman (Ha-shoter, 2011), una gran obra sobre un comando de una división antiterrorista de Israel, regresa con Sinónimos: Un Israelí en París (Synonymes, 2019), una película sobre el cruce de idiosincrasias, la condición de extranjero y la interpelación del otro que nos refleja. Recién llegado de Israel, Yoav (Tom Mercier) es encontrado en estado de hipotermia por una pareja francesa, Emile (Quentin Dolmaire) y Caroline (Louise Chevillotte), tras ser víctima de un hurto. Los tres entablan una inusual amistad y Emile, un joven que pretende convertirse en escritor, queda fascinado por las apasionantes historias de Yoav sobre el ejército y la vida de él y sus parientes en Israel. Buscando trabajo Yoav entabla relación con varios israelíes como Michel (Olivier Loustau), otro inmigrante siempre en busca de pelea, y consigue un puesto de seguridad en la Embajada de Israel en París, pero el joven se siente un completo extranjero con una forma de encarar la vida completamente diferente, incapaz de asimilarse a la vida civil gala. El film sigue al protagonista en su periplo por París con sus amigos israelíes y franceses para indagar en la condición de desarraigo de los extranjeros, la imposición de la cultura oficial y las diferencias entre las sociedades y los países desorganizados, en guerra o en estado de ebullición y la organización institucional de las democracias industrializadas europeas. En febriles caminatas Yoav recorre las evocadoras e imponentes calles parisinas mascullando sinónimos y relacionando palabras que discuten entre sí. Las frases y los términos se unen para hilvanar conceptos e ideas que el personaje va desarrollando para enfrentarse simbólicamente en su interior tanto al estado belicoso permanente de su país como a la paz inquebrantable de París. Tal vez como una ironía del destino, Lapid coloca como símbolo de la quietud de la capital de Francia a la Catedral de Notre-Dame, parcialmente afectada por un incendio a mediados de este año antes de la filmación de las escenas. En distintas secuencias hay también una provocación del protagonista o de sus amigos israelíes a la apatía francesa, ya sea en fiestas, en el subte, en la calle o en un bar: los inmigrantes intentan que su carácter sea reconocido insertando una pizca de caos y rompiendo la previsibilidad, pero los personajes sólo encuentran desidia y miradas incómodas ante la moderada perturbación del estado de normalidad. El film también destaca la importancia del idioma para la construcción de la identidad. Para integrarse en Francia el protagonista decide abandonar el hebreo y adoptar completamente el francés, que ejercita con un diccionario conjugando sinónimos y realizando asociaciones. El lenguaje adoptado nunca cobra para el protagonista la importancia del materno, que tiene una carga simbólica y emocional de la que carece la lengua del país adoptivo de Yoav. El aprendizaje autodidacta del francés funciona como uno de los mecanismos a los que acude el protagonista para su proceso de asimilación a la cultura gala, curso siempre inconcluso que deja heridas y marcas en el orgullo. Sinónimos: Un Israelí en París es una obra que remarca al cuerpo como objeto de los distintos dispositivos de control y disciplinamiento sociales que aplican las instituciones. La película de Nadav Lapid es así una interpelación directa y constante a las democracias europeas sobre los problemas sociales de los inmigrantes, las políticas de asimilación, las contradicciones que separan a los países en paz de los países en guerra y la responsabilidad de los primeros para con los segundos en un mundo inextricablemente globalizado.
Europa, hazte cargo Queda claro desde el vamos que el terrorismo asociado a los fundamentalismos más allá de las palabras e interpretaciones tiene en Europa un denominador común. No tanto como escenario predilecto de cuanta célula latente exista o lobos solitarios sino como resabio de una sociedad que practica la intolerancia a cada paso y sin distinción de geografías. Francia no es la excepción y la muestra está en las crónicas mediáticas de las últimas etapas en que los cascos amarillos y la revolución silenciosa hace media en las calles del país galo. Pero circunscribir una realidad superadora de la cual Europa debe hacerse cargo, es decir la fuerte oleada de refugiados, es apenas una cuestión de semántica. Y ahí la primera conclusión sobre la incomunicación y la expresión más emblemática de la intolerancia que atraviesa el universo del opus de Nadav Lapid. Tal vez algo sobrevalorado por cierta crítica internacional, lo cierto es que el director vuelve a cargar las tintas sobre el judaísmo y la idiosincrasia a partir de un personaje que busca a toda costa adaptarse a la tranquilidad no belicosa de Francia. Yoav aparece casi desnudo, víctima del robo y a un paso de morir congelado. El refugio llega desde una pareja de jóvenes franceses con quienes entabla inmediata ligazón, además de ocupar el centro de interés con sus historias en la Israel que decide abandonar para probar las mieles de la ciudad luz. Será un diccionario una herramienta de doble filo porque en la búsqueda de palabras para expresar sensaciones y sentimientos, sacar de cuajo lo hebreo de su ropaje y mentalidad europeizante, queda siempre expuesto y a medio camino. Los sinónimos del título parecen expresar esa incomunicación de la barrera idiomática aunque también de entender cómo viven los franceses y su apatía por todo. La falta de sangre inclusive en la falta de violencia que puede llegar desde las minorías es una de las marcas que deja sembrada el director de Policeman entre alguna cuota de ironía salpicada de crítica al modelo. A pesar de este intento despojado y de hacer un cine sin ninguna concesión, la película por momentos se contagia de una densidad y agobia en sintonía con la problemática del protagonista en su interrelación e interjuego con el entorno, el contexto y su propio pasado en Israel, sus contradicciones a flor de piel y el peso de una tradición de la cual no puede fugar.
El director y guionista israelí Nadav Lapid, regresa con “Sinónimos, Un Israelí en París” (“Synonymes”, 2019) un film muy interesante sobre un joven llamado Yoav (Tom Mercier) que quiere adentrarse en la cultura francesa y olvidar sus orígenes, de hecho deja de hablar en hebreo al llegar a Francia, ni siquiera contesta en su idioma natal cuando le hablan y sí lo hace en francés. Al llegar ocupa por un día un lujoso departamento vacío donde se ducha y mientras lo hace alguien le sustrae sus pocas pertenencias. En estado de hipotermia es encontrado al día siguiente por sus vecinos , la pareja formada por Emile (Quentin Dolmaire) y Caroline (Louise Chevillotte) quienes lo ayudan albergándolo en su enorme piso, dándole ropa y hasta dinero. Los tres entablan una amistad que deja traslucir un interés sexual entre Caroline y Yoav. Emile es un burgués que quiere ser escritor y busca empaparse con las historias de su nuevo amigo para usarlas como inspiración, aunque también participa en un rol ambiguo en éste trío. El protagonista consigue trabajo en la Embajada de Israel en París pero todavía no halla su lugar, recorre París con un diccionario intentando ampliar su vocabulario y aprender todos los sinónimos posibles para ser uno más, aunque las diferentes idiosincrasias se noten. Muchas cosas ocurrirán con éste trío que no conviene spoilear, pero sí contar que el film se alzó con el Oso de Oro en la Berlinale, muy merecido por el trato que se le otorga al tema de la búsqueda de la identidad, un país y una familia que quiere olvidar y que rechaza (seguramente no dejó buenos recuerdos pero no sabemos por qué, quizás el servicio militar y una relación por su parte, distante con sus padres) y otro que quiere abrazar, desde el idioma hasta sus costumbres, pensando y viviendo como francés, aunque el dinero escasee y tenga que vivir en un espacio reducido. Libertad, Igualdad y Fraternidad es su lema. Excelente debut de Tom Mercier, secundado por un talentoso elenco. Original tema que refleja un poco la vida de su director, también entre los dos países. ---> https://www.youtube.com/watch?v=lA8OU2lLCMs TITULO ORIGINAL: Synonymes DIRECCIÓN: Nadav Lapid. ACTORES: Tom Mercier, Quentin Dolmaire, Louise Chevillotte. GUION: Nadav Lapid. FOTOGRAFIA: Shai Goldman. GENERO: Drama . ORIGEN: Francia, Alemania. DURACION: 124 Minutos CALIFICACION: Apta mayores de 16 años DISTRIBUIDORA: Maco Cine FORMATOS: 2D. ESTRENO: 14 de Noviembre de 2019
La migración Ganadora del Oso de Oro del 69 Festival de Berlín Sinónimos: Un israelí en París (Synonymes, 2019), de Nadav Lapid, es una obra rigurosa que no tiene equivalente con nada a pesar de su título. y que sólo pueda describirse por sí misma. Su personaje principal es Yoav (Tom Mercier), un israelí que desembarca en París con un diccionario y un hartazgo profundo de su país en guerra, por lo que desea nacionalizarse francés y ser enterrado en Père Lachaise. Yoav aparece desnudo y solo en una habitación vacía. Se trata del departamento glamoroso de Émile y Caroline que lo salvaron cuando estaba a punto de morir de frío y que se convertirán en sus amigos, protectores y oyentes de sus historias a lo largo de la película. A partir de este encuentro, se suceden escenas y diálogos desplazados, literarios e inenarrables, que podrían ser independientes. Sin embargo, el conjunto se articula en torno a un eje sólido: la especie de metamorfosis francesa a la que Yoav se lanza en cuerpo y alma para chocar una y otra vez contra el muro de su identidad nacional. Establece un régimen estricto y completo, cuasi militar, pero dicha disciplina se ve interrumpida por explosiones de deseo, rabia y desesperación que traicionan la lucha que se produce en él, entre el lugar de donde viene y el lugar al que quiere pertenecer. Nadav Lapid opta por no limitarse a ninguno de los numerosos recursos del cine. Usa el diccionario cinematográfico sin ninguna incoherencia, más bien todo lo contrario: primeros planos o planos americanos, ángulos diversos y variados, blancos inmaculados, noches y colores, imagen agitada o fija. Para finalizar, se debería recurrir a una serie de antónimos para describir su película: exuberante y bien dirigida, cerebral y vigorosa.
"Sinónimos: un israelí en París", vestigios de un estallido La presencia del actor debutante Tom Mercier es fundamental en este film en el que se sigue a un "auto refugiado" que no tiene quién le dé asilo. Hay una violencia, una locura en Yoav, que se intuyen en algunas miradas, algunas conductas límite, sin explicación aparente, y que eclosionarán finalmente en el muy civilizado ámbito de un concierto de música clásica. Cuando la cámara lo toma por primera vez, Yoav está recién llegado a París, con su mochila y sus recuerdos de Israel, del ejército, con los que quiere romper definitivamente. Cuando lo hace por última vez da la sensación de que dio vueltas en círculo, sin llegar a ninguna parte. Sin ir a ninguna parte, en verdad, porque su estada en la capital francesa es improvisada, intempestiva, sin guion. Es un auto refugiado, pero no tiene quién le dé asilo. Se lo tiene que buscar solo, y en tan corto tiempo y estando con lo puesto (ni siquiera con lo puesto, incluso) no es fácil. Mucho menos si hay algo en él que parece haber salido de carril. La primera película del realizador israelí Nadav Lapid, Policeman(2011) estaba dividida en dos partes. La primera presentaba la vida cotidiana de un policía israelí; la segunda, el operativo-debut de un disparatado grupo terrorista. Sinónimos está dividida en mil partes: es como si algo hubiera estallado, y lo que vemos son los vestigios de ese estallido. Llegado a París por puro impulso (podría haber ido a parar a Londres, a Túnez o a Buenos Aires), la vida de Yoav es la que está estallada. Recién llegado se queda sin nada, tiene que salir desnudo al pasillo, a pedir ayuda. De allí en más conocerá a una pareja con la que “hay onda” (con ambos), pero son relaciones que no crecen. Se compra un Larousse de bolsillo y va repitiendo sinónimos y acepciones mientras camina por la calle, como un obseso. Entra a trabajar como seguridad en la Embajada de Israel, pero comete algo así como un acto de anarquismo solitario, que no es lo más indicado si se quiere conservar el empleo. Conoce a un judío-francés que cada tanto organiza batallas campales con skinheads del lugar. Posa como modelo ante un artista plástico que le pide que practique simulaciones sexuales. Si algo falta en Sinónimos es continuidad, y esto es así porque la película se mimetiza con su protagonista. Las escenas parecen eclosionar unas contra otras, y los episodios por los que atraviesa Yoav pueden durar una o dos escenas. Salvo la relación con sus vecinos Emile y Caroline, que le dan abrigo de entrada y mantienen de allí en más una vinculación que en el caso de él, que es escritor, tiene que ver con su interés por conocer, apropiarse tal vez, las historias de Yoav en el ejército israelí. Y en el de ella… bueno, se verá. Las historias que Yoav le cuenta a Emile no parecen muy confiables: en una de ellas, una ceremonia militar es coronada por dos chicas, vestidas con ropa de fajina, cantando y coreografiando un tema pop. Cuando está solo, Yoav no se comporta de manera muy lógica: avanza a saltitos por una habitación, se pone a bailar como un desaforado en la cocina, mima los gestos de dos que se agarran a trompadas. Lapid arroja todo esto sobre el espectador en crudo, sin facilitar ninguna coartada, interpretación o herramientas de comprensión. Las cosas son como son, y suelen ser bastante extrañas en Sinónimos. La presencia del actor debutante Tom Mercier es fundamental. Con un rostro casi tan brutal como el de un Jean-Paul Belmondo chiquilín, pareciendo de a ratos un niño desorientado y en otras ocasiones un demonio desencadenado, Mercier posee una alta capacidad de lo que se llama switch, y que consiste en pasar en segundos, en su caso abruptamente, de un sentimiento a otro, de una emoción a otra, de una acción a otra. Todo sin ninguna clase de explicaciones o reflexiones, tanto de su parte como de la propia película, que no pretende civilizar lo salvaje, dando lógica a lo que posiblemente no la tenga. No al menos la lógica que se maneja culturalmente, en la vida de todos los días.
A veces, los premios internacionales generan una expectativa desmedida al recibir ciertos estrenos en el circuito comercial. Algo de esto sucede con “SINONIMOS: UN ISRAELI EN PARIS” que tanto por la trayectoria de su director, como por el hecho de haberse hecho acreedora del Oso de Oro al mejor filme y el premio FIPRESCI en la última Berlinale, hacían poner la vara demasiado alta. Nadav Lapid es un director israelí que había llamado poderosamente la atención con su ópera prima “POLICEMAN” pero por sobre todo por su segundo filme “La maestra de Jardín” que ha tenido inclusive una remake americana con el protagónico de Maggie Gyllenhaal y que ahora se juega por una propuesta completamente imprevisible, arriesgada y original, pero con algunos resultados fuertemente dispares. “SINONIMOS” tiene puntos de contacto con la vida del propio realizador, quien en su momento dejó Israel para establecerse en París en los años 2000, hecho que aparentemente no le ha sido demasiado fácil porque abre la película con el protagonista llegando a un departamento completamente vacío en el que será literalmente despojado de todas sus pertenencias en la primera noche que se queda a dormir allí. Si bien esa desnudez que se presenta y el frío congelante que azota el departamento sin nada que cubrirse, es el disparador de la historia, hay mucho de simbolismo que será lo que articule gran parte de la película, siendo por momentos una simbología más a mano para el espectador (la desnudez como desprotección, el vacío del departamento como la soledad y la falta de contención) y en otros momentos se tornará más criptica e inasible. Así se presenta en esta primera escena a Yoav (Tim Mercier) a modo de apertura de este viaje migratorio que es el punto de inicio para que luego se dispare en varias direcciones. Huyendo de un país en guerra permanente, el objetivo de Yoav es nacionalizarse francés y entre sus sueños más inexplicables está el deseo de ser enterrado en el cementerio Père Lachaise –uno de los más importantes y bonitos del mundo, en donde están las tumbas de famosos artistas de todos los tiempos-. Cuando acudan a socorrerlo la pareja de vecinos Émile y Caroline, es casi inevitable que surja la tensión y que aparezca, perfectamente dibujado, ese triángulo que se irá armando a partir de ese primer encuentro de virilidad expuesta y necesidad de cobijo. Tal como el protagonista nada en la indecisión sintiéndose tan atraído por Caroline en algunos momentos como por Émile en algunos otros, esa dualidad también estará presente, siempre a dos aguas, respecto de su identidad (se niega a hablar su idioma de origen contraponiendo un francés exquisito y fluido que suponemos, no cualquier inmigrante maneja con esa ductilidad), esa búsqueda de atracción y repulsión que genera, al mismo tiempo, este nuevo territorio identitario. Lapid sabe lo que quiere expresar ya que es parte de su historia y de su propia construcción, pero en esa oportunidad echa mano a una narración disgresiva, difícil de seguir, por momentos en apariencia incoherente y episódica. Si bien hay un eje central que enhebra todo el discurso que es indudablemente ese proceso de perder parte del pasado para instalarse y recrearse en una nueva nacionalidad, en un nuevo país, los recursos que utiliza Lapid, sumamente cinematográficos no siempre tienen la precisión y la coherencia que ha demostrado en su cine. Momentos que guardan una solemnidad teatral, diálogos que presentan más ribetes literarios que cinematográficos y una edición fragmentaria, tal como las escenas, no contribuyen a que, como espectadores, podamos sumergirnos fácilmente en la historia. De todos modos, Lapid logra hipnotizarnos con la cámara pero tanto la extensión de más de dos horas como las líneas secundarias que no logran a veces llegar a ningún destino (un interesante y arriesgado encuentro con un fotógrafo queda como deshilvanado del resto de la trama aunque es una de las escenas más intensas y mejor construidas de la película) hacen que las sensaciones frente a “SINONIMOS” se dispersen. Una película que tiene todos los elementos formales y técnicos para contar una gran historia, pero que no llega a emocionar sino simplemente a dejar plasmada una historia de transición, en una puesta en escena madura y arriesgada, pero por momentos tan fría y distante como caótica e inconexa.
En su primera noche en París, el joven Yoav descubre que la decisión de hacer las valijas y abandonar de mala manera su Israel natal será correspondida con una beligerancia similar por parte de su nuevo entorno. Después de meterse en un piso abandonado, un desconocido aprovecha su primer despiste para dejarle sin nada. Literalmente desnudo. En el momento en el que vemos a Yoav tapándose los genitales mientras baja por las escaleras advertimos que no deberíamos tomarnos al pie de la letra las imágenes. Primera invitación a salir de la literalidad y abrazar lo metafórico. Que, a posteriori, Yoav acepte su condición de personaje (casi cartoon) al mostrar una fidelidad casi religiosa a su indumentaria (pensemos, por ejemplo, en la emblemática gabardina de Monsieur Hulot) es otra pista que despeja dudas. Sinónimos: Un israelí en París es una película de marcado carácter autobiográfico, pero Nadav Lapid se enfrenta a sus propias vivencias con la actitud del paciente que se estira en el diván. Es, para entendernos, un ejercicio de memoria que, sobre el papel, podría remitir a Vals con Bashir, experimento de Ari Folman para consigo mismo, en el que los recuerdos documentales se mezclaban y confundían con las pesadillas animadas. Era aquella película una libre conjunción e interpretación de géneros o, directamente, formas de entender el cine. Pues bien, en su nuevo trabajo, Lapid lleva mucho más allá esa sensación de libertad. Justamente la que su álter ego busca con desesperación. Tanto, que llega a considerar su nacionalidad como una enfermedad a la que debe aplicarse una terapia de shock. Avergonzado por su origen israelí –un país que a su entender, ha confundido el amor propio con el odio a los demás; el orgullo con la provocación–, el hombre decide apostarlo todo a la triple promesa francesa de igualdad, fraternidad y la tan cacareada libertad. Para ello, jura no volver a pronunciar jamás una sola palabra en hebreo. Sinónimos: Un israelí en París se mueve con la inseguridad de quien teme estar destruyendo las reglas gramaticales que está empleando. En este sentido, su actor protagonista, Tom Mercier, da una lección magistral de adaptación a un medio en el que, para hacer la jugada aún más redonda, es un recién llegado. Su acento, su gesticulación, su caligrafía, su mirada… todo lo que propone su cuerpo es el fiel reflejo de una película que observa con la curiosidad, el arrojo y el miedo de quien apenas está aprendiendo a observar. Sinónimos: Un israelí en París surge del desarraigo, de la pérdida de una identidad que exige ser sustituida por otra, pese a la resistencia de la memoria. La película se articula a través de la invocación de los recuerdos del protagonista: historias de argumento y naturaleza imprevisibles. En una escena, presenciamos una revolución fallida en una embajada de Israel; en la siguiente, una metralleta se pone a cantar el tema Sympathique, de la orquesta Pink Martini. El resultado de todo esto es tan estimulante como potencialmente frustrante, pues en muchas ocasiones Lapid parece dirigirse exclusivamente a los suyos, o a él mismo… quizás para no olvidar. Dicho de otra manera, Sinónimos: Un israelí en París se formula como un video-collage memorístico en el que el autor parece emular al mejor Nanni Moretti. La narración luce como una amalgama de momentos que se vivieron, que se desearía haber vivido y que se están viviendo. El director y Yoav se desnudan por igual para desnudar aquello que están mirando. Sinónimos: Un israelí en París no se conforma con ser un diario autobiográfico, sino que aspira a hablar en plural gracias a la universalidad de sus temas y a la importancia geopolítica de un escenario que deviene personaje. La Marsellesa se canta descompasadamente, con acento vietnamita, se suceden las carreras en el metro con sirenas de fondo y el laicismo se destapa como otra religión con posibles derivaciones fanáticas. Francia, ese melting pot, como vanguardia de Europa; como banco de pruebas de un mundo que debe mostrarse responsable ante su obligación casi moral de acoger, y de entender que todo ser humano es sinónimo del que está a su lado.
El director de Policeman y La maestra del jardín siempre dejó en claro su mirada crítica respecto de la política de su país natal, Israel. Postura que tiene que ver con lo público, pero que no se centra en el ejercicio del poder sino en la estructura misma de la sociedad. Lapid evita el tranquilizador y demagógico discurso en virtud del cual son sólo quienes detentan el poder los responsables de la situación retratada; el asunto es un poco más complejo, los grises abundan, y no es tan fácil cargar con todas las culpas a un pretendido “mal absoluto”. En Sinónimos: Un israelí en París el realizador vuelve con todo (ese todo que incluye, como de costumbre, una inquietante virulencia en algunos pasajes) sobre aquellos temas y se mete también con su país de acogida. Yoav, el protagonista (y, entendemos, alter ego), literalmente “aparece” en París, donde es despojado de todas sus pertenencias y es “adoptado” por una pareja burguesa. El esfuerzo por manejar el francés, la resistencia a comunicarse en hebreo, su relación con otros judíos, todo lleva a analizar las implicancias del migrar, el asimilarse a otra cultura. En particular, Lapid parece preguntarse qué es o qué implica ser francés (o convertirse en francés). En su aparente contundencia y linealidad ese interrogante esconde una profunda introspección que indaga, sociológica y filosóficamente, también en su impacto sobre el proceso creativo. ¿Cuánto de ese cine de directores japoneses o iraníes, rumanos o israelíes que vemos en festivales o, en nuestro país menos habitualmente, en salas comerciales, llega a realizarse gracias al apoyo de Francia? Ese sistema de apoyo al cine que admiramos, ese espejo en el que en muchos aspectos querríamos mirarnos, tiene otros matices y efectos cuando no se trata de producciones estrictamente locales. ¿Qué queda en el camino? ¿Qué hay que dejar atrás? Incluso con las mejores intenciones, ¿cuánto hay que dejarse homogeneizar en el proceso de integración? Estos son temas que atraviesan la película, en una deriva cargada de exabruptos y momentos de humor que llegan a territorios casi propios del (aparente) sinsentido.
Yoav (Tom Mercier) corre desnudo y muerto de frío por las imponentes escaleras de un viejo edificio parisino. Es allí donde abandona lo que trae de su Israel natal para reinventarse en la Francia de los mejores sinónimos. "Voy a ser francés", les repite a Émile (Quentin Dolmaire) y Caroline (Louise Chevillote), los nuevos amigos que lo cobijan como los dioses caprichosos de esos relatos de Troya que cuenta una y otra vez. El director israelí Nadav Lapid ( Policeman, La maestra de jardín) propone una escritura precisa para desmontar los contornos de toda identidad posible, justo en estos tiempos en que asistimos a sus mayores afirmaciones. Desde el mandato viril y militar del origen a los sueños de libertad y fraternidad prometidas, Yoav explora su ferviente presente como francés a través de los límites del diccionario, con la inevitable violencia subterránea de sentirse otro. En un recorrido de tensiones que se despliegan y símbolos que se deshacen, los movimientos de Yoav son firmes hasta la terquedad, decididos hasta el cuestionamiento. Con un humor imprevisible y una cámara que desarma esa ciudad deseada y caótica en todas sus contradicciones, Lapid consigue un retrato lúcido y nada convencional de un territorio que escapa a los mapas y los himnos de batalla, que se nutre de la memoria y el cuerpo, de las historias de los héroes que huyen como Héctor ante Aquiles, que no son siempre las mejores pero son las propias.
Emanciparse nunca es tarea sencilla, y para Yoav, más aún. Como indica el subtítulo en castellano en nuestro país -Un israelí en París-, Yoav (Tom Mercier) se las tiene que ver con el desarraigo, por más que sea él quien desea “sacarse” la ciudadanía israelí de encima. A eso hay que sumarle las diferencias culturales, su paso por el ejército, el descubrirse. Sinónimos no es una película de fácil lectura, porque Yoav tampoco es un tipo de características sencillas. Cuestiona todo, o casi, y ayudado por ese diccionario que lleva a todos lados junto a su sobretodo color mostaza, intenta entender y más que nada (sobre)vivir en una etapa de su vida en la que independizarse y desvincularse, de su tierra y de sus padres, es intrincado. La película, la tercera de Nadav Lapid (Policeman), arranca con una pareja de parisinos Emile (Quentin Dolmaire) y Caroline (Louise Chevillotte) que encuentran a Yoav bajo un estado de hipotermia. Sin tener conocidos en París, Yoav entabla una relación de amistad, pero también de cierta dependencia, sea económica, o de otro índole, que ya se verá, pero siempre conflictiva. Emile tiene ínfulas de escritor, y Yoav le “regala” sus historias propias, no escritas, pero sí relatadas sobre su familia y su paso por el Ejército; Caroline toca el oboe en una orquesta sinfónica, y Yoav, por más que sale con sus amigos franceses e israelíes -hasta tiene un ingreso como agente de seguridad en la Embajada de su país-, es tan terco como lo perdido que está. Un par de secuencias tienen un valor intrínseco, que a la vez explican el todo: Yoav, sobre un puente del Sena, filosofando con Emile sobre el simbolismo del río, y que no puede mirar -hay otras dos, en las que deambula por la catedral de Notre Dame, con distinto significado-, y una sesión de fotos con un artista, que le pide que se desnude. Son dos muestras de lo difícil que es para Yoav la construcción de su identidad. Pero el director israelí va más allá -de ahí, tal vez, que los europeos le encuentren muchas más capas a la película, premiada con el Oso de Oro en el último Festival de Berlín- y pone el dedo en la llaga con el tema de la inmigración y la organización y disciplinamiento institucional en Francia -atención a cuando cantan La Marsellesa-. Pero también están, en primer plano, el amor y el deseo de estos jóvenes intelectuales, que no son como Los Soñadores de Bertolucci, pero que viven en carne propia lo que es ser tiernos a comienzos del siglo XXI.
Un notable y sorprendente film que se acerca con originalidad a la experiencia de alguien que aterriza en Paris a radicarse. El protagonista que apenas llega a un elegante departamento descubre que le robaron su mochila y queda literalmente desmayado y desnudo por el frio y la conmoción y literalmente nace de nuevo en brazos de sus vecinos. Ellos son, un aspirante a escritor y una música. Vestido y cobijado, huye de la comodidad y recorre Paris con los ojos bajos para no deslumbrarse con la belleza turística, repitiendo las palabras aprendidas y sus sinonimos para enriquecer el dominio del nuevo idioma, obsesivamente. Pero el director Nadav Lapid y su intenso protagonista, Tom Mercier (un estudiante de teatro israelí que el descubrió) nos sumergen en una experiencia vertiginosa y única, con humor y tragedia, con desesperación e intensa locura. El protagonista es un hombre que huye de su Israel natal, de sus experiencias en el ejército, que desea refundarse compulsivamente integrando en una sociedad de cultura y libertad. Solo va a descubrir que los demonios personales no lo abandonan y que en un curso para obtener su ciudadanía termina recitando los versos patrióticos y violentos del himno francés. La película premiada en el último Festival de Berlín tiene una creatividad y un pulso de sorpresa, de estallido, de remanso y agitación manejada a la perfección, con una claridad de conceptos y calidad que sorprenden y la transforman en única. No se la pierda.
Yoav llega a París con apenas unos bolsos. Se queda en un departamento vacío: con frío y apenas con unas pocas pertenencias, Yoav trata de bañarse y cuando sale de la ducha no tiene nada, ni la bolsa de dormir. Corre desnudo a los supuestos ladrones por todo el edificio sin éxito; pide ayuda a los gritos pero nadie lo responde. Horas después, Emile y Caroline lo encuentran medio muerto en la bañadera y lo llevan a su departamento. Termina algo que podría haber sido un prólogo y empieza la verdadera historia de Yoav, un israelí amante de Francia que dice haberse escapado de su país. Allí empieza el proceso de formación del protagonista: Tom Mercer hace a un personaje que es puro cuerpo y sonoridad, una especie de Kaspar Hauser danzarín y alegre al que la pareja somete a un aprendizaje total que incluye el idioma, las costumbres y el amor. De alguna manera, todo está servido para una sátira demoledora: Yoav quiere ser una tabla rasa, borrar su pasado en Israel, sus recuerdos y fundirse plenamente con la cultura francesa. Algo de esto ya está sugerido al comienzo, cuando desaparecen las pertenencias del protagonista: Yoav es despojado de todo pero el hecho nunca se esclarece, ni siquiera se muestra a los presuntos ladrones, por lo que hay que pensar que es la película misma la que lo deja sin nada, desnudo, en un plano secuencia que además trata esforzadamente hacer sentirnos la intemperie en la que se encuentra el personaje. Ese comienzo podría tener la forma de un amable misterio buñueliano si no fuera por la violencia casi hanekiana con la que Lapid lo consuma. La crueldad, signo distintivo de su cine (en especial de Policeman), anuncia un desastre, tal vez un largo espectáculo de maldades descargadas sobre el protagonista. Pero el presagio, felizmente, dura poco: en la escena siguiente, Yoav despierta en la cama de Emile y Caroline, tapado y atendido cariñosamente por ellos. Los dos lo ayudan con direcciones, ropa y dinero para que pueda llegar a su destino. El robo y la desazón del principio se sienten lejanos, una escena de otra película. De allí en más empieza el periplo de Yoav por espacios e instituciones francesas, pero la crítica demoledora nunca termina de llegar. O, en todo caso, la sátira queda recubierta por la historia más o menos cándida del protagonista, como si Lapid jugara a invertir una fórmula conocida: si por lo general la fábula es la vía para ejercer camufladamente la crítica, acá pasa justo lo contrario; el comentario social se vuelve el vehículo para contar un cuento. Por ejemplo, Yoav conoce a Yaron, un israelí emigrado que va por todos lados presentándose y anunciando a los gritos que es judío, no importa si está en el subte o en un bar. Yoav lleva a Yaron a la oficina de su jefe en una empresa de seguridad: cuando Yaron trata de darle la mano, el tipo le hace una llave y empieza un combate de lucha libre. Minutos después, el recién llegado es aceptado y se le comunica que la empresa celebra dos veces por año encuentros de lucha clandestinos con neonazis parisinos. Si en el personaje pendenciero de Yaron hubiera, por obra de una metonimia exagerada, una crítica al militarismo de la agresiva política internacional de su país, la escena de la lucha la disipa y propone otra clave de lectura, una en la que se la comedia absurda se sobrepone a la sátira. Algo parecido sucede cuando Yoav se prepara para ser ciudadano francés y asiste a clases de idioma para inmigrantes: no debe haber mejor escenario que ese para burlarse del patrioterismo y para hacer humor con estereotipos nacionales. Lapid tiene todo al alcance de la mano pero se despacha apenas con unos chistes inocentones sobre asiáticos y africanos: la risa, en cambio, se traslada hacia Yoav y a su entusiasmo cuando canta el himno francés. La puesta en escena es cambiante y un poco errática, aunque todo sea fruto de un cálculo milimétrico: a un plano de gran precisión puede seguirle una cámara en mano temblorosa que apenas permite ver lo que registra. Un diálogo filmado sin cortes puede ser interrumpido por el movimiento enloquecido de la cámara que observa una lámpara en el techo y a Caroline que la apaga y la prende. No hay en esos traqueteos formales un proyecto claro, se trata de juegos de estilo más bien gratuitos que apuntalan desde la imagen y el sonido el derrotero sorpresivo del protagonista y de sus amigos. Como si Lapid buscara nuevas formas de filmar París y, evitando el realismo al uso, terminara volviendo a algunas soluciones formales de los 60, en especial del cine francés. La referencia puede no ser ociosa: Yoav corretea por la ciudad en un sobretodo amarillo y sin un plan definido, más o menos como lo hacía Belmondo en Sin aliento. La película, por obra del relato pero también del enrarecimiento tenue de la puesta, va perdiendo su tan anunciada virulencia: la historia del israelí que conoce los horrores del ejército y abandona su país en busca de una vida mejor en Francia adquiere los rasgos de una fábula que evoca la textura de la primera Nouvelle Vague. Lapid conduce su película por un terreno que no es el de la esperada diatriba nacional ni el de los retratos nacionales corrosivos, sino el de una alegoría cordial acerca de un hombre que escapa de su pasado y su tierra sin poder nunca dejarlos detrás suyo.
El nuevo film de Nadav Lapid (Policeman, The Kindergarten Teacher) presenta una serie de factores problemáticos y, a la vez, interesantes para analizar.
Filme audaz, inteligente y ácido sobre los refugiados que se preguntan ¿dónde vivir?. “Sinónimos” (Título original: “Synonyms”) el filme de Nadav Lapid (“Policeman”, 2011, "The Kindergarten Teacher" –“Haganenet La maestra de jardín”, 2015), es complejo, asombroso y enloquecedor como la realidad en que sumerge a sus personajes. Comienza con un plano secuencia de un joven que recorre las lluviosas calles de París. Por su aspecto es un inmigrante. Luego el espectador descubrirá que es israelí y se llama Yoav (Tom Mercier, atleta de judo, estudiante de teatro y bailarín, un excelente y revelador debut en la pantalla.) En una secuencia de baja definición llevará a Yoav hasta un antiguo edificio, esos llamados Hotel de Ville del siglo XVIII, instalados a orillas del Sena. Desentierra una llave y abre la puerta a un piso vacío, frío e inhóspito. La cámara lo recorre como examinado lo desconocido. Más tarde la cámara recorrerá otro piso en donde despierta Yoav, el de una pareja burguesa que vive debajo: Émile (Quentin Dolmaire, el héroe de “My Golden Days” – “Mis días de oro”, 2015, de Arnaud Desplechin) y Caroline (Louise Chevillotte, la joven amante de ”Lover for a day” - “Amante por un día”, 2017, de Philippe Garrel). Todo cambia, el buen gusto y refinamiento circunda el apartamento. Émile es filósofo y sexualmente ambiguo, está escribiendo un libro que probablemente nunca terminará llamado “Noche de inercia”. Caroline es una joven nerd, intelectual, elegante, despreocupada, sexy, y toca el oboe, La pareja, que lo ha recogido desmayado, producto de una gran hipotermia, lo adopta. A partir de ese momento el espectador disfrutará de varias escenas muy delirantes en sí mismas, plagadas de literatura exquisita y salvaje. En ciertas ocasiones, Yoav se muestra exigente, desorganizado, controlado, infantil, erudito, ingenuo y abrumado, también con cambios inescrutables de un momento a otro. Su rescate es el comienzo de un triángulo amoroso pasivo-agresivo que recuerda a “Jules y Jim” (François Truffaut, 1962), pero con un subtexto homoerótico más superficial. El desnudo de un bello cuerpo masculino, como el Tom Mercier, parece ser el sinónimo de una escultura viviente de Miguel Ángel, y Lapid lo presenta en todas las variantes posibles: masturbándose en medio del espacio vacío al comienzo del filme, luego como modelo de un fotógrafo porno y en sus relaciones amorosas. “Sinónimos” no posee una trama articulada y lineal, su complejidad radica en el hecho de que casi todos los momentos y eventos son incrustados con significados contradictorios. Lapid dijo que el “tiempo era un estado de conciencia” y la circulación errática del filme lo refleja. Sin explicación Lapid corta las historias en discontinuos «flash-back», por ejemplo: cuando Yoav dispara su ametralladora al ritmo de “Frencher-de-papas fritas” de Pink Martini, "Je ne veux pas travailler …". O cuando recibió una medalla de plata y dos compañeros soldados interpretaron al dulcemente insidioso ganador del concurso de Eurovisión “Hallelujah La Olam”. Yoav tras escapar de Israel, lucha por deshacerse de su nacionalidad. Primero a través de su obsesión con la legendaria figura troyana de Héctor, un guerrero cuyo destino, como el campeón de una nación, fue perder frente a Aquiles. Luego incorporándose a una forma de vida diferente, con costumbres diametralmente opuestas a las que se vive en un clima de guerra permanente que no permite aceptar la posibilidad de derrota. Nadav Lapid no limita su exploración a unos pocos planos siguiendo una estética clásica, más bien utiliza toda una artillería de: tomas grupales medianas y largas, ángulos diversos y variados, Primeros planos, fondos blancos inmaculados, escenas nocturnas, colores, imágenes en movimiento e imágenes fijas, planos detalle, plano secuencia, juega con la imagen interna y externa sin caer en la incoherencia. En el filme existe una especie de diversidad visual, que siempre trata de mantenerse fiel a lo que está sucediendo en cada escena, y a la vez de dar una visión opuesta a lo que está sucediendo en las mismas. Nadav Lapid junto con su director de fotografía Shaï Goldman conjuga con Tom Mercier una danza visceral propia que va asfixiando, silenciosamente, al personaje a través del lenguaje, desde un francés articulado en cientos de sinónimos, hasta un hebreo desarticulado por el nuevo idioma. La verdad para Nadav Lapid fue fundamental ya que se aferró a ella para contar su propia historia, ocurrida hace 17 años antes, cuando llegaba a París. Según una entrevista para “Cineuropa” sostuvo: “Creo que lo que me fascina como director fue crear una película que también sea muy física y cruda, concreta y a veces brutal, como una forma de revivir ideas, crear caos y evitar simplemente terminar con un concepto que se encuentra con otro concepto . (…) Mi objetivo general era capturar algún tipo de verdad en relación con ciertos momentos, en lugar de crear un medio de ficción autobiográfica. Estoy convencido de que toda experiencia humana puede servir como una ventana a la existencia. Mi experiencia personal no fue tan inusual, pero pude entrar en detalles porque me pertenecía. Entonces, en ese sentido, sí, todo lo que sucede en la película me pasó a mí, pero en cierto modo, creo que todos estamos obligados a enfrentar ciertas preguntas sobre la identidad. ¿Hasta qué punto somos esclavos de nuestro pasado y lugar de nacimiento, como ¿opuestos a las personas libres? ¿Realmente queremos libertad? ¿Realmente podemos transformarnos en alguien más?”. Al igual que muchas historias de expatriados, “Sinónimos” revela la inutilidad de mudarse al extranjero para alejarse de uno mismo, ya que la verdadera pelea es contra los propios demonios. Encasillando a israelíes y parisinos por igual, la película posee una multiplicidad de lecturas. También cuestiona las democracias europeas sobre el tema de los refugiados, las políticas de asimilación y las contradicciones que separan a los países en paz de los que están en guerra. El mundo desde esa mirada proporciona un desenfoque frenético para Yoav. El filme subraya la importancia del idioma para construir una identidad. Yoav decide abandonar el hebreo su lenguaje materno, con la carga simbólica y emocional que ello implicaba. El lenguaje adoptado lo ejercita con un diccionario conjugando sinónimos y realizando cientos de asociaciones. Ese aprendizaje autodidacta es un curioso mecanismo para adaptase a la cultura francesa. “Sinónimos” posee cierta reminiscencia a los filme de “la nouvelle vague” con sus triángulos amorosos, especialmente los Claude Chabrol (“La mujer infiel”. 1968, “Al anochecer”, 1971, “Accidente sin huella”,1969). Como Chabrol lo más importante de Lapid es la veracidad de su visión de conjunto, ésta se basa en la importancia de sus secuencias individuales, y en la manera en que forma y construcción interactúan para crear el contenido narrativo. El juego de miradas, y especialmente el lenguaje no verbal que sus personajes expresan, son algunos de los recursos formales que intervienen en la construcción de la realidad dentro del film, pero esta construcción nunca se convierte en una referencia estética, sino que desaparece completamente para dejar a los personajes actuar de forma autónoma. “Sinónimos” es un filme de imágenes que no se relacionan con ilusiones y quimeras, sino con una realidad muy cruda que es la de los inmigrantes, que escapan de sus países y buscan refugio en otra realidad, que no siempre le es amigable y en la mayoría de los casos es muy hostil. Ese es el drama de la geografía íntima de los refugiados que se preguntan ¿dónde hay que habitar?.
NO ME LLAMES EXTRANJERO El tema de la inmigración, de este y del otro lado del conflicto, es lo que aborda el israelí Nadav Lapid (Policeman, La maestra de jardín) en su nueva película Sinónimos: un israelí en París. El protagonista es Yoav, un joven que escapó de su país (Israel) y se dirigió a Francia con el objetivo de perder su propia identidad cultural y ganar una nueva, basada en los supuestos de igualdad, libertad y fraternidad. Cuánto conseguirá de cada cosa es lo que se verá durante la película, una experiencia bastante peculiar que carece de una estructura dramática convencional y que se vale de pequeñas viñetas que, acumuladas, dan una idea un tanto absurda de los problemas que se dirimen en la Europa actual. En el comienzo Yoav vaga absolutamente desnudo por un edificio vacío. Le han robado la ropa y decide pedir ayuda entre los vecinos. Yoav llega al relato de la misma manera que lo hace la gente del futuro en las películas de Terminator: aparece allí y mejor no preguntarse nada. En su derrotero, el protagonista consigue la asistencia de una pareja burguesa que representa cierto estereotipo de juventud intelectual labrada por la nouvelle vague. Ese será el primer llamado de atención de una película que se aleja del realismo y exige un espectador atento a los estímulos y a la red conceptual que traza Lapid: Sinónimos es mayormente un drama, pero goza de momentos de humor raro, extraño, tanto como la personalidad del insólito Yoav (Tom Mercier, en una actuación desbordante). Es ese humor, siempre sugerido nunca explicitado, el que nos hace dudar acerca de las intenciones del director: ¿es la película una suerte de sátira del cine francés de autor? ¿Hay en esa simulación de cierto código narrativo que hace Lapid una definición sobre la imposibilidad en la apropiación cultural por parte del extranjero? Lo cierto es que Yoav vaga, avanza sobre la ciudad repitiendo sinónimos de un diccionario que se compró, participa de clases de francés, estructura sus comidas para gastar lo menos posible, consigue trabajos que pierde velozmente, se somete a las peculiaridades de un artista que lo usa de modelo. Lapid dice algo sobre el otro (esa París que recibe con falsa amabilidad al extranjero) pero también sobre lo propio (la cultura machista y viril que arrastra Yoav desde su tierra); dice algo sobre las tradiciones y también sobre la pose moderna e iconoclasta del presente. Lo hace con fragmentos, situaciones que se desbordan siempre hacia lo absurdo pero que no guardan ningún tipo de relación con lo visto anteriormente. Por eso la paciencia del espectador no debe estar sólo dirigida hacia la comprensión de los códigos del director, sino también hacia la extrañeza de un relato que parece mayormente disperso. Sinónimos: un israelí en París es un film provocador por momentos, pero por otros totalmente antojadizo, lúcido en algunos pasajes de humor virulento y poco sutil en otros. Eso sí, lejos de ser una gran película tiene la particularidad de invitar al debate, incluso de odiarla. En este presente ascético del cine es una virtud, que Lapid repite de película en película.
Nadav Lapid dirige una película sobre un joven israelí que abandona su país y se va a Francia. Una historia que le permite a Lapid, que se basa en sus propias experiencias, reflexionar sobre la identidad y la inmigración. Ganadora del Oso de Oro en la 69ª edición del Festival de Berlín. Yoav llega a París queriendo escaparse y despojarse de todo lo horrible que le parece la Israel donde nació. Abandona su idioma, su pasado como soldado y porta un diccionario como principal medio para moverse en la ciudad parisina porque “ser israelí es como un tumor que debe ser extirpado con cirugía”. La llegada de Yoav a París no comienza de la mejor manera. A punto de morir de hipotermia luego de que le robaran las pocas pertenencias con las que llega, es encontrado por una joven pareja del lugar, un aspirante a escritor y una practicante de oboe, que lo ayudan un poco con algo de vestimenta (como un tapado color mostaza con el que Yoav desfilará toda la película). Entre los tres se generará una relación singular: a él le servirán las historias que el protagonista trae para lo que escribe y con ella habrá una tensión amorosa capaz de cruzar los límites. La película que dirige Lapid y coescribe junto a su padre Haim está basada en sus propias vivencias como un joven que se autoexilia. Tom Mercier debuta en el cine con un protagónico que le permite diferentes registros, por momentos más contenido y callado y durante otros más exaltado y verborrágico, especialmente cuando juega con el lenguaje. Siempre lo seguimos a él, en sus intentos de trabajos, alguno que resulta muy humillante, sus comidas baratas para subsistir, sus paseos mirando por la ciudad mirando el suelo para no dejarse sobornar por su belleza. A la larga, Yoav intentando encajar, pertenecer, encontrar su lugar en el mundo. Algo parecido sucede con la película. Por momentos es una comedia con situaciones absurdas, pero también tiene momentos de tensión dramática y un final bastante desolador. A veces el ritmo es aletargado y con una narración algo reiterativa, y durante otros es vibrante y furiosa. Así, el film también tiene sus altibajos, se lo siente pesado, de a ratos, a lo largo de sus dos horas de duración. Y resulta siempre más interesante lo que tiene que ver con la adaptación en la ciudad parisina del extranjero que la relación que el trío de personajes crea. Sinónimos: un israelí en París resulta una película original, fresca y a veces caótica sobre temáticas que siguen siendo muy retratadas. Es una película graciosa e irónica que hacia el tercer acto se va desinflando para terminar con su final de cachetada. Porque más allá de que París aparece como una ciudad idílica, Yoav está dispuesto a dejar todo lo que es y tiene por ella.
Yoav llega a París desde su Israel natal para empezar una nueva vida. Lleno de ilusiones, y creyendo que esa será su salvación, hace todo lo que está a su alcance para intentar convertirse en francés. Pero las cosas no resultan como esperaba y tendrá que enfrentarse a tragicómicas dificultades, empezando por el idioma que hará que un diccionario se transforme en su más fiel compañía. La obsesión del protagonista por dejar de ser israelí más que por convertirse en francés atraviesa todo este relato con drama y humor donde el director Nadav Lapid hace todo lo posible para llamar la atención sobre su propio ingenio y originalidad, pero que al no ser un genio del cine solo consigue irritar y ralentar una historia que por momentos consigue algún tipo de interés.
Nadav Lapid, director y guionista de “Policeman” (2011) y “La maestra del jardín” (2014), construye con “Sinónimos: un israelí en París” (película dramática franco-israelí de 2019 que ganó el Oso de Oro en el 69º Festival Internacional de Cine de Berlín) la idea básica de dar la descripción de un país y su conformación política y social que podría aplicar a cualquier país. Eso es lo que se aproxima a la descripción de la historia narrada por ésta historia que, con un grado de violencia que va escalando poco discretamente pero de manera tan intensa como natural, muestra cómo en un entramado social cualquiera, pueden (o no) ir encajando sujetos que desean buscar un nuevo destino, son forzados a ello, o no tienen más remedio, y deben amoldarse al nuevo lugar que los atrapará o les otorgará nuevas posibilidades. La producción es una descripción sobre cómo se siente construir desde cero una identidad adaptándola a un nuevo concepto de patria, con nuevas ideas, normas de convivencia, elementos de idolatría y objetos que brindan sensación de unidad y pertenencia. El primer encuentro con lo que puede verse como un espacio hostil muestra a Yoav expuesto y perdiendo sus pertenencias en el departamento al que ha llegado en París, despojado de ellas por alguien a quien no es posible ver (tal vez sea ello una alegoría). Los vecinos a los que pide ayuda en medio de la noche acuden en su ayuda en la mañana y, además de salvarle la vida, le proveen de medios de subsistencia básicos: ropa y dinero. Lapid muestra a este joven que busca una identidad y un espacio nuevo, y desea superar su pasado y la relación negativa con su lugar y sociedad de origen. El nuevo espacio no solamente le deparará sorpresas, sino que además abrirá frente a él situaciones y posibilidades que no siempre serán positivas. Durante aquel proceso, el director intercala pequeños momentos de humor retorcido crítico y de drama casi desesperante. En el fondo la idea que se narra es buscar dentro del concepto de patria que pretende, desde la organización estatal, aunar cuerpos y voluntades en pos de un futuro y un destino de fuerza y grandeza que no siempre llega (al menos no para todos), mientras a través de esa idea se domina y utiliza a quienes se encuentran cubiertos por dicha idea de pertenencia. Con ese estilo y esta mirada sobre la violencia y el proceso de adaptación a un nuevo espacio y realidad es que Lapid nos lleva de la mano a recorrer la realidad del protagonista mientras da vistazos a los contrastes entre dos sociedades y sus visiones diferentes de la vida. Lo que queda en claro es que ésta bien podría ser la realidad de cualquiera de nosotros, procurando ser y estar como uno más en cualquiera que sea nuestro lugar en el mundo. Veredicto: una película que nos hará preguntarnos muy en nuestro interior cuál es la identidad social y política a la que pertenecemos.
Una comedia política virulenta sobre un israelí que deja su país del que no quiere saber nada para irse a vivir a Francia, la nueva película del director de “The Kindergarten Teacher” es brutal, honesta, temeraria y muy divertida. El cine de Nadav Lapid no es sutil ni nada parecido. Más bien, al contrario. Sus películas atacan con la potencia de un toro desatado y la ya famosa “elegancia” de un elefante en un bazar. Todo en su cine es agresivo, desenfadado, furioso, bestial. Y estos posibles sinónimos bien podrían usarse en esta SINONIMOS, su nueva película, que cuenta las experiencias de un israelí que se va de su país, del que no quiere saber nada a punto de no hablar ni una palabra de hebreo, a vivir a Francia. Más precisamente a París. Está claro que Yoav no es un refugiado. Al menos no uno tradicional, aunque él dice verse así, expulsado por un país que no entiende y que no lo entiende. El sueña con ser francés y se dedica a estudiar todo el tiempo su lengua, repitiendo obsesivamente definiciones del diccionario. Pero la adaptación no le es nada sencilla y, a falta de trabajo, no le queda otra que terminar junto a unos guardias de seguridad israelíes, autoconvencidos de ser “los mejores del mundo”, y hasta trabajando en la Embajada de ese país. Pero Yoav (el desenfadado Tom Mercier), al que en la absurdamente graciosa escena inicial le roban todas sus pertenencias, no se siente a gusto en esos trabajos. Entabla una relación de amistad con dos franceses diletantes y millonarios: él un banal aspirante a escritor y ella, intérprete de oboe. Con ellos comparte y regala sus historias personales y familiares (su relación con la leyenda de Héctor de Troya es un leit motiv del film) para luego terminar enredado emocionalmente más de lo necesario. Y su “sueño francés” empieza de a poco a resquebrajarse. Ha dejado un país que odia y niega, pero su nuevo hogar tampoco resulta demasiado acogedor. La trama de SYNONYMS puede hacer pensar en una de las tantas comedias de ese subgénero conocido como “pez fuera del agua”. Y si bien en el arco narrativo del personaje lo es, en lo formal es una película puramente personal, que solo puede hacer un desvergonzado y atrevido como Lapid, que hace andar desnudo a su protagonista buena parte de su película, lo hace atravesar situaciones absurdas (o generarlas él mismo) y arma una serie de secuencias que mezclan fuerte crítica política con un absoluto delirio formal, incluyendo movimientos de cámara arriesgadísimos y escenas (y personajes) tan pasados de rosca que nos irritan y nos caen simpáticos al mismo tiempo. Yoav es esencialmente así. Su desidia por su pasado israelí y en especial su paso por el ejército puede ser comprensible (hay un par de flashbacks que lo prueban), lo mismo que su ilusión por encontrar la salvación en Francia, pero sus comportamientos delirantes (hay varias escenas desopilantes y a la vez emocionalmente fuertes a lo largo de la película que mejor no adelantar) lo vuelven un personaje casi peligroso. Para él y para los demás. Y Lapid lo sabe. Su especialidad son esos personajes que comprendemos y a la vez nos fastidian. Y Yoav acaso sea el mejor ejemplo de todos ellos. El film es un compendio de escenas notables en las que se pone en juego el tema de la identidad. ¿Se puede decidir dejar de ser del país que uno es por más odio que se le tenga? ¿Cuánto nos marca una cultura por más que la querramos negar a cada paso y que nuestros conciudadanos nos den vergüenza ajena? SINONIMOS (paso de largo el subtítulo explicativo local, UN ISRAELI EN PARIS) trabaja más el tema israelí que el judío –la religión apenas se menciona– pero es claro que a Yoav las connotaciones que tiene su nacionalidad lo atormentan. “Mi abuelo dejó de hablar idish y pasó a hablar hebreo porque no quería hablar la lengua por la que fue golpeado –dice en un momento, en francés claro–. Creo que él estaría orgulloso de lo que yo estoy haciendo”. Y si bien puede resultar extraña la comparación, hay algo cierto en eso. Los golpes (porque son eso, golpes más que críticas) no solo son a la cultura israelí militarista sino también a la elite cultural francesa, a la que Yoav (y Lapid, quien asegura que la película tiene muchos elementos autobiográficos de cuando él se mudó a París) también ridiculiza en una serie de escenas propias de sketchs humorísticos a lo Monty Python. Algunas funcionan mejor que otras, pero el director de POLICEMAN no le tiene miedo a nada y no conoce la palabra vergüenza, pudor o delicadeza. Su estilo, en cierto modo, refleja esa cultura e identidad con la que tiene tantos conflictos: es arrogante, brutal y se lleva todo por delante pero también es autocrítica, paródica y tiene un humor que no conoce de correcciones políticas al uso. Su película es un desgarrado grito de un hombre sin lugar en el mundo y una comedia política que golpea con la violencia de una tormenta de granizo sobre la cabeza de los espectadores.
Sopa de letras En Sinónimos, de Nadav Lapid, el soldado israelí Yoav intenta convertirse en ciudadano parisino, reflejando un exorcismo del director con su pasado. Un paso ligero nos lleva de las narices por las callecitas de París hasta que entramos por una puerta a un majestuoso edificio francés. El protagonista, Yoav (Tom Mercier), sube las infinitas escaleras cargando una enorme mochila sobre su espalda. Debajo de una alfombra color carmín se oculta una llave. Él lo sabe, desconocemos cómo. Con esa llave ingresa a un piso gigante. Tan enorme que podría transcurrir allí una fiesta de gala donde bailen valses mil parejas, flameando el vuelo de sus vestidos en ese living que parece no tener fin. Pero lejos de esa imagen llena de vida, el departamento está vacío. Sin muebles, sin platos, sin libros. Sin rastro humano. ¿Y Yoav? Algo de su humanidad parece haberse perdido en el viaje que lo llevó hasta esa casa fantasmal. O tal vez invadida por un solo fantasma: Yoav. A quien antes de saber quién es, qué hace y por qué ocupa un piso vacío vemos su cuerpo desnudo. El joven veinteañero de pelo corto, panza chata y pestañas arqueadas se mete en la bañera y calienta su piel lampiña con un chorro de agua tibia. Lo único que hay en esa casa es un jabón que Yoav derrite al pasarlo por su pecho. Cuando salga del baño descubrirá que lo único que tiene, un calzoncillo y dos prendas de ropa, se han esfumado. El protagonista está tan vacío como ese departamento que está demasiado limpio. Como la piel perfumada de Yoav. El espacio refleja el misterio que cubre al protagonista. Sinónimos: un israelí en París, el tercer largometraje del director israelí Nadav Lapid, presenta a un personaje impenetrable, para nosotros y también para todos aquellos que lo rodean en la ficción. Yoav es un soldado que dejó su país natal y su mayor deseo es convertirse en ciudadano francés. Es tan intensa su necesidad de ser aceptado, de que París se transforme en su nuevo hogar, que se promete no volver a hablar en hebreo. Sepultar su pasado a través de un cambio de idioma. Yoav se aferra a un diccionario, su mayor aliado, y repite palabras como si fueran rezos. Enumera sinónimos al ritmo de un trap. “Morir, descubrir. Descubrir, morir”, ensaya en voz alta. La palabra es protagonista en esta película, al igual que lo era en su film anterior, La maestra de jardín (2014), donde el niño de cabellera rubia que le da motor al relato se llama justo igual que el soldado israelí que deambula por París. En ambas películas el recitado tiene el peso que hace avanzar la historia de forma silenciosa. En La maestra de jardín son los poemas que el niño de 5 años, Yoav, construye con algunas palabras que lanza al aire con suma inocencia. Palabras que lo exponen al peligro de los intereses de una profesora desquiciada. En Sinónimos: un israelí en París, Yoav, el adulto, pronuncia sustantivos, verbos y adjetivos para encontrar ese refugio ansiado. “Escribe sobre el amor no correspondido”, le dice la niñera del niño cuando la profesora de preescolar le pregunta cómo es su proceso de escritura. Yoav, el adulto, también escupe arrastrado por un amor no correspondido: Francia, la tierra donde él anhela ser aceptado y querido. “No voy a volver nunca. Israel morirá antes que yo”, le dice Yoav a Emile, un francés de clase alta que aspira a ser escritor. Y para impedir ese retorno que suena a pesadilla, el protagonista hará lo que sea: algunas tardes se desnuda frente a un fotógrafo perverso que le suplica que gima en hebreo. Ese idioma que tanto quiere olvidar. Yoav recorre París sin pausa. Atraviesa la ciudad de una punta a la otra a toda velocidad, como si fuera el Correcaminos. Imperceptible hasta su sombra. El ritmo del relato es similar a su paso: ligero pero sin sobresaltos. Continuo pero no por eso calmo. Mientras tanto, charla con personas, comparte ropa y anécdotas, hasta tiene sexo con una de ellas. Sin embargo, él está solo con sus tortuosos recuerdos, tal como sucede en el cuento de Ernest Hemingway de 1925, “El regreso de un soldado”, cuando Krebs vuelve de la guerra y no puede conectar con quienes lo rodean, y sus padres se preocupan por su futuro. En Sinónimos: un israelí en París, como en aquel cuento, solo existe el presente, no hay espacio para el ayer ni tampoco para el mañana. Solo hay síntomas de supervivencia, como si aún siguieran ambos protagonistas luchando en medio de la batalla. ¿Qué clase de película es Sinónimos: un israelí en París? El nuevo film de Nadav Lapid es igual a Yoav y a esa casa vacía de la primera escena: un misterio difícil de descifrar. Sinónimos es un exorcismo. Exorcismo que realiza el mismo director tratando de sacarse del cuerpo aquello que aún lo posee de su propio pasado en el ejército. Ese exorcismo que ocurre cada vez que baila, que agita sus brazos de forma exagerada. Como si sus extremidades estuvieran manejadas por otro, una marioneta dirigida por esos recuerdos tan perturbadores que lo obligan a borrar un idioma. El relato funciona cerca de las sutilezas, y menos al asomar las intenciones literales. Resplandece cuanto mayor es el desconcierto, huyendo del límite que divide al drama de la comedia, si es que acaso no van de la mano. Como en sus otras películas, este relato es pura violencia contenida que amenaza explotar en un cambio de plano. Entre una palabra y otra. La incertidumbre de un campo minado. El cine de Lapid es corrosivo, áspero y virulento en la quietud. Sinónimos: un israelí en París, por más que se encuentre lejos del campo de batalla, se mete en la guerra sangrienta que ocurre dentro del personaje, dividido entre Tel Aviv y París. Entre el hebreo y el francés. Entre las expectativas y la dura realidad. Es un protagonista fragmentado y por eso hasta su sombra es fantasmal. Sinónimos: un israelí en París se pregunta qué define la identidad: ¿el terruño, la foto del pasaporte, los modos, las obsesiones? Yoav aún no lo sabe, pero está cerca de averiguarlo. Lo que define a este personaje son sus historias. Aquellas que le entrega a Emile para que las use como propias. “Necesito que me devuelvas mis historias. No tienen nada de especial. Pero son mías”, le dice al escritor cuando descubre la importancia que tienen. Hay en esa afirmación una respuesta: la identidad es cada experiencia que nos construye como personas únicas. Sean recuerdos turbios o brillantes. Solo hay que saber qué formar con ellos, como en una sopa de letras. Al igual que esas palabras sueltas que pronuncia Yoav cuando recorre París. Los recuerdos como idioma universal.
Auténtica travesía social Synonymes es una película dramática franco-israelí de 2019. Esta dirigida por Nadav Lapid y protagonizada por Tom Mercier. La historia sigue a Yoav, un joven israelí que huye de su país de origen hacia Francia, lugar donde deberá aprender, convivir y desarrollarse con un estilo de vida completamente nuevo. Un joven adolescente con ansias de mejorar su futuro y dejar su pasado atrás, se verá envuelto en una aventura cuyo escenario serán las trémulas calles de París y donde las barreras culturales, las costumbres y los matices territoriales se interpondrán en su camino. Una historia atrapante, inspiradora, especial y emotiva, donde la cruda realidad expuesta se impregnará en nuestra piel. El film representa las vivencias e infortunios que una persona puede experimentar al llegar a un país nuevo. Una travesía urbanística donde todo puede pasar y donde los aspectos sociales serán clave para el desarrollo de las escenas, acompañadas con diversos toques de drama y humor. A nivel técnico la película posee planos sensacionales y un fantástico juego de colores y escenarios. La dirección es magnífica, entregando una forma particular de captar los momentos y todo dotado de planos y escenas de carácter artístico y visual. Los diálogos son variados; desde los más desopilantes hasta los más profundos y donde se hace valer el poder del idioma y de las palabras desde un aspecto más poético y emotivo. "En resumen la película nos regala una forma original de relatar una historia cuyo mensaje está muy bien logrado y cuya caracterización puede servir como experiencia o como recuerdo para aquellos que vivieron o vivirán una aventura similar. Una verdadera muestra de las confrontaciones raciales, las clases sociales y la rasgos políticos que pueden coexistir en un país." Clasificación: 8/10
¿Hasta qué punto importa saber que Sinónimos es un ejercicio autobiográfico, es decir, que su protagonista es el alter ego del realizador Nadav Lapid y que, para más información, el actor que lo encarna –Tom Mercier– también es un ciudadano israelí radicado en París? ¿Por qué o para qué insistir en esos datos (algo que la prensa hizo hasta el cansancio desde que el film ganó el Oso de Oro en el 69º Festival de Cine de Berlín) cuando el trabajo más reciente del guionista y director nacido, criado, ahora instalado en Tel Aviv aborda cuestiones tan universales como el sentido de pertenencia que los seres humanos desarrollamos respecto de nuestra tierra (o patria) y de nuestra lengua? Sin dudas corresponde celebrar la capacidad de Lapid para convertir sus recuerdos de juventud en una suerte de fábula absurda sobre el vínculo –en algún momento frágil– con el país donde crecimos, y sobre la ilusión de sentirnos liberados, o menos condicionados, en suelo extranjero. A medida que avanza, el relato relativiza las apreciaciones del vehemente Yoav sobre sus lugares de origen y adopción: Israel y Francia. La crónica de esta evolución extiende un manto crítico sobre ambas naciones por motivos distintos… o no tanto. A grandes rasgos, el también autor de Policeman y La maestra de jardín divide las desventuras del protagonista en dos partes: la primera cubre el empeño en cambiar de nacionalidad (en la práctica, no en los papeles); la segunda aborda tangencialmente la cuestión administrativa mientras –y éste parece el propósito central– registra un desencanto progresivo y doloroso. A algunos espectadores nos fascina la importancia acordada al idioma, decisión en principio reñida con la preeminencia visual del cine. Sin embargo Lapid encuentra la manera de ilustrar la cuestión discursiva con imágenes potentes: por ejemplo, la escena de la sesión de fotos pornos en relación con la negativa de Yaov a hablar en su lengua materna, o los planos acordados al diccionario «bueno pero liviano» que ayuda a perfeccionar un francés por momentos dieciochesco o híbrido según sugiere la parisinísima Caroline. No parece casual que el protagonista se desate realmente en un tercer idioma, al ritmo de Pump up of the jam. Acaso éste sea el punto de inflexión entre el idilio con la douce France (a pesar de un comienzo difícil) y la decepción, casi resentimiento, de quien no tiene –Yoav dixit– «la suerte de ser francés». Sinónimos se caracteriza por un sentido del humor ácido, que invita a imaginar enfrentamientos programados entre israelíes y (neo)nazis en pleno París, que nos hace escuchar los versos de La Marsellesa sin el debido acento francés, que musicaliza una prueba de tiro al blanco palestino con Sympathique de Pink Martini. La película también se distingue por ofrecer postales atípicas de la capital gala, aún cuando la acción se desarrolla en lugares tan reconocibles como la Plaza de la Bastilla, los puentes del Sena, la explanada de Notre Dame. Consecuente con el título de su largometraje, Lapid juega con los términos Extranjero, Foráneo, Extraño, Externo, Ex/repatriado y coquetea con la acepción más antipática del adjetivo Apátrida. De esta manera, el realizador telaviví se consolida como un referente del cine de autor contemporáneo, capaz de sostener una perspectiva singular en un mundo cada vez más globalizado (y globalizador). A esta altura importa poco el origen anecdótico de sus películas.
Sobre la identidad en la inmigración. El director de este film, Nadav Lapid, antes de marcharse a París y antes de ejercer una carrera en el mundo del cine (Policeman y La maestra de Jardín), había servido en el ejército, fue cronista deportivo, estudió filosofía, y también fue escritor de cuentos. Es por eso por lo que en Sinónimos: un israelí en París (una coproducción entre Francia, Israel y Alemania) el protagonista funciona como el alter ego del realizador. Acá seguimos a un joven y apuesto judío que se refugia en París con el objetivo de romper todo vínculo de su vida pasada. La familia, la religión, y la cultura quedan atrás para ser relegados por el reconocido lema francés “Libertad, Igualdad, y Fraternidad”. Yoav, este joven judío (protagonizado por Tom Mercier), busca olvidar el estado militarizado y cruel de Israel para llevar a cabo su búsqueda de libertad en la tierra donde nacieron los derechos del hombre moderno. Una vez despojado de su anterior identidad israelita, Yoav buscará forjarse una nueva personalidad al amparo de unos mitos socio- culturales que a la larga también terminará por decepcionarlo. Y son ni más ni menos estas libertades desarrolladas la que lo ayudan a descubrir un escenario cínico y hostil, en el cual sus contactos ocasionales y el afán de sobrevivir en una tierra desconocida lo llevan de a poco al desencanto y a la necesidad de regresar a su país. Nos encontramos ante una película donde poco importa el desarrollo de una lógica temporal, y donde su relato de corte no naturalista se encuentra repleta de frases o imágenes que no responden ante un desarrollo sentimental o psicológico. Es un film no convencional que navega en búsqueda de metáforas con la misión de formar una reflexión sobre la masculinidad, la inmigración, y la identidad. La fotografía, que resulta ser la gran aliada para llevar a cabo esta película, se encuentra llena de recursos cinematográficos los cuales logra utilizar sin ninguna incoherencia: primeros planos o planos americanos, ángulos diversos y variados, noches, colores, imágenes agitadas o imágenes fijas. Todo estos recursos a merced de una construcción narrativa que se deja llevar por la sensualidad en las miradas y por la superficialidad de los escenarios para decantar en este producto audiovisual que, si bien puede resultar difícil para algunos espectadores, esconde un encanto innegable. Se podría decir entonces que el filme funciona como un heterodoxo ejercicio de auto- ficción que medita constantemente sobre la condición del inmigrante, y donde irónicamente deberíamos recurrir a antónimos para poder describirla de una manera más artística: estéril y exuberante, tímida y enérgica. Una sorpresa bien dirigida.
Competidora en el New York Film Festival y en el Festival de Cine de Berlín, está basada en las propias experiencias del director. Quien comienza el proceso creativo de la película desde un lugar puramente instintivo y primordial como deseo a explorar su propia identidad, llevándolo a la construcción cinematográfica. En el joven Yoav, autoimpuesto exiliado huyendo del ejército israelí, es la visión nacionalista de un desertor y la visión humanista de un libertario. Allí, observamos a un joven intenso y desbordado de una mixtura de fragilidad y amabilidad, pero -a la vez- una explosión de violencia que define la identidad del personaje en su carácter contradictorio. Una violencia implícita espejada en el sentido de exclusión, cultural e idiomática, que padecen los inmigrantes y se no muestra en un relato que no está exento de humor e ironía. Dejándonos como reflexión que la barrera política del lenguaje en sí es a menudo donde la identidad golpea el muro de la nacionalidad, y donde la tensión entre lo íntimo y lo social golpea un muro político inevitable. Ocupando un lugar preponderante en el relato, esta segregación es retratada de manera cínica y fría como un símbolo de la barrera nacionalista, enfatizando así el muro específico de odio y exclusión amortiguada. En la piel del personaje protagonista, se refleja necesario lidiar con los arquetipos parisinos para resignificarlos bajo su propia idiosincrasia, legado y bagaje cultural. La redención como una lucha interna que no tiene frontera, como los países. En busca de su destino, morir como israelí y nacer como parisino se reflejan en la necesidad de escaparse para salvarse de la absoluta alienación.