Con Tiempos Menos Modernos es difícil establecer una relación íntima espectador-obra, sin tener en cuenta todas (o la mayoría) de las posibles lecturas. A su término es válido reflexionar sobre: si es una película simple, pretenciosa (y no llega a cumplir con la pretención) o si ambas cosas se manifiestan con la misma importancia.
En las antípodas de Graba, o de Abrir puertas y ventanas, Tiempos menos modernos de Simón Franco finalmente obtiene el premio máximo en Pinamar. Balance de Oro a la mejor película tras la votacion de público y los críticos esta ópera prima, realizada por un patagónico, con protagonista tehuelche y temática sobre los medios de comunicación resulta una sorpresa fresca e inteligente (sobre todo esto último) narrada estupendamente por este cortometrajista que vuelve al tema y a su protagonista en un corto del 2004. Como Taretto en Medianeras, Tiempos menos modernos tambien proviene de un corto. Interesante fenómeno que habrá que analizar en algún momento. Siendo tambien que el segundo premio de Pinamar para El dedo, dirigido por Sergio Teubal, tambien cortometrajista. Tiempos menos modernos parte de aquel concepto de Chaplin que puede parecer obvio: la modernidad altera nuestra vida cotidiana. A esto, insoslayable y evidente, se le agrega una ubicación, un tiempo del relato y sobre todo, un tipo de protagonista que le da a la película de Franco una dimensión crítica a la vez que divertida. Y ahi precisamente radica su inteligencia. Payaguala es un tehuelche que tiene su chacra, con ovejas y una buena porción de campo en el límite con Chile. Es tiempo de liberalismo menemista y su propiedad se ve amenazada por la llegada de vecinos canadienses, la probable instalacion de una mina y algún que otro cuatrero. En el medio de todo esto, le llega a Payaguala, una caja que contiene una TV con transmisión satelital, perteneciente a un plan del gobierno. La tele, primero resistida, se irá metiendo en la vida de Payaguala alterando sus gustos, las actividades del día y provocando un antes y un después en su vida. Hay cosas que aparecen al pasar: la relación con un hombre que contrata turistas extranjeros y lo contrata como cantante "exótico", la relación con una mujer que lo abandona, la propiedad de la tierra de los pueblos aborígenes. Pero en el centro está la relacion de Payaguala con ese aparato que genera adicción y a su vez un adormilado estado de resignación. La película de Franco tarda en arrancar: una serie de planos largos que ocupan unos cuantos minutos del comienzo parecen ir en una dirección no muy prometedora, pero cuando llega su amigo chileno la película toma un dinamismo que no para hasta el final: una serie de programas de TV mostrados a modo de zapping, especialmente hechos para la película: una especie de Gran Hermano, una telenovela con el estilo de los años 90. Aunque no tuvo la mejor proyección en la sala Oasis de Pinamar, y se perdieron los colores de los cambios de estación, es muy merecido el premio a este film patagónico en coproducción con Chile que se estrenará por ahora solo en el Gaumont a fines de marzo. También recibió el PREMIO EGEDA (ENTIDAD DE GESTION DE LOS DERECHOS DEL PRODUCTOR AUDIOVISUAL) AL PRODUCTOR DE LA PELICULA GANADORA DEL PREMIO BALANCE DE ORO, TIEMPOS MENOS MODERNOS, CONSISTENTE EN 6000 EUROS.
Una tema de identidad... nacional Tiempos menos modernos (2011) habla de la penetración cultural desde los extremos. Su director Simón Franco, que ya había realizado un cortometraje en 2004 llamado Tiempos Modernos al respecto, plantea la modificación de hábitos cotidianos tomando el caso de un tehuelche invadido por la cultura televisiva de los años noventa. Payauala (Oscar Payaguala), un tehuelche que lleva una vida “rural” recibe un cambio brusco en su rutina diaria cuando le llega una televisión a su hogar. El programa federal del gobierno en tiempos menemistas, le acerca a este hombre que vive en la soledad de una zona fronteriza de Comodoro Rivadavia, una televisión digital y un teléfono. La “ventana abierta al mundo” que las nuevas tecnologías supone, es también la modificación de los hábitos cotidianos y la creación de nuevas necesidades de consumo impensadas hasta entonces. El progreso puede traer aparejado soluciones para quien tiene problemas. ¿Pero que pasa con quien no los tiene? Éste es el caso del protagonista Payauala que, con sus gestos, expresa frente a la TV sorpresa, desconcierto y adicción, para con las imágenes trasmitidas. Imágenes que se meten en su casa y provocan trastornos compulsivos adictivos en su comportamiento. Es el caso de la novela “Alma mía”, por la cual el protagonista deberá rearmar su rutina diaria para seguir día a día sus capítulos. Una escena memorable es cuando Payauala en medio de sus tareas rurales en la soledad de un inmenso paisaje, aparece en escena a galope con la música de la novela sonando de fondo. El humor es el recurso preferido del director para reflexionar sobre un tema complejo como lo es la penetración cultural. Para tal caso, apela a los extremos antes mencionados con contrastes entre la soledad de una vida campestre y el ideal de vida, llena de consumo, que propone la TV. Lo demás es tener el pulso perfecto para extraer del personaje principal las reacciones más impensadas. Las caras de Payauala al ver un Reality Show, o los productos para adelgazar de Sprayette, son lo mejor del film. A tal ensalada televisiva, con el glamour berreta que predominó la década del ’90, se le suman las declaraciones de Carlos Menem, y las referencias a Chaplin, con fragmentos de El gran dictador (The great dictator,1940) y el parafraseo del título de la película. La exacerbación del carácter individualista de los años 90, es otro extremo utilizado para describir la pérdida de la identidad nacional. No por nada, como espectadores, nos identificamos más con la cultura televisiva que con la cultura del protagonista. A su manera, Tiempos menos modernos funciona como un pequeño caso inherente a todos los argentinos que divierte con la misma fuerza que obliga a reflexionar.
Que ¿bien? se te ve Tiempos menos modernos es, ante todo, una película inteligente, tan pequeña en su anécdota como expansiva en su alcance y poder reflexivo. Vista aquí en la Competencia Latinoamericana del último Festival de Mar del Plata y en la reciente edición de Pantalla Pinamar, la ópera prima del chubutense de origen neuquino Simón Franco sigue a Payaguala, un baquiano de origen tehuelche cuya tierra se ubica en ese limbo geográfico que es el límite cordillerano entre Chile y la Argentina. La inhospitalidad de la zona implica, claro está, soledad, aislamiento y una rutina tan férrea que ni siquiera la llegada de una caja proveniente de las arcas del Gobierno Nacional logrará quebrar. Lejos de la ansiedad o sorpresa, Payaguala parece no registrar la novedad, como si ese enorme paquete fuera un producto extemporáneo de su cosmos al que olvida -decide olvidar- en un galpón. Pero la llegada de un viejo amigo, quien le insistirá para que descubra la novedad, lo llevan a develar el misterio: la televisión satelital y el teléfono. Hay dos películas fuertemente diferenciadas -y diferenciables- en Tiempos menos modernos, demarcadas por la irrupción de la tecnología. La primera está centrada en la cotidianeidad de Payuagala -el esquile, las caminatas, el frío- y adopta una concordancia absoluta entre el ritmo de la narración y el tempo imperante de aquello que se muestra. De allí que la llegada del helicóptero o el largo asado entre los viejos amigos esté más cerca del tiempo muerto del Nuevo Cine Argentino que del humor entre stilleriano y deadpan que vendrá después, cuando la caja (más) boba (que nunca) despliegue sus infinitos rayos catódicos que van desde el pasatismo tilingo de los reality show hasta el romanticisimo más edulcorado de las telenovelas vespertinas. Y es justamente en ese conocimiento de causa sobre el medio y las consecuencias de su sobreexposición donde subyace el mérito principal de esta película. Las piezas apócrifas creadas por Franco y su equipo, en especial aquellas de la novela -“No me digas señor, decime Juan Martín” es una de las grandes líneas del año-, elevan hasta el paroxismo los principales defectos de la televisión, pero también su extraordinaria capacidad para hipnotizar y fidelizar a la audiencia. Esa dualidad genera el tono agridulce que atraviesa a la película toda. Por un lado, el mencionado humor casi imperceptible de la crasitud de las meta-ficciones y los diversos estadios emocionales del flamante televidente, que pasa de la extrañeza y la distancia inicial a un fanatismo impostergable traducido en el acomodamiento de sus obligaciones a la grilla de programación. Pero como las grandes películas, lo gracioso parte de lo disfuncional. Así, la degradación progresiva pero inexorable de la rutina a medida que la televisión insume más y más horas muestra el relegamiento de lo obligatorio a favor de lo pasatista, pero también cómo lo moderno se cuela aún a pesar de la voluntad personal. Así, Tiempos menos modernos tiene una pátina no de melancolía por un pasado supuestamente mejor, sino de un desencanto ante la imposibilidad de mantener las condiciones pretéritas en la coyuntura socio-tecnológica del presente. Es que, al fin y al cabo, nos guste o no, la cultura televisiva marcó a fuego la existencia humana de los últimos sesenta años. Incluso en aquellos acordes que resuenan en el viento durante su ausencia.
La TV mató al ídolo de la radio La historia es simple pero no por ello menos eficaz. Esto se aplica tanto al esquema narrativo y a la realización, pero lo que hoy se conoce como agenda (o intenciones ulteriores, como se decía hasta no hace mucho) es harina de otro costal. Tiempos menos modernos, ganadora del Premio de la Crítica y del Público en la reciente edición de Pantalla Pinamar, nos trae a Payaguala, un gaucho de origen tehuelche que vive satisfecho y feliz en la soledad de su rancho al pie de la Cordillera de los Andes. De manera casi idéntica a un comercial estatal que se emite por TV en estos días, su vida se transforma con la llegada, inesperada y sorprendente, de una caja de madera, con contenido desconocido, acercada por la Gendarmeria y remitida por el Ministerio de Desarrollo Social. Payaguala guarda la caja intacta en un rincón, donde permanece olvidada. Hasta que Felipe, un joven buscavidas chileno y el único amigo de Payaguala, insiste en abrirla. "Una vez que recibís algo gratis del gobierno, abrilo, aunque sea para ver de qué se trata", chicanea Felipe amablemente. La caja contiene un televisor (los CRT de tubo de hace unos años), una antena satelital y un manual de instrucciones. Payaguala insiste en su postura, pero deja que Felipe, más emprendedor y con más entusiasmo, instale todo el equipo et voilá: televisión y telefonía, cosas de las que Payaguala había prescindido hasta ese momento, dependiendo y confiando exclusivamente en su radio portátil. Como es de esperar, la caja boba deja de ser tan boba y se convierte en un artefacto imprescindible, sobre todo por las tardes, cuando el gaucho arriero sigue absorto un culebrón titulado Alma mía (hubo una película argentina del mismo nombre, pero no hay relación aparente). A esta altura, hasta el espectador menos avezado percibe la nada sutil alusión al programa gubernamental conocido como TDA (o televisión digital abierta), instrumento eficaz para la comunicación, el aprendizaje y la igualdad de oportunidades sociales, pero también un arma de doble filo que materializa la ambición mandataria de la filosofía del pensamiento único, de la sutil pero eficiente maniobra de manipulación de mentes y voluntades. Ahora bien, aparte de este breve injerto/parlamento a cargo de Felipe (Nicolás Saavedra), Tiempos menos modernos discurre como un mecanismo bien aceitado, sin los tropiezos que implicaría una agenda impuesta como premisa. El film entretiene, arranca sonrisas por la simpleza y por la innata sagacidad de Payaguala (interpretado por el auténtico tehuelche Oscar Payaguala, actor y periodista de reconocida trayectoria y luchador por la reivindicación de los pueblos originarios). Como un crítico no acostumbra (no debería, al menos) incluir spoilers en sus comentarios, no hemos de revelar cómo continúa la trama, pero lo cierto es que, al final del film, muchos se preguntarán, no sin cierto grado de confusión, cuál es el verdadero mensaje de Tiempos menos modernos. La película, dirigida por Simón Franco en su debut como largometrajista, parecía, al comienzo, vehiculizar los beneficios de la inclusión social a través de los últimos avances tecnológicos, pero el resultado, muy bien delineado y ejecutado, parece plantear otro escenario. La respuesta a este enigmático dilema radica, tal vez, en el hecho de que Tiempos menos modernos alude al presente mediante el programa TDA, y a la historia reciente mediante claras alusiones a los dos mandatos del archineoliberal y privatizador Carlos Menem, quien dejara un tendal de víctimas de la desindustrialización del país y de la eufemística flexibilización laboral. Tiempos menos modernos, entonces, responde a esta dualidad con un artilugio historiográfico que sirve como excusa para articular la doble lectura política. Haciendo una lectura despojada de exhaustivos análisis ideológicos, la película funciona, y muy bien, como una divertida fábula sobre un intento de transformación y sus resultados, predecibles o no. Pero también queda claro que la película fue concebida con un claro propósito vehiculizador de los planes igualitarios del gobierno de CFK.
Inconsciente colectivo Freud, Carl Jung y una paciente, luego colega: cóctel de sexo, psicoanálisis y abusos. A veces tenés que hacer algo imperdonable para poder seguir viviendo.” La frase, dicha con más dolor y arrepentimiento que con regodeo o deleite, sale de la boca del Carl Jung que crearon Christopher Hampton (autor de la obra teatral en la que se basa el filme) y el director David Cronenberg, cuando al atribulado Jung ya no le queda espacio para la dialéctica analista/paciente. Teniendo a Sigmund Freud como mentor -no está de más recordar aquello de la figura paterna-, Jung es uno de los tres vértices del triángulo entre ideológico y perverso de Un método peligroso . Otro es Freud, y el tercero y responsable de que el padre del psicoanálisis y el eminente psiquiatra se conozcan, dialoguen, se envidien y separen a comienzos del siglo pasado es Sabina Spielrein. El asunto es que la palabra por sí misma no había sido hasta ahora el vínculo más directo de Cronenberg con su público. Realizador de buen pulso para el relato sugerente, aquí Freud, Jung y Sabina son lo más antiperonistas que se pueda imaginar: hechos y no palabras. Hay marcas en el relato que son propias a cualquier Cronenberg: el sexo, la relación de poder, el abuso, el amor/odio, y -si se bucea más profundo- el tema del doble, y el querer ser y el ser. Y no hay que ser un experto en neurosis o histeria, ni reconocer la influencia de los impulsos sexuales o las meras pulsiones eróticas para entrarle al asunto. Que no es un tratado ni una aproximación histórica al psicoanálisis. Saber quiénes fueron los personajes, ayuda, pero no limita. Algo maníaca y perturbada, Sabina ingresa a la clínica donde Jung la atenderá de acuerdo a las lecturas que ha hecho de don Sigmund, y su método. De a poco la cuestión empieza a enturbiarse, no por la enfermedad de la paciente, sino por el amor que se despierta entre ambos. Como para analizar es que la relación entre el analista casado y la enferma comienza mucho antes de que la mente de ella empiece a liberarse, y a sanar, y pueda ser muchos años después, más que discípula, colega. La contraposición entre los personajes, por distintas raíces, sea de pensamiento, de experiencia vivida o de religión -Cronenberg remarca que Freud y Sabina son judíos, y Jung, protestante- es riquísima, tanto en los diálogos como en las actitudes -la media sonrisa de Viggo Mortensen como Freud, mascando su cigarro; los ataques de Sabina, que se excita recordando cómo la castigaba su padre (Keira Knightley); y el triste y consternado Jung de Michael Fassbender. La relación cuerpo mente, cóm o el sexo interviene y predomina en las conductas lleva aquí a pensar aquello de que si se actúa como se piensa en vez de como se siente, pasan cosas raras. Como le pasa a Jung.
Simpleza y calidez plasmadas en una historia que se desarrolla en la Patagonia En la inmensidad de la Patagonia, casi en el límite con Chile, vive Oscar, un tehuelche solitario cuya cotidianeidad se remite a cuidar su tierra y sus animales y a ganarse algunos pesos ejecutando su guitarra en una exclusiva hostería para turistas extranjeros. Su modesto rancho posee un simple mobiliario -una cama, una mesa y algunos elementos con los que él fabrica figuras indígenas que le servirán para ganar algún dinero extra al vendérselas a los visitantes del lugar-, y su existencia está únicamente unida a Felipe, un joven chileno que lo visita esporádicamente para compartir una férrea amistad y para pasar agradables momentos de charlas intrascendentes. Un día igual a todos los otros Oscar recibe una encomienda transportada por efectivos de la Gendarmería Nacional. Es una caja marcada con el escudo patrio que envía el Ministerio de Desarrollo Social y que contiene, ante el asombro del hombre, un sistema de televisión satelital alimentado por energía solar. De inmediato Oscar comienza a preguntarse el motivo de ese obsequio y de qué manera se debe instalar en su rancho un elemento tan moderno y tan alejado de sus preferencias. Pero allí está Felipe, que, con gran habilidad, logra instalar ese televisor que, de pronto, se convierte en un nuevo amigo para Oscar. Tras no pocas dificultades, el hombre logra que esa caja luminosa comience a irradiar las imágenes y una de las primeras que aparecen en la pantalla son las pertenecientes al film El gran dictador, de Charles Chaplin. El asombro de Oscar continúa frente a ese aparato que le va mostrando escenas, situaciones y noticias que hasta ese momento él había ignorado inserto en su soledad. El novel director Simón Franco intentó radiografiar a ese tehuelche que siempre se había sentido discriminado, como toda su raza, y que de pronto se ve inmerso en esa novedad que le da el televisor, un adminículo que lo acerca a lo más recóndito de un mundo para él desconocido. El propósito del realizador logró plasmar la vida de su protagonista con simpleza y calidez. No hay en el film rebuscamientos intelectuales para pintar su existencia ni elementos que se aparten de ese personaje de pocas palabras, mirada profunda y ademanes lentos. Hay, sí, una evidente necesidad de mostrar cómo ese televisor afectará la vida de Oscar y de qué otra manera verá el mundo. Con una bella fotografía de Mauricio Riccio y una adecuada música de Luis Díaz Muñiz en colaboración con el propio Payaguala.
Postal de país Desconfiado, Ramiro Payaguala no le abre la puerta del rancho al gendarme que viene a traer una caja de madera, que lleva sello oficial y escudo argentino. De hecho, el hombre de sangre tehuelche ni siquiera se molesta en entrar la cajota, dejándola fuera del rancho. Será a Felipe, su amigo chileno, a quien el embalaje le despierte curiosidad. Adentro viene una TV satelital que envía el gobierno, junto con un aparato telefónico, a los pobladores patagónicos. En la tele pasan telenovelas, películas viejas, imágenes del presidente Menem anunciando la inminente puesta en marcha del “taxi estratosférico”, que unirá en un par de horitas Argentina y Japón. Payaguala, cuya vida cotidiana no se diferencia demasiado de la que llevaban sus ancestros antes de la llegada de los españoles, contempla entre absorto e impasible, como si las ondas catódicas llegadas a ese rincón chubutense vinieran desde la estratosfera misma. Presentada en el Festival de Montreal y en Competencia Latinoamericana en la última edición del Festival de Mar del Plata, podría pensarse a Tiempos menos modernos como spin-off patagónico de Cerca del paraíso (Urga), la película de Nikita Mijalkov que terminaba con la instalación de una antena parabólica en medio de la desértica estepa mongola. Basta ver a Payaguala cuerear a una oveja o afinar un pequeño aerófono para que salte a la vista el abismo de tiempos, espacios y culturas que separa al tehuelche del mundo mediático. Sin embargo, el hombre no podrá resistir seguir todos los días una telenovela, tal vez por el embrujo que le produce su protagonista rubia. Hasta el punto de conseguirse un reloj (instrumento que jamás usó) para programarse una alarma que le permita no perdérsela. Pero ese abismo es sólo uno de los ejes que la ópera prima de Simón Franco insinúa. Está también la amistad de Payaguala con el dicharachero Felipe, la intención de un propietario de las inmediaciones de convertirlo en atracción turística y el conflicto, con resonancias de western, que Payaguala sostiene con unos geólogos canadienses instalados en un cerro que para los suyos tiene carácter sagrado. Filmado con notoria prolijidad y preponderancia de planos generales –que destacan no sólo la imponencia de montañas, nieves y lagos, sino también, quizás, el peso que la tierra y el entorno tienen para el protagonista–, este cruce de documental y ficción presenta sus temas de modo impresionista, evitando desarrollarlos. No habría problema en ello, si no fuera que aquí y allá asoman subrayados de sentido, que se dan de patadas con el registro observacional que prima. Una milonga inicial, con letra “de denuncia” (cantada por el propio Payaguala, que en la vida real es activista y periodista, además de compositor y cantante), las adocenadas referencias a la estupidez televisiva o a la venta de tierras a extranjeros, propias del período menemista, no terminan de cuajar en este marco de deliberada dilución narrativa, dejando a Tiempos menos modernos a medio camino entre el minimalismo y la alegoría, dos lógicas que tienden a la antítesis.
Con la voz de los ancestros El filme de Simón Franco es ante todo el retrato de un hombre de la Patagonia, el músico y luchador por los derechos de los pueblos indígenas Oscar Payaguala, el que ha trascendido las fronteras de nuestro país con su canto. Descendiente de tehuelches, Payaguala se presta a mostrar lo que sucede con un hombre apacible, que vive en su rancho, con sus ovejas y su caballo, en un desolado valle del sur de la Argentina, cuando se lo engaña en su propia fe. En ese lugar, él dice están enterrados sus ancestros, por eso con escopeta en mano defiende esas tierras de los extranjeros. La apacible vida de Payaguala se desliza acompañado por su guitarra o trabajando en su rancho, a veces va hasta el pueblo y canta en una hostería de turistas. Escucharlo interpretar en su lengua resulta una suerte de milagro de la naturaleza, conmueve con su timbre vocal, consonidos que parecen provenir de otros mundos. LA OTRA MIRADA Ambientada en la década de 1990, cuando el ex presidente Carlos Saúl Menem, prometía que se iba a tener la posibilidad de viajar a la "estratósfera", el filme sigue los pasos de lo que ocurre con un hombre a quien el Estado un día le hace llegar un aparato de televisión y un teléfono satelital, que consiguen cabiar su mirada del mundo. Pero el "dulce" para ese hombre de la Argentina profunda, dura poco, el plan modernizador del gobierno termina y la vida continuará como siempre para el trovador que no se arredra ante circunstancias adversas y sigue en su lucha diaria. La película permite un acercamiento a una vida íntimamente ligada a la naturaleza y a sus severos preceptos éticos, es lo que muestra este guión en el que Oscar Payaguala es el admirado protagonista. A él se une Nicolás Saavedra, un magnífico actor chileno. Con algo de documental, la narración de Simón Franco es calma y certera en el mensaje que busca transmitir.
Una coproducción argentino chilena que se ubica en los tiempos de Carlos Menem y retrata de qué manera cambia la vida de un paisano aislado cuando se da cuenta que los extranjeros quieren invadir sus tierras ancestrales y toma contacto con la realidad lejana que le da un televisor regalado por el estado. Choque de cultura, más buenas intenciones, paisajes exquisitos.
De cómo se contamina hoy cualquier paraíso Esta fábula patagónica se abre con una canción del propio protagonista, Oscar Payaguala, cuyo estribillo protesta retóricamente «¿500 años de qué, de qué?». Con similar retórica se le podría decir «de caballos, ovejas, guitarra española, etcétera». Todo vino en un mismo paquete, las cosas buenas y las malas. Y otro paquete similar le viene ahora a su personaje. Hasta ese momento, dicho personaje ha vivido tranquilo en el campo. Hosco, desconfiado, como sus ancestros indios, y socarrón como buen criollo, no se lleva bien con el negocio turístico de sus vecinos ni con la avanzada de geólogos de una empresa extranjera. Pero es amigo de un joven chileno hábil para los negocios. Y es éste quien se interesa por un cajón que tiempo atrás un programa de integración nacional para gente de fronteras le envió de regalo a nuestro paisano. El pícaro se interesa, abre el cajón, descubre que trae un televisor con antena satelital y todo, y lo instala. Los regalos hay que aprovecharlos, explica. El otro lo mira. ¿Para qué quiere semejante cachivache tan enorme? El nunca lo necesitó. No sabe la que le espera. Por ahí va la mirada. Las necesidades innecesarias, nuevas formas de «colonización», el acostumbramiento, en fin, para colmo con un agravante. En viejos tiempos, los abuelos terminaban el trabajo y se iban a casa a escuchar por radio «Chispazos de tradición» o el «Glostora Tango Club». Ahora este gaucho interrumpe su trabajo para ir corriendo a ver una telenovela venezolana. Es gracioso verlo encariñado con la estrellita rubia, preocupado por los conflictos de esa historia lejana, y entretenido con los comerciales. Si hasta se compró un reloj pulsera, porque ahora su ritmo no está más condicionado por la naturaleza, sino por los horarios de los programas. Pero lo gracioso deja de serlo cuando advertimos que, en escala similar, a nosotros hace rato que también nos pasa algo parecido. Sin ser la octava maravilla ni mucho menos, la película resulta entonces un atendible llamado de atención sobre esa clase de asuntos, y da pie a varias reflexiones. Nombres a considerar, el novel director Simón Franco, el periodista y folklorista sureño Oscar Payaguala, y el actor chileno Nicolás Saavedra. Otras películas sobre la intromisión de nuevos mundos en un tranquilo paraíso, «Y se hizo la luz», de Otar Iosselani, ambientado en una aldea africana, y «Urga», de Nikita Mijalkov, en plena Mongolia, donde la nena de unos pastores toca como tema regional un pasodoble aprendido en la tele.
“¿500 años de qué? ¿De qué?” (Payaguala, Tiempos Menos Modernos, 2012) Tiempos menos modernos es un film que invita a la reflexión en torno al alcance de la industria cultural, especialmente durante la década menemista. Payaguala vive en soledad en medio de la Patagonia y lleva un día a día tranquilo que se ve trastocado cuando, en el marco de un programa del Gobierno de inclusión a las fronteras, recibe un televisor y un teléfono. Los electrodomésticos marcan una forma de integrarlo al mundo, de sumergirlo en sus problemas, a la vez que hacen aflorar conflictos propios y plantean dos períodos bien diferenciados de la película. El film propone una suerte de crítica a la globalización que se ve algo opacada por la elección de Simón Franco en la forma de plantearlo. Los primeros 40 minutos no se llevan con facilidad, un pesado costumbrismo con algunos problemas de audio se hace difícil de digerir, aspecto que cambia radicalmente con la llegada de la caja boba a la vida del personaje. Aflora la idea del mal necesario, no para el hombre que vive aislado, sino para la película en general y el espectador en particular. El teléfono le abre una ventana al mundo distante, a un amor no correspondido, el televisor irrumpe su cotidianeidad y amenaza su armonía, lo vuelve “adicto” a su programación, lo lleva a comprar un reloj con alarma para seguir su novela. El film nace a partir de lo que critica, a la vez que depende de ello para funcionar. Cuando surgen estos conflictos, Tiempos Menos Modernos profundiza su crítica consumista a la vez que avanza como película, valiéndose de ciertos pasajes humorísticos que hacen posibles los falsos programas como Alma Mía, un reality de citas o el ridículo discurso sobre las naves espaciales del Presidente de turno. Como una esponja reacia, Payaguala absorbe aquello que denostaba, culminando en un enorme y muy logrado final en el que la transformación es plena. Simón Franco conduce una historia pequeña que deja una marca, una realización cuyo valor más grande es que se siga reflexionando, se la siga pensando, aún días después de haberla visto.
Me costó la película. Debo reconocer que sus primeros 40 minutos de proyección me parecieron anodinos, descriptivos (lindos paisajes sureños) y sin mayor relieve. Con un fuerte sesgo documental, "Tiempos menos modernos" hasta ahí me parecía un film sin mayores atractivos, hasta que un elemento se incorpora a la discusión (la televisión satelital como medio de comunicación y entrada a la globalización) y detona la cuestión. Ahí, si, cambia el panorama casi instantáneamente. Lo que hasta ese momento era pausado y hasta, podría decirse, naturalista, toma forma y cobra sentido. La historia comienza a brillar, hasta plantearse como un claro ejercicio de confrontación teórica: ¿modificamos la vida de los sujetos si los invitamos a conectarse con un medio electrónico y lo exponemos a él? Esa es la pregunta (que se toma bastante tiempo en aparecer, digamos) que se juega en el film. La respuesta, previsible, es lo de menos. El camino, cinematográficamente, es lo que importa. Lo rico está en degustar cómo se va dando el proceso. Oscar (Payaguala) vive en una zona montañosa (cordillerana?) del sur. Tiene una existencia simple, es un hombre de campo y sus actividades son todas, de tipo rural. Nos adentramos en su casa y somos testigos de su rutina hasta que cierto día, un amigo chileno le recuerda que en su galpón hay un regalo para él. No sabemos muy bien cómo, pero llegó a su hogar un aparato de televisión satelital. Así es que Oscar, poco conmovido por la noticia, deja que Felipe (Nicolás Saavedra) instale la antena y lo ponga en funcionamiento. De más está decir que es la puerta a un mundo que Oscar no sospechaba que podía existir. "Tiempos menos modernos" cuenta, en definitiva, la historia de un proceso de incorporación de un hombre de campo a la cultura global. Para bien, o para mal (eso tendrán que decidirlo ustedes). Payaguala es un ejemplo ideal para graficar este proceso. Desde lo técnico, una película correcta, modesta y honesta. Como Oscar. Así de simple. Su director, Simón Franco nos convence a través de su lente, de la importancia de reflexionar sobre la anécdota y darle sentido. Una alternativa interesante si son espectadores ávido por las historias personales con sesgo documental.
Metáfora realista acerca del conflicto o el antagonismo entre la modernidad y el espacio natural del hombre, Tiempos menos modernos ofrece una interesante semblanza sobre los principios de un hombre de tierra adentro. Posturas a veces acérrimas que presenta Payaguala, un tehuelche que vive solo y aislado del mundo en un rancho de la Patagonia. Además de trabajar y cuidar su tierra –con especial énfasis frente a extranjeros que pretenden explotarla-, también canta, cosa que apenas comparte con su entorno. Su amistad con un joven chileno le permite una tarde acceder a un mundo desconocido e inesperado: el de la TV satelital. La película está ambientada en las postrimerías del menemato y al borde de la crisis de comienzos de siglo en nuestro país, detalle que sin embargo no ofrece un aporte significativo en la trama. Lo que sí resulta sustancial es el cambio, pese a sus declaradas resistencias, que representa en su vida la aparición en su casa de esos aparatos, que incluyen en el combo un teléfono, que también emplea con reticencias. Esos presuntos avances tecnológicos tendrán un impacto en su vida y él tomará determinaciones al respecto. Más allá de su bella fotografía y del correcto trabajo de Nicolás Saavedra, la película no sería tal si no contara con un consustanciado Oscar Payaguala en el rol principal.
La historia gira en torno a un hombre de ascendencia tehuelche Ramiro (Oscar Payaguala), vive solo, aislado, en un rancho en medio de La Patagonia Argentina cerca de la cordillera de los Andes, un verdadero paraíso, su existencia se basa en trabajar la tierra, cuidar los animales, hacer todas las tareas del campo y tomar mate; pero un día gendarmería le trae una enorme caja de madera y no solo no los atiende, tampoco mira que tiene en el interior esa encomienda. Sus campos limitan con Chile, allí esta toda su historia, están enterrados sus familiares y tiene que cuidar constantemente su propiedad que se encuentra amenazada por la llegada de vecinos canadienses y algunos cuatreros. Una vez cada tanto recibe la visita de Felipe (Nicolás Saavedra), un viajante, amigo y comerciante de Oscar, que vende varios productos y también utiliza el trueque, con el comparte cordero patagónico al asador y también toca la guitarra y cantan. Este amigo es quien le ayuda a abrir la caja donde se encuentran algunos víveres, un teléfono y un televisor alimentado por energía solar, Felipe antes de marcharse le cambiará su forma de vivir cuando le ayude a instalar estos artefactos tecnológicos. Aunque es un hombre parco y estructurado vemos como a Payaguala las primeras imágenes del televisor van afectando su vida y despertando ciertas situaciones en su ser, mirando “El gran dictador” de Chaplin, los anuncios del ex-Presidente Menem, los partidos de fútbol, cuidados del cuerpo, la novela de la tarde, las caras de Payaguala al ver un Reality Show "La flecha de Cupido", entre otros. Es una película simple y cálida, se desarrolla en la década de los `90, es la ópera prima del Director Franco contiene inteligentes planos estéticos, quizás los primeros planos largos son un poco lentos para algún espectador, pero luego la historia es dinámica, sabe incorporar el humor en los momentos precisos, para reflexionar y contiene una magnifica fotografía de Mauricio Riccio; lástima que le otorgaron una sola sala cinematográfica.
Una burla sin sentido Mi ilusión por indagar en algo de la historia de parte de los pueblos originarios se vio totalmente frustrada ante la falta de respeto a esas culturas que significa Tiempos menos modernos, de Simón Franco. Si bien la mayoría de las críticas fueron positivas hacia esta película argentina vista en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, desde lo personal quedé totalmente enojada con esta propuesta. El director intenta hacerse el chistoso dejando de una forma muy ridícula al personaje principal y cuando lo quiere salvar, ya es tarde. Payaguala es hijo de tehuelches, vive en la Patagonia alejado de todo tipo de tecnología. Sus actividades cotidianas son su único quehacer, ya que vive solo. El mismo se provee de alimento. Es su tarea, o él lo siente así: cuidar los terrenos de sus antepasados que son acechados a menudo por extranjeros. Para generar algún conflicto, en Tiempos menos modernos se hacen presentes un televisor y un teléfono que llegan hasta la casa de este hombre por medio de un plan del gobierno (menemista). Sin dudas, todo el discurso que Franco plantea, aquellos valores incorruptibles de Payaguala, se destruyen mostrando al hombre como un bobo frente al televisor. Realmente resulta muy poco creíble que un pariente de tehuelches con tradiciones tan fuertes como se marcan en un principio y también al final, aparezca cantando con su guitarra las canciones de la novela de las tres de la tarde (literalmente), abandonando sus canciones en lengua natal. Y si eso les parece mucho, imagínenselo haciendo ejercicio con la tele. Realmente patético.
El director ubicó la acción temporalmente en la década de los ´90, una época que ha quedado signada históricamente por una política de “achicamiento” del Estado Argentino y en la que desde el gobierno se tomaron algunas decisiones y se llevaron adelante campañas sólo para lograr impacto “propagandístico” sin pensar en las consecuencias que ese accionar podía acarrear en los ciudadanos. El cineasta quedó impactado al saber que en esos años se envió una partida de computadoras a una escuela rural que estaba ubicada en un pueblo de la provincia de Salta donde no había energía eléctrica pero también, como cuenta la película, se regalaron televisores a algunos sectores de la población. El director imprime en la historia de Tiempos menos modernos, de la que también es coautor del guión junto a Laura Ávila, una fuerte crítica a esas medidas, a veces disparatadas, que sirven sólo como propaganda política y que además se usan como medio para colonizar culturalmente a la población. Pero también, como submensaje de la trama principal, el espectador encontrará un mirada analítica de lo que la televisión representa para todo el mundo desde donde, como lo ha comentado Simón Franco en rueda de prensa, se “bombardea” continuamente a los telespectadores con mensajes subliminales para modificar en forma paulatina sus formas de pensar. La película muestra que esa modificación, que obviamente se extiende a los hábitos de vida, se logra utilizando sistemáticamente las técnicas audiovisuales en la era de la globalización mundial. El protagonista de Tiempos menos modernos es un tehuelche, integrante de un pueblo originario que sufrió la colonización española, el cruel sometimiento a la clase aristócrata argentina y en la actualidad sufre el despojo gradual de su territorio ancestral. Un buen elenco El actor Oscar Payaguala, el protagonista, tiene una exitosa y larga trayectoria en radio y televisión y en ningún momento parece que actúa sino que simplemente vive lo que le ocurre a su personaje, por lo tanto “atrapa” al espectador por su espontaneidad y su técnica, quizá intuitiva, lo lleva a un manejo exacto de la gestualidad y los tonos. Nicolás Saavedra, actor de reconocida trayectoria en Chile, compuso a su rol de Felipe desde lo corporal y con precisas inflexiones en los tonos que apoya, acertadamente, en su acento chileno. Su trabajo actoral es para destacarlo. También se ve fugazmente en pantalla a la locutora y conductora televisiva Gabriela Rádice y al actor Estaban Meloni cumpliendo eficazmente sus roles. Comentario Tiempos menos modernos es una película que en todo su desarrollo hace que el espectador dirija su mirada a la política argentina de los años ´90 que ha sido calificada por los especialistas como una “época frívola”. El director analiza esa frivolidad y le hace una fuerte crítica a la que le suaviza su acidez mediante escenas con situaciones cómicas pero cotidianas y cuando el ritmo de la acción decae, abusa de los planos largos para poder mostrar los maravillosos paisajes nevados de la Patagonia argentina, su tierra natal.