Una historia de amor y desamor que desafía los límites que el propio cine se ha autoimpuesto. Marco Berger filma como nadie el cuerpo masculino y el deseo y la tensión sexual latente dentro de una fraternidad. Mientras el rubio avanza en esa casa en la que se comparte futbol, cerveza y testosterona, el partido entre los protagonistas avanza, y en el match uno de los dos saldrá perdiendo, el primero que diga basta.
[El siguiente texto menciona detalles de la trama que son indispensables para desentrañar ciertos sentidos. La invitación es a proceder con la lectura a su riesgo o, mejor a ver la película previamente que estará en salas desde el jueves 11 de julio en el BAMA] Soy de la forma que puedo; es lo que puedo Se siente un profundo placer luego de terminar Un rubio. En su ritmo parsimonioso, se las ingenia para darle un sentido a lo plástico de sus imágenes y, en particular, un sentido desde el homoerotismo entendido como la intimidad más profunda de los cuerpos masculinos. Algunos podrían decir que la película de Marco Berger se restringe a representar desnudeces “hegemónicas”: hombres bien definidos y de corporalidades que cualquier persona podría fantasear. Pero usar tal etiqueta con tintes políticos (y escabrosos) nos impide distinguir entre quiénes podemos ser y a quiénes deseamos. La distancia entre ambas posturas no debe generar frustración y esta séptima película de Berger da cuenta de ello. La obra muestra la relación entre Juan (Alfonso Barón) y Gabo (Gastón Re). El primero le alquila al segundo una pieza, y se entabla una dinámica atractiva y dilatada entre ambos. Berger no apura su contacto físico y esto puede impacientar, pero las miradas entre ellos nos hablan constantemente. Hay una rutina de reunirse con amigos a tomar cerveza y ver televisión en la que poco a poco Gabo se va integrando. Entre tantos silencios, movimientos de sus labios y su fisonomía, Gastón nos muestra a un personaje que toma mucho del Ennis de Heath Ledger en Secreto en la montaña, pero Gabo está en la orilla opuesta. Ambos hombres quedan solos, pero Gabo decide afrontar su sexualidad. Y si Ennis al menos balbuceaba sus palabras, las de Gabriel quedan en leves gesticulaciones de sus labios. También de a poco, sabemos que él tiene una hija en Berisso a la que visita cada semana. Es su único escape geográfico y psíquico. El guion nunca perderá de vista esto. Si algo se agradece en este retrato es la franqueza sexual de los personajes, no ya desde la desolación, como en Sauvage, ni desde la enfermedad, como en 120 pulsaciones por minuto; sino desde la aceptación desprejuiciada. Sabemos que hay una fina línea entre la liberación y el exhibicionismo cuando se muestran en escena los genitales de los personajes. A Berger no le basta con mostrar a ambos hombres desnudos, sino cómo la presencia de la genitalidad habla de la franqueza entre ellos. Las escenas de sexo, algunas con desnudos frontales, están bañadas de una claridad que no se intimida a la hora de detallar los escarceos dilatados entre ambos hombres. Como si el placer estuviera en el retraso, y no nada más en el encuentro aislado. Hablar de masculinidad dentro (y fuera) de los límites de la película, es entrar en terreno farragoso, pero si el cine no nos empuja a hablar de los temas difíciles, ¿para qué estamos acá? No cabe duda de que la obra retrata una idea de masculinidad: hombres que se reúnen a tomar birras, ver televisión (sobre todo partidos de fútbol, pero no exclusivamente) y fumar. Mario, un amigo de Juan, habla con desprecio de una amiga “marimacha” cercana a uno de los chicos. En esta escena, Juan fuma y Gabo calla. Nadie en la habitación condena las palabras de rechazo, pero estamos en un momento clave de cobardía ‘masculina’. Juan incluso le espeta a Gabo, en otra ocasión, ya avanzado el vínculo entre ellos, “No me hagas sentir que tengo que darte explicaciones como a mi novia”. Es muy significativo, además, que Gabo sea el personaje pasivo de la relación, emocional y sexualmente hablando. Pero Berger no lo amilana por ello y le brinda amplias oportunidades para expresarse desde esta pasividad. Esta no implica ser penetrado por todas las circunstancias, sino amoldarse a ellas sin obligación de dejar de ser él mismo, identidad que se va armando a lo largo de la película con sumo cuidado. Es él, a fin de cuentas, quien hace el primer movimiento para que se concrete la relación sexual entre ambos y es él quien pone límites frente a la torpeza casual y persistente de Juan. Visto así, la versatilidad no está planteada en términos sexuales, sino de cómo procede Gabriel. Si algo hace él una y otra vez, es observar desde su aparente ensimismamiento. ¿Acaso las miradas no pueden ser penetrantes también? La puesta en escena está en pleno juego acá. Por ejemplo, cuando nos enteramos de que la novia de Juan está embarazada, Gabo escucha y acepta atentamente la decisión de que se vaya de casa. Y en uno de estos planos, se nos muestra a él con una lámpara de fondo, un tanto desenfocada y borrosa. Gabo ha terminado siendo lo que sospechábamos por algunos comentarios a lo largo de la trama y por la recurrencia de lámparas en los planos donde está él: un decorado en la vida de Juan. No es la primera vez que Berger nos sugiere esto, pero un rastreo de este objeto (y de otros) en diversos momentos del film, indicaría que estas pistas nos llevan a otro lado también. A algunos nos podrá parecer que el final es un tanto apresurado, pero la confesión de Gabo frente a su hija nos recuerda al encuentro entre Alma Jr. y Ennis en la citada película de Ang Lee. Alma Jr. invita a su padre a su matrimonio. Hay una profunda sensación de independencia entre ambos personajes. Y algo similar se siente en la escena entre Gabo y Ornella (Malena Irusta), sentados en un parque, como aislados. La diferencia es que en la película de Berger, la hija es una niña y la confesión de Gabo sobre su sexualidad es directa. Además, Malena nos brinda una alegría brevísima al mismo tiempo que salen de sus labios palabras de apoyo. Es tal ternura, acentuada con la mirada, lo que nos ofrece un respiro y el giro necesario del personaje. Para quienes crean que la película favorece el rechazo de la homosexualidad de este ‘rubio’, no se da cuenta de que el guión deja mal parado a Juan, contrariado y solo, casi como estaba al principio. Si notamos, casi a mitad de la obra, una decisión en el montaje que nos confunde (quién cede primero entre ambos protagonistas en un reencuentro menos tosco), entendemos que este no es un truco aislado. Más bien, es la prueba de que esta es una relación en busca de una manera de estar en el mundo de hoy en día, donde los personajes cargan con los prejuicios inevitables de toda sociedad. Gabo es un tipo que habla poco, pero su confesión final, en un plano medio, casi a espaldas de nosotros pero con su perfil visible; finalmente nos da a entender que está claro de su intimidad y de las cruces que ha cargado desde su adolescencia. Es muy diferente esta confesión al de unas escenas anteriores, donde Juan habla desde su comodidad o, mejor dicho, su conformidad. Él es quien puede ser, sin arriesgar(se él mismo, pero sí a los demás). El detalle acá está en lo privilegiado por la iluminación en este plano: la lágrima recorriendo el rostro de Gabo, en medio de la silueta a oscuras de Juan. Sin estridencias pero con suma claridad, algo se quiebra aquí. Para condenar las conveniencias de Juan, bastan un hijo no deseado, una novia que va a controlar los impulsos de él como no supo hacerlo antes, y un plano medio, casi al final, que nos recuerda a uno similar al comienzo del film. Pero esta segunda vez, su cuerpo fragmentado por el plano viste una remera negra. Bastan estas sutilezas para notar a través de la imagen quién queda entrampado por sus contradicciones. Es fácil imaginar que, luego de la última desnudez frontal de Juan en cama, junto a Gabo, ambos cuerpos relajados; no habrá más libertades para el primero. Tendrá que afrontar las urgencias fisiológicas que se negó a asumir antes. * A grandes rasgos, parece un dato menor quién aparece semidesnudo o semivestido en escenas dentro de la alcoba, pero es una pista de quién se expone más en escena y con qué finalidad. Tampoco es mentira que la desnudez femenina es más armoniosa que la del hombre, pero ¿según qué parámetros? Y yendo más allá, ¿nuestras referencias y fantasías en torno a la belleza son intuiciones profundas por una búsqueda de la armonía o son referencias aprendidas durante tantos años?
Tierna, Triste y Desgarradora. Crítica de “Un Rubio” de Marco Berger. ADELANTOS, CINE, CRITICA, ESTRENOS El director Marco Berger (“Plan B”, “Hawaii”, “Taekwondo”) nos vuelve a deleitar con una película que indaga el mundo de los sentimientos masculinos con una perfecta puesta en escena y labor actoral. Por Bruno Calabrese. Juan (Alfonso Barón), joven y mujeriego, vive en los suburbios de Buenos Aires. Debe encontrar rápidamente un compañero de piso porque su hermano se ha ido. Entra a vivir con él Gabriel (Gastòn Re), compañero de trabajo tranquilo, guapo y… rubio. Viudo desde hace poco, está luchando por mantener a su hija todavía pequeña. Tímido y reservado, Gabo intenta no hacer caso de las miradas cargadas de sentido de Juan ni del roce de sus manos. Con todas las chicas guapas que entran y salen de su habitación, su “virilidad” no parece cuestionable. Sin embargo, la atracción entre los dos hombres es innegable. La nueva película de Marco Berger (“Plan B”, “Hawaii”, “Taekwondo”) nos traslada a un micromundo de hombres de una manera impecable, reflejada con una construcción perfecta del universo simbólico masculino; las charlas entre amigos, la cerveza tomada del pico y el sonido ambiente de un televisor donde siempre se está proyectando un partido de fútbol. Salvo en el final, cuando “Gabo, el mudo” empieza a expresar sus sentimientos, cuando se empieza a escuchar el relato de un partido de voley (curiosamente un deporte mas común dentro de la rama femenina). La película arranca con Juan fumando en un balcón, en soledad, mirando al horizonte y finaliza de la misma manera. En el medio pasaron infinidad de cosas que van fluyendo sin que nos demos cuenta, con pocos diálogos y muchos silencios. La labor de la dupla actoral es esencial para transmitir con solo una mirada esos sentimientos que no son expresados de manera verbal, pero que están a la vista. Gastón Re se luce en el papel de”el Mudo”, la ternura que transmite con sus gestos y sus silencios emociona. Sus encuentros con su hija , Ornela (sorprendente actuación) son perfectos, llenos de espontaneidad y sencillez. Sus ojos cuando la ve a jugar y hablar sin parar no se puede expresar con palabras. Una destada actuación del actor platense, en un papel difícil y arriesgado. Secundado por Alfonso Barón, quien se muestra como una persona más extrovertid, que trata de ponerle palabras a todo lo que le sucede pero será quien menos puede expresar sus sentimientos. Es por eso que el final de ambos será distinto para uno e igual para otro. “Un Rubio” es una película sencilla, silenciosa, que dice mucho en cada plano, en cada sonido, en cada mirada. Triste, real, sobre personas con dificultades para expresar sus sentimientos. Porque no quieren, porque no saben o porque no pueden, pero que se buscan y se encuentran. Un film sobre amor y sentimientos reprimidos conmovedor. Puntaje: 90/100.
Mediante Un Rubio, Marco Berger (Plan B, Mariposa, Taekwondo), nuevamente nos introduce en el universo masculino, por un lado para exhibir un micromundo de cierta masculinidad y por otro para, a partir de eso, volver a cuestionar como en algunos de sus anteriores films, el deseo y la atracción. Juan (Alfonso Barón) tiene una habitación disponible en su departamento que le alquila a Gabriel (Gastón Re), su viudo, tímido y callado compañero de trabajo rubio que debe ahorrar para mantener a su pequeña hija que vive en provincia. Lentamente Gabo va acoplándose a las rutinas y reuniones de cerveza y partidos de fútbol por tv de Juan y sus amigos, aunque siempre desde una posición silenciosa y casi ausente. Gabo es todo eso, pero rápidamente percibe que los roces y las miradas de Juan tienen otro sentido, y la tensión sexual comienza entre ellos, a la vez que es testigo de cómo el segundo recibe una chica distinta en su cama cada noche. Gabo está confundido, quiere ignorar todo, pero no puede, y tal vez algo de su historia adolescente tenga que ver con esto. Paradójicamente será él, a pesar de su inhibición, quien tome la iniciativa en el primer contacto ante el aparentemente decidido Juan. De esta manera, con Un Rubio, Berger no sólo relata una historia de amor entre dos hombres, pensar eso sería reducir la obra y pensar su cine sólo en relación a lo homosexual o a lo LGTB. No, tanto aquí como en los anteriores films, lo que Berger plantea son cuestiones universales. En este caso hay un desencuentro, porque por más que haya atracción y relación sexual, será ese desencuentro en cuanto a posiciones subjetivas, lo que termine por definir el futuro de Juan y Gabo. Aquí, uno de los dos no puede, no sabe como, o no quiere salir de esa posición -igual de cómoda que de incómoda- y de la imagen construída por y junto a su entorno. Así, al no poder afrontar eso, tendrá que lidiar con las ausencias y la pérdida que aquello implique. Con Un Rubio, Marco Berger lleva su narrativa a otro nivel. Si antes sus films, en general se enfocaban el el momento de tensión y lo previo al contacto, aquí la trama se centra en el durante y el después. Con una labor fotográfica destacable, y actuaciones memorables -en especial la de Gastón Re-, Un Rubio resulta un film que aunque un tanto extenso y repetitivo, se torna tan disfrutable como desgarrador, mientras nos da algo de alivio ( y alegría) en esa maravillosa escena final de diálogo entre Gabo y su hija Ornella, quien con pocas palabras y grandes abrazos, sintetiza todo lo que Gabo acaba de atravezar, para dejar de ser «el mudo».
Dulce intimidad Marco Berger (Taekwondo, Mariposa, Hawaii) construye una historia de amor entre dos hombres que resulta ser tan apasionante como desgarradora. Un solo gesto, una sola mirada, basta para descubrir que es lo que hay más allá de lo que se expone. Si bien la premisa indica que un hombre comienza a compartir su piso con otro hombre, Un rubio (2019), el nuevo film de Berger transcurre desde el corazón, dejando de lado cualquier ambición de construcción técnica. Su relato es potente y arriesgado. Sus escenas son descarnadas. Estos hombres comienzan a jugar entre ellos y, lo que en su momento parecía un simple divertimento, la piel, el goce y el despoje de prejuicios comienzan a salir a la luz. Tan simple como efectivo, Un rubio es una historia necesaria en tiempos modernos. Dando una simple lectura, parecería que los dos protagonistas se ubican en extremos opuestos. Juan (Alfonso Barón) es mujeriego y da indicios de su orgullo viril. El otro, Gabriel (Gastón Re), quién le da el título a la obra, es viudo y se muestra serio, tranquilo y reservado. La relación que nace entre ellos está conducida por un camino de fuego que invade la pantalla. Allí la química. Allí la voluntad para que se animen. Honesta, arriesgada y sorprendente, Un rubio no es una película para todo tipo de personas. Para verla debés alejarte del convencionalismo y dejarte llevar por la pasión. Un solo gesto te hará comprender todo aquello que hay más allá de lo que reluce.
Marco Berger es un director que no puede evitar incursionar una y otra vez en sus temas predilectos. Desde Plan B (2009) en adelante, sus trabajos giran alrededor del deseo, lo prohibido, la represión de los sentimientos y los vínculos masculinos. Todo eso vuelve estar en el centro de la historia romántica que propone Un rubio. El rubio del título es Gabriel (Gastón Ré), un empleado de una maderera del conurbano bonaerense, viudo, con una hija que vive con su abuela y una situación económica que dista de ser ideal. Ante este panorama, la propuesta de alquilar una habitación recientemente desocupada en la casa de un compañero de trabajo llamado Juan (Alfonso Barón) asoma como una salvación transitoria. En prácticamente toda la filmografía de Berger el vínculo masculino describe un recorrido que va de la amistad a la seducción, y de allí a una intimidad atravesada por la ternura. En ese sentido, esta no es la excepción a la regla. Por el contrario, es la película donde más lejos llega el juego de miradas y roces que sirve de llama para encender la mecha de una tórrida relación física. Un rubio, entonces, es como el súmmum de las obsesiones de Berger. Un rubio no sólo indaga en las situaciones íntimas de Juan y Gabriel. También lo hace en cómo el contexto resulta un factor condicionante de esa intimidad: ese entorno social es a priori poco apto para salir del clóset, y en el caso particular de Gabriel se suma el sentir el peso de los mandatos sociales y familiares. El resultado es una película alejada del tono ligero y festivo de Taekwondo (2016), coridigida junto a Martin Farina. A cambio, Berger propone una sensible y respetuosa aproximación a los sentimientos de esos hombres que detrás de sus físicos robustos esconden un estado de soledad y fragilidad.
A esta altura, Marco Berger es un referente del cine nacional de temática gay, y en su sexto largometraje vuelve a incursionar en los recovecos del homoerotismo, con la historia de dos compañeros de trabajo que se enamoran en un contexto adverso. El ámbito en el que se desarrolla Un rubio es suburbano, barrial, proletario, homofóbico. Un lugar anacrónico, en el que las palabras deconstrucción y diversidad todavía no se incorporaron al vocabulario cotidiano, y hasta los conceptos de respeto y tolerancia son desconocidos. Los pibes se juntan a tomar cerveza, mirar partidos de fútbol y hablar de minas: ser "puto" o "torta" es inadmisible. Como en una Secreto en la montaña ambientada en Burzaco, esa represión marca las vidas de estos dos jóvenes. Juan (Alfonso Barón) oculta sus deseos por otros hombres bajo su reputación de mujeriego, pero esa fachada tambaleará cuando le alquile un cuarto a Gabriel (Gastón Re), su colega en un aserradero. Que, a su vez, también esconde su homosexualidad detrás de una noviecita y su condición de padre soltero. La película trabaja con dos grandes focos de tensión. Por un lado, el que hay entre Juan y Gabriel y ese entorno hostil. Pero, sobre todo, con la tirantez sexual existente entre ellos. En dos instancias: hasta que se animan a concretar la atracción y, luego, una vez que la complicidad erótica está establecida. Porque lo que se establece en esta pareja asimétrica es una dinámica del que ama y el que es amado, del que espera y el que hace esperar. Berger ensaya numerosas tomas que sugieren una intimidad física que no es tal. Son juegos logrados en su intención de crear ambigüedad y suspenso, pero que en su reiteración pierden sorpresa y terminan dándoles a las situaciones una excesiva rigidez. Las acartonadas actuaciones le agregan a la historia otra capa más de un hielo que no se derrite ni con las explícitas escenas sexuales. El director se anima a romper el tabú de los desnudos frontales masculinos, pero esa audacia no tiene un correlato en la narración, que parece contagiarse de la apatía y la imposibilidad expresiva de sus personajes.
El deseo y su insistente postergación es la fuerza que alimenta las historias de Marco Berger ( Ausente, Hawaii, Mariposa). No solo el del despertar sexual en esos universos masculinos de corrientes eléctricas y miradas insinuantes, sino también el que la sociedad modela en el tránsito adulto con sus rutinas y obediencias. Un rubio es su película más compleja, la que permite despegar a sus personajes de la coyuntura que los une para espiar su trascendencia, la que mejor representa esa narrativa lúdica y llena de secretos que cuando se descubren ya no pueden volver a guardarse. La llegada de Gabriel, el Rubio, a la vida de Juan es la puerta a su escondido interior, a ese silencio mutuo que los atraviesa entre el bullicio de los amigos que toman cerveza o el sonar de las máquinas en la fábrica donde trabajan. Berger descompone su puesta en escena en los cuerpos que se mueven, se tensionan, habitan ese espacio que comparten. Y, como todas sus historias de amor y dolor, está tan adherida a un mundo material de decisiones, a interrogantes y sentimientos, como a los recovecos del paisaje del conurbano, a los viajes apretados en el tren, a los restos de una pizza compartida. Un rubio explora el contexto en el que todo deseo se abre paso, los obstáculos que sortea, las prohibiciones que lo aniquilan. El camino de Gabriel, el rubio de esta historia, es también el de la propia película, que se aventura estoica en un mundo lleno de miradas.
En apenas pocos años y con un puñado de largometrajes, Marco Berger ha sabido sacarle provecho al nicho de cine queer nacional. Con la dramedia Plan B se dio a conocer, y luego la siguió con Ausente, Hawaii, Mariposa y Taekwondo, todas con el deseo de lo prohibido y el homoerotismo a flor de piel como piedras fundacionales para sus historias. Un Rubio, su más reciente producción, no le esquiva a todos los vicios y caprichos del director, recurriendo a lugares comunes de su filmografía, animándose a cruzar la raya de sus propias limitaciones narrativas en ciertos aspectos pero quedándose atrás en muchos otros.
Escrita y dirigida por Marco Berger, este film cuenta una conmovedora historia de amor entre dos hombres, la atracción, las necesidades, el deseo, los dolores, la simulación. La inteligencia del libro indaga en ese mundo masculino, donde uno de ellos tiene un departamento, punto de reunión de amigos, pero que por necesidad económica, le ofrece a un compañero de trabajo que “alquile” la habitación que dejo vacía su hermano. Se instala así una convivencia obligada en un lugar de dominio varonil, lugar de encuentro para ver deportes por la tele, refugio de alguno en desgracia. Aunque el dueño de casa propicia un constante desfile de conquistas femeninas, sin demasiado compromiso amoroso, la relación entre los hombres avanza. Berger registra con precisión toda la dimensión del deseo, con una intensidad única. En detalles, climas, gestos y miradas esa pulsión ingobernable e indomable inevitablemente llega. Pero esa convivencia incluye el disimulo de parte de uno que impone el secreto en el otro. La inteligencia del director y su talento le permiten mostrar también la dimensión del desgarro, los planteos de una relación amorosa que les impone sufrimiento a los dos. El trabajo de los actores es fundamental. En especial el de Gastón Re que deslumbra con una gran compenetración interior, absolutamente conmovedora. Alfonso Barón se mueve entre los mundos del deseo y la apariencia con una indiferencia forzada que muestra con eficacia. Una película para no perdérsela.
Cerveza y TV En una situación económica apremiante y necesitado trabajar lejos del barrio donde su hija vive, Gabriel se instala en la habitación que un compañero de trabajo tiene libre desde que su hermano formó una familia. Con sus modos aplacados, el apodo de Mudo le hace bastante justicia a este joven tímido y de perfil bajo, una personalidad bastante diferente a la del extrovertido Juan, quien recibe todo el tiempo a amigos y parejas ocasionales. Prácticamente desde el primer día es evidente una fuerte tensión sexual entre ambos, debiendo esforzarse para reprimir miradas y gestos que delatan un deseo que es inviable sostener reprimido. Cuando eventualmente lo dejan emerger surge una nueva serie de conflictos. Sus realidades y entornos los condicionan para aceptar abiertamente lo que sienten o desean, algo que no encaja dentro de la normativa tradicional. Sin Enamorarse La narración de Un Rubio se divide en dos partes bastante diferenciadas, con un punto de quiebre que se espera desde el primer momento. La primera parte, donde el deseo reprimido construye una fuerte tensión entre ambos protagonistas, discurre a un ritmo extremadamente lento, diluyendo gran parte de la potencia que esas escenas pueden llegar a tener. No solo por los largos silencios o la estaticidad de lo que muestra, sobre todo porque cada idea se repite varias veces en distintas escenas casi idénticas entre sí. Esa reiteración que debilita antes que reforzar, no desaparece del todo en la segunda parte: pero al menos la trama toma un impulso más interesante una vez que cambia el eje y profundiza sobre la realidad de cada uno. Gabriel y Juan tienen una perspectiva muy diferente de la relación que los une, pero principalmente del futuro que pueden llegar a tener, sobre todo por el nivel de sinceridad con el que cada cual se puede ver a sí mismo. Mientras Gabriel parece más consciente de su deseo y dispuesto a arriesgarse emocionalmente a una relación, a Juan le aterra perder la libertad tanto como la imagen que da para el afuera; un conflicto que deberá enfrentar tarde o temprano. El tono naturalista con el que está presentado todo en Un Rubiofunciona en muchos de los momentos más introspectivos donde habla el silencio, pero se desarma durante varias escenas centradas alrededor del diálogo, con líneas inverosímiles y poco fluidas que delatan un trabajo actoral poco lucido de los personajes secundarios que los rodean. Todas las escenas de reunión parecen contadas por alguien que se imagina una situación desde afuera sin realmente entenderlas, subrayando rasgos y comportamientos estereotipados de una serie de personajes que necesitan remarcar ese formar un entorno poco receptivo que confirme los temores de Juan. Hay varias buenas ideas realizadas correctamente en Un Rubio, pero se pierden dentro de una larga secuencia de repeticiones cansinas. Queriendo remarcar algo que no lo necesita, logran el efecto contrario y diluyen los buenos climas que construye en los momentos de mayor intimidad entre los protagonistas.
Una historia tibia Marco Berger crea una historia de “chico conoce chico”, donde es fuerte el deseo, pero también lo que dictan sus conciencias. Cuerpos que arden de deseo, amistad y ternura entre dos jóvenes, es lo que propone Un rubio. Una casa compartida, amor homosexual, cuerpos masculinos, tensión sexual, confusión y el dolor del adiós, es todo lo que se ve en este diálogo entre prejuicios y secreta excitación. La historia tiene como protagonistas a Juan (Alfonso Barón) y Gabriel (Gaston Re), que son compañeros de trabajo. Gabriel se muda a la casa de Juan, un mujeriego bastante exhibicionista, que está saliendo con una chica por la que no muestra ningún cariño. Ambos parecen cumplir con los cánones de masculinidad establecidos por la sociedad. Gabriel es el rubio tímido, callado, padre de Ornella (Malena Irusta), viudo, con una relación amorosa heterosexual con una chica a la que vemos solo una vez (Ailín Salas). Aunque de a poco comienza el deseo, sin saber si será correspondido, que se hace carne en una relación puramente sexual a escondidas, que luego se completará con ternura en un trazo más profundo, donde se resignifica la identidad de los personajes. Se crea una necesidad íntima de compañía, proyectos y, sobre todo, amor. Tras la dirección de Ausente (2011), Mariposa (2015) y Taekwondo (2016), Marco Berger regresa al cine con esta película. Sus films abordan temáticas audaces, con una mirada provocadora, esta vez con el homoerotismo como marca. Todo el cine es heterosexual y nadie lo cuestiona. Berger pone el énfasis en lo masculino, el cuerpo, su belleza, el sexo, no sin recordar que, en el mundo en que vivimos, lo gay masculino incomoda. Actualmente, el director tiene una película terminada sin estrenar, El cazador; está en proceso de edición del documental El fulgor, con Martín Farina, y escribiendo un nuevo guion. En definitiva, la película no aporta nada nuevo. Intenta decir más lo que le llega a expresar. Con ritmo lento, cuenta un amor homosexual que, de no tratarse de dos hombres, no dejaría nada memorable en el espectador. La repetición de objetos que no hacen a la historia, como el tren, marcos de puertas y ventanas, escaleras, el mate, solo hace más lento el relato dosificando lo relevante de la historia como con cuentagotas. Como detalle positivo, es destacable que los personajes no son los mismos gays estereotipados, cerca de la burla, de siempre, sino que los naturaliza, como debe ser, aunque esto no sea suficiente porque, sin una trama llamativa, Un rubio es una película tibia, de casi 2 horas de duración, que termina aburriendo.
Un director en busca de sus propios límites En su quinto largometraje, el realizador de Ausente filma el cuerpo masculino a la manera renacentista, pero de un renacentismo nac & pop. A partir de una obra que ya es importante no solo en volumen sino en contenido, el cineasta Marco Berger se ha convertido en un referente del cine queer a nivel local, llegando incluso a obtener buenas repercusiones en el plano internacional, como cuando Ausente(2011), su segundo trabajo, recibió el premio Teddy con el que el Festival de Cine de Berlín reconoce a la mejor película de cada edición dedicada a abordar temáticas LGBT. Un rubio es su quinto largometraje (el noveno si se incluyen codirecciones y trabajos colectivos) y en él vuelve sin complejos sobre los tópicos y obsesiones de los que se compone su filmografía. Porque a pesar de su extensión, todas las películas que la integran parecen ordenarse en torno a un conjunto de elementos muy específicos y un objetivo claro: retratar el momento en el que la atracción sexual entre dos hombres se convierte en algo más. Así, con recurrencia ciclotímica, Berger cuenta una y otra vez la misma historia, pero filmando películas siempre distintas. Puede decirse incluso que construye sus relatos siguiendo el mismo patrón que sus personajes recorren para encontrar el amor: el primer ancla siempre es el cuerpo y solo después es posible todo lo demás. Berger filma el cuerpo masculino con especial deleite, convirtiendo al lente de la cámara ya no en un ojo para el espectador, sino casi en una mano con la que se acaricia el objeto del deseo. No es descabellado ver una ambición renacentista en esa forma particular de registrar el cuerpo, que tanto puede estar cubierto como desnudo e ir desde el plano general al plano detalle para no dejar abdomen, espalda, glúteo o sexo sin recorrer. Un renacentismo nac & pop que por momentos, es cierto, puede volverse algo excesivo. La afirmación se cumple especialmente en Un rubio, en cuya puesta en escena el director sobrepasa sus propios límites, atreviéndose a trabajar mucho más sobre la piel de sus personajes, incluso en acción. Superada esa primera etapa física, que podría definirse como de exploración hedonista, Berger comienza a preocuparse por encontrar profundidad narrativa. El escenario de Un rubio es una casa ubicada en algún barrio popular dentro de la banda norte del conurbano, que suele ser el centro de reunión de una banda de amigos. Juan y Gabriel comparten la casa, el primero en carácter de dueño, el segundo como inquilino. Ambos además trabajan juntos en un aserradero y no pueden ser más distintos. Juan es el típico macho alfa, de instintos sexuales fuertes y conducta territorial. Gabriel en cambio es callado (le dicen El Mudo), discreto, en apariencia poco expresivo y sumiso. Juan, que juega de local, será quien asumirá un rol activo, desplegando una serie de recursos que van de la seducción clásica (miradas intencionadas y creación de climas de tensión) a la provocación lisa y llana (tocar como al pasar el cuerpo del otro en puntos específicos o pasearse en bolas junto a las minas que lleva a la casa). Berger aprovecha esas diferencias radicales entre los protagonistas para explorar los dos lados de una misma trama. Algo que también ocurría con el alumno provocador y el profesor culposo de Ausente, o con los amigos de Hawaii(2013). En Un rubio el director propone dos modelos de masculinidad que en un primer nivel se vinculan con la elección sexual de sus personajes, pero que pueden hacerse extensivos a cualquier otro ámbito. De un lado el deber ser: ser macho, tener una familia, cumplir con las expectativas ajenas. En la otra orilla, el ser atravesado por un marco emocional ineludible. No es casual que Juan y Gabriel tengan conductas también opuestas en relación a su vínculo con lo femenino o la paternidad. Mientras que para Gabriel su hija y el recuerdo de su novia son parte fundamental del andamio emotivo que lo constituyen, para Juan se trata de diferentes espacios dentro de la misma jaula en la que oculta esa parte de su identidad que no quiere que los demás conozcan.
Desde Plan B (2009), Marco Berger construyó una filmografía en donde predominó el deseo entre varones. Deseo postergado, deseo contenido, deseo encendido pero siempre atenuado por encontrarse bajo la órbita de la heteronorma. De forma paralela, cierta crítica fue recurrente a la hora de señalar que cada película de Berger “es siempre la misma”. - Publicidad - Si bien es cierto que tanto en su ópera prima como en Ausente (2011), Hawaii (2013), Fulboy (2014, en co-dirección con Martín Farina), y Taekwondo (2016) el foco es el deseo entre hombres, resulta un reduccionismo aplicar esa sentencia. Más bien corresponde pensar cada nuevo opus como una variación; de conflicto y de tono, sobre todo. Lo que se mantiene es, por un lado, la puesta voyeur sobre el cuerpo masculino, y, por otro, la postergación en la consumación del deseo físico. En (2019), Berger reduce esta postergación a la media hora de metraje. Lo que sigue es una pregunta nodal: ¿cómo sobrellevar ese deseo? En su nuevo film, Juan (Alfonso Barón) le alquila una habitación a Gabriel (Gastón Ré), un compañero de la fábrica en donde trabajan. El contexto es el conurbano sur; trenes atestados de trabajadores, hombres que nunca han escuchado hablar de sororidad ni reflexionan sobre el género. “Minita”, “puto”, “torta” son lexemas que se confunden entre litros de cerveza –la bebida barrial por excelencia- y partidos (partiditos) que se ven en el living, en donde de tanto en tanto se cuela algún melodrama maniqueo. Gabriel tiene una hija que vive lejos, con su abuela. Nunca perdió la mirada tierna y afectuosa sobre ella. Berger consigue que a partir de ese vínculo lateral (pero no por eso menos importante), el personaje se recorte del resto y comiencen a operar otras asociaciones afectivas en el relato. Gabriel también colecciona figuras de conejos y lee, se percibe mucho más sensible que el resto. Lleva consigo ideas que no vocifera; por algo lo apodaron “el mudo”. En una tarde, el deseo que se acrecienta a fuerza de roces y miradas con Juan se desata. Y ya nada será igual. Un rubio tiene otra marca distintiva; incorpora como pocas veces en el cine de Berger a la figura de la mujer como una amenaza. Pero a no confundir con un planteo machista; todos –ellos y ellas- circulan bajo un régimen heteropatriarcal, en el que la subjetividad queda subsumida a una lógica tribal. Tanto en el cuerpo presente como en el cuerpo rememorado, la mujer dentro del film puede operar dentro de aquel régimen, recordándole al varón la necesidad de no salir de la norma, de reincidir en la construcción de la familia tradicional. El final de la película se concentra en una mujer con un cuerpo “no deseable” para la consumación sexual, pero con el foco puesto en la amplitud, en la aceptación de lo diferente no como un desvío sino como la apertura hacia nuevos territorios de subjetividad, más plenos y menos constreñidos. En suma, más felices.
La nueva película de Marco Berger, "Un rubio", no sólo lo reafirma como uno de los de realizadores actuales con mayor sensibilidad, significa un paso madurativo sobre su visión y su propia filmografía. Allá por 2009 cuando se estrenaba "Plan B", sin saberlo, estábamos asistiendo a una apertura temática dentro de nuestro cine. El cine LGBT+ en Argentina había tenido una suerte marginal hasta ese momento, con dos títulos icónicos ya avejentados como "Adiós Roberto" (muy cuestionable), y "Otra historia de amor "(anticuada, aunque revalorizada por la nostalgia), y algunos títulos sueltos como "Solos" de José Glusman, o "Un año sin amor". Aún era fuerte la presencia del gay estigmatizado, la caricatura de "Trolos, sordos y locas", "Apariencias", o "Atracción peculiar"; y el “de eso no se habla” de varias películas que disimulaban el tratamiento de un amor homosexual enmascarado como algo más (Safó). Con su tono de comedia amable canchera, y ese aire a BAFICI desclasado, "Plan B" fue disruptiva. No hacía un escándalo, ni intentaba hablar de una polémica con respecto a dos hombres que a través de un juego de engaños se descubrían enamorados. El cine LGBT+ había definitivamente llegado a nuestro cine, pisando fuerte, y para quedarse. A partir de entonces, no sólo aumentó considerablemente el número de películas con esta temática – y estilo similar más de una vez –, sino que se alzó con una figura emblemática, su realizador, Marco Berger; un tímido referente, personaje humilde que habla a través de su obra, y que, a partir de esta ópera prima, construyó una sólida carrera con permanente aciertos (vale mencionar que su cortometraje "El reloj", ya lo había puesto en la mira). Berger creó un estilo propio, películas sobre el deseo, sobre los juegos y las pulsiones, un erotismo implícito, y la cuestión de género para envolver algo más. Ahora, a diez años de aquel momento, el realizador de Mariposa da un paso más allá sin apartarse de su temática. Evoluciona y madura. Juan (Alfonso Barón) debe encontrar un nuevo compañero con quien compartir su departamento cuando su hermano debe irse. Inmediatamente encuentra a Gabriel (Gastón Re), un compañero de trabajo en la obra en la que trabaja. Gabriel se muda con Juan y entre ambos surge un compañerismo que pronto comienza con aquellos roces confusos a los que Berger nos tiene acostumbrados. Juan es mujeriego, anda con varias mujeres a la vez, tiene una relación no demasiado vinculante con una chica que deambula tranquilamente en el departamento, y expresa su virilidad junto a otros compañeros de trabajo y amigos que lo visitan. Gabriel es más centrado. Tiene una hija (Malena Irusta) que vive con la madre de él, está separado de su mujer que vive en el exterior, y también hay una chica (Ailín Salas) con la que mantiene algo no muy comprometido. Pareciera que Juan lo busca a Gabriel. Pero todo es raro, se exhibe desnudo, lo toca, se desinhibe, pero expresa tanta masculinidad heteronormada que es difícil saber qué le sucede. Tampoco está claro para Gabriel. Hasta acá podríamos hablo de otra Estilo Berger. Sin embargo, pasados los primeros veinte minutos se produce un quiebre, Como si se tratase de un cortometraje, lo que siempre veíamos en sus films llega ahí. Todas sus películas hablaban de ese deseo, del manejo de algo deseado, y no concretado; culminando en esa celebrada concreción. En Un rubio, esto sucede rápidamente, ¿y ahora qué? Si bien el cine de Berger es abiertamente de temática LGBT+, cada película se adentra en un género diferente. La comedia de enredos, el thriller, el drama social, el fantástico o existencial, la comedia situacional. "Un rubio" maneja los hilos del melodrama. Berger se adentra en la intimidad de esta relación que no sabemos en qué deparará. El punto de vista pareciera ser siempre el de Gastón, pero no descuida a Juan. A ambos personajes los muestra con matices, gamas, capas; nos plantea su psicología y las emociones que lo atraviesan. Esa pulsión entre lo deseado y complicado de concretar estará presente reconfigurado, en otro plano, más maduro. Quizás sea el mismo realizador que en su momento nos dijo YA hablemos de esto sin hacer tanto escombro, el que ahora nos plantea hablar de lo que sucede después, no quedarnos en el romance inicial y ver si realmente es sólo un romance, o si ese romance puede plantearse dentro de los códigos que impone Juan. Berger nos vuelve a cuestionar en "Un rubio", y lo hace desde la emotividad, la sensibilidad a flor de piel, presentándose nuevamente como uno de los realizadores que mejor sabe contar historias sensibles. No necesita de pesadas historias, de grandes acontecimientos, ni de un ritmo apabullante. Hace de la intimidad un mundo, del silencio el sonido más encantador, y de las oscuridades internas la luz más penetrante. Un rubio exuda erotismo, no solo en algunos planos explícitos que ya son marca registrada; en cada accionar, en cada gesto, hay naturalidad, hay provocación, un permanente juego desafiante. Esos primerísimos planos, los detalles, los juegos de luces, la respiración como diálogo; todo tiene algo para decir. Un rubio logra que nos metamos dentro de la historia de estos compañeros y sintamos con ellos, atravesemos su historia. Es un director sabiendo de lo que habla. Quizás por eso, su único punto no tan redondo, sean las contadas escenas en las que se expresan los compañeros de trabajo demostrando una masculinidad exacerbada algo remarcada. Un detalle menor que no afecta, y hasta puede ser interpretada como un simpático código interno. Gastón Re es pura emoción, actúa con su miradas, con sus poses, con su forma de decir, es imposible no sentir empatía por Gabriel, su excelente performance completa un trabajo de descripción de personajes presentado desde el guion. La química con Alfonso Barón es perfecta, y este actor logra hacer creíble un personaje difícil, conflictuado, con más capas subcutáneas de lo que a simple vista se ve. El descubrimiento del film es la pequeña Malena Irusta, suelta, simpática, y con un gran espíritu que logra plasmar en todas las escenas con Re. Berger es un excelente director de actores, y ahí vuelve a estar el principal acierto y pilar de su película. "Un rubio" presenta a un Berger maduro, que ya no quiere sólo jugar y seducir, busca algo más, se adapta a los nuevos códigos y les aplica su código para decirnos de ahora en más, quizás tengamos que hablar de esto. Drama, coyuntura, sensibilidad, pasión, y amor por el cine, "Un rubio" es otra gran propuesta de un director al que siempre hay que estarle agradecido.
Activo pasivo Para aquellos espectadores familiarizados con los universos que explora el cine de Marco Berger la seducción masculina transita por andariveles de sutileza pero de sumo atractivo en el campo visual a partir del descubrimiento con la cámara del cuerpo, la piel y la fragmentación que es otra manera de entender el erotismo en su fase de ocultar y revelar. Siempre los pilares de sus trabajos en solitario, con Un rubio alcanza su película número cinco, cuentan con dos hombres en plena etapa de deseo. Uno de ellos dispuesto a provocar y romper los límites del otro como es el caso de Ausente. En esta oportunidad la propuesta surca un territorio nuevo: una casa en un barrio del conurbano con su dueño y el inquilino. Ambos además son compañeros de trabajo en un aserradero y tienen amigos en común. El punto de vista se concentra en el invitado, es decir en aquel ajeno a la casa en cierto sentido a pesar del contrato con su amigo, quien no deja de tirar señales cuando tiene oportunidad ante distracciones de su novia y tampoco cuando pasa a una acción consensuada. La pasividad y la actividad en el terreno ya del sexo explícito eleva un peldaño en la nutrida filmografía del director, reconocido en festivales internacionales por su visión de temáticas relacionadas al cine LGBTIQ. Otro de los tópicos que aborda de forma tangencial esta nueva propuesta de Marco Berger es el de la paternidad porque para ambos personajes no significa lo mismo más allá que el inquilino tiene una hija pre adolescente con quien mantiene esporádicos encuentros y charlas mientras procura mantener el secreto sobre su condición. También ante los amigos que llegan ocasionalmente a la casa y hablan de mujeres y conquistas de machos alfa. El director de Mariposa maneja con soltura el movimiento sutil de la cámara para recorrer los cuerpos de los hombres, realza la desnudez en la piel y se vale de una luz lo suficientemente débil para aprovechar ciertos contrastes con zonas de poca intensidad lumínica siempre en interiores de habitaciones o espacios reducidos para jugar al extremo con lo prohibido para la mirada y también la generosidad del espectador voyeur.
Atreverse. Traspasar los límites impuestos desde el entorno social o por uno mismo. Aceptar los deseos como son realmente y no intentar torcerlos. Permitir que las pulsiones fluyan naturalmente. Aparentar frente a los demás o mostrarse como son, sin miedo o vergüenza. Esta es la base y el núcleo fundamental del conflicto que mantiene la atención a lo largo de una historia en la que predomina la atracción sexual por sobre el amor. Marco Berger elaboró una película con dos protagonistas qué, cuando se vieron por primera vez, nunca más pudieron esquivar sus miradas. Fue inevitable, pese a la negación inicial. Juan (Alfonso Barón) vive solo en una casa grande que heredó de sus abuelos. Allí se aloja un compañero de trabajo, Gabriel (Gastón Re), mientras espera que sus padres amplíen la propiedad para poder vivir allí con su pequeña hija Ornella (Malena Irusta), ya que él enviudó de muy joven y la nena está con los abuelos. Ellos tienen conductas heterosexuales. Reciben amigos, ven partidos de fútbol y películas, toman mucha cerveza, fuman y hablan de mujeres. Juan tiene una amante llamada Natalia (Melissa Falter), que lo visita asiduamente, y Gabriel también sale con una chica. Nada hace presumir lo que se oculta. Pero sucede. La resistencia de ambos cede frente a la pasión. Juan y Gabriel cuando están solos no tienen temores. Tampoco se arrepienten o lo toman como un error. Simplemente crearon un universo propio para vivir como quieren. No median las palabras, sólo los actos. El film está construido bajo la estructura de una narración clásica. El ritmo es lento, parsimonioso. También es demasiado extenso en su duración para lo que se cuenta. Está musicalizado en los momentos que el realizador considera importantes, brindándole una mayor calidez y profundidad dramática a las imágenes. Todos los personajes, incluso los de reparto, cumplen perfectamente con sus interpretaciones y ayudan a que la pareja protagónica se sienta contenida y cómoda. La fascinación, el encanto y las sutiles actitudes seductoras son muy fuertes. La muralla moral que los separa se desvanece cuando ceden a la tentación y se atreven a dar el primer paso, que no tiene vuelta atrás. Lo de ellos no lo toman como un problema puertas adentro, sino cómo un dilema de difícil solución, para poder seguir con la relación fuera del dormitorio.
Crítica emitida en radio. Escuchar en link.
Crítica emitida en radio. Escuchar en link.
Crítica emitida en radio. Escuchar en link.
En Un Rubio, su nueva película, el director Marco Berger (Ausente, Plan B) vuelve sobre algunos de los temas que le interesan. El deseo, liberado o reprimido, el amor entre hombres. Aquí para la historia del tímido Gabriel -el rubio- y Juan. Que comparten casa y tienen, por tanto, la intimidad como condición dada para un acercamiento. Pero también tienen compromisos, Juan relaciones con mujeres, amigos de birra y peli en el sofá, y uno de ellos es padre. El deseo aparece, entonces, con su anuncio de tormenta emocional. Y la película lo desarrolla con sutileza, sin apuro, con al aporte de un elenco de gran naturalidad. Permitiendo que emerja la emoción, hasta su bello desenlace.
Se estrenó Un rubio, nuevo film de Marco Berger, protagonizado por Gastón Re y Alfonso Barón. Un drama romántico austero, contenido y contemplativo, que muestra la evolución de la relación de una pareja. Todo comienza con una mirada. El cine de Marco Berger, en principio, es un cine voyeurista. Al igual que en Plan B, Ausente y Taekwondo, las miradas pesan más que las palabras, los silencios entre esas miradas dicen aquello que las bocas no se animan a enunciar. Sus protagonistas suelen ser personajes introvertidos, callados, que necesitan expresar lo que desean y lo que son, pero a veces no se animan. En Un rubio, Berger regresa a la premisa de Plan B. Dos hombres viven juntos, comparten cervezas en la terraza. Se atraen. En este caso, el dueño de la casa se llama Juan, trabaja en una maderera y reprime cualquier deseo de compromiso afectivo. Decide alquilarle la habitación que pertenecía a su hermano, a Gabriel, un rubio, que trabaja con él. Callado, tímido, el personaje que interpreta Gastón Re, comienza a tomar protagonismo. Sus ojos, son los narradores de las acciones, y son los que principalmente conectan con la mirada del espectador. Los ojos de Juan y Gabo se enlazan enseguida. Es una atracción física mutua que tarda en concretarse, en principio por represión de Juan. Pronto la relación pasará de lo puramente sexual a un plano sentimental, y el eje del conflicto serán los prejuicios de Juan por no comprometerse en tener una pareja fija, pero sobre todo por miedo de ser juzgado por un entorno misógino y homofóbico. Berger nuevamente pone la mirada en la masculinidad y evade estereotipos y clisés. Un falso costumbrismo exhibe algunos malos hábitos sociales e ideológicos de los porteños. Pero el director evita criticar discursivamente a sus personajes. Por el contrario, la cámara sigue la austeridad y distancia de la actitud de Gabo. Berger construye un discurso inteligente para que el espectador saque sus conclusiones, y se hace cargo de esa mirada. Los juegos de foco, en ese sentido, son precisos y narran lo que sienten los protagonistas mucho mejor que cualquier línea de diálogo. En Un rubio cada detalle ayuda a construir un universo, desde los espacios hasta los objetos que se yuxtaponen en cada escenario: la cerveza y la televisión como rito, el tren como espacio de encuentro de los rostros -hay un juego plástico muy bueno en cada encuadre dentro de los vagones- y el preservativo como objeto de ruptura narrativa. Un cine expresivo y meticuloso, desde la sencilla puesta de cámara hasta la elección de colores de vestuario e iluminación, donde predominan los claroscuros y colores barrocos, tonos ocres apagados, que son compatibles con la represión y austeridad de los protagonistas, y el desenvolvimiento de los conflictos. El film sutilmente va incorporando capas de subtramas que van a tono con debates contemporáneos, y otros basados en dilemas que ya no deberían debatirse, pero aun así siguen vigentes. A través del personaje de la hija de Gabo -excelente elección de casting Malena Irusta- Berger muestra la necesidad de seguir discutiendo cómo es la verdadera composición de una “familia tradicional”. Y si bien esta subtrama está un poco aislada del conflicto dramático central sobre la relación entre Juan y Gabo, su incursión tampoco se siente forzada y aporta una sutil cuota de discurso temático social, fundamental para los tiempos que corren. Si bien, por momentos, el ritmo disminuye y el film extiende su metraje innecesariamente, el guión es suficientemente inteligente para no subestimar al espectador y mantenerlo atrapado, sin caer en giros previsibles, pero tampoco resoluciones bruscas.
Juan, joven y mujeriego, vive en los suburbios de Buenos Aires. Debe encontrar rápidamente un compañero de piso porque su hermano se ha ido. Entra a vivir con él Gabriel, un tranquilo compañero de trabajo, viudo desde hace poco, que está luchando por mantener a su pequeña hija. Tímido y reservado, Gabriel percibe los acercamientos de Juan sin decir nada. El dueño de casa, mujeriego, no debe estar interesado en él. Poco a poco los dos hombres finalmente inician un vínculo sexual. Mientras que Juan parece tener cierto control de la situación, Juan, más vulnerable, empieza a tener sentimientos hacia su compañero. La película muestra la relación erótica entre ambos con franqueza e intensidad, mientras crece el enigma acerca de cómo seguirá la historia entre ambos. Lo que empieza como un film independiente más, con situaciones minimalistas, con ese naturalismo propio del cine argentino desde estos años, luego pasa a ser un film erótico que una vez más termina dando un giro en el desenlace. Antes del final, Un rubio termina mostrando emoción que había estado contenida durante el resto de la película. El final, muy emocionante, la convierte en una gran película.
Nos encontramos frente a una historia romántica ligada dentro del universo de los hombres. La cámara sigue la acción de cada uno de los personajes pero en especial la de los protagonistas Gastón Re y Alfonso Barón, ellos no tardarán en tener una relación gay a espalda de sus parejas. Se va mezclando el deseo, la pasión, la atracción, las trabas, los obstáculos, los mandatos sociales y familiares y ellos no pudiendo liberar sus sentimientos. Pero las actuaciones y sus diálogos no resultan convincentes, sin matices, con situaciones reiterativas, un ritmo pausado, sin sorpresas y poco creíble.
Critica emitida al aire en Zensitive Radio
En algunos cineastas podemos reconocer sus obsesiones, algo mucho más personalísimo que los temas o contextos narrativos que cada uno elige para construir para sus relatos. En Marcos Berger podemos seguir claramente el derrotero de su obsesión creativa, aquella con la que ha hecho un recorrido evolutivo a lo largo de su carrera desde el iniciático filme Plan B (2009). Esta preocupación ético-estética se focaliza en algunas aristas claves, la línea central es aquella que se desprende del universo masculino y los mutantes caminos de la represión, evasión, tensión y potencial cristalización de la fuerza esencial que motoriza a sus personajes, el deseo. Erotizado, tierno, amoroso o sexualizado las distintas texturas del deseo – sugerido y reprimido a la vez – hacen una nítida marca en su cine, esa forma que llega a la cima de su búsqueda en este relato último, Un rubio. La trama argumental es pequeña, aquella sobre la que expande todas las formas que le son posibles expresar sobre la sinergia de los cuerpos y a través de la lente que mira con precisión, más el montaje que opera quirúrgicamente para ordenar y asociar las formas de esos cuerpos deseantes en el tiempo y el espacio. El relato se centra en la vida de Gabriel, el “rubio” del título, empleado de una maderera del conurbano bonaerense, que le alquila una habitación a su compañero de trabajo Juan para sortear un complicado cambio de vida. Se ha quedado viudo, tiene una hija que cuidan sus padres y su situación económica es precaria, como su vida. Pero esta síntesis traiciona la manera en la que el filme presenta el argumento, el cual vamos desgranando e infiriendo a lo largo de la pausada e intimista historia. Lo que hace notoria la evolución en la construcción discursiva es en gran parte que el deseo se materializa en los cuerpos de los personajes alejando los filmes anteriores con tratamientos algo más represivos, donde todo inducía hacia el otro pero la consumación del amor-deseo quedaba suspendida o se veía imposibilitada, digamos amortizada por otras barreras externas o internas. Este aspecto de catarsis corporal descomprime las formas y extiende el territorio narrativo del cineasta de lado a lado de la pantalla. Pero lo más disfrutable sobre el nivel de uso de la materia pura del lenguaje se inscribe en el cuerpo del cómo ha construido cada partícula de aquellas escenas que ponen en juego el deseo mudo de los cuerpos llevando al extremo la mirada sobre el trabajo de lucha y atracción de dos fuerzas: la movilidad y la inmovilidad. No solo es un tipo de erotismo estilizado, hecho con una construcción – digamos – micro molecular, sino porque la plástica misma con la que pone en escena esa narrativa visual ha llegado a una depuración destacable. El uso del foco diferenciado, los encuadres y los minuciosos cortes acompañados por el uso del sonido fuera de campo constituyen un momento de puro lenguaje donde las formas se apropian del discurso amoroso. La fuerza que trabaja con la dinámica de lo móvil e inmóvil de los cuerpos que se subliman en el uso de las miradas es una elaboración precisa, intensa y táctil. Luego está, como en sus otras obras, la presencia de lo posible o imposible del deseo en relación al contexto social, los mandatos y las barreras que determinan de manera distinta a estos dos entrañables personajes. Para quienes siguen su cine o para quienes aún no han pisado sus tierras homo-deseantes, Un rubio es una experiencia destacable que además entrelaza a sus personajes con una ternura que envuelve todo. Aquellos encuentros y desencuentros que Berger pone en escena para habitarnos. Por Victoria Leven @LevenVictoria