Atrapante melodrama sobre el amor, sus secretos y sus pérdidas El dolor no siempre une. A veces, rompe y separa todo. Algo de esto nos dice este Almodóvar, menos juguetón y más trágico. Apeló a tres relatos de la canadiense Alice Munro, para meterse dentro del alma de esa madre que, tras la muerte de su esposo, siente que se quiebra la relación con su hija. Julieta se muda y encuentra como alivio una nueva relación, pero vive penando tras esa hija que, sumida entre preguntas y dudas, ha elegido la distancia como la única forma de poner lejos su pena y su decepción. “Julieta” es un melodrama estupendamente contado, algo frío, al que quizá le falta lo que en Almodóvar antes sobraba: la fuerza y el desparpajo de ir más allá de lo escrito para dejar a sus criaturas libradas a la suerte de un destino que les pedía estar en carne viva. Cine maduro, detallista, con un relato que a medida que avanza se abre a nuevas historias, con ese mundo almodovariano donde siempre hay lugar para la nostalgia (los personajes se envían cartas) y los afectos ocupan el centro de esta película construida sobre el dolor que provocan las partidas. El suicidio en un tren, el desafío de meterse en el mar después de una disputa, la decisión de marcharse bien lejos para empezar otra vez, todo ese mundo de viajes hacia dentro y hacia afuera le dan clima y sentido a este melodrama que no es redondo, pero que tiene momentos soberbios (toda la secuencia del tren es deliciosa) y dos actrices fenomenales que le dan a Julieta el rostro, la belleza y la intensidad de un ser que aprendió desde la cultura griega, que ella enseña como docente, que el fatalismo siempre envuelve a los seres que cruzan del amor al dolor, entre soledades y reproches. Desde una estructura clásica, Almodóvar organiza un espacio dramático donde el amor se disfruta y duele, donde los seres se expresan y se mueren, un film entrecruzado por enfermedades, dolencias y secretos que acechan la felicidad y que obligan a sus personajes a repensar constantemente su lugar, sus afectos y su futuro. Julieta un día tomará conciencia de lo poco que conoce a sus seres queridos (hija, padre, esposo, nuevo amigo) y que no tiene otro plan que inventariar sus ausencias y pedirle explicaciones a un destino que la fue dejando cada vez más sola y más pendiente de sus recuerdos. Una historia expuesta de manera clara y rotunda, que atrapa con su desarrollo y seduce con su envoltura. La escena final cierra (¿o abre?) el trágico círculo: en un auto tan pequeño como su esperanza, Julieta se pone en camino, mientras las estrofas de Chavela Vargas -“Si no te vas/te voy a dar mi vida”- nos recuerda que el amor es también un viaje, entre enormes montañas, hacia la ilusión y la incertidumbre.
Ellas están ausentes y ellos hablan y hablan Otra insulsa comedia francesa. Es la versión cinematográfica de una pieza de una exitosa pieza teatral. Nos trae a tres viejos amigos, Max, Paul y Simon, que se reúne cada semana para jugar a las cartas y cenar. Simon se retrasa inexplicablemente. Y cuando llega, está desesperado: dice que ha asesinado a su mujer. Max y Paul no saben qué hacer: ¿ayudar a ese amigo que quiere fabricar una coartada, llamar a la policía, desentenderse? Y empiezan a hablar. Y no paran hasta el final. Hablan de su vida, de la amistad, de sus desavenencias afectivas, se echan en cara cosas, se pelean, se reconcilian, se reprochan, se sinceran. Y entre el fárrago de tonterías, surgen un par de secretos que estaban guardados. El esquema ya conocido. Pero la cosa no funciona. Si los diálogos fueron inteligentes, si los actores no fueran tan payasos, si el director fuera más inspirado, el film hubiera salido a flote. Para hacer reír hacen payasadas. Y cuando se pone seria, apela a lugares comunes. Como Le prenom (la semana pasada se estrenó una gritona versión italiana) el autor parte de un esquema gastado: la reunión de un grupo de amigos que se llevan bien hasta que una noche pasa lo que pasa y todo se desbarranca. Da pena ver a un actor como Daniel Auteuil –sobrevalorado pero eficaz- hacer tanta morisquetas. Lo mismo pasa con los otros dos, que no paran de exagerar. ¿Por qué? Son tres personajes exitosos (dos médicos y un peluquero) que ponen a juego su larga amistad y se comportan cal borde del ridículo en este vodevil de trazo gruesos que s ellama nuestras mujeres, aunque ellas apenas si están treinta segundos en escena y casi ni hablan. Como La prenom –otra similitud- el fin se cierra con una embarazada, promesa de un mañana mejor que pone la scosas en su lugar.
Un viaje al Louvre para hablar del poder, el arte y la historia A través del tenso vínculo entre el funcionario francés Jacques Jaujard y el conde alemán Franz Wolff-metternich, en el París ocupado de 1940, Sokurov explora la relación entre el arte y el poder. Y elige al Louvre como ejemplo y testigo de esa lucha. Más allá de sus profundas diferencias, estos dos hombres protegieron los tesoros del museo mientras la Guerra iba a arrasando con todo. Sofisticada, divagante, inclasificable, este ensayo de Zokurov no está a la altura de su imponente “El arca rusa”, pero en alguna medida apela a los museos (aquella, al Hermitage y ahora al Louvre) para decirnos que el arte casi siempre ha sobrevivido a la fuerza aniquiladora de una humanidad que en la violencia parecen haber encontrado inspiración y desahogo. El film nos muestra que en esos museos la belleza se topa con la muerte. Una escena repetida (un barco que transporta obras de arte esta a punto de naufragar por una furiosa tormenta en alta mar) sirve como una variación más sobre el tema central: ¿A quién salvar? ¿A los hombre o a las obras de arte? Esas creaciones han cruzado por sobre la historia siendo testigos y divulgadores de la fuerza destructora del hombre. Han sobrevivido y hasta son capaces de lograr que un alemán de las fuerzas de la ocupación y un funcionario francés pueden coincidir a la hora de querer ponerlas lejos del alcance de las bombas. Documento, ficción, reconstrucción, todo va saltando de un lado al otro. Está Napoleón, Hitler, la vida parisina durante la ocupación, la matanza en el frente ruso. Y está la muerte mordiéndole los talones al incansable espíritu creativo del hombre. El Louvre es aquí el símbolo absoluto de ese arte imperecedero. Y desde allí, recorriendo sus pasillos y mostrando algunos fantasmas, la película invita la reflexión. “Los objetivos del arte y del poder pocas veces coinciden” dice el relator. Y la cámara de Zokurov se sirve del Louvre, de su majestuosa presencia a través de la historia para dialogar con la historia, el arte y la muerte. Un film difícil, tocante y disperso.
TIEMPO DE PERDONES Kate y Geoff están a punto de festejar sus 45 años de matrimonio. Viven en una casona de las afueras. No tienen hijos ni preocupaciones. Pero una carta traerá una noticia que sacudirá esa mansa existencia. Kate siente que el piso se le mueve. No está en juego la fidelidad sino algo igualmente perturbador. Le duele la deslealtad, ese secreto tan guardado. Y le cuesta perdonar. Siente que ha estado junto a un hombre al que nunca conoció del todo, un marido que guardó en un altillo el recuerdo de un amor que, cuando salió a la luz, le terminó echando sombras a un vínculo que acaso haya sido el sobrante de una historia mejor. Ya nada será igual. Y el plano final de Kate en la celebración del 45 aniversario, con esa mirada amarga, le da su sentido final a este film triste y sentido, que acumula escenas obvias, es cierto, que al comienzo es medio plañidero, pero que nos recuerda la fragilidad del amor, lo fácil que resulta derrumbar aquello que parece inmenso. ¿Qué hacer? ¿Perdonar o romper? El film dice que a cierta edad, perdonar es más cómodo. Amainada la pasión, el hijo rojo esta vez se apuesta más a la durar más que a estallar. Un film sereno y sentido que tiene sus baches, pero que invita a la reflexión. T.S. Eliot lo había dicho: “Los hombres viven del olvido; las mujeres, de recuerdos”.
Donde hubo fuego… Delia y Gaetano están casados y tienen dos hijos. Hace poco tiempo se separaron. Los dos se encuentran para cenar y discutir las vacaciones de sus hijos. Pero claro, más allá de pases de factura, también repasarán su frustrada historia de amor. Ella dejó la carrera de nutricionista por amor y él es un guionista con más porrazos que vuelo. Y desde esa mesa, tan cargada de reproches y contrastes (en otras mesas hay alegrías) se deja ver a través de evocaciones el pasado de esa pareja que empezó como tantas otras, con mucha ilusión, muchos ardor, y que después se fue estropeando por distanciamiento, engaños, cansancio. Con ese tema se han hecho películas buenas y malas. Y a esta hay que ubicarla entre las flojas. Aquí el matrimonio Castellito el absoluto responsable: Sergio dirige y la guionista es Margaret Mazzantini, su esposa y madre de sus cuatro hijos, una pareja que puede hablar con propiedad de amores, guiones y la crianza de niños. Pero lo que se muestra es superficial, convencional, lleno de lugares comunes. Encima, los personajes son estereotipados y el “italianismo for export” (gritos y exagerado histrionismo) queda tan expuesto que el pintoresquismo (fiestas hogareñas) se vuelve patético. No hay sutilezas ni segundas lecturas ni miradas novedosas. Todo es allí, simple, vulgar y conocido.
DEMASIADO AMABLE Homenaje demasiado leve y amable al Hollywood del ayer. Y al cine, como vendedor de una realidad postiza, con sus divas extravagantes y su ídolos a ras del suelo. El film es una sucesión de apuntes humorísticos que se parecen más a un juego. Pocas veces los Coen lucieron tan ingenuos y tan poco exigentes, sobre todo teniendo en cuenta que el libro pivotea sobre un personaje real: Eddie Mannix, el ejecutivo de la MGM especializado en arreglar los entuertos de las estrellas, sus escándalos y sus caprichos. De cualquier forma, más allá de la falta de un libro más consistente y de una trama mejor desarrollada, los Coen nunca defraudan del todo. Y hay algunos hallazgos a la hora de parodiar, pero con mucha calidez, a los films romanos, a las estrellas, a las danzas acuáticas tipo Esther Willams, a los western, a las comedias musicales y al comunismo del Hollywood aquel.
Madres movedizas Cuatro historias que se entrecruzan en torno a los festejos del Día de la Madre. Por un lado está Sandy, madre divorciada en busca de trabajo y olvido; Bradley, un viudo reciente, insoportable y meloso; Jesse, que como fue abandonada por su madre, ahora no quiere casarse con el hombre que ama; y las dos hermanitas, que para horror de sus padres texanos y básicos, una se casó con un indio y la otra con una amiga. Pero bueno, la fórmula del octogenario Marshall (que acredita en su haber dos comedias impecables, como “Mujer bonita” y “Frankie y Johnny”) está en juntar ahora a caras famosas y enlazarlas en una historia con puntos comunes y la mezcla de sonrisitas y lagrimitas. Hace un par hizo algo igual en “Año Nuevo”, con olvidable resultado. Y lo repite aquí, en otra comedia liviana y sin chispa, sin historia ni diálogos filosos ni personajes carismáticos, con un par de escenas que dan pena (la del entrenamiento de fútbol de las chicas; la de la fiesta en la casa del viudo que se cae por el balcón) y que solo alcanza algún sentido en las escenas de los stand up y en algunos remates del final, cuando al menos Marshall se atreve a pedirle a Julia Roberts, una figura decorativa, un poquito de compromiso en el papel de esa madre ausente que ni siquiera sabe alzar una beba. Ambientes elegantes, señoras lindas, tono dulzón, tonterías al por mayor, con personajes que orillan la estupidez y mensaje aleccionador para un film que es una apología de lo políticamente correcto y sólo busca hacer las paces con todo el mundo: indios, lesbianas, gay, texanos, viudos y despechadas.
Como no puede esconderse, tendrá que seguir huyendo Apelando a los trazos del western, Sebastián Borensztein cuenta una historia de venganza purificadora entrecruzada por reproches de la conciencia en medio de un contexto de horrores extendidos. Alguna crítica la ha golpeado por este retrato sesgado de un piloto de los vuelos de la muerte que aparece al final, sino redimido, al menos humanizado. Curiosamente es la matanza la que termina de darle algún alivio y sentido a su martirio. Metáfora cuidadosa sobre lo que sucedía en ese tiempo, 1977, cuando el clima de delaciones, sospechas y muertes permitidas dejaban ver hasta en los confines más modestos (está ambientada en un pueblito olvidado) un trasfondo de barbarie, sometimiento, abusos y temores. El film técnicamente es impecable y se nota que Borensztein ha crecido como realizador desde “Un cuento Chino”. No hay escenas descuidadas, todo el elenco luce parejo, el guión tiene concentración y fuerza descriptiva y además cuenta con trabajos descollantes de dos de los mejores actores de nuestro cine: Darín se luce, otra vez al darle vida a este atormentado Tomás Koblic; y Oscar Martínez compone con rasgos farsescos a uno de esos villlanos del lejano oeste, que se rinde sólo ante la codicia y el comandante de turno. Crímenes misteriosos, amores desolados, secretos inconfesables, final con duelo en plena calle y miradas de soslayo ayudan a edificar una película bien interesante y narrada, que merodea por el thriller, que no le saca el bulto a los hechos históricos y que deja ver, esta vez de manera directa, el horror de aquellos vuelos. Pero es una película no un documental. No hay que disciplinar la ficción. La narración, más que abordar aquellos trágicos sucesos, sólo quiere hablar del sin sentido moral de un tipo asqueado por su pasado -no debe ser el único- que sueña con alejarse de todo (incluso de su pareja), un personaje que, al querer huir de aquellos crímenes, no le queda otra salida que seguir matando. En su horizonte no aparece el perdón. Sólo escapar de todo: de sus captores, de su remordimiento y de su pasado. Pero no hay escondite al que no llegue la conciencia.
PROTESTA FALSEADA Cuenta una historia real: la lucha por igualdad de una pareja homosexual en el conservador estado de Nueva Jersey, en 2006. Laurel Hester (Julianne Moore), agente de policía, y Stacie Andree (Ellen Page), una pareja homosexual de clase media que tuvieron que luchar contra los llamados ‘freeholders’ (autoridad local) del Condado de Ocean de Nueva Jersey para que a Laurel se le concediera la pensión de Stacie, que agoniza luchando contra un cáncer terminal. La primera parte, aporta un poco de interés. Está bien presentada, aunque suene demasiado endulzada esa relación, algo que suele suceder los amores con mensaje reivindicador. Pero después, al abordar la cuestión de fondo, todo se desbarranca. Es superficial, estereotipado, básico, poco creíble. No tiene ni emoción ni fuerza y abunda la manipulación, tanto al plantear las demandas como al recorrer la enfermedad de Laurel o los argumentos del temible tribunal del condado.
Amores cambiantes en un país que no deja de cambiar También podría llamarse Lejos de (aqu)ella China. Ella es Tao, la actriz fetiche del realizador. Es el centro de la historia, la mujer que al comienzo se la ve tironeada entre la tradición y la modernidad, entre un rico y un pobre. Es la alegoría perfecta de un film que recorre los sentimientos cambiantes de un país que entre tantos rumbos no acierta a perfilar el propio. “El triángulo es la forma perfecta” dice la profesora de matemáticas. Desempata y desafía. Y el film plantea varios triángulos, con amigos, madres, hijos, padres, profesoras, madrastras. Desde la forma se pone a prueba el fondo, como esas ciudades con trenes balas y rituales ancestrales. También la soledad, el desamor y la tristeza forman otro triángulo que los abarca. Melodrama desparejo con personajes melancólicos y una historia de amor que abre el film y que sigue sin resolverse, como ejemplo de una desorientación que une y desune a todos los personajes. El film arranca en 1999 en los umbrales de los grandes cambios. Sigue en el 2014 y viaja en la tercera parte hacia Australia. La mesura de la paleta de Jia a veces se vuelve simple y obvia, como en la historia del comienzo, donde los aspectos algo farsescos fuerzan la contienda entre esos dos amigos separados por un amor que, como el país, también debe elegir entre opciones muy contrastadas. La segunda parte es la mejor, la más quieta, sensible y cercana, la más aproximada, dueña de un tono reposado que la cámara de Jia interpreta y afianza. Y el final, algo forzado, se lo ve más incómodo, como si también a los personajes les costara habitar ese futuro no tan distante, donde se habla otro idioma, las tradiciones se han diluido y los conflictos de padres e hijos potencian los distanciamientos entre el ayer y el hoy. El final deja todo en suspenso: ¿Trae esperanza o resignación? La idea es poder volver a ese ayer, como esa canción, la pegadiza “Go West”, que abre y cierra la película y propone un mundo que apunta la evasión, mientras deja que la nieve oculte la decepción.