El impecable trabajo de Natalia Oreiro disimula el manierismo, los trazos gruesos y la mirada a veces estereotipada de un film que, pese a todo, logra su cometido: revivir con buenas armas la vida de Gilda, una maestra jardinera que un día decide dejar los nenes para enseñar en la bailanta y que al final, tras su trágica y temprana muerte, se convertirá en ídola y santa. La película tiene un arranque que pone a prueba a la documentalista Lorena Muñoz: el cajón de Gilda y tras los vidrios del auto fúnebre, llantos y lluvias se superponen para darnos cuenta de una veneración que empezaba a consolidarse después de ese doloroso final. No hay golpes bajos, aunque sí simplificaciones y condescendencia. Los malos momentos que debió enfrentar Gilda (sus desacuerdos con la madre, la muerte del padre, su separación conyugal, sus dudas) aparecen muy dulcificado (jamás un beso apasionado ni una escena íntima con su nueva pareja) como para no empañar el tributo. La idea del libro es transformarla en una heroína que debe lidiar con los prejuicios de madre y esposo, que se abre camino sin pactar con nadie, que desafió con su silueta de maestra los códigos de las bailanteras, que peleó contra la magia de los productores y que se ganó el corazón de la gente con su modo, sus canciones y su entrega. Buen retrato, que esquiva los supuestos poderes curadores de Gilda, que no explota el accidente ni el costado lacrimógeno de su biografía y que tiene una Natalia Oreiro que en escena luce linda y plena.
Farsa trágica y logrado retrato de un escritor presumido y sinuoso, que reside en Europa y que, tras ganar el premio Nobel, decide ir de paseo a su pueblo, ese “lugar donde mis personajes no pueden salir y yo no puedo volver”. Y allí (algo parecido a lo que pasó a Manuel Puig con General Villegas, su pueblito), en vez de recoger las mieles de su consagración se topará con la cara verdadera de unos personajes y un pasado que vienen a pedirle explicaciones. Están sus calles, sus conocidos, su novia del ayer (que lo sigue queriendo) y están las necesidades de cada uno, de un intendente de un pintor, de una vecindad que fueron parte de su vida y de sus relatos y que lo obligarán a reconocer que lo que se escribe no necesariamente es lo que se piensa y que, a lo largo de la vida, ficción y realidad, sueños y vigilias, se van uniendo y se van separando (y en el final, su brazo lastimado lo reafirma). El film funciona mejor al comienzo. El tono farsesco de la primera parte acredita más de un acierto. Su pintoresquismo, algo exagerado, tiene humor y simpatía. Pero le cuesta más cuando irrumpe la violencia, cuando el pueblo dejar ver su peor cara, aparecen personajes demasiado subrayados (¿era necesario que hasta la reina de la belleza fuera tan poco agraciada?) y se arriba a un final poco convincente. Como en “El hombre de al lado”, Kohn y Duprat subrayan la incomodidad de todo intelectual engreído y desdeñoso cuando debe enfrentarse con la cruda realidad y sobre todo con el otro. El resultado, de cualquier manera, es por demás alentador: hay chispa, hay un gran trabajo de Oscar Martínez, personajes secundarios muy bien pintados (el intendente, la funcionario que supervisa el concurso de pinturas) y una historia que no te suelta y hace reír y pensar.
UN AMOR TRISTE Triste, romántica, sencilla, demasiado leve pero a veces encantadora. Woody Allen lo hizo otra vez. Retorna al Hollywood de los 30 para decirnos que al final el amor tiene tanta consistencia como esas falsas burbujas de un mundo del cine hecho de sueños. Nos trae a un muchacho neoyorkino que va allí a trabajar con su tío, un exitoso representante de artistas. Y que se enamorará de la amante de su tío. Y será esa confrontación (entre New York y Los Angeles, alegorías de realidad y ficción) la que mostrará que al final todo es artificioso y que, como parte de ese gran sueño, está el amor, esa burbuja que a veces nos une y a veces nos separa. Sencilla en su apariencia formal, pero rica en sus entrelíneas. Tiene una sobresaliente Kristen Stewart, una claridad narrativa que es marca de fábrica y la voz de Woody comentando lo que va sucediendo, como para subrayar que todo es un cuento, pero un cuento cierto. El plano final es magnífico: se ve a los amantes pensativos, tristes y a miles de kilómetros, mientras, a su alrededor, el brindis y la alegría del fin de año se vive como otro sueño imposible
Pasiones destructivas entre el ring y la cama Todo es carnal. Se abre con el torso trabajado de Sbaraglia. Es un adelanto, porque el film es una apología del cuerpo, convertido en servidor irrenunciable a la hora de la violencia, de la pasión y sobre todo de la pasión hecha violencia. Es una crónica arrebatada y ardiente. Belón no se priva de rodear a esos cuerpos, de filmarlos con deleite, de desnudarlos todas las veces que haga falta para intentar entenderlos mejor. Las piñas dejan marcas, pero los besos hacen sangrar. Las escenas de la cama son de un realismo infrecuente en el cine nacional. Hay un juego constante entre agresiones y abrazos, entre la cama y el ring, un maridaje que alcanza un éxtasis parecido en el orgasmo y en el cuadrilátero. El amor se ha convertido en pura lucha para este par de boxeadores que llevan sus pulsiones destructivas a todos lados y que no distinguen entre ardores, ilusiones y entregas. Es la historia de Ramón, un veterano campeón, cuarentón, que se la ve mal en su última pelea, pero que tras ese accidentado triunfo, al toparse en el gimnasio con una joven boxeadora en ascenso, decidida y salvaje. Allí decidirá desandar el camino, volver para atrás, regresar al ring y a la aventura, y buscar desde un nuevo lugar los títulos de siempre. Ficción de Hernán Bilon (El campo, con Sbaraglia y Dolores Fonzi) que funciona a la hora de describir ambientes y climas. Está bien elegido el elenco secundario (Núñez y Rissi son una garantía) y las locaciones. Y está Leonardo Sbaraglia, un actor capaz de sacarle jugo a cualquier personaje. El film transmite cierta autenticidad en gestos y expresiones. Pero le falta más historia a esta historia. Algo que vaya más allá del ring y la cama. Es cierto que en esos ámbitos se juega parte de la batalla de estos seres que eligen las piñas como la expresión única y salvaje de unas vidas entrecruzadas. El tiene una mujer y dos hijos. Ella ha sido una chica casi abandonada. El gimnasio más que un aprendizaje es una cita. El campeón casi jubilado decide volver a la actividad y expone su título de pugilista y amante con esa retadora insaciable que le hace doler más que sus oponentes. Ella también fue castigada por la vida. Y apuesta a la pasión para poder desahogarse con un amor que la viene a desafiar y que le exigirá, como el pugilismo, altísimas dosis de recelos y entrega. El mundo oscuro del boxeo torna más sombrío el conteo de un amor que se hace bolsa.
Hay que ayudar para ayudarse, nos dice esta amable comedia Este nuevo trabajo de Marcos Carnevale, remake de una comedia francesa, no sólo logra alcanzar sus módicas metas; también mejora al producto original con algunos pincelazos bien puestos. En los papeles, la cita no prometía demasiado: revisión casi inexplicable de una historia reciente, medio lastimosa y medio manipuladora, que pasó inadvertida. Y detrás de las cámaras un director de olfato, pero con frecuentes caídas en el sentimentalismo, la cursilería y el énfasis emocional. El guión respeta puntualmente el trazado del original francés, “Amigos intocables”, que cuenta la historia (dicen que es real) de un millonario tetrapléjico y su bizarro asistente terapéutico. Tito (de la Serna), es un muchacho con pasado borroso, ratero y malhablado. Y Felipe, harto de acompañantes melosos y compasivos, es el millonario que lo contrata como asistente. Y el cine una vez más logrará que dos opuesto se junten y se quieran. La cosa funciona no sólo por una puesta en escena contenida y cuidadosa, sino y sobre todo por una magnífica dupla actoral. De la Serna está soberbio y Martínez, más acotado su registro por las limitaciones de su personaje, deja que su rostro nos vaya contando lo que siente Canevale sin duda ha ido mejorando su herramienta. Desde sus trabajos más cursis (Elsa y Fred, Tocar el cielo) su cine ha ido evolucionando. “La parte del león” y “Las viudas” ya había mostrado que en lugar de lágrimas su cine se le atrevía al humor y a las comedias románticas historias más difíciles. Y aquí adaptó bien una comedia manipuladora, incluso al darle más letra al asistente nos deja asomarnos a una realidad local que está bien retratada. No hay demasiados golpes de efecto y hay humor. Pero la cosa funciona no sólo por una puesta en escena contenida y cuidadosa, sino y sobre todo por una magnífica dupla actoral. Rodrigo de la Serna está soberbio y Oscar Martínez, más acotado su registro por las limitaciones de su personaje, deja que su rostro nos vaya contando lo que siente. Sus presencias sostienen un guión que siempre está a punto de desbarrancarse, que muchas veces adopta un falso clima exultante y que incluso fuerza demasiado los contrastes de sus personajes. No importan algunos subrayados, ellos defienden este cuento de una relación amistosa que parecía imposible y que nos viene a recordar que los vínculos humanos suelen transitar caminos imprevisibles.
Comedia despareja, zafada, risueña, con poca sustancia argumental y algunos buenos momentos. Empieza bien, sin exageraciones, creíble, movediza y fresca. Pero de a poco entra en un espiral de imposibles que acaban en un final para el olvido. Los actores están bien, aunque adopten un registro exagerado que les quita gracia. Lali Espósito aporta desenfado, pero suele pasarse de rosca con su lenguaje y sus modos. Y Piroyansky, siempre talentoso, a veces subraya demasiado los mohines de esa cara lista para el asombro que parece convocar a la farsa y el desamparo. El filme tiene un buen punto de partida. En una cena con amigos, Camila y Mateo, que hace que están listos para empezar a convivir tras un largo noviazgo, empiezan a jugar con los “permitidos”, una licencia amorosa que consiste en contar con el permiso del otro para tener una aventura fugaz ( o una fantasía) con alguien famoso, inalcanzable. Pero la casualidad hace que Mateo entre en la vida de la gran modelo del momento, que era su “permitido”. Y todo cambia: sus amigos lo envidian, su jefe lo idolatra y Camila lo echa. Y a partir de allí, el despecho, la venganza y lo enredos entran en escena. La historia empieza a sonar forzada y el humor sólo se asienta en el lenguaje de Winograd, demasiado burdo y grosero, muy emparentado con la nueva comedia americana, donde la escatología y el mal gusto han reemplazado al ingenio. Una Buenos Aires cinco estrellas es el telón de fondo a esta viñeta alocada que depende más de las situaciones que de la historia. Permitidos es la cuarta película en cinco años de Ariel Winograd, un hombre que había dado pruebas de sus búsqueda en “Con Cara de queso”, “Mi primera boda”, “Vino para robar” y “Sin hijos”, un humorista con buenas ideas apuntes. Es cierto, a veces payasea demasiado y se apoya más en el efecto ocasional que en sus personajes, pero sin duda viene haciendo un aporte valioso a un género siempre difícil
Nuevo y exitoso producto (por lo menos en Italia, donde batió récords) de la dupla Gennaro Nunziante-Checco Zalone. Es, más allá de sus trazos gruesos, un homenaje al empleo público. Esa es la esencia de esta comedia liviana y estereotipada, muy tana y gritona, que tiene como protagonista a un hombre inmaduro y alocado que vive con sus padres. Está enamorado de su escritorio, del seguro social, de las vacaciones, sobre todo de la seguridad que le garantiza el Estado. Pero llega el achique a su oficina y recibirá un ultimátum de sus superiores: o renuncia y acepta una jugosa indemnización o deberá ir a prestar servicio a lugares impensados. Pero el tipo no renuncia. Y la película se apoya en esa larga puja entre una jefa que quiere que renuncie y este personaje que ha hecho de su “¡no renuncio!” una filosofía de vida. A veces divierte.
Spielberg, entre reinas buenas y gigantes malos Sophie es huérfana, tiene 10 años, y un gigantón bonachón se la lleva de Londres al País de los Gigantes. ¿Qué hacer? Pronto se dará cuenta de que ese otro, el desconocido, será al fin su salvador. Un cuento de hadas escrito por Road Dahl y recreado por este genio del cine que transita triunfal por todos los géneros. La soledad es gigante. Y los personajes de Spielberg lo saben. Sophie es una nena abandonada e insomne. No tiene a nadie. Y se aferrará pronto a ese inesperado amigo. Los dos necesitan huir hacia un mañana mejor. Y necesitan de la fantasía, ese ingrediente al que los personajes de Spielberg apelan para achicar distancias, aceptar los distintos y dejar que el afecto vaya ahuyentando recelos y temores. Este es el único gigante bueno en esa comarca de gigantes malignos que comen carne humana. Colecciona sueños y se une a Sophie porque él también es un desamparado, un ser diferente, un solitario que tiene un sólo trabajo: salir a cazar sueños, guardarlos y llevarlos a la ciudad para que los niños se familiaricen con la magia y la fantasía. Están en peligro y deben idear un plan para terminar de una buena vez con los gigantes malos. Y para concretarlo, deberán bajar a tierra, colarse en el Palacio de Buckingham y ponerse en contacto con una vivaz reina Isabel. Con este trabajo, Spielberg vuelve a un género donde no ha brillado: “Hook”, “Las aventuras de Tintín”. Se ha inspirado en un texto de Raod Dahl al que le falta algo de gracia y magia para sostener mejor este cuento de que aspira más al encantamiento que a la aventura. Su realización es impecable y desde lo visual muchas veces roza lo deslumbrante. Pero no transmite ni la emoción ni la sorpresa de sus grandes títulos, aunque logra atrapar con su batería de nobleza, pureza de sentimientos, fantasía y sobre todo con ese homenaje a la inocencia, a la amistad y al poder de la imaginación y la obstinación. El gigante y Sophie deambulan por esta tierra de salvadores y aniquiladores que, como en la vida real, necesitan de sueños tranquilizadores para seguir apostando a un mundo con pocas reinas buenas y muchos gigantes malos.
Florence defiende el derecho a soñar y no despertar nunca El film cuenta la verdadera historia de Florence Foster Jenkins (Meryl Streep), una mujer sola y adinerada, que reinó en los salones neoyorkinos de la década del 40, y que soñaba con poder convertirse en una gran cantante de ópera. Y se dio el gusto. Tenía plata y voluntad y así pudo hacerse oír en los mejores lugares, pese a que su voz despertaba más burlas que aplausos. Lo que el film reivindica es las ganas de ser uno mismo a despecho del talento que se tenga para intentarlo. Incluso cuando al final nota que la gente se reía de sus actuaciones, Florence reivindica la fuerza de su impulso: “Yo quería cantar en los mejores lugares… y canté”, como explicando que las críticas por supuesto le duelen, pero que no lograron eclipsar su amor por la música, pese que ella, desde el escenario, más que homenajearla, la maltrataba. Florence no estaba sola a la hora de hacerse ilusiones. El que alimentaba esos sueños y esa mentira era su esposo-amigo, un actor segundón que vivió a la sombra de Florence y de su fortuna, pero que insiste más de una vez (y se lo dice al pianista) que la ambición es dañina, que lo más valioso es la lealtad a todo, a un ser humano, a una vocación, incluso la lealtad a un sueño imposible. El film esta contado como una comedia elegante, pese a que el personaje de Florence mueve a la risa. Frears no se aprovecha de ella, no la ridiculiza con crueldad, al contrario, con matices románticos nos dice que a Florence el amor le fue tan esquivo como la música y que a falta de un esposo en serio y un hijo se aferró a un sueño. Hay sentimientos y gracia en medio de esta fabula sostenida como un complot. Porque a ella le miente el marido, que no quiere que esta mujer ingenua despierte un día. Le miente el profesor de canto y el pianista. Le miente el público, aunque algunos se animan a rescatar la autenticidad y el empeño de una mujer que se propuso algo por encima de sus posibilidades, como para demostrar que no sólo los elegidos tienen derecho a darse el gusto. “Tu canto es pura sinceridad”, le dice el marido, sintetizando lo que todos sienten: que la voz de Florence nunca miente y que sus carencias al final es lo más auténtico. Florence vive en medio de un sueño que no deja de ser un sueño. Y ella al final lo nota. O lo supo siempre. No es una film tocante, pero es simpático, a ratos chispeante, y tiene otra soberbia actuación de Meryl Streep, que haga lo que haga, siempre alcanza el escalón mayor. A su lado, Hugh Grant le pone humanidad y prestancia a ese esposo que vivió para que el globo de Florence no explotara nunca. Es que a veces, nos dice Florence y Frears, el secreto de la felicidad consiste en no dejar jamás de soñar.
El sexo pica, el amor ahoga y los panaderos fastidian Si algo caracteriza a las últimas incursiones del cine francés en la comedia romántica, es la falta de intensidad y de gracia. Y este es un nuevo ejemplo. Los personajes orillan el ridículo: un panadero parisino, que espía más a las vecinas que al horno y que, a falta de mejores estímulos caseros, anda obsesionado con la novela de Flaubert; un amante que en pleno siglo veinte permite que su madre elija mujeres y destino; un marido insignificante que le deja hacer todo a su linda señora (Pérez Reverte ha dicho que no hay cornudos más discretos y elegantes que los franceses). Pero además, la trama es tan caprichosa como insustancial, con mucha caminata y mucha panificación, con brotes alérgicos y ataques de remordimientos. Y las actuaciones por supuesto pasan de la exageración al desgano. Por supuesto, decepciona este producto tan liviano, tan desprovisto de interés, pese a que aborda temas como la muerte, el engaño, el perdón, las obsesiones, el desinterés amoroso, las manipulaciones de las relaciones afectivas, el azar y algunas cositas más. Está el paisaje de la Normandía, chistes tontos entre franceses e ingleses, paseos por la campiña con perritos obedientes y casualidades seguidoras, personajes secundarios desteñidos y en el centro, por supuesto, el drama de una linda señora, que se aburre y saborea medialunas y amantes y que para superar aquel desengaño que la dejó doliendo, apela a un viejo y probado remedio: ponerse en el lugar del otro, engañar a su ingenuo marido, y apostar a la venganza y a la curiosidad para darle aliento juguetón a su vida y aspirar a un futuro menos penoso. Pero bueno, la tragedia llega, se quiebra un adorno (alegoría pueril), reaparece el engañador, el marido, pobre, tiene un reconocimiento, el panadero amasa nuevas obsesiones y los malentendidos seguirán hasta el final. El film lleva la firma de Anne Fontaine, que alguna vez hizo cosas mejores o por lo menos más serias (“Cómo maté a mi padre”) y que aquí nos plantea una intriga médica-sentimental: el sexo pica (la abeja del bosque) y el engaño ahoga (la atragantada escena final). ¿Será así la cosa?