¿COMO SOBREVIVIR? Misión tripulada a Marte. Tormenta feroz. El astronauta Marcos Watney se pierde y queda allí abandonado. Lo dan por muerto. Pero Watney ha sobrevivido y se encuentra atrapado y solito en ese planeta. El silencio y la inmensidad son sus prisiones. Watney debe apelar a su ingenio, a su voluntad, a su templanza y a su experiencia para poder subsistir y poder avisarle a la Tierra que está vivo y los espera. A millones de kilómetros de distancia, la NASA, sus mejores científicos y hasta un equipo chino se unirán para poder traerlo a casa. Los compañeros de la tripulación que lo dieron por muerto y sin querer lo abandonaron, podrán intentar el rescate. El destino, la lucha de un hombre solo, el clima de desafío y aventuras, todo está perfectamente articulado por un inspirado Ridley Scott que no se aparta jamás de su idea: construir desde esta epopeya una película como los de antes, poner la acción por encima de la reflexión, enseñar que, en situaciones extremas, el hacer (con orden, método y clima casi hogareño) debe ser lo primero y que las adversidades pueden ser la mejor manera de ponernos a prueba. Cine de aventuras, exaltación del espíritu heroico del hombre y reverencia al conocimiento científico. Hay algo de western en esto de recuperar al que quedó más allá de la frontera. El villano es la distancia, el tiempo y el vacío. Ni pedidos al cielo ni broncas ni desesperación ni milagros. El héroe poniéndose otra vez a prueba en un film que incluye dosis justa de suspenso, asombro y emoción. Una atrapante historia de superación que es un homenaje a la inteligencia y al incansable espíritu de lucha del hombre, capaz de sobreponerse a todo.
Allen cada vez cree más en los deseos que en la conciencia Woody Allen fue aquí más lejos que nunca con sus reflexiones sobre la muerte, la culpa, el castigo y el azar. Si en esa obra maestra que fue “Crímenes y pecados” planteaba aquello de que la conciencia y la culpa con el paso del tiempo dejan de molestar, aquí su cinismo y su escepticismo dan otro paso adelante. Matar no sólo no hace mal, sino, al contrario, hasta puede ser fuente de recuperación. Por lo menos esto le pasa a Abbe (Phoenix con su personaje de siempre, taciturno y disgustado) un prestigioso profesor de Filosofía que anda en la mala (su esposa se le fue con un amigo), un tipo descreído, amargo, quejoso, sin ganas de nada. Llega a una universidad del interior para hacerse cargo de una cátedra. Y aquí armará sin querer un triángulo amoroso. Pero sobre todo encontrará –el azar siempre decide- la posibilidad de llevar adelante un crimen perfecto para poder darle sentido a una vida vacía, sin proyectos, sin adrenalina, sin sexo ni entusiasmo. La violencia sin motivos, insinúa, puede ser una forma turbia de sacarse el tedio y recuperar ganas, dejando a un lado víctimas y dudas morales. Abbe, su alter ego, es un fracasado que desafía la teoría (“la filosofía es una masturbación mental”, le dice a sus alumnos). Y cree que el hombre de libros tiene que pasar a la acción y que los deseos deben realizarse. Woody, gracias a su indudable talento para plantear en breves pincelazos el tema central y sus personajes, organiza un espacio dramático que empieza como una comedia algo romántica pero que se va convirtiendo en un thriller de buenos modales que no deja de interpelar a sus criaturas sobre el amor, la ética, los sueños, la culpa y el crimen. Allen cada vez cree menos. Ni el amor le basta a este desquiciado docente que encuentra por casualidad en la violencia la chance de ayudar a una extraña y de paso poder darle aventura y sentido a su vida. Es la muerte –dice Allen- lo que puede renacer esa vida rota. Y para explicarlo mejor deja que sus personajes hablen mucho, recurran a citas, relaten lo que les pasa. Es un largo texto explicativo que no tiene la profundidad ni la ironía de antes, pero que siempre interesa, a ratos cautiva y se sostiene. Aunque su formulación deje ver a un Allen cada vez menos arriesgado y menos intenso, como deseoso de terminar lo más pronto posible el rodaje. Su relato siguen pivoteando por el mismo tono y las mismas preocupaciones: el escepticismo, la ironía, los amores cuestionados (otra vez un intelectual se acuesta con una chiquilina). A veces da la sensación de que Woody, como este desolado profesor, ha necesitado de grandes arrebatos y ha causado grandes males para poder ir renovando sus ganas de vivir, de amar y de filmar.
POLVORA MOJADA El Robert De Niro de ahora se ha lanzado decididamente a la comedia. Y no es lo que mejor hace. Aquí le da vida a Ben, un jubilado setentón, que se recicla para sentirse otra vez en carrera. Empieza como pasante en una casa de moda que tiene en la cabeza a Jules, una muchacha exigente, irritable, que no anda del todo bien en su casa y que, como la comedia exige, terminará encariñándose con el recién llegado. Pero bueno, con ese esquema, Nancy Meyers plantea una historia inconsistente, poblada de lugares comunes, mal dialogada, que rescata a manera de homenaje cosas del ayer (en modos y vestuario) y motoriza una suave mirada pro femenina. De Niro, con muchas morisquetas, es un protagonista; la otra es Anne Hathaway. En el medio, situaciones apenas amables y chistes gastado. Y alrededor, un elenco de chicos del cine de hoy, con sus mañas, sus tonterías, sus enredos, todos puestos allí para contrastar a este jubilado de buenos sentimientos que se las ingenia para hacerse notar, gustar, enmendar alguna historia y ser aceptado. Es una pena este traspié, porque Nancy Meyers (“Alguien tiene que ceder”, “Enamorándome de mi ex”) supo hacer buenas cosas.
Un colosal Darín en un filme hondo, sugerente y emotivo Julián (Darín) tiene cáncer que se ha extendido. Es argentino, es actor teatral y vive en Madrid. Le queda poco tiempo de vida. Y resuelve no pelear más, sino prepararse lo mejor posible para la partida. “Cada uno muere como puede”, dice. Tomas (Cámara), su gran amigo viene de Canadá, viene a visitarlo. Se quedará cuatro días. No pasará nada especial. Pero todo está a flor de piel en este reencuentro que es una despedida. Tema difícil, que puede ser lastimero y lacrimógeno si se pasa de la raya. Por suerte está detrás de las cámaras al talentoso Cesc Gay (“Una pistola en cada mano”, “En la ciudad”) un artista que humaniza sus personajes, que los retrata en la mala pero con una fuerza interior y una naturalidad que conmueve. Filme noble, digno, sugerente, que no elude la sonrisa, que emociona con recursos legítimos, que no descarta ni la sorna ni la reflexión, triste pero consolador, el retrato demoledor de un personaje que sin discursos ni ruegos, aunque con bronca y miedo, le va diciendo adiós a la vida, a ese perro que fue su gran compañía, a sus seres queridos. El guión pivotea alrededor de las ideas de “Ayudar a morir”, el libro de la Dra. Iona Heath que plantea el derecho a elegir la mejor muerte y desde una perspectiva ética y moral. La película en el fondo es una cálida elegía sobre la amistad y el adiós. Es intensa, sugerente, estupendamente dialogada, duele pero también divierte. No tiene baches sino un alto voltaje emocional sostenido en la mirada de un artista que no descuida ningún detalle y que alude a los grandes temas del hombre sin palabra grandilocuentes. Y tiene como elemento decisivo un sobresaliente trabajo de Darín, que en cada gesto en cada mirada, con una magnífica economía de medios, nos da un Julián íntimo e inolvidable. Hay que verlo andar, mirar, dudar, escuchar al otro y escucharse a sí mismo. Un trabajo memorable. Una película arrasadora, que hace pensar y doler, pero que, por alguna extraña razón, también da paz.
ATAJA TODO LO QUE PUEDE Leve, hasta casi rozar la insignificancia, el nuevo film de Gabriel Arregui (“Mataperros” y “El torcan”) retrata un treintañero solitario (Chino Darín), medio huraño, básico, hijo único y huérfano, que vive como puede en una casita de Quilmes y que tiene pocas diversiones: jugar al fútbol, ir a ver a Quilmes y salir cada tanto con su amigo Bigote. Y en una de esas salidas conoce a ella. Y habrá flechazo, besos, convivencia. Pero ni ella altera la rutina de este solitario medio desganado. Hasta que la convivencia empieza a pasarles facturas. Como mucho film nacional de estos días, la historia da más para un corto que para un largo. Cine contemplativo, con poca carnadura argumental, mínimo y moroso. Pero vale la búsqueda de Arregui, sus exiguos trucos para darle otro aire a la historia. El film podría haber llegado más lejos si el libro se hubiera animado a explorar algunas ideas apenas insinuadas: la despersonalización, la soledad, el temor al amor, la violencia, siempre tan a mano. Pero llegó hasta donde quiso. Eso sí, es casi un unipersonal del Chino Darín, que aquí, ama, extraña, piensa, sufre y ataja .
NI OLVIDO NI PERDON Este film también está inspirado en hechos reales. Es una de esas películas irreprochable en su mensaje y su intención, pero convencional, didáctica y simplista en su resolución dramática. Sin embargo, esos lunares no empañan la enorme fuerza de su tema. Estamos en Francfort, en 1958. Un joven fiscal, ingenuo y principista, se entera que un asesino de de Auschwitz es maestro de primaria. Y desde allí empieza a tirar del hilo. La ida es llevar la cárcel los responsables de aquellos horrores. En su marcha ira encontrando rechazos y negaciones. La gente no quiere conocer la verdad. Pero el fiscal sigue adelante. Tiene como respaldo al fiscal general y como aliado a un periodista. Todo le cuesta al principio, pero de a poco, tras superar desilusiones y contratiempos, el telón del horror se va corriendo. El juicio fue cinco años después y una docena de asesinos de Auschwitz fueron enjuiciados y condenados. Paralelamente el film cuenta una historia romántica que siempre queda eclipsada por el tema central. Porque es siempre ese pasado tan sórdido y escamoteado lo que va definiendo personalidades y proyectos. Lo que nos dice Ricciarelli es que mientras el fiscal va descubriendo quiénes eran los asesinos, también se topando con algo menos deseado e igualmente doloroso: la negación de una sociedad que sin querer terminó encubriendo ese horror. Más allá de algunas limitaciones y algunos recursos melodramáticos que poco aportan, la historia vale.
Otro clan y otro secuestro Otro clan y otro secuestro. Así viene la mano. Y los secuestradores, al final, también caen, uno a uno. El film parte del libro de investigación periodística de Peter R. de Vries. Y cuenta el secuestro, en Holanda, en 1983, de Freddy Heineken, el rey de la cerveza. Cayó en manos de una barra medio chapucera, que pudo cobrar el rescate después de una larga espera, una cifra cercana a los 18 millones de dólares. Pero cayeron inmediatamente, aunque la totalidad del dinero nunca se recuperó, algo bien conocido. El film pasa del costumbrismo sucio del comienzo a un thriller piadoso, sin malos evidentes la vista. No es ni quiere ser un documental sobre un suceso de alto impacto. Lo que busca es contar la historia desde los secuestradores. Ni la investigación ni la familia de Heineken ni la negociación por el rescate, importan. Sino ellos, esta bandita que en esos l9 días de espera, enfrentaron dudas, miedos, arrepentimientos y enfrentamientos personales. Es un punto de vista prometedor que la realización no aprovecha. Se necesita una mano firme para retratar gente bajo presión. No es el caso de Daniel Alfredson (realizador de las dos últimas entregas de la saga “Millennium”) que aporta deslucido oficio a una trama tan llena de desesperación y suspenso. De cualquier forma, la historia interesa porque esta operatoria delictiva aún sigue vigente. Interesa, pero no atrapa.
Reencuentro de madre e hijos, con buena música y la gran Meryl Streep RICKI & THE FLASH.- Aquí se juntaron un realizador de fino oído musical (Jonathan Demme hizo recordados documentales sobre distintas bandas) y una guionista (Diablo Cody, la de “La doble vida de Juno”) que posa su mirada en esas madres que dejan su hogar para seguir su carrera. Y el resultado no es brillante, pero si desenvuelto y disfrutable. Claro, en el centro está Meryl Streep, capaz de mejorar cualquier proyecto. Ella es una rockera que dejó todo (casa, hijos y marido) para ponerse al frente de una banda. La jugada le salió mal: vive en Indiana en una casita, trabaja de día como cajera de un súper y de noche toca en un tugurio de barrio. Pero un día la llaman de California porque su hija, abandonada por su marido, está desesperada. Y allí va. Su figura desentona más que nunca en esa casa señorial. Con raro peinado, traje de cuero, guitarra al hombro, esa mama olvidada de a poco tratará de recuperar parte del tiempo perdido. Pero no hay culpa ni arrepentimiento. La vida es así, nos dice Ricki, que en ese viaje de redención recuperó su nombre y sus recuerdos. Pocas veces como aquí la música es tan protagónica. No sólo precipitó la fuga de esa madre, también al final será la culpable de que gracias a ella parte del rompecabezas afectivo empiece no a rearmarse sino a entenderse. Meryl Streep hace todo creíble. Su figura es un imán. Y cada gesto, vale. Mantiene rajatablas su idea de no apoyarse en nada extra: sin cirugías a la vista, sin dobles (aquí canta ella) le pone emoción y vida a esa madre desenfadada que no tiene otro signo que hacer lo que tiene ganas sin medir demasiado lo que deja atrás. Y que se ha dejado llevar por ese tema de Tom Petty que habla de la búsqueda de más vida en otra parte. Ante esa hija que necesita abrigo y consuelo, Ricki pide prestado algunas poesías a U2 ( “He trepado a esta ciudad, sólo para estar contigo, pero todavía no he encontrado lo que estoy buscando.”) y a Bruce Springsteen ( “Sólo una cosa tienes que saber, mi amor no te defraudará.”) para expresar a viva voz lo que sintió y lo que siente. Un film simpático y contagioso.
FILM EXAGERADO Son cuatro alegorías altisonantes sobre Ultimas Cenas. Un desfile de personajes al borde que ajusta cuentas con su pasado. Sólo uno de esos capítulos, el último, protagonizado por Norma Aleandro, propone una mirada tierna. Los otros merodean por el reproche, los gritos, las humillaciones, la muerte. En el primero, tres hermanos enfrentados por la codicia se encargan de humillar a sus mujeres; en el segundo, Oscar Martínez y Julieta Díaz intentan revivir un amor que ya no está; en el tercero, con Casero y Brédice, un juego de simulaciones alegóricas llega la verdad más cruda en medio de un matrimonio roto y ciego. La vida en parejas y las mentiras es el elemento que se repite. Como todo film en episodios, los resultados son desparejos. Marcos Carnevale, que no le teme nunca a los excesos (lo mejor que hizo fue “Viudas”) le ha dado exasperación a una propuesta artificiosa desde el vamos. No está todo mal. Hay buenas ideas argumentales (el episodio de Casero y Brédice), un aplaudido regreso de Norma Aleandro y otro magnífico trabajo de Oscar Martínez, aquí, en la piel y la mirada de un hombre abandonado por un amor que no le ofrece salidas. Es por encima de todo un film exagerado: en el elenco, en las ambiciones y en el tono.
En el amor y en la vida, Gloria aprende a bailar Sencilla, humana y entrañable. Esta tragicomedia del chileno de Sebastián Lelio se impone a fuerza de desafiar algunos estereotipos de un género tan sensiblero y condescendiente: el de los amores otoñales. La soledad sigue siendo el tema. Gloria es una mujer vital, simpática, atractiva, que roza los sesenta. Trabaja, tiene dos hijos y le gusta salir, bailar, divertirse y conocer hombres. A veces vuelve tambaleando a su departamento y a veces se regala. Una noche conoce a Rodolfo, un tipo taciturno, confiable, pero que vive a la sombra de sus hijas y de su demandante ex. La historia va y viene. Se quieren, se necesitan, pero viven mundos muy distintos: Gloria es suelta, rebelde, mira el futuro y Rodolfo no cree que para amar algo nuevo sea necesario romper con lo viejo. En la intimidad se disfrutan, pero a Rodolfo le cuesta desprenderse del pasado. Y Gloria no tiene tiempo para esperar que cambie. No hay mucho para contar, pero todas las escenas agregan apuntes jugosos sobre el carácter de estos dos seres que han encontrado el amor a una edad donde lo que más cuesta es sacarle las telarañas a la rutina y darle un futuro a la vida. El film vale porque aporta aire fresco, porque es emotivo, porque valora los detalles, porque tiene buenas escenas (ese cumpleaños del hijo donde reina la incomodidad) y sobre todo porque tiene en el centro a una actriz magnífica: Paulina García. Su Gloria al final aprenderá la lección: sola otra vez, vuelve a la disco. Alguien la invita a bailar y ella por primera vez dice que no. Y sale a la pista solita y disfruta. Como si descubriera que el primer paso para ir en busca de un nuevo amor es dejar las malas compañías a un lado y hacer las paces consigo misma. Es como si hubiera aprendido la vieja lección de Pina Bausch: “bailen, bailen o estamos perdidos”.