El amor es desordenado y sorpresivo. Y el cine del francés Philippe Garrel siempre lo reitera. En este nuevo film (siempre en blanco y negro) se mete otra vez en las aguas cambiantes de un par de relaciones que no hacen otra cosa que jugar con las idas y vueltas de un sentimiento que da volantazos permanentemente. Hay tres protagonistas: una pareja - profesor que convive con una de sus alumnas- y su hija, que llega desesperada porque rompió con su primer novio. La chica tiene la edad del amante de su padre. Y entre ellas, después del recelo inicial, se establecerá un vínculo que tiene algo de complicidad. Cada una guardará un secreto de la otra. Como en otros films de Garrel, el amor, siempre inmanejable, invertirá los roles: el profesor amado será el amante engañado; la desconsolada será consoladora, y la más frágil será la más segura. El amor es un viento que agita a todos, sin permiso. Y cada uno lo busca como puede. Se intercambia, se reacomoda y se refleja. Al comienzo hay una escena de sexo contra una pared. Después se repetirá, con otro intérprete masculino. Y será la intimidad la que definirá acciones y personajes: la casa, la mesa, las camas, las ventanas. No hay exteriores. Y, como pasa en las películas de Hong Sang-soo (El día después), lo que importan son las dudas, los celos, los arrepentimientos, los engaños y esa inseguridad que siempre acecha a los enamorados. Nada más. Film minimalista, que más allá de su clima naturalista y de su aire improvisado, peca de una sencillez narrativa que le quita espesor. Lo que está, está bien, pero suena a poco. Su cine no hace ningún esfuerzo por sumarle más profundidad a este desfile de gente sacudida por amores que no entiende, pero que sufre y disfruta. Son criaturas que están, esencialmente, enamoradas del amor. Por eso son amantes por un día. “Lloro –dice la hija- porque me siento engañada, pero no por él, sino por el amor”.
Verano pegajoso en los suburbios de Orlando. A los costados y a la espalda, está el mundo mágico de Disney. Motel barato y peligroso. Chicos que corretean. Buscan aventuras y desafiar a los adultos. Madres que hacen lo que pueden para pagar la estadía y darles algo a sus chicos. Padres ausentes, gente marginal, familias rotas. Sólo el portero del lugar es la imagen protectora. El film comienza reseñando las travesuras pasadas de rosca de unos chicos inmanejables. Son tres, pero la que lleva la batuta en Moonee, una actriz colosal. La película transmite verdad detrás de ese naturalismo crudo y potente. El autor ha dicho que admira el neorrealismo italiano. Y eso explica el estilo semi documental de este film que rebalsa humanismo y sensibilidad. El comienzo confunde, parece ser una más sobre chicos traviesos y en riesgo. Pero no. Aquí no se busca la conmiseración ni se apunta a nadie. Viven en una urbanización precaria, última parada antes de la estación de la pobreza, un motel donde abundan las quejas, las recriminaciones, las ventajeadas. Y los chicos saben que hay que estar a la altura de ese ambiente para poder conseguir un helado, un poco de comida, juegos, o alguna travesura exagerada que los lleve lejos de casa. De a poco el film va dejando el costumbrismo del comienzo para analizar con vigor y hondura de los dramas que se agitan detrás de la correría de estos chicos. El film se detiene en ellos, en su mirada y en sus arrebatos. Son rebeldes, atrevidos, aprendieron a defenderse solitos y no temen a nada. El robo, la prostitución, la violencia, todo está allí, pero sin subrayados ni escenas chocantes. No hay golpes bajos ni moralinas ni condescendencia. Hay ternura, soledad, desamparo, gestos solidarios y madres sin salida. A todos el film los humaniza para mostrarlos como víctimas de un sistema que los dejó a un costado de esos parques lujosos donde la vida despliega sus cuentos de hadas imposibles. El final es demoledor. Dos de los tres chicos escapan hacia Disneyworld. Es la mejor manera de prolongar su mundo de aventura y darle la espalda a la realidad. Llegan hasta las puertas de ese castillo que es el emblema simbólico de todos esos parques. Se refugian en la fantasía para escapar del presente. Necesitan que una mentira los contenga. Y corren detrás de esos cuentos que duran lo que dura la infancia.
Bellísima historia sobre un amor retorcido y fatal. Llena los ojos con su inspirada puesta en escena. Y nos invita a reflexionar sobre esos amores que juegan peligrosamente entre el sometimiento y el dominio. Intenso y sutil, nada sobra en este elegante y perverso melodrama que habla del juego de poder que desnuda toda pasión. Está ambientado en el taller de costura de un gran modisto. Y deja ver, detrás de tijeras, pinchazos y pespuntes, la entretela de una relación de pareja que se prueba, se viste, se cose y se deshilacha a cada paso. Estamos en Londres, en la década del 50. Reynolds, un modisto de éxito, es un solterón empedernido o que vive añorando a su madre muerta. Convive con su hermana, otra solitaria implacable. Un día (la escena es una lección de cine) conocerá en un bar a Alma, una mesera, una muchacha simple, alejada totalmente del mundo refinado de este tipo detallista, a ratos insoportable, engreído y maniaco. Y se la llevará. La usará primero como maniquí. Le tomará medidas, la irá modelando a su antojo. Después será su amante y al final será su musa, su dueña y su abrigo final. Estamos en Londres, en la década del 50. Reynolds, un modisto de éxito, es un solterón empedernido o que vive añorando a su madre muerta. Convive con su hermana, otra solitaria implacable. Un día (la escena es una lección de cine) conocerá en un bar a Alma, una mesera, una muchacha simple, alejada totalmente del mundo refinado de este tipo detallista, a ratos insoportable, engreído y maniaco. Y se la llevará. La usará primero como maniquí. Le tomará medidas, la irá modelando a su antojo. Después será su amante y al final será su musa, su dueña y su abrigo final.
YO, TONYA, de Craig Gillespie.- Aborda un escándalo que tuvo en vilo a todo Estados Unidos. Tonya Harding era una de las patinadoras más prometedoras de Estados Unidos, pero su rivalidad con su compatriota Nancy Kerrigan amenazaba sus posibilidades de cara a los Juegos Olímpicos de Lillehammer. Poco antes del inicio de la competición, Kerrigan fue agredida y la sombra de la sospecha cae sobre el entorno de Tonya, desde su ex marido Jeff Gillooly hasta su guardaespaldas, Shawn Eckhardt, dos chapuceros sin alma ni límites. En esta reconstrucción, que asume el trazo del falso documental, se apela a un tono de tragicomedia desbocada a para contar el calvario de una patinadora que no tenía estudio, que sólo fue preparadas para patinar, que tuvo un padre abandónico y una madre maltratadora y que cuando se casó –suele ocurrir- eligió un novio tramposo y golpeador. Nancy, su rival, en cambio venia de un hogar bien armado y era la imagen preferida de un país que exaltaba sus valores familiares. El patín artístico acaparó esos días la atención de todo el país. “Era, después del presidente Clinton, la figura más popular”, se dice aquí. El film juega con esos contrastes. Es exagerado, manipulador, de trazo grueso, pero deja ver con crudeza la cara oculta de toda competencia: obligación de ganar, sobre exigencia de los padres, terror al fracaso, dudosos criterios que adopta y jurados y, por detrás, revoloteando, los extremos recursos de una prensa que necesita ganadores y perdedores para sostenerse. “Estados Unidos –se escucha en el film- necesita tener figuras para poder amar y para poder odiar”. Y al asistir final lastimoso de Tonya, se ve por detrás, en una pantalla, cuando O.J.Simpson era llevado preso acusado de haber asesinado a su prometida. El gran público, expresa la película, observa con igual deleite tanto la gloria como el infierno de sus campeones.
Leve, amable, sin grandes temas ni escenas fuera de escala, “Lady Bird” es otro ejemplo empeñoso de un cine independiente que repite fórmulas probadas. Christine, la protagonista, explora el difícil vínculo entre una madre y su hija adolescente, una chica que no quiere ser como su madre (hasta adopta ese falso nombre) pero que, suele suceder, acaba pareciéndose en su obstinación, su tenacidad, su voluntad y su carácter. Pero por ahí no va la cosa. El film nos cuenta con frescura y liviandad el despertar de esta adolescente. Estamos en Sacramento, cerca de San Francisco, un pueblito sin mayores perspectivas para esta hija que sueña, más que con la universidad, con poder alejarse de ese paisaje. Sus amigas, sus relaciones, su escuela, sus sueños, todo cabe allí en ese despertar. Lady Bird es cambiante, arrebatada, rebelde, indecisa. Y la película busca allí los rasgos de una formulación visual que aspira a tener la sencillez de un pueblito acostumbrado a la chatura y la monotonía. Buenos actores, una naturalidad bien trabajada, clima simpático, una par de escenas emotivas y melancólicas entrecruzan la vida de esta adolescente con ganas de ir más allá, pero a quien sus primeros amores la dejan decepcionada. Amigas, lealtades, un noviecito gay y otro engreído, actos escolares, discusiones caseras, mentiras, padre sin trabajo, todo cabe aquí. Esta escrita y dirigida por una mujer, lo que podría reforzar su chance. Film simpático, chiquito, sin notas desafinadas, con personajes muy humanos y nada fuera de lugar, pero le falta potencia y originalidad.
Un colectivero que anda de viaje con la poesía La película cuenta una semana en la vida de este colectivero poeta que vive con su novia y su perro en una modesta casita de la ciudad de Paterson. Film sencillo, austero y callado que irradia una poesía de lo cotidiano que no necesita intrigas ni sorpresas. Paterson, el conductor, es un hombre acostumbrado a recorridos rígidos, su vida también es un itinerario repetido: se levanta después de las 6, desayuna, va hacia la terminal de transporte, se siente al volante de su coche, escribe algunas estrofas, inicia su viaje por la ciudad, hace un alto para almorzar en un parque, vuelve a casa y después de la cena saca pasear al perro y se roma una cerveza en el bar. Es todo y es suficiente. La rutina, que a tantas parejas desgasta, es aquí el reaseguro de un refugio entrañable para esta pareja feliz, discreta y soñadora. Las primeras escenas son deliciosas. Viajamos en el ómnibus de este conductor de pocas palabras que va escuchando a sus pasajeros. Y vamos llevados de la mano por un realizador que, con sus imágenes reposadas y sensibles y sus silencios y sus detalles construye un mundo modesto y fiable, donde hasta en sus personajes más atormentados (ese enamorado incurable) encuentran buen lugar para sus pesares. Son seres simples, atados a una epopeya minimalista y casera. Jarmusch no necesita énfasis. El colectivero es un personaje encantador, que con pequeños gestos nos deja asomarnos a su soledad, sus sueños, un tipo que cruza la ciudad como un solitario siempre alerta que tiene a esos versos como mejor compañero de viaje. El film cuenta sin ostentaciones el nacimiento de un poeta. Y nos deja asomarnos a ese cuaderno donde va registrando pequeños incidentes de una vida sin grandes mayúsculas. La suya es una poesía costumbrista, de pocas palabras, sugerente y sencilla, que relata impresiones sueltas y fugaces que tienen la espesura de este vecindario de vida ordinaria y repetida. El film parece ser un elogio de la rutina a través de la repetición de sucesos que para el personaje traen la confirmación de un reencuentro que lo colma y lo inspira. El es Paterson, como su ciudad. Una repetición que va más allá de la coincidencia. Paterson necesita saber que lo de siempre está para empezar a soñar a partir de allí. Y será al final, cuando un turista japonés le regala un cuaderno, que acabará entendiendo que cada día es la promesa (¿o la exigencia?) de un nuevo empezar. El film empieza con el relato de un sueño. Y termina con el protagonista escribiendo poemas, otro sueño. Es una película distinta. Sencilla, paciente, a ratos perezosa, repite los anhelos de este colectivero de marcha apacible al que sólo un par de imprevistos (un perro destrozón y un autobús descompuesto) le avisan que siempre hay que estar preparado para empezar el viaje de nuevo.
Ácida y melancólica visita a los traficantes del poder El tipo asegura que puede conseguir todo. Es un vende humo de las altas esferas que a la hora de traficar promesas y agachadas no desentona con lo que pasa en ese mundo de la política y las finanzas. Lo primero que hace cuando se presenta, es preguntarle al otro de qué trabaja. Y allí le ofrecerá un contacto que le mejorara su futuro. No es estafador ni un perdedor desesperado. Es un solitario que necesita estar en la agenda de alguien importante para darle sentido a una vida que se adivina inestable y vacía. Sobrevive en las orillas del poder, colándose cuando puede o hasta gastando plata (le regala un par de zapatos a un político en ascenso, todo una alegoría) para ir haciendo contactos. Esta allí, como muchos, en la media punta, acertando, errando y sufriendo. Tenacidad, labia, optimismo lo sostienen. Usa y es usado. Por arriba de Norman corre un mundo de pura apariencia y acomodos que dejan ver lo de siempre, que la cara verdadera de los gobernantes tiene poco que ver con lo que muestran las fotos. Un mundo donde nadie muestra las cartas. Y cuesta distinguir entre la ayuda, el regalo y la corrupción. Richard Gere en su trabajo más resbaladizo, le pone oídos y palabra a este incansable todo terreno, que sobrevive en un escenario donde la verdad cada vez importa menos. Sabe estar donde hay que estar, acepta las pérdidas y hasta las humillaciones. Lo suyo es un hacer constante. No duda ni se rinde. Está más allá del dinero, lo que busca es mejorar una vida que se sostiene a fuerza de vínculos más que de logros. Autor y director es Joseph Cedar, un realizador estadounidense de origen israelí que aquí del brazo de Norman se asoma a temas como la guerra, los negociados, las roscas políticas y, sobre todo, el tráfico de influencias. El relato es desparejo, pero sale a flote porque no apela ni al tremendismo ni a los brochazos gruesos. Tiene algo del cine de los Coen, en su humanidad y en sus personajes farsescos. Y acredita más de una escena lograda (el encuentro en pleno vuelo con una consultora, tan rico en detalles). Es un cálido y ácido retrato de este súper busca de grandes esferas, un fantasioso leal, andariego y empecinado, que al final se rinde ante una realidad insensible que sólo exige resultados.
Sofia Coppola vuelve a retratar un grupo de mujeres encerradas, solitarias y sobreprotegidas, algo que había hecho en Vírgenes Suicidas, Perdidos en Tokio y María Antonieta. Mujeres que sienten que hay un más allá detrás de ese mundo que las ciñe, las condiciona, pero también las predispone. Es la remake de un film protagonizado 40 años atrás por Clint Eastwood. Pero Coppola ahora lo cuenta desde la mirada de ese grupo de mujeres que viven solas en la Academia Farnsworth, una escuela para señoritas del sur, en los finales de la Guerra Civil. Ese lugar recibirá un soldado del norte, herido, que fue encontrado (como estilizando el cuento de Caperucita) por una nena que anda con su canastita buscando hongos en el bosque. La nena llevará al cabo McBurney hasta esa escuela donde conviven cuatro nenas y tres mujeres adultas. Ellas irán rodeando a ese refugiado (“me gusta ser prisionero de ustedes”) de miradas curiosas y fantasías. Con sus tonos rosados, sus ponientes leves, su clima de falso paraíso (con ángeles que cantan al compás del clavicordio y cenas con velas en medio de bendiciones y miradas) transcurre el devenir de este lobo sitiado que al final cae en brazos de unas señoritas que, en vez de prestarle oído a sus conciencias, sólo parecen escuchar unos deseos que resuenan como esos cañonazos, tan lejos y ruidosos. ¿Qué hacer? ¿Entregarlo, retenerlo? El refugiado ha reavivado los fuegos apagados de la regente, los fuegos recién encendidos de la asistente y los fuegos nuevos de la adolescente. Se lo necesita tanto que es más un peligro que una esperanza. Para algunas puede ser padre, para otras un amor posible, para todas, significa algo. Y Martha, la directora, se dará cuenta (en una escena cargada de erotismo) que sus deseos vuelven mientras limpia a ese hombre que de a poco será cada vez menos sucio y cada vez menos libre. El cuento de hadas empieza a transformarse en un relato perverso, al que le sobra cuidado visual pero le falta sustancia dramática. Coppola ha transformado la levedad en delicadeza y su cine, más allá de que a veces suene frívolo, ligero y algo suntuoso, nos muestra siempre a mujeres encerradas e insatisfechas, pero dispuestas a probar lo que hay afuera. Ellas son tan prisioneras como este soldado. En el exterior, detrás de sus muros, el peligro atruena. Las caperucitas dudan. La directora enseñará que a veces es mejor hacer a un lado las fantasías libertarias y volver a un encierro protector. Otros lobos las muerden. Pero ellas, ante las batallas que resuenan afuera, preferirán guarecerse en su guerra interior.
El éxito de la primera entrega “Guardianes de la Galaxia”, el furor que generó “Deadpool” y el tono que llevó al éxito a “Spiderman: De regreso a casa” parecen haber establecido un cambio en la fórmula mágica de Marvel: ahora, parece que todo el cine de superhéroes debe ser comedia. En rigor, la comiquera devenida en titán de la industria cinematográfica siempre utilizó una batería de pullas y “one liners” irónicos que a menudo cargaban de inverosimilitud sus películas (imaginen que enfrentan un monstruo galáctico que quiere conquistar el mundo; imaginen que lo hacen mientras cuentan chistes de salón), pero eran parte del juego, un juego que por lo demás era solemne, y se encargaba de trazar alegorías “importantes” cuestiones sociales y políticas (el terrorismo, básicamente). Pero en algún punto el universo cinematográfico ideado por la compañía comenzó a parecer algo anabolizado, rígido: “Deadpool” (una producción de Fox) y “Guardianes de la Galaxia” (imaginada como una película menor pero finalmente la bandera de la comiquera) fueron la subversión que abrió el subgénero a nuevas posibilidades, y permitió tomar distancia de la versión oscura de los superhéroes que continúa empujando la rival de Marvel, DC. “Los Vengadores” seguramente sostendrá el intento por ser una película “importante” (y ahora llega “Black Panther”, otra que seguramente lidiará de manera soslayada con el racismo y otras deudas sociales) pero para el resto de las cintas, Marvel parece haber relajado su enfoque: y en su tercera entrega, “Thor” es la principal beneficiada de este pequeño giro hacia la comedia. La saga nórdica siempre funcionó mejor en sus momentos humorísticos que cuando caía en los lugares más comunes del pesado drama con sobretonos shakesperianos: que el humor funcione bien en la saga seguramente tiene algo que ver, también, con el hecho de que lo que se ponía en juego siempre era “el universo”, defendido por adultos utilizando unos disfraces ridículos en unos paisajes absolutamente artificiales. Mejor reírse de eso que intentar volverlo dramático. Eso hace Taika Waititi, el cineasta neocelandés, en “Ragnarok”: el humor, sin embargo, parece por momentos algo prefabricado, Chris Hemsworth no brilla como comediante, Cate Blanchett construye una villana interesante pero en definitiva olvidable (diferente pero, al final, igual), Hulk aparece un rato pero sus apariciones son bastante menos inspiradas que en otras entregas, y la película intenta demasiado congraciar a una estrella de Hollywood como Tom Hiddleston con el público en lugar de aprovecharlo como delicioso personaje bidimensional, y allí residen varios de los problemas de la cinta. Esa falta de travesuras (visuales y morales) quitan vitalidad al humor, frescura a lo que es comedia solo en las palabras, en el guión, y en rigor es una cinta marcada por los set pieces, las piezas de acción que obligatoria y mecánicamente se reproducen cada equis cantidad de tiempo (por si el público se aburre). El espectáculo visual es el esperable de una producción de 180 millones de dólares, es decir, impresionante, pero también sufre de mecanicismo: a pesar de los fuegos artificiales (literales) que inundan la pantalla, nada asoma demasiado novedoso o creativo a la hora de las coreografías, o quizás nos estemos acostumbrando demasiado a este estilo de filmes donde las batallas transcurren en un 90% con una pantalla verde detrás (no es de extrañar, en este sentido, el regreso del gran cine a los efectos prácticos). De manual también es la inclusión de música “ochentosa”, tanto en los hits elegidos para los momentos de acción como en la banda sonora compuesta por Mark Mothersbaugh, cargada de sintetizadores: ojo, dan ganas de aplaudir y rugir de entusiasmo estas irrupciones en algún momento, pero lo predecible y repetitivo del recurso ha comenzado a quitarle peso emotivo. A pesar de los aspectos más formulaicos (notorios particularmente ante la cantidad de proyectos por año que tenemos: Marvel sola ha lanzado tres películas este año) la película es ágil y divierte, un plan bárbaro para el fin de semana, aunque este divertimento, otra vez para Thor, carece de verdadero peso emocional: porque otra vez, es algo demasiado abstracto (Asgard, un pueblo que vive dentro de una computadora) lo que está en juego.
Amigas de siempre ante un futuro que siempre está llegando Constanza Novick debuta como realizadora. Su relato abarca unos veinte años en la vida de dos amigas del colegio que más allá de distancias, enojos y tironeos, siguen juntas. El film cuenta las idas y vueltas de un vínculo tenso, entrañable, difícil y sensible. La vida las juntó, las separó, las reunió. Film frágil, fresco, pero demasiado leve. La directora, de larga y valorable trayectoria como guionista de TV (“El sodero de mi vida”, “Son amores” y “Soy tu fan”), se apoya en una estructura casi teatral, con primeros planos, mucho interior y abundancia de diálogos. Hay sinceridad en la mirada pero a veces con eso no alcanza. Es una contribución más de un cine hecho por mujeres que sobre todo en estos días (“Zama”, “Alanis”, “Temporada de caza”) ha picado bien alto. Y este trabajo no desentona. El futuro que viene se suma con naturalidad a esos retratos minimalistas más preocupados en retratar impresiones y climas que en desarrollar historias. Dos chicas que en la adolescencia eran inseparables (hasta les gustaba el mismo chico) y después la vida les fue dando y quitando: amores, sueños, lágrimas, separaciones, hijas. El libro no profundiza ni aporta nada nuevo, pero es creíble y sensible. Y no cierra nada, es como la vida, que fluye sin salidas hasta ahí y nadie sabe cómo seguirá. Tiene como cualidad un buen trabajo actoral, sobre todo de Dolores Fonzi, cada vez más intensa, una muchacha hermosa, dueña de una mirada y una presencia que siempre transmite energía. Es un promisorio debut de una guionista que sigue pensando más en las palabras que en las imágenes.