Y ELLAS SE VENGAN Poco, muy poco, heredó Nick del genial John, su padre. Probó en todos los géneros y en todos, resbaló. Esta es una comedia sobre mujeres vengativas, tema de moda. En el centro hay un don Juan, mentiroso y estafador. Y alrededor, sus víctimas: la esposa y dos amantes. Cuando las tres se enteran que comparten hombre y sueños, deciden unirse para darle un escarmiento. La historia arranca bien, con detalles, con una Cameron Díaz atractiva y vivaz, pero de a poco, a falta de mejores ideas, el film va girando hacia las payasadas más vulgares y más repetidas: caídas, chistes de mal gusto, escatología, un perro que hace lo suyo, diarreas y vómitos, todo está allí a manera de castigo reparador. Pero las chicas, orgullosas de su plan, van por todo: atacan la cama y la cuenta corriente hasta dejarlo solo y sin plata. Una comedia tonta, que trata de ser irreverente y zarpada, pero apenas resulta superficial, impostada y ordinaria. ¿Hay algo más? Lindos rincones de Nueva York, el mar, las Bahamas, mucha piel, Cameron, personajes de estudiantina y chistes de segunda mano.
ELLOS SE VENGAN En su promisorio debut (“Corazón solitario”) Crazy Hooper había retratado con mucha calidez un mundo sentimental y laboral en plena retirada. Y aquí se interna entre los bosques de Pennsylvania para hablarnos de la crisis laboral y de las otras en ese territorio, el más golpeado por la pobreza. Es la historia de dos hermanos que trabajan en una acería acechada por la crisis. Algo así como Caín y Abel. Russell (Bale) seguirá allí, por inercia familiar. Y Rodney (Affleck), ex combatiente, apuesta, pierde y acabará peleando por plata en la calle. No hay dinero ni esperanzas, parece decirnos Heart, sólo violencia, desocupación y vidas grises. Russell, a la manera de una alegoría cristiana, va la cárcel, carga con culpa ajena, su novia, lo abandona, su padre agoniza y su hermano anda de mal en peor. Y encima las mafias empeoran todo. El filme cae en tantos lugares comunes, es tan obvio en sus comparaciones (la caza del ciervo y el martirio de su hermano), tan anunciado el desenlace y tan exagerada en la pintura de sus personajes (Woody Harrelson como villano absoluto se pasa de rosca) que no hay mucho para rescatar.
Matar para volver a casa Ethan (Costner) es un ex agente de la CIA. Tiene un cáncer terminal. Pero la CIA lo necesita y le hace una oferta irresistible: si vuelve y liquida un par de tipos, le pagarán con un remedio experimental que lo podrá salvar de una muerte pronta y segura. Y Ethan tiene una mujer y una hija que fue perdiendo en el camino. Y esta droga acabará siendo una alegoría sobre las vidas estropeadas y no solo por el cáncer. Y bueno, vuelve, va de un lado a otro, cumple su tarea. Y encima la hace con mucho disimulo, porque a su familia le dice que ya fue, que no mata más, que la CIA quedó atrás. Aunque el futuro es todo un desafío: recuperar la familia, curarse y liquidar malvados. El entretenimiento recorre caminos conocidos y la pluma de Luc Besson, como siempre, lo obligara a transitar por una comicidad forzada. Pero hay ritmo, acción y toques bien puestos sobre los ocupas, la crisis y los nuevos parisinos. Aunque su punto más alto está en el elenco: tiene uno de esos actores que pueden darle dignidad al producto más chato: Kevin Costner, una figura que transita todos los géneros, un actor clásico, sobrio, que no necesita exagerar nada, que está allí y llena la pantalla, humano hasta cuando mata. El, solito, sostiene una película que entre inyecciones, tiros y sonrisas nos trae una vieja moraleja: nunca se está mejor que en casa.
SOLO SIMPATICA Woody Allen esta vez no escribe ni dirige. Pero hace de Woody Allen. Sus mismas salidas, su mismo tono, algunas ocurrencias, pero poca sustancia, un gigoló apenas simpático que no encuentra mejor manera de escaparle a la crisis que es trabajar de gigoló. Tiene a su favor un amigo muy rendidor y a su alrededor un par de señoras acaudaladas que andan con ganas de probar todo. Se agradece que la comedia no caiga en tonterías, que no haya mal gusto, que no recurra a tontos enredos. Lo mejor es Fioravante (Turturro), amante enigmático, callado, misterioso. Pero con eso solo no alcanza. Por allí aparece una mínima historia romántica con una clienta: una viuda a quien la imaginaria trampa logrará abrirle la puerta a un amor que evidentemente necesitaba de la mentira para poder concretarse. Por detrás, asoman otros guiños de Allen: la religión, una Nueva York amable, villanos de juguetes, hogares disfuncionales. Se deja ver, es llevadera, hay música lejana bien puesta y en un tono nostálgico que subraya los alcances de esta viñeta leve, previsible, que despierta algunas (pocas) sonrisas.
Madre e hijo; dolor y poder Barbu, de 32 años, atropella a un niño, que muere poco después del accidente. Iba rápido y seguramente irá a prisión. Barbu mantiene con su madre, Cornelia, arquitecta de clase alta, una tensa relación. Y el filme cuenta las andanzas de esa madre manipuladora, invasiva y avasallante que sólo quiere salvar a su hijo de la cárcel, aunque para eso haya que recurrir a la mentira, el soborno y la hipocresía. Por debajo de esa historia, cargada de notas trágicas, circula en voz baja una parábola sobre el ejercicio del poder en un país –Rumania- que de atropelladores y de impunes sabe bastante. Ella controla todo. Su comportamiento en la comisaría y su visita a escondidas al departamento del hijo, definen su carácter y sus ambiciones. Otro gran filme rumano, intenso, devastador, implacable. El guionista es Cristi Puiu, el mismo de otros grandes filmes de esa cinematografía (“El señor Lazarescu”, “4 meses, 3 semanas, 2 días”) un autor de un notable poder de observación, que a manera de espiral va ampliando su mirada y profundizando su análisis. La madre es a la vez odiosa y entendible: ampara y asfixia. Pelea por ese hijo, (“lo único que tengo”) que casi ni le habla y que está harto de ella. Babu le pide que lo deje solo, que no lo ayude, que salga de escena, que una vez –aunque sea en el castigo- lo deje vivir su vida, sin protegerlo ni manejarlo. La escena del funeral es demoledora: Cuando Cornelia se mide con la otra madre, recién allí tomará conciencia de la verdadera dimensión del dolor, aunque seguirá manipulando y comprando. En la última secuencia, el hijo –libre de la pegajosa presencia de ella- enfrentará solito al arrasado padre de la víctima. Pero Cornella desde el espejo retrovisor no dejará de vigilarlo. Diálogos intensos, personajes estupendamente delineados, mirada sugerente, actuaciones formidables. Un filme doloroso, creíble y riguroso.
TANGO QUE ME HICISTE MAL El Dr. Ezequiel Kaufman (Gastón Pauls) entra a trabajar como médico psiquiatra en un neuropsiquiátrico público. Entre sus pacientes descubrirá a Fermín Turdera (Héctor Alterio) a su nieta Eva (Antonella Costa) (...) Ezequiel descubre que Fermín sólo se expresa a través de letras de tangos y que ese Neuropsiquiátrico estropea más de lo que salva. Pero la nieta vale la pena. Y allí va, este idealista que anda solito agarrado las polleras de la madre, tratando de curar y curarse. Poco para rescatar: los diálogos son flojos, la historia es falsa, los personajes son puros estereotipos. A Alterio se le entiende poco, lo que no deja de ser un alivio, y el filme es tan impostado que nada suena real. Por ejemplo, se habla mucho de los abrazos: en la calle, en la clínica y sobre todo en el tango. “Si la piba te abraza así –le dice un viejo milonguero al médico- está muerta con vos”. Pero, lamentablemente, a la hora de mostrar parejas bailando, el filme se olvida de los abrazos y manda a escena a tres parejas que interpretan “tango escenario”. Nada de abrazos, saltos, piruetas, payasadas, chicos de gimnasio disfrazados de arrabaleros. ¡Pobre tango y pobre cine! Ese sólo detalle impregna de artificiosidad a un filme lánguido, pesado, fallido, un melodrama que quiere ser pintoresco y no puede. ¿Algo para rescatar? La estampa de Antonella Costa, la primera milonga, bien bailada, en una pista barrera del año 45; el buen trabajo de Emilio Disi como un veterano baquiano y rencoroso. ¿El dato? Otra vez Luciano Cáceres anda enojado y otra vez, entre cortes, quebradas y evocaciones, entra por la ventana un poco de historia .
El amor no necesita críticos Víctor es un crítico de cine pedante, huraño, neurótico, prejuicioso, cínico, medio amargón, un tipo que ama tanto a la Nouvelle Vague que hasta relata sus idas y vueltas en francés. Es de esos críticos (¿así seremos?) que se maneja con prejuicios, que descarta o consagra de antemano, que temen que les llegue a gustar algo comercial, un hombre que anda sin plata y sin grandes proyectos, que viene de un fracaso de pareja y que es conocido como un analista implacable, un cinéfilo enemigo de los estereotipos y los clises, sobre todo los de la comedia romántica, con su carga de casualidades, escenas melosas, comienzos accidentados y finales felices. Pero claro, se le cruza una linda viajera (la encantadora Dolores Fonzi), nada que ver con él, y el tipo hosco, negador, autosuficiente, se empezará a sentir incómodo con este vínculo que le mueve todas las estanterías, que le da vuelta los gustos, que le enseña que hay lugares comunes que valen la pena. Y Víctor, a regañadientes, comenzará a disfrutar la vida (y los filmes) desde otro lado y con otra mirada. Y sentirá distinto y escribirá distinto y terminará haciendo lo que hacían los personajes que tanto abominaba. Rafael Spregelburd está bárbaro: con miradas, pequeños gestos y esa pose y esa voz arrogante, compone un Víctor estudiado y tambaleante. Dolores Fonzi tiene unos ojos que puede inquietar no sólo a los críticos. “El crítico” es una comedia bien hecha, inteligente, sin tonterías, con gente normal, interesante. La confrontación entre ficción y realidad, persona y personaje, escribir y sentir, está bien insinuada, con toques chispeantes, sin cargar las tintas. El crítico al final se dará cuenta que la vida y el amor no respetan géneros, que cualquier historia puede terminar en drama o comedia, y que nunca es tarde para aprender, aunque duela, que el amor no sabe de razonamientos y que hasta los intelectuales más estudiados y envarados (y Víctor es uno de ellos) puede caer en los brazos de una de esas muchachas diferentes, que un día se nos meten sin permiso en nuestra sala de exhibiciones para alegrarnos (o malograrnos) la gran función de nuestra vida.
Luciano Cáceres anda loco y enojado Es un intento ambicioso para un director debutante: contar las peripecias de un tipo singular, Tito Pereyra, nenito en Tucumán, trepador en Buenos Aires, sufrido y sufridor, violento, omnipotente, ligero, desalmado, le gusta andar por la banquina y se las cree. La historia hace agua por varios lados y sólo la buena ambientación consigue darle cierta veracidad. No están mal las estampas de la niñez en Tucumán, pero se demora demasiado. Y el guión no explica cómo ese vendedor de alfajores llegó tan alto y en tan poco tiempo. El final se ve venir y todo respira un aire trágico y algo grandilocuente. De cualquier manera, algunos momentos están bien resueltos, aunque peca otra vez –como mucho film nacional- de querer meter por la fuerza la historia del país en medio del drama de sus personajes. Empieza como una viñeta costumbrista y va girando hacia el testimonio histórico y el thriller. Abarca más de lo que aprieta, pero tiene aciertos parciales a la hora de pintar la vida en las orillas.
CLIMA BRASILEÑO Cada uno es de cada lugar. Y la migración, aunque sea exitosa, siempre tiene sus riesgos. El hogar es clave y darle la espalda, duele. Sobre estas cosas aletean estos loros de “Rio 2”, secuela inevitable del simpático opus inicial, un filme que vuelve a a tener como protagonistas a esta pareja de guacamayos que ahora anda con cría. El planteo inicial es: ella quiere volver al Amazonas, donde quedaron los suyos; y el guacamayo macho se acostumbró tanto a las calles de Río que para volver a la selva se lleva un GPS. Son, como se sabe, los últimos ejemplares de una especie (¡otra!) en peligro de extinción. Y allá van, hacia la selva, que al final resulta tan peligrosa como la ciudad: hay cazadores, tipos que talan árboles y encima la interna de los pajarracos (azules contra colorados) es casi como la que conocemos. El filme enseña que el destino impone el rumbo y que el mejor lugar para ejercer de guacamayo es en medio de la naturaleza. Está bien, pero no agrega nada a un género con mejores exponentes. Sobran los números musicales y hay mucho colorido brasileño (música, paisaje, fútbol), aunque el mensaje ecológico y su moraleja a favor de la familia, están bien resueltas.
TRES BOBOS SUELTOS Son tres amigos: dos solteros y un casado que anda tristón porque su mujer hizo justicia y lo abandonó. Bajón colectivo del trío y la decisión, para solidarizarse con el dolorido, de que ninguno de los tres se va a comprometer con ninguna chica. Algo que deberían agradecer las lindas muchachas Juramento de soltería hasta donde se pueda. Pacto adolescentes de tres inmaduros. Una comedia sin chispa, protagonizada -¡otra vez!- por tres treinteañeros bobalicones que dicen tonterías a mil por hora, que se comportan como nenes de la primaria, que se hacen los cancheros hasta que, por supuesto, aparece un par de lindas señoritas que les hacen renunciar a pactos y estupideces. El planteo podría avanzar si tuviera un libretista inspirado, unos actores con gracia, una puesta imaginativa, un par de escenas divertidas. Pero, no hay nada de esto, sólo Nueva York, como siempre, pone algo de encanto ante tanta chatura. Palabras gruesas, chistes ramplones sobre el sexo, audacias verbales y pacatería visual, infaltables escenas escatológicas y un final que se quiere poner serio y romanticón y apela a una gastadísima declaración de amor con mucho público que aplaude. Pero lo peor son sus personajes: tres impresentables que se piden permiso para poder acostarse con su chica, que se cuentan todo, que interrumpen y se meten en el cuarto cuando el otro está haciendo el amor. Al final, dos saldrán a flote, pero el esposo engañado, no. Dan ganas de abandonar a los tres.