SUSPENSO EN EL AIRE Thriller con alas. Un agente de seguridad de aerolíneas, gastado por el abandono y la bebida, recibe en pleno vuelo un amenazador mensaje de texto: “si no me depositan 100 millones de dólares ya, cada veinte minutos mataré un pasajero”. ¿Quién es? La cosa se empieza a complicar porque el señor de la amenaza ingresó a una red restringida y secreta. El agente intenta resolver ese enigma tratando de evitar el pánico. Pero no lo logra porque empiezan a llegar las muertes prometidas. Todos son sospechosos, hasta los tripulantes. Desde tierra, consideran que todo es un truco de este agente de seguridad, arrasado por una reciente tragedia familiar. Así que el hombre tiene tarea múltiple: está solito, pocos le creen y nadie la ayuda y encima a metros de un asesino. Hay acción, juegos cambiantes, suspenso y hasta un remate espectacular en pleno aterrizaje. Como héroe solitario y gastado, Liam Nesson está impecable.
UNA GUERRA DE MUSEO Ni el gran elenco ni el gran tema logran elevar este filme por encima de la monótona corrección. La pregunta que plantea es: vale la pena el sacrificio de un hombre para salvar una obra de arte. Y el filme con poca suerte transita por ese callejón. También parte de un hecho real: A finales de la II Guerra Mundial, a un selecto grupo de historiadores, directores de museos y expertos en arte, tanto británicos como norteamericanos, se les encomienda la importante y peligrosa misión de recuperar las obras de arte robadas por los nazis durante la guerra. Un operativo casi imposible: las obras estaban muy bien custodiadas y el ejército alemán tenía orden de destruirlas en cuanto el Reich cayera. Pero claro, aún había guerra y el arte y la muerte se pisaban los talones. Filme convencional, que se ha empeñado en darles carácter a sus personajes, pero que carece de fuerza y compromiso estético. Nada está mal pero nada conmueve ni interesa demasiado. Es llevadera y tiene algunos buenos momentos, pero eso no debería ser suficiente. Clooney adopta los trazos de una comedia ligera para dar cuenta de un suceso que exigía más nervio. No hay peligro cierto no hay guerra, no se compromete emocionalmente con la historia, lo que queda es una decena de tipos simpáticos en busca de alimentos para los museos. En el final, su personaje habla sobre el valor simbólico de esos salvatajes, explica que esas obras son de la humanidad, que fueron creadas para el disfrute de todos los hombres. Y que, aunque se perdieran algunas vidas, había que ponerlas lejos del afán destructivo de un régimen que buscaba aniquilar la humanidad incluso desde la belleza.
Conmovedor filme sobre luchas y dolores El filme cuenta la encendida lucha de un hombre contra un injusto sistema. Y por ese lado el libro tiene algún lugar común y alguna innecesaria condescendencia. Pero lo que queda en pie es suficiente para anotarla entre las mejores candidatas al Oscar. Por su crudeza, por su energía, porque es creíble, pero sobre todo por la soberbia actuación de Matthew McConaughey, que compone a fondo, con infinidad de matices, un chocante enfermo de sida: un drogón homófobo, machista, borracho que deja ver a una industria farmacéutica menos preocupada en curar que en imponer supremacías y ganar dinero. Cuenta la historia real de Ron Woodroof, un electricista y cowboy texano que en 1985, cuando fue diagnosticado con VIH-sida, decidió procurarse los medicamentos que el Estado le negaba y creó una red clandestina de clubes de desahuciados, agrupaciones de enfermos que se resistían al uso de AZT por considerarla dañina, y que apostaron a un cóctel de hierbas y productos alternativos. Ron es el alma de esa lucha y de esta película. Hay que verlo flaco y eléctrico, manipulador y sensible, hay que seguir sus pasos y su mirada, un tipo arrogante a veces insoportable pero siempre conmovedor, que se asocia con un travesti (enorme personaje animado por Jared Leto) y que desde los ruinosos bordes de ese mundo en picada, convierte a su lucha en el mejor cóctel contra la demoledora enfermedad. Filme nervioso, áspero, desgastado como su personaje, que no trafica ni con los golpes bajos ni con el suplicio de esos enfermos y que en su ferocidad encuentra el mejor modo de salir a flote y redondear un personaje que duele, carnal, infatigable, un moribundo que llena de vida toda la película.
PREMIO INESPERADO Después de recibir un falso premio por correo, Woody Grant, un anciano con Alzeheimer, cree que se ha vuelto rico y obligará a su hijo David a emprender un largo viaje para ir a cobrarlo. Poco a poco, la relación entre ambos —rota durante varios años por las borracheras de Woody— irá adquiriendo singulares matices. Es un típico filme de Alexaner Payne (“Entre copas” y “Los descendientes”), con personajes grises, relaciones humanas conflictivas, gente perdedora, y el viaje y el camino como desafío y revelación. Comedia dramática, agridulce y sensible, que tiene en Bruce Dern -un conmovedor Woody- el mayor exponente de un elenco actoral sin fisuras. Otra historia sencilla, melancólica y emotiva que reflexiona sobre el paso del tiempo, por supuesto, sobre las difíciles relaciones familiares, pero que también echa un poco de luz tristona sobre esos pueblos perdidos a los que la crisis los dejó inmóviles y casi desiertos, paisajes mustios poblados por una veteranía desganada que gasta sus horas y sus últimas ilusiones en la cerveza, el bar la TV. Son seres dominados por la rutina a quienes una fantasía (ese falso premio), los despertará y les obligará a revelar el verdadero rostro de sus intereses: codicia, tedio, violencia, hastío, mentiras. Y por allí andará Woody, quien a falta de mejores horizontes, apostará sus últimas horas a soñar con algo en algo, porque –como dice el hijo cuando van a buscar ese millón de dólares- “él cree lo que la gente le dice”. Al final, tuvo sentido tanto recorrido: el viaje con su hijo fue el mejor premio.
Exuberante, desencantado y fascinante Es extravagante, autocomplaciente, esteticista, vistosa y fragmentada, pero tiene momentos mágicos y entre sus puntillas y sus delirios nos deja ver un mundillo bello, decadente, fugaz y desbordado. En el centro está Jeb (un soberbio Toni Servillo), periodista cultural, todo un referente de ese mundo fantasioso y ausente. Tiene 65 años y en su juventud escribió una gran novela. Pero no escribió más y hoy vive (como su ciudad) de ese pasado. Estamos en la Roma de los snobs y los artistas, de los raros y los desilusionados. “Los verdaderos habitantes de Roma son los turistas”, dice un relator. Y Sorrentino adopta entonces trazos fellinianos para dejarnos una nueva “Dolce Vita”. Marcelo ahora es un hombre cansado, de lengua filosa, inteligente, desdeñoso, que ante la falta de esperanzas se refugia en el desencanto y el cinismo. Es un personaje clave en ese paraje donde sus calles y sus estatuas parecen ser lo único verdadero ante este desfile de máscaras e imposturas. Hay que saber actuar –enseña Jeb- en las fiestas y en los funerales. Y aceptar la existencia con la suficiente liviandad, porque “la vida es un viaje”, como aconseja Celine. Entre tanta nada, “todo es un truco”, agregará un mago que hace desaparecer cosas en ese mundillo donde todo se esfuma. Por eso reinan la máscara y el espectáculo y por eso el desenfreno será nada más que una buena costumbre. Al filme le cuesta arrancar, tarda en encontrar el rumbo, pero de a poco te embriaga con sus imágenes, sus rostros, sus diálogos, con su desfile abarrotado de estampas sueltas que parecen pintar mejor que nada el vacío existencial de los que están pero no saben para qué. El filme juega con los excesos y los contrastes. Y presenta a Roma como una ciudad santa y puta: comienza con la imagen de una trotacalles ajada y termina con una monja milagrera trepando por una interminable escalera. De esos extremos está hecha la ciudad, la gente y la película. Su tendencia al desborde, sus planos casuales, sus escenas inexplicables pueden bordear el absurdo. Pero Sorrentino allí nos dice que de esos pedacitos está hecha la vida, porque al final del camino lo que le quedará a Jeb “es el olor a comida de la casa de los viejos” y el recuerdo de ese amor adolescente, único refugio ante tanta soledad y hastío.
MENOS DE LO MISMO Vuelve el drama de Shakespeare sin aportar nada nuevo. ¿Por qué insistir con un texto tan transitado por el cine? Seguramente los productores imaginaron que en la inmortal historia de estos trágicos amantes hay elementos de sobra para poder encandilar una nueva generación de románticos. Y allí fueron. Poco para destacar. Ni siquiera tiene las cuidadas imágenes de la versión de Franco Zeffirelli (1968), linda y dulzona. Aquí no hay nada nuevo y nada destacable, salvo una cuidada ambientación de época. Lo peor son las actuaciones: Hailee Steinfeld y Douglas Booth (Julieta y Romeo) son dos héroes de madera que recitan sin gracia y que ni siquiera logran poner al público de su lado. Lo mejor, los escenarios naturales de Verona y la oportunidad de poder saborear una vez más un texto inolvidable que sigue desafiando el tiempo y las malas versiones.
Búsquedas y encuentros Philomena Lee es una adolescente irlandesa que queda embarazada. Su familia la desprecia y ella y su bebé van a parar al convento Roscrea. Philomena trabaja de sol a sol y es casi una esclava. Y a su bebé, como a tantos otros, las monjas de ese orfanato lo venden a ricas familias estadounidenses. Cincuenta años después, Philomena se anima a volver sobre su pasado, le cuenta a su hija este secreto tan guardado y, acompañada por un periodista, viajará a Estados Unidos tras los pasos de ese hijo. Quiere encontrarlo para saber qué fue de él y para sacarse de encima sus preguntas y su culpa. Es un hecho real y lo mejor que tiene este filme, convencional pero noble, son las filmaciones caseras que se pudieron recuperar de ese hijo tan perdido y tan negado. Cuando su madre llega a Estados Unidos se enterará que años atrás había muerto, que era homosexual, que fue un abogado exitoso que trabajó para el presidente Reagan y que mal o bien ahora revive para su madre desde esos filmes familiares. ¿La recordaba, sabía quién era? Stephen Frears (“La reina”) es un realizador con oficio pero muy ceñido a sus textos. Su obra es respetuosa y correcta, pero nada más. Aquí lleva con buena mano una historia cargada de resonancias. El tema interesa y lo mejor está en la parte final, cuando el filme confronta verdades y mentiras, recuerdos y realidad, cuando surge claro una crítica implacable contra la actitud hipócrita de las monjas y cuando esa madre al final comprende que a veces en la vida la verdad y la venganza deben rendirse ante la fuerza purificadora del perdón. “Philomena” es algo complaciente en la pintura de sus personajes (buenos y malos) y adopta algunos recursos fáciles, pero es una historia que invita a reflexionar sobre la culpa, la religión, el perdón, el destino y las cambiantes máscaras que adopta el pecado. Y habla de la búsqueda cargada de expectativas y esperanzas de una mujer que –tal como lo prefigura la cita de T.S.Eliot- tuvo que regresar a sus comienzos para poder darle sentido a su final.
OTRO QUE SUFRE MUCHO Hospital de New Orleans, horas antes de la llegada del arrasador Katrina. Matrimonio joven, un parto que se adelanta unas semanas, una madre que muere en el quirófano y una beba que sobrevive con asistencia mecánica en un hospital sin luz ni agua. Un padre desesperado que debe hacerse cargo de esa hijita en medio de la catástrofe. Uno de esos films donde el sufrimiento no da tregua. Golpea por todos lados como esa tempestad de viento y agua que pareció llevarse todo. Película póstuma del actor Paul Walker que murió en un accidente hace dos meses. El es el padre abnegado que encuentra en ese sacrificio el mejor homenaje a esa madre que ya no está. El avance feroz del agua (algo que los platenses conocen demasiado) le agrega más furia a un film que sólo encuentra algo de alivio en el llanto final de la nena.
HOGAR, AMARGO HOGAR Parte de una premiada obra teatral que tuvo una soberbia versión en nuestro país. Y no reniega de su origen. Al contrario, parece una transcripción tan obediente que incluso hasta define su estética: concentrada, muy dialogada, con una cámara quieta y hasta con una dirección de actores que a veces recarga demasiado su histrionismo. El tema es denso: la sorpresiva desaparición de un jefe de familia, en Oklahoma, logra que su familia se reúna. Está la matriarca (Streep), sus tres hijas y su hermana. Recuerdos, reproches, revelaciones y secretos aparecen a lo largo de este par de jornadas de desahogos y puesta al día. La riqueza dramática de la pieza teatral se desvanece, aunque el nivel interpretativo es alto. La sensación es que hay demasiados temas y subtemas en medio de tanto hartazgo y griterío. “Los secretos que escucharon estas paredes”, dice la matriarca, destruida por las pastillas y un cáncer. Pero a veces destruyen más los secretos que nadie escuchó, toda la sobrecarga de olvidos, celos y silencios que palpita en toda familia. Una obra dura sobre el desamparo y la mentira, sobre el hogar como campo de batalla y sobre la soledad de esas tres hermanas y esa madre que sienten la desaparición sorpresiva del padre como el resumen de una familia que hace tiempo se había extraviado. La matriarca se queda sola, sin hijas y sin el terrible secreto; desesperada y frágil se refugiará en el regazo de la nueva niñera, buscando en esos brazos un renacimiento y un ayer imposibles.
Ejiofor es un negro emancipado, pero cae en manos de unos traficantes y es vendido como esclavo. Estamos en los años previos a la Guerra Civil. Y estará doce años, golpeado y desesperado, rodando entre plantaciones rotosas del sur profundo. Filme académico que no agrega nada nuevo a un tema que Hollywood, recargado de culpas y estereotipos, cada tanto retoma. Es prolijo y se mantiene en los límites de lo políticamente correcto. Es cruel y no ahorra torturas, pero no va más allá de ser un muestrario condescendiente y muy calculado sobre las penurias de este violinista bueno, culto y abnegado, un padre de familia a quien la esclavitud le quitó parte de su vida y de su dignidad. El filme entretiene pero no conmueve. Está bien ambientado y la historia, basada en un hecho real, interesa. Pero hay algo de catálogo de calamidades en estas imágenes que no transmiten ni la espesura de tanto dolor ni las profundas implicancias del tema. Steve McQueen parece regodearse en registrar en detalle los castigos físicos, pero su mirada no es rigurosa y sus personajes son muy esquemáticos y demasiado conversadores. Solo en algunos momentos (pocos) el filme se olvida de su cuidada puesta en escena para dejarnos algunos pincelazos sutiles sobre ese horror: el protagonista está colgado de un árbol y un plano largo registra la indiferencia de los otros negros. Es una secuencia implacable y silenciosa, una muestra de que el terror ya había aniquilado no sólo las espaldas sino también el alma de esos esclavos que tenían prohibido hasta la piedad.