El mundo de Marta Buneta está patas para arriba. Y así, de hecho, mirando todo desde una perspectiva inusual, termina la protagonista de este cálido documental en el último de los singulares shows que Malena Moffat y Bruno Rodríguez hilvanan a lo largo de un relato polifónico que gira en torno de un personaje único y traza hipótesis sobre su lugar en un entorno que funciona con otras reglas. Está claro que Marta, una artista callejera que monta periódicamente sus personales números coreográficos y musicales en una vereda de la zona de Congreso, tiene su propio universo sensorial y afectivo. También que sus rutinas, en apariencia extravagantes, responden más a deseos que a mandatos, algo que la transforma en una individualidad difícil de encuadrar. El horizonte de esta serena septuagenaria es la performance, pero su arte circula fuera de los circuitos de legitimación más habituales. Y la película se compromete en ese mismo camino, acompañándola con respeto, pero sin solemnidad. Si la respuesta social para el que no encaja en la lógica del sistema es el desprecio, o la indiferencia, y la institucional suele limitarse a la dinámica del diagnóstico y la medicación, Marta Show se planta como decidida alternativa: apuesta a la solidaridad y la empatía, dos valores tachados de ingenuos o voluntaristas con un cinismo que esta venerable señora no tiene.
¿Habrá imaginado Lucía S. Ruiz que las imágenes que registró en 2000 con una cámara VHS terminarían transformándose en un documental? Las tomó durante un viaje a Madrid y París, ciudades importantes para su abuelo Pepe, nacido en la capital de España y exiliado en la de Francia en plena Guerra Civil. En este film lleno de lirismo, esos recuerdos reaparecen puntuados por una voz en off que juega un rol decisivo. Es interesante lo que se cuenta y también cómo es narrado: queda claro que la directora llevó años esa película cargada en su imaginario, tantos como para hacerla aflorar con una sensibilidad conmovedora y una determinación estética notable.
Premiado en los festivales de Cannes, Lima y Mar del Plata, este inusual largometraje toma como punto de partida la organización de un funeral de un integrante de la comunidad indígena Krahô, establecida en el norte de Brasil, para terminar trazando un inteligente contrapunto entre sus rituales y modos de vida y las rígidas e inescrupulosas reglas de lo que conocemos por "sociedad civilizada", convertidas en potencial amenaza para su subsistencia. El intenso viaje (físico y espiritual) del protagonista, de apenas quince años, es narrado a través de un relato calmo pero fluido que cruza con sagacidad la ficción y el documental. Los directores de la película (una brasileña y un portugués) ponen en juego diferentes recursos -un montaje muy bien trabajado para sintetizar algunas creencias mitológicas, oportunas correcciones de color que realzan los significados del paisaje, secuencias con una puesta en escena encuadrada dentro de los patrones del cine más tradicional- y consiguen un resultado heterogéneo, difícil de encuadrar en términos genéricos, pero también muy concreto en cuanto a sus alcances sociológicos y políticos. Como curiosidad para los argentinos debe señalarse la inesperada aparición de un fragmento sonoro de "Cementerio Club", tema que Luis Alberto Spinetta grabó para Artaud (Pescado Rabioso), uno de los mejores discos de su riquísima carrera.
Cronista esencial de los traumas generados por el radical cambio social y económico que ha vivido China en los últimos años, Jia Zhangke es la figura más importante del cine independiente de su país, un artista muy valorado internacionalmente y, claramente, un hombre de acción: director de un festival, impulsor de una cadena de salas dedicadas a exhibir películas de arte y ensayo, referente cultural ineludible de su ciudad natal, Fenyang, e incluso diputado electo. Siempre enfocado en poner el dedo en la llaga, se ha manejado con la suficiente inteligencia como para esquivar la censura del gobierno chino, generalmente poco proclive a tolerar las críticas. En este caso, el relato se desarrolla en el submundo del crimen organizado, un ambiente con reglas y rituales propios en el que las mujeres no consiguen un espacio con facilidad. Sí lo logra el valiente personaje que interpreta con aplomo Tao Zhao (actriz casada con el director), una mujer que debe abrirse camino en una sociedad patriarcal en la cual el dinero y el poder han cobrado cada vez más relevancia. Qiao (tal su nombre en esta ficción) detecta mejor que nadie cómo se van debilitando los férreos principios de honor, lealtad y bien común que sostenían al jianghu, un universo parecido pero no idéntico al de las mafias, y también protagoniza una historia de amor llena de alternativas y extendida a lo largo de diecisiete años (de 2001 a 2018), en cuyos vaivenes está reflejado el derrotero de un país que, según el propio Jia Zhangke, se ha convertido en una "gigantesca empresa" orientada exclusivamente a la eficiencia y el beneficio económico. Como telón de fondo de su aventura personal aparecen la industrialización creciente, una pasmosa revolución energética -del carbón al petróleo y a las imponentes represas hidroeléctricas-, la desertización de las zonas explotadas y el éxodo permanente de poblaciones enteras, resultados de una economía hiperplanificada que viene cambiando el mapa de China en más de un sentido. También la incorporación gradual y la reapropiación de tótems de la cultura pop occidental, un proceso en pleno desarrollo. Cineasta con ideas y personalidad, Jia Zhangke maneja con maestría la combinación entre la descripción minuciosa de los pliegues de la intimidad y la pintura sociopolítica. Crea climas e imágenes de gran aliento poético y llenas de poder de sugestión y significados.
Habría que celebrar que llegue a la Argentina una película italiana, dado que es inusual el estreno de films que no provengan de Hollywood en nuestra cartelera. Se sabe que la tradición cinematográfica de Italia es riquísima, y Ricordi? está a la altura de las circunstancias. Retomando un tópico muy transitado -el derrotero de una relación amorosa, desde la fascinación inicial hasta la angustiante ruptura-, Valerio Mieli consigue un resultado muy original. Pone a funcionar la cámara como un lápiz bien afilado que dibuja la exaltación, la tristeza y la inestabilidad de los personajes en un cuadro deslumbrante, caracterizado tanto por la belleza como por la abstracción. Incorpora referencias literarias y pictóricas, en diálogo con un relato que viaja con mucha fluidez en el tiempo, reflejando el mundo interior de los protagonistas más que alguna verdad probada, y prescindiendo de la voz en off, un recurso frecuente en las estructuras narrativas que revisitan el pasado. Suele ocurrir que aquello que muchos cineastas entienden por poético termina siendo cursi, solemne o preciosista. Ricordi? juega al límite en ese sentido y sale indemne. Se apoya en un formidable trabajo de fotografía, una edición muy imaginativa, la complicidad de un elenco reducido y muy sobrio, y una banda sonora exquisita que agrega matices sin subrayar.
Tercera película de Gaspar Scheuer ( El desierto negro, Samurái), Delfín cuenta las historia de un niño de once años que descubre en un corno francés las posibilidades de cambiar un presente difícil y de soñar con un futuro mejor. La relación con un padre sacrificado y comprensivo, la ausencia de una figura maternal, la fuerza de los deseos y los límites que suele imponer el contexto atraviesan esta historia sencilla que encuentra uno de sus pilares de apoyo más firmes en la química que consiguen Christian Salguero y el pibe Valentino Catania, protagonistas de una película sensible cuyas resonancias reproducen las de ese singular instrumento, capaz de emitir tanto sonidos suaves y dulces como ásperos y duros.
Si hay algo que llama poderosamente la atención de este documental es la similitud de la triste historia que cuenta con la reciente tragedia del ARA San Juan. El 3 de noviembre de 1965, un avión que llevaba a 54 cadetes egresados de las Fuerza Aérea hacia los Estados Unidos dio aviso de emergencia y luego desapareció misteriosamente en América Central. Siete días más tarde, luego de un infructuosa búsqueda, las autoridades militares argentinas dieron el caso por cerrado ante la desazón de los familiares (había, además de los egresados, otros 14 tripulantes). A más de 50 años de aquellos hechos, la película retoma con un riguroso trabajo de investigación ese drama, que todavía sigue abierto.
Cuatro amigos llegan a un lugar de apariencia pacífica, pero muy pronto empiezan a encontrarse con una serie de sorpresas inquietantes. El pueblo de montaña en el que se instalan temporalmente (una locación muy propicia en la provincia de Tucumán) no es precisamente un sitio apacible: su historia está atravesada por una oscura leyenda relacionada con la colonización española y una serie de sangrientos rituales que los nativos del lugar pusieron en marcha con espíritu de venganza hace muchísimos años y que todavía persiste entre los lugareños. Más que el desarrollo lógico de la trama, lo que importa en El diablo blanco son los climas. Y la película logra crearlos con un buen trabajo de fotografía, un uso inteligente del sonido y el apoyo de un elenco sólido y prudentemente alejado de los desbordes y la artificialidad, aun en los tramos más dramáticos. El acercamiento de Ignacio Rogers (actor con buen recorrido en el cine independiente que debuta en la dirección cinematográfica con este largometraje) al género del terror es serio, pero para nada solemne. Se inspira en el cine de bajo presupuesto de los años 90, aquel que provocó zozobra y fascinación a toda una generación y que tuvo como estandarte El proyecto Blair Witch (1999), aquella producción de apenas cinco mil dólares que terminó recaudando 45 millones de esa misma moneda.
Fundado en 1887 como colonia alemana por Bernhard Förster (casado con Elisabeth, hermana de Nietzsche), Nueva Germania es hoy un distrito del departamento de San Pedro (Paraguay). Su particular historia es repasada en este documental cuyo hilo narrativo es sostenido por un profesor interesado en investigar los orígenes, el desarrollo y la actualidad de un lugar que sus creadores imaginaron como una comunidad vegana destinada a probar la superioridad de la raza aria, una idea que unos años más tarde tendría trágicas consecuencias, con la llegada de Adolf Hitler al poder. En sus charlas con estudiantes y campesinos, el docente descubre los cruces con la cultura guaraní y otros detalles curiosos de la evolución de aquel proyecto de fines del siglo XIX.
Luego de una buena escena de apertura que reúne dos hechos disímiles (la eliminación de la selección local de fútbol a manos de la Argentina en el Mundial de Italia 1990 y el rescate de un Maserati hundido en el río Tíber romano), Paolo Virzi apela al despliegue de un generoso flashback que, con la excusa de reconstruir las motivaciones de un crimen (el del renombrado productor que viajaba en ese automóvil), va contorneando un alborotado, satírico y también melancólico homenaje a algunos de los más grandes héroes de la historia del cine de su país: Ettore Scola (Virzi ha declarado que tuvo la primera idea para esta película en el funeral del director de Feos, sucios y malos), Federico Fellini (hay un escena que lo recuerda con gracia y calidez), Bernardo Bertolucci, Marcello Mastroianni, Vittorio Storaro. Los protagonistas son tres jóvenes guionistas que desean acomodarse en el mundo del cine y lucen como una versión liviana y caricaturesca del trío que creó Francois Truffaut para su formidable Jules et Jim. Ellos se sumergen de lleno en el clima de comedia all'italiana -exaltada, kitsch, sensual, parlanchina- que claramente domina una película que observa una mitología perimida en ciertos momentos con ironía, en otros con espíritu lúdico (ahí está como prueba el cameo de una Ornella Muti transformada en provocativa maggiorata) y finalmente con una agridulce nostalgia.