Mucha información, demasiados giros en la trama para desorientar al espectador y unos cuantos cambios de registro. Con todo ese lastre carga esta ópera prima del bilbaíno Igor Legarreta, protagonizada por una joven (Flor Torrente) que viaja con su padrastro (Eduardo Blanco) desde la Argentina hasta el País Vasco para reconstruir la confusa muerte de su padre biológico, producida en el asfixiante entorno de la dictadura de Franco. Tanto peso no permite que la película, planteada mayormente como un thriller con varios enigmas que se van resolviendo gradualmente -algunos de manera forzada y poco verosímil-, avance con la fluidez necesaria. El añadido de una prototípica historia amorosa y algunos pasajes de humor más bien ramplón destinados a escaparle a la solemnidad tampoco encajan del todo en el contexto de un relato que sobrevuela una multiplicidad de temas (intrigas familiares, relaciones con las actividades políticas de la ETA, trampas de la Guardia Civil española, la trabajosa investigación de un crimen) sin profundizar en ninguno y termina recurriendo a una larga sucesión de flashbacks para vincularlos. El compromiso de un elenco solvente y muy compenetrado con su trabajo es la fortaleza más visible de un film cuyo guion, empeñado en mantener los misterios hasta el epílogo, acaba por conspirar contra el ritmo narrativo y restar eficacia.
Registro audiovisual de Gato Martínez Cantó y Eloísa Tarruella sobre el proceso de creación de una puesta argentina de Bodas de sangre, tragedia en verso extra escrita por Federico García Lorca en 1931. Este documental trabaja con buen criterio esa etapa caracterizada por la prueba, el error y el constante flujo de ideas. La cuidada filmación de esos cuadros de baile convive en armonía con una serie de ilustrativos testimonios de Mimí Ardú, Cristina Banegas y Ricardo Dubatti que dan su punto de vista sobre la dimensión artística del canónico poeta. La versión que se va delineando tiene una impronta propia: portuaria, urbana y posindustrial, a tono con el espacio donde se desarrolla, la fábrica recuperada IMPA, hoy centro cultural cooperativo.
Cuando vuelve a su pequeño pueblo de Anatolia -escenario de todas las películas del turco Nuri Bilge Ceylan-, Sinan no encuentra ninguna celebración de bienvenida. Acaba de graduarse como maestro y también ha escrito su primer libro, pero su familia está acechada por las deudas que contrajo un padre también dedicado a la docencia, atrapado por su adicción al juego. Todo lo que tiene que ver con ese lugar que permanece anclado en el pasado lo incomoda: sus recuerdos de la infancia, un entorno social que juzga chato, las prescripciones de religiosos conservadores. Especie de héroe trágico cargado de angustia y mordacidad, el protagonista emprende un viaje interior destinado a enfrentar sus dilemas existenciales. Y la película narra ese periplo con una contundencia notable. Ceylan domina todos los resortes de la puesta en escena, es un virtuoso director de actores y sabe cómo imprimirles a sus historias un aliento inequívocamente chejoviano: su pintura de la vida cotidiana de personajes comunes y corrientes es simple y efectiva, mientras que los temas que aparecen en sus relatos son variados, se van entrelazando con armonía -aunque a primera vista no tengan relación entre sí- y delinean con precisión el fracaso espiritual de individuos que, como define con crudeza el atribulado Sinan, se autoperciben "inadaptados, solitarios, deformes".
Cineasta prolífico y versátil, el francés Olivier Assayas deja claro con esta película de apariencia ligera que sabe perfectamente cómo construir una comedia sagaz, entretenida y sugestiva. La protagoniza un grupo de personajes bien definido: intelectuales, progresistas, enrollados en asuntos existenciales y entregados por completo al cada vez más inusual arte de la conversación. Los tópicos que abordan son precisos: reflexiones sobre la autoficción literaria y la muy actual pugna entre lo analógico y lo digital en la golpeada industria editorial ("Google está secuestrando nuestra memoria literaria", se dice en algún momento, con tono de evidente resignación). Ese desdoblamiento relacionado con los cambios tecnológicos funciona también como espejo de otro de anclaje más sentimental, el de la vida amorosa de gente de mediana edad que pendula entre la fidelidad y el adulterio. Se lucen especialmente Vincent Macaigne, un comediante excepcional, y Juliette Binoche, tan luminosa como aplomada en su papel. El moño de este refinado regalo cinematográfico lo pone nada menos que Jonathan Richman, con "Here Comes the Martian Martians", otra elección inteligente de un film incisivo y encantador rodado oportunamente en un granulado Súper 16 mm, guiño que sintoniza con su espíritu cargado de nostalgia por los modales de una época que, como es notorio e inevitable, empiezan a difuminarse.
Adaptación de una obra teatral de la misma directora, Dóberman trabaja sobre una larga conversación entre dos vecinas que refleja la colisión de mundos diferentes: la independencia de Mercedes como contracara de los traumas de Mirna, agobiada por una vida familiar chata y también muy decidida a tomarse revancha sin medir consecuencias. Esa charla apoyada en tópicos del costumbrismo empieza causando gracia y termina provocando inquietud cuando todo se vuelve más tenso. El sencillo andamiaje dramático del film está sostenido por la solvencia de dos buenas actrices (Mónica Raiola y Maruja Bustamante).
El punto de partida de este primera incursión en la dirección de Jimena Monteoliva (productora de Mujer lobo, Toda la noche y Kryptonita) es impactante: una joven golpeada por su pareja pierde un embarazo avanzado. De ahí en más, su vida se transforma en un calvario y la deteriorada casa en la que vive se vuelve cada vez más tenebrosa. La elección de esa locación y el trabajo de puesta en escena son dos de las fortalezas de este film que aborda un tema espinoso usando con inteligencia los códigos más reconocibles del cine de terror (una referencia es Repulsión, de Roman Polanski). También son buenos los desempeños de los protagonistas, Cecilia Cartasegna y Emiliano Carrazzone.
Mariela vuelve a su pueblo natal después de muchos años. Es una mujer misteriosa y claramente perturbada. Su intención principal, sabremos más adelante, es ajustar algunas cuentas del pasado. Un pasado teñido de negro por un episodio desafortunado en el que murieron sus padres y marcado también por disputas sentimentales que todavía repercuten en el presente e irán emergiendo en el relato a caballo de un serie de flashbacks que articulan la narración. Aun cuando se toma un tiempo excesivo para presentar sus conflictos centrales en un primer tramo algo moroso en el que apuesta todas las fichas a la sugestión, El bosque de los perros -ópera prima de este director argentino- consigue después transmitir con eficacia la inquietud que provoca su atmósfera densa, teñida de sangre y rencores que no terminan de expirar. Ayuda un buen trabajo de puesta en escena, consolidado por el desempeño solvente de un elenco medido y compacto en el que se luce su protagonista, Lorena Vega, de virtuosa trayectoria en la escena del teatro alternativo porteño. Oscuro y opresivo, este thriller, rodado mayormente en Vicente Casares (provincia de Buenos Aires), mantiene la gravedad hasta el final, renunciando a cualquier tentación de alivianarse.
Un sueño puede transformarse rápidamente en pesadilla. Eso le queda muy claro a Lorenzo, un artista plástico que a los 50 decide tener un hijo con su pareja, una enigmática bióloga noruega mucho más joven que él. Los problemas comienzan a insinuarse durante el embarazo, crecen con la llegada de una partera que genera en la casa un clima de notoria hostilidad y explotan con el nacimiento del niño, que dispara la neurosis de una madre absurdamente sobreprotectora. Apoyado en buenas actuaciones de todo el elenco, Sebastián Schindel (quien ya había dirigido a Furriel en El patrón: radiografía de un crimen) consigue crear el ambiente inquietante y cargado de tensión y misterio propio de un thriller virtuoso en buena parte del relato. Se abstrae, en cambio, de sugerir alguna motivación concreta para explicar el origen de esa relación tortuosa que mantienen los protagonistas, algo que cada espectador tendrá que inferir a partir de un par de datos sueltos: un pasado familiar traumático que incluye algunos problemas con la bebida y una pelea contra el paso del tiempo que Lorenzo intenta resolver como puede, aun cuando empieza a sospechar que el destino le juega fatalmente en contra. No hay redenciones ni zonas del todo luminosas (salvo por el apoyo incondicional de la pareja de amigos que interpretan Gusmán y Cáceres) en este film que mantiene el tono amargo hasta su desenlace.
A partir de un taller que dictó en el colegio Jrimian en 2015, cuando se conmemoraron los cien años del genocidio armenio, Hernán Khourian armó este documental que reúne los registros audiovisuales de varios alumnos que grabaron los testimonios de sus familiares. Central a esos relatos es el concepto de diáspora, una dispersión que fue producto de la deportación forzada impulsada por Turquía durante la Primera Guerra Mundial. Se calcula, además, que entre 1915 y 1923 fueron asesinadas un millon y medio de personas. Khourian trabaja con mucha imaginación, superponiendo imágenes para tejer una densa amalgama que une un pasado doloroso con un presente en el que persiste la memoria.
El agudo conflicto en el foco de La guerra silenciosa es disparado por un incumplimiento: el de los directivos de una poderosa compañía automotriz que habían pactado un acuerdo salarial de cinco años con un importante grupo de obreros y cuando apenas habían transcurrido dos deciden unilateralmente cambiar las reglas de juego. Son más de mil los empleados que corren riesgo de quedar en la calle, lo que enciende una intensa batalla con la patronal y también unos cuantos chispazos internos entre los amenazados. Stephane Brizé, cineasta que ya se había acercado eficazmente a los dilemas de la clase trabajadora en El precio de un hombre, narra esa guerra del título con una puesta en escena funcional a la tensión dominante en todo el relato: cámara en mano, registro de tipo documental, intervención de actores no profesionales. Hay también un héroe (encarnado por Vincent Lindon con pasión y elocuencia) que lucha por no quebrarse. Y una lógica visible (la del capitalismo), cuyo objetivo de acumulación de ganancias a cualquier precio ha despertado rebeliones como la de los chalecos amarillos en Francia, donde también se desarrolla esta ficción. Sobre el final, Brizé recurre a un golpe de efecto cuya necesidad dramática es discutible. Pero ese árbol no debe tapar el bosque: lo que cuenta esta historia es demasiado grave e importante como para detenerse en un simple detalle.