La historia que cuenta esta película profundamente personal de Juan Martín Hsu -el director argentino de origen taiwanés que en 2015 estrenó La salada, otro film singular que tenía como epicentro el problema del desarraigo- tiene ribetes realmente dramáticos. Hsu combina el documental familiar con la ficción para intentar reconstruir la historia del asesinato de su padre en Buenos Aires (presuntamente perpetrado por la mafia china) y del traumático exilio forzado de su madre, a quien visita dos veces en Taipei (capital de Taiwán) con siete años de diferencia (primero en 2012 y luego en 2019). Hija de una víctima del “White Terror”, período de ley marcial en Taiwán que duró cuarenta años, la mujer llegó a la Argentina para acompañar a su esposo, en contra de sus propios deseos, y nunca terminó de adaptarse a una nueva vida en un lugar completamente ajeno y en el que tuvo sobre todo obligaciones. La trama policial no queda resuelta porque las versiones recogidas por el director son confusas, contradictorias, pero la película se termina transformando en un informal tratado sociológico que revela las dificultades del destierro para los integrantes de una comunidad que creció sistemáticamente en la Argentina a partir de los años 90. En medio de esa trama cargada de tristeza aparece un resquicio de felicidad, modesto pero significativo, cuando la música funciona como vía de escape: en la celebración del karaoke que tanto disfrutan los orientales y a través de las curiosas versiones en mandarín de clásicos del rock argentino como “Hablando a tu corazón”, de Charly García, y “Seguir viviendo sin tu amor”, de Luis Alberto Spinetta.
En 1989, Pedro Almodóvar le dijo a la revista francesa París Match que estaba empeñado en evitar cualquier recuerdo del franquismo a través de sus películas. Era una reacción extrema que simbolizaba la dificultad para enfrentarse con un pasado doloroso en una época marcada por la felicidad y la catarsis provocadas por la recuperación de la democracia en su país: los años del destape. Pasó el tiempo y finalmente el tema emergió de la profundidad de su conciencia. Sensibilizado por la discusión sobre la búsqueda y apertura de las fosas comunes e individuales con restos de las víctimas de la represión (cerca de 100 mil personas, según los cálculos oficiales), Almodóvar se anima ahora a abordarlo y paga las consecuencias de su atrevimiento: la recaudación de Madres paralelas está lejos de las que obtuvieron sus films más taquilleros, aun cuando las críticas fueron mayormente elogiosas e incluso la película ha sido estrenada, y muy celebrada, en Inglaterra, Estados Unidos y Francia. Las madres paralelas del título son Janis (Penélope Cruz) y Ana (Milena Smit), dos mujeres solteras que comparten habitación en una maternidad. Una anda por los cuarenta, es bisnieta de un desaparecido en la Guerra Civil y creció con su abuela, que siempre mantuvo viva la memoria de su padre asesinado. La otra acaba de abandonar la adolescencia y es hija de un matrimonio que desprecia a la política y no se arrepiente. La primera quedó embarazada durante una relación con un antropólogo forense que estaba en pleno auge, y la segunda fue violada. Dos situaciones radicalmente distintas entrelazadas gracias a esa reconocida capacidad que tiene el veterano director español para urdir tramas con prodigiosas casualidades. Es un planteo argumental barroco y estridente que Douglas Sirk o Fassbinder, referentes inequívocos de Almodóvar, hubiesen aprobado. Y está íntimamente vinculado con una convicción que ya marcaba su largometraje anterior, Dolor y gloria (2019): para construir un futuro más sano es mejor desenterrar los secretos traumáticos y enfrentarlos. Más allá de aquella declaración de fines de los ochenta en la que justificaba su necesidad de evasión, Almodóvar evocó más de una vez el oscuro pasado político de su país a lo largo de su carrera, con mayor o menor énfasis: basta con pensar en el policía violador de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, los exiliados republicanos de Tacones lejanos, la voz del secretario del Consejo de Ministros de la dictadura de Franco, Manuel Fraga, decretando el estado de excepción en el inicio de Carne trémula, o la aguda crítica a la complicidad del catolicismo con el régimen autoritario que se mantuvo treinta y seis años en el poder en España en La mala educación. Pero esta vez lo hace a través de una historia sin villanos explícitos -más allá de una alusión puntual a los obstáculos que el gobierno de Mariano Rajoy interpuso al desarrollo de una política de memoria histórica en España-, con personajes que sufren pero también gozan o se redimen en el marco de un mundo pintado con esos colores chillones que suelen caracterizar a su paleta personal. Estrenado en el Festival de Venecia, donde ya se lo había distinguido con el León de Oro honorífico en 2019 y también había presentado un año más tarde su cortometraje La voz humana (adaptación de un monólogo de Jean Cocteau protagonizado por la inglesa Tilda Swinton), este melodrama intenso y cargado de juegos con el tiempo logra que los vaivenes emocionales -combustible principal del género- no opaquen el contenido político de la historia, reflejado en también en la propulsión de una feminidad libre y heterogénea. Y encuentra en el fabuloso trabajo de Penélope Cruz una de sus fortalezas más notorias: capaz de irradiar dramatismo, compromiso y calidez con la misma potencia, esta actriz insustituible dentro del clan de chicas Almodóvar compone uno de los mejores papeles de su extensa carrera, propiciando la identificación inmediata gracias a una energía arrolladora impulsada por el amor, la valentía y la sororidad con la que conecta virtuosamente los dramas del pasado con las demandas del presente. Es la heroína necesaria que Almodóvar forjó para su flamante manifiesto contemporáneo, justo cuando los fantasmas ominosos de tiempos que parecían definitivamente superados regresan una vez más, encarnados ahora en el discurso retrógrado y reaccionario de Vox.
Una joven desesperada después de descubrir que su pareja le es infiel recurre a una inquietante hechicera que le prescribe un ritual sangriento para reconstruir esa relación que tambalea. Pero las cosas no salen como estaban planeadas y la presunta solución -relacionada con la boda del título- termina transformándose en una pesadilla. El disparador de esta película de un cineasta ruso que se ha perfilado en una década de carrera como un especialista en el terror (tiene ya siete largometrajes encuadrados en ese género) es simple, de hecho bastante más elemental que su desarrollo, cargado de temáticas y vueltas de tuerca hasta rozar el manierismo: la cuestión del choque de clases en la Rusia contemporánea, la creación artística y su ligazón con la política, la paternidad y la maternidad, los celos, el amor tóxico… Demasiados asuntos para una sola trama. Pero Svyatoslav Podgayevskiy también introduce líneas narrativas vinculadas con las narrativas del folklore ruso, revelando una ambición que le cuesta sostener con recursos cinematográficos. Para tratarse de un film sobre los amores obsesivos y los problemas derivados de las manías de la posesión -los tópicos que el propio director declaró tener en mente para este proyecto-, la sobreabundancia de información abruma y, sobre todo, distrae. El trabajo de fotografía y montaje salvan del naufragio completo a esta historia que requería de un foco más preciso, en lugar de tantas ramificaciones argumentales.
La ambición desmedida siempre es riesgosa. A Máximo Ferradás (Mariano Martínez), empresario e hijo menor de una poderosa familia de pescadores, esa ambición lo lleva al borde de la tragedia. Apurado por triunfar en el mundo de los negocios, Máximo le pide en vida a Francisco, su padre, su parte de la herencia. Eso primero lo enfrenta con su hermano y después se transforma en un trampolín al abismo: su intento de pisar fuerte en un pueblo pesquero en la Patagonia se complica muy pronto, cuando comprueba a los golpes que el mundo es más salvaje y más cruel de lo que imaginaba, sobre todo si la idea es ganar dinero rápido y sin reparar en cuestiones éticas. Para Martínez, más habituado a lógica de las tiras televisivas, donde el actor debe apelar a la intuición y la resolución inmediata más que a la profundización en la construcción de un personaje, el papel era un evidente desafío. Lo enfrentó con convicción y, apoyado por un elenco de actores sólidos y con mucho oficio (Jorge Marrale, Sergio Surraco, Arturo Puig, Osvaldo Santoro, Adrián Fondari), consiguió un buen resultado. El maremagnum de circunstancias en el que queda envuelto Máximo (incluyendo una flamante relación amorosa) podía conducirlo al recurso de la hipérbole, pero logra resolverlo con sobriedad. Y el camino de la traición, el ocaso y la redención que recorre el protagonista se hace entonces más llano y más asequible.
En 2017 se estrenó Mamá se fue de viaje, una película argentina dirigida por Ariel Winograd y protagonizada por Diego Peretti y Carla Peterson que tenía un punto de partida muy convencional (un papá workaholic que debe hacerse cargo de sus hijos porque su esposa se va de viaje unos días). Pensada por Winograd como un homenaje personal a una de sus series favoritas, Los Simpson, fue un rotundo éxito comercial y produjo una descendencia profusa y –a esta altura ya es justo decirlo– bastante innecesaria, salvo que la única vara para medir sea la del rendimiento comercial. Se filmaron versiones –también muy taquilleras– en Francia, España (con Santiago Segura como figura) e Italia. De ese hilo sigue tirando ahora Alessandro Genovesi con esta secuela de la remake italiana (suena recargado porque realmente lo es), otro viaje de la mamá de turno, ahora con destino a Laponia, en la gélida Europa del Norte, para que sus hijos se encuentren con Papá Noel. Hay alguna situación divertida, personajes simpáticos (especialmente la pequeña Bianca Usai, un auténtico prodigio) y, obvio, la extendida cadena de interpelaciones emotivas que son tan comunes en estos casos. El resultado de un producto tan calculado, más allá de cuál sea su destino en boleterías, es olvidable, anecdótico en el mejor de los casos. Quizás el problema no sea la repetición insistente de puntos de partida tan transitados, sino la falta de imaginación para desarrollarlos con alguna audacia, algo de inventiva que provoque la complicidad de un espectador menos robotizado y tratado como simple presa del algoritmo.
Todo se empieza a complicar inesperadamente en la vida de Emilia, una maestra de escuela primaria que se ve envuelta en un escándalo por la filtración de un video privado filmado con un celular. Después de un inicio que muestra sin pudor ni censura el contenido explícito de esa grabación casera, esta película rumana, anómala, satírica y deliberadamente provocadora -ganó el Oso de Oro este año de la competencia oficial del Festival de Berlín– se despliega en tres partes. La primera es un híbrido entre ficción y documental en la que vemos a la protagonista acusar el impacto de la noticia y recorrer las calles de una Bucarest afectada por la pandemia, lastimada por la crisis económica -Rumania es uno de los países más pobres de Europa- y con demasiada gente al borde de un ataque de nervios. En la siguiente, la narrativa convencional queda a un lado para darle paso a una especie de diccionario audiovisual que incluye un colorido abanico de términos disímiles en distintos campos de estudio: noticias, discursos políticos y religiosos, imágenes de abusos policiales, spots publicitarios y un puñado de contenidos bizarros de esos que hoy circulan masivamente. Un bombardeo de información al que casi todos -salvo aquellos que eligen la reclusión en un monasterio- estamos sometidos cotidianamente y que digerimos sin mucha reflexión ni resistencia. La operación funciona por contraste: la misma sociedad que no reacciona ante esa catarata de spam vendido como insumo necesario para estar “conectado” es la que se vuelve mucho más rígida cuando se trata de juzgar una conducta privada que se vuelve pública accidentalmente o, peor, por malicia. La tercera parte, justamente, se centra en esa vehemencia muy común en los momentos en los que asumimos el rol de jueces full time, un papel que solo se puede abandonar con temple, decisión y una pizca de sabiduría. Narrado en un abierto tono farsesco, ese fragmento final de la película, en el que la docente desprevenida es atacada por un tribunal dispuesto desde el minuto uno de un proceso ad hoc que tiene inquietantes puntos de contacto con la fiebre por la denuncia sistemática de la televisión argentina, tiene más de un momento tragicómico. Se podría decir que los personajes que lo animan rozan el estereotipo, ¿pero acaso no luce esta época de acumulación exacerbada de datos como un reflejo de los peores clichés, como la profecía autocumplida de una pesadilla probable de la que en un pasado no tan remoto solíamos burlarnos? Sexo desafortunado o porno loco es notoriamente una película contemporánea: no tanto por la proliferación de barbijos y dispositivos móviles que muestra, sino más bien por el ambiente perverso que se vislumbra en un mundo donde vigilar y castigar está al alcance de casi todos, las relaciones interpersonales pueden ser tan superfluas como violentas y la lógica de la salvación individual es norma.
Lo que parece a primera vista una película sobre el particular mundo del fisicoculturismo es mucho más que eso. El perfecto David es, antes que nada, la historia de una relación tóxica entre una madre extorsiva y un hijo nada proclive a la rebelión que se somete mansamente a su deseo. También es una mirada aguda sobre los caprichos del artista burgués: todo el esfuerzo agotador que el protagonista hace para modelar su cuerpo está relacionado con el proyecto delirante de esa mujer fría y egoísta (Umbra Colombo, muy precisa en el papel) que mide el tono de su musculatura como si se tratara de una mera figura esculpida en piedra y hace cálculos sobre la futura repercusión de su obra. Detrás del proyecto estuvieron dos productoras que trabajan desde hace un buen tiempo con la visibilidad de las problemáticas de la comunidad LGTBIQ+, Oh My Gómez y Roberto Me Dejó Films. Y tiene sentido, porque El perfecto David también aborda el tema de la sexualidad desde una perspectiva bien amplia: hay un erotismo patente en los cuerpos torneados que aparecen en la película, un deseo homosexual reprimido que parece a punto de liberarse, conversaciones picantes entre jóvenes estudiantes con la libido encendida e incluso un incómodo conato de incesto. En su debut en la dirección, Felipe Gómez Aparicio -cuya experiencia profesional hasta ahora estaba más relacionada con el mundo de la publicidad- maneja todos esos resortes con criterio, en el contexto de una película de ambiente denso y por momentos asfixiante en el que se filtran muy pocos haces de luz (el trabajo de fotografía de Alphonso Veloso, de hecho, es un componente dramático clave para acentuar ese clima).
Consecuente con su particular universo artístico, Matías Piñeiro continúa la saga cinematográfica “Las Shakespeareadas” con una nueva entrega inspirada esta vez en Medida por medida, una de las obras más difíciles de catalogar del célebre poeta, dramaturgo y actor inglés. La protagonista de esa pieza clásica, que tiene a la lealtad como uno de sus asuntos claves, es Isabella, mujer angustiada por la sentencia a muerte de su hermano Claudio, obligada por las circunstancias a tomar una postura incómoda. Y el personaje que encarna María Villar en este film que ya fue exhibido en Nueva York, Gijón, Viena y la Competencia Internacional del 35° Festival de Mar del Plata, donde obtuvo los premios a Mejor Director y a Mejor Actriz (para Villar), es Mariel, una actriz que intenta conseguir el papel protagónico en una versión porteña de la obra y por casualidad se encuentra durante su proceso de preparación con Luciana (Agustina Muñoz), antigua compañera de teatro con la que mantiene una relación ambigua: ¿es su cómplice o una enemiga velada? Igual que Medida por medida, el nuevo largometraje de Piñeiro -un director argentino inquieto, imaginativo y muy valorado en el circuito de festivales internacionales que últimamente ha establecido bases de operaciones en los Estados Unidos y Portugal, pero sin desconectarse nunca de su país- se resiste a las clasificaciones: tiene el tono de una comedia ligera, pero también da cuenta del inestable día a día de los que se dedican a la actuación. Funciona muy bien como pequeño relato de cámara cuando se desarrolla en interiores y desborda de belleza cuando se apoya en el hermoso paisaje de la provincia de Córdoba. En el delicado juego de pares antagónicos que propone la película -debilidad/fortaleza, luz/oscuridad, decisión/indecisión, frustración/consumación- está cifrado su espíritu: un equilibrio sostenido por opuestos, un mecanismo especular en el que los dilemas morales de las protagonistas se reflejan en los que pueblan el argumento ideado hace siglos por Shakespeare. El contraste entre el bullicio anárquico de la ciudad y la pasmosa paz de un entorno bucólico también acentúa esa inclinación por las dualidades que revela la narrativa de Isabella, que tiene además un complemento decisivo en su vigorosa aventura formal: la utilización de los colores como un significante potente y sugestivo. Piñeiro es plenamente consciente de que la imagen es el concepto primordial del cine y lo asume siempre con rigor e inventiva. En el extenso sistema de ecos y resonancias que su obra ha establecido con las comedias de Shakespeare, sigue refinando su discurso y agregándole capas: ahora, el amor entendido como amenaza de opresión, el uso discrecional del poder en los ámbitos regulados por jerarquías (incluso cuando se trata de contextos teóricamente más “relajados” como el artístico) y el acecho de la incertidumbre, un principio que parece regir la deriva de sus personajes, simbolizada en ése púrpura que domina la paleta de Isabella. Un color que se resiste a la definición precisa y categórica, que admite matices e interpretaciones y que no por casualidad ha teñido oportunamente al cine de Piñeiro.
Nostalgia y melancolía dominan esta historia que el rosarino Néstor Zapata, fundador y director -allá por los 60- de la primera Escuela de Cine de Rosario, el Taller Arteón, imaginó primero como novela y luego como película. En el centro de la escena está Faxman, un artista trashumante que escapa de un estado patente de abulia cuando conoce imprevistamente a Candelaria, un amor que había estado esperando durante demasiado tiempo. Filmada casi íntegramente en Rosario -también se rodaron algunas escenas en pequeñas localidades del sur de Santa Fe-, la película descansa sobre todo en el solvente trabajo de Luis Machín, protagonista absoluto de un relato sobrecargado de alegorías y viajes al pasado integrados como elemento fantástico en una trama por lo demás convencional. Capaz de teñir cada momento de su interpretación con el color más adecuado para la circunstancia, el experimentado actor se hace cargo de un papel exigente apelando a su notorio oficio y a la memoria del cuerpo: igual que su personaje, un artista popular y andariego que empieza a vislumbrar su ocaso, él también trabajó sn su juventud como titiritero. Faxman también se dedica a la magia, y gracias a uno de los modestos trucos con los que intenta cautivar al público de los pueblitos que visita conoce a quien lo ayudará a cambiar de perspectiva: una joven cuyo temperamento y estilo están claramente inspirados en las heroínas más cándidas del melodrama.
La fascinación con un ensayo del escritor chileno Pedro Lemebel sobre un perro que no para de ladrar fue el punto de partida de esta nueva película de Ana Katz, sexto largo de su carrera y sin dudas el más radical en términos formales y narrativos. Filmado en blanco y negro y recargado de saltos en el tiempo, tiene una trama argumental dividida en lo que podrían pensarse perfectamente como pequeñas viñetas cuyo centro de gravedad es siempre Sebastián, un joven taciturno que parece un poco contrariado por la velocidad y la cadena de absurdos que dominan al mundo contemporáneo: los sinsabores del mundo del trabajo, la hipocresía corriente de los vecinos que sobreactúan una empatía que en realidad es más bien escasa, los vaivenes de las relaciones familiares y afectivas… Está claro que el texto de Lemebel funcionó apenas como disparador para esta narrativa porosa por la que se van filtrando gradualmente otros asuntos relacionados con el contexto social de la Argentina: el despliegue de la economía informal en un país en crisis permanente, los emprendimientos cooperativos (en este caso, uno relacionado con los cultivos orgánicos) que se van forjando justamente para paliar de algún modo esa zozobra incesante, las luchas del gremio docente por los siempre insuficientes ajustes salariales e incluso el recuerdo sutil, sin ningún subrayado que hubiera lucido extemporáneo para el caso, de los resultados trágicos de la desigualdad, reflejados en los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Pero lo que usualmente suele aparecer en un tono solemne y declamativo se va desarrollando aquí con otro temperamento: la especialidad de Katz es el humor oblicuo, ese que nace de la abulia o de algunas derivas ridículas de la vida cotidiana, el que provoca la risa incómoda porque puede interpelar e identificar de innmediato a cualquier sobreviviente de la castigada clase media nacional. A ese sello de fábrica, el que define un estilo propio y reconocible de la actriz y directora, se suman esta vez una serie de ligeras aventuras formales que alcanzan para que El perro que no calla se desmarque claramente del cine más convencional. Más que acontecimientos -que los hay y muchos a lo largo de los 70 minutos del film-, lo que Katz captura son sensaciones, los estados emocionales que producen hechos importantes o presuntamente irrelevantes en la vida de Sebastián, interpretado con mucho aplomo por su hermano Daniel, habitual guionista que ya había asumido un pequeño papel en Mi amiga del parque, el anterior largo de Ana. El compromiso esta vez fue mucho más importante y lo resolvió con eficacia, transmitiendo muy bien la perplejidad que abruma al personaje y también sus curiosas estrategias de supervivencia, que no siempre son fallidas. Muchas de las características personales de Sebastián son penalizadas socialmente: ¿Quién se toma en serio hoy a alguien que es capaz de resignar un empleo por cuidar a una perra? El cinismo y la crueldad fría que son moneda corriente en la exigente carrera por funcionar dentro del sistema entran en colisión con los valores de un personaje que en ese entorno tiene algo de marciano, como lo empiezan a tener la mayoría de los que lo rodean cuando imprevistamente aparece en escena una especie de virus innominado que obliga al uso de escafandras. La alegoría es obvia, automática, independientemente de que esta historia estaba escrita antes del sacudón planetario de la pandemia del coronavirus. Y los métodos para hacerle frente a ese enemigo silencioso son ridículos (las personas deben usar ese casco de astronauta o caminar agachadas), tanto como algunos de los que hoy se siguen sosteniendo a rajatabla por temor, especulación política o ignorancia. Además de nobleza, hay una inteligencia aguda que esta película revela para abordar el continuo malestar de un presente cada vez más alejado de los sueños y las utopías sin cargar las tintas ni entregarse a la lógica del noticiero. En la modesta epopeya de Sebastián, una épica gris que no tiene puntos de contacto con las que suelen agitar los héroes más habituales de la ficción, hay contenido político. Ana Katz se conecta con la realidad con sus propias herramientas, un abordaje que contradice mandatos y lugares comunes, que establece un estatuto diferente para la radiografía social.