La crónica francesa es frenética, excesiva y rabiosamente personal El nuevo film de Wes Anderson homenajea a un tipo de periodismo que ya parece extinguido, dialogando a la distancia con Ernst Lubitsch y Jacques Tati, maestros de la comedia estilizada y súperelaborada Con el paso de los años, Wes Anderson ha ido refinando más y más su estilo hasta llegar a un presente en el que su cine parece estar a “punto caramelo”: La crónica francesa es un depurado de sus virtudes más evidentes -puesta en escena prodigiosa, imaginación visual desbordante- y también una prueba más de su autoindulgencia: no es sencillo procesar la cantidad de información que circula en esta película abrumadora que rinde un particular homenaje -por lo excesivo y desmelenado- al periodismo de la época en la que todavía no había aparecido la condena del clickbait: pensemos en The New Yorker, The Atlantic, The Paris Review e incluso la edición original de la revista Rolling Stone. The French Dispatch es el título original de este film ovacionado en la última edición de Cannes durante los ¡diez! minutos posteriores a su exhibición y también el de un suplemento especial de una revista imaginaria editada en la Francia de provincias entre las décadas del 50 y el 70. La película tiene la estructura de una edición especial que presenta un obituario, una guía de viajes centrada en París -la ciudad donde actualmente vive el director texano- y tres artículos sobre asuntos poco convencionales: el perfil de un psicópata que se convierte en el pintor más influyente del mundo sin salir de la prisión, la crónica de unas protestas estudiantiles contada en primera persona por una reportera veterana que tiene un amorío con un joven activista y el relato de la aventura de un chef asiático que colabora con un comisario en la búsqueda de su hijo secuestrado. Si ya el dispositivo narrativo luce recargado con el despliegue minucioso de esas historias, las secuencias de animación, las constantes digresiones (un cúmulo incesante de lo que serían las notas al pie de un libro frondoso), los saltos del color al blanco y negro, los cambios en los formatos de pantalla y el gran caudal de voces en off que complementan una parafernalia visual asombrosa, la cantidad de detalles que suma Anderson en cada escena pretende un espectador cómplice y superdotado. El escenario de esta narración barroca es París, pero esta vez se llama Ennui, que en francés significa aburrimiento, y el personaje que encarna uno de sus actores fetiche, Bill Murray, está construido con retazos de grandes figuras del periodismo cultural norteamericano como William Shawn y H. L. Mencken, estandartes de una profesión en la que alguna vez fue importante saber quién fue Friedrich Nietzsche o alentar a John Fante para que desarrollara su carrera literaria. En lo estrictamente cinematográfico, el diálogo que el director de Los excéntricos Tenembaum y La vida acuática abre en esta oportunidad tiene interlocutores claros: Ernst Lubitsch y Jacques Tati, maestros de la comedia estilizada y súperelaborada. Una mirada perezosa podría atribuirle un clima de frivolidad a la película, pero en realidad Anderson se planta como un artista obstinado en sus convicciones y reacio a cumplir con el canon: no hay aquí explicaciones superpuestas, intrigas sostenidas artificialmente ni golpes de efecto usados como combustible para las emociones, como abundan en las series. La crónica francesa es la declaración de principios más radical hasta la fecha de un cineasta empeñado en sobrevivir en su propio mundo. Aun cuando es legítima la percepción de cierto regodeo en ese testarudo programa estético, lo que resuena en los 100 minutos de esta obra mágica y delirante es una voz única, por momentos difícil de seguir y sobre todo de emular. Por si faltara algún condimento más, la banda sonora del film -que pertenece al francés Alexandre Desplat, ganador de un Oscar por la música El Gran Hotel Budapest- incluye un delicioso cover de “Aline”, hit del pop francés grabado en 1965 por Christophe que le permite a Jarvis Cocker (el carismático exlíder de Pulp) disfrazarse un ratito con el look elegante y sugestivo de Serge Gainsbourg. En una entrevista que concedió en Francia a mediados de este año, Anderson dijo que durante la pandemia -que de hecho lo obligó a postergar el estreno de la película- dedicó buena parte de su tiempo a revisitar las filmografías de Alfred Hitchcock y Luis Buñuel. No caben dudas de que hay algo de la osadía, el humor cáustico y la voluntad de provocación de esos dos gigantes del cine que puede detectarse en su propia caligrafía. La discusión en torno a Wes Anderson ya debe exceder las pequeñas batallas para establecer si es bueno o malo. La categoría a la que ha ingresado es la de los fuera de serie.
Este documental rescata una historia poco conocida, la de un grupo de mujeres argentinas que tuvo un papel muy importante en la época del conflicto armado de 1982 en las islas Malvinas. A través de los recuerdos de tres de esas protagonistas olvidadas durante demasiado tiempo, la película rompe un silencio doloroso y les rinde un merecido homenaje. Una parte nada desdeñable de los soldados argentinos que sufrieron las consecuencias de las ofensivas inglesas -hubo 649 muertos y más de mil heridos– fueron atendidos por catorce enfermeras de la Fuerza Aérea en un hospital móvil ubicado en Comodoro Rivadavia. Alicia Reynoso, Stella Morales y Ana Masitto fueron parte de ese equipo y volvieron especialmente al lugar junto a las cámaras del documental para reconstruir sus emocionantes historias, que fueron completamente relegadas en el ámbito militar. El proyecto nació después de que el director del film se topara en un portal de noticias con una fotografía de de cinco mujeres uniformadas caminando muy cerca de cuatro ambulancias. Deseoso de conocerlas, ubicó a una de ellas en una red social y luego decidió acompañarlas en su prolongada lucha por ser reconocidas como veteranas de guerra, con el respeto y la sensibilidad que ameritaba el caso.
El rescate es ese tipo de película que antes de la explosión digital solía proliferar en los locales de alquiler de video. Un formato rutinario protagonizado por un indestructible héroe de acción, en este caso un capitán de la Marina de los Estados Unidos que pasó por un dramático episodio en Siria –territorio todavía lleno de conflictos en el presente– y que por lo general apuesta a la fortaleza de la puesta en escena (y especialmente del montaje y los efectos) más que a la base de un buen guion. Cuando en una película con militares que involucra como tema importante un trauma del pasado se recurre al flashback sin límite y un personaje le dice a otro “Tenemos que ser cuidadosos” y de inmediato explota el desastre, se prende la luz del “film convencional”. Y de esos hay buenos y malos. Este no es de los casos más felices. Las escenas de acción no son tan espectaculares como para morigerar la sensación de debilidad que delata una historia familiar en Marruecos colocada con fórceps y destinada a reforzar la idea de un enemigo execrable. En la agitada vida personal de Gary Dourdan hay más matices que en este papel que asume con una aburrida obediencia al modelo canónico. Aunque la crítica lo ha castigado por este papel, Andy García es, en cambio, quien tomó la decisión más sagaz en el contexto donde debió moverse y compuso la parodia de un embajador estadounidense que introduce momentos de comedia velada en un film que por pasajes también es insólitamente solemne teniendo en cuenta las premisas de las que parte.
La industria de cine de Corea del Sur es una de las más potentes del mundo: produce anualmente cerca de 700 largos y unos 1.400 millones de dólares en taquilla. Se hizo más visible en Occidente gracias al éxito reciente de Parásitos - cuatro premios Oscar-, pero su vertiente alternativa también es muy valorada en el circuito de festivales. Terremoto 8.5 es parte de la rama más rentable del negocio, una clase de película que tiene como modelo a los formatos estandarizados de Hollywood, en este caso el del cine catástrofe. El film incluye a dos estrellas que garantizan rendimiento en el mercado local: Ha Jung-woo, actor, guionista y productor muy popular en su país, y Bae Su-ji, figura del K-pop más conocida por su seudónimo artístico, Suzy. Su trama es simple: un volcán cuyas erupciones presagian la desaparición de la península coreana bajo un maremágnum de lava ardiente y un científico/héroe que propone una estratégica explosión con armas nucleares para evitar el desastre. Pero esas armas están en una zona de la frontera entre Corea del Norte y China, lo que equivale a un problema político. Hay mucha acción, escenas espectaculares potenciadas por efectos especiales que los amantes de este tipo de ficciones valorarán, salvo que vean como un problema la decisión de los distribuidores en la Argentina de estrenar con doblaje al español, una tendencia que empieza a crecer peligrosamente en nuestras salas.
Después de dedicarse a contar cómo operan los amores platónicos y los deseos frustrados en personajes de la adolescencia y la infancia -en Tomboy y Girlhood-, Celine Sciamma, a la manera de corolario del que luce como un plan estético e ideológico, llegó al territorio del amor consumado con esta singular historia protagonizada por dos mujeres adultas a finales del siglo XVIII. Retrato de una mujer en llamas privilegia y pone en valor los mecanismos de la mirada: “Después de todo, amar a otra persona es mirarla”, declaró oportunamente esta directora francesa cuando el film se estrenó en el Festival de Cannes hace dos años. La que observa en este caso es sobre todo Marianne (Noémie Merlant), contratada por la madre de Héloïse (Adèle Haenel) para que pinte a su hija pensando en el prometido milanés de su hermana fallecida, ahora candidato para ella, pero ella se niega obstinadamente a posar. Para provocar en su modelo rebelde una serie de cambios de expresión que la ayuden a concretar y potenciar su obra, Marianne tiene una estrategia (una serie de paseos en los que sutilmente conduce a su sensible interlocutora por diferentes estados de ánimo) y una herramienta fundamental (la memoria). El resultado de ese ejercicio es una película intensa y sugestiva que transforma a la mujer-objeto tan repetida en la historia del cine en sujeto erótico por derecho propio, una operación digna de una ficción cabalmente feminista.
“Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”. El verso de Hace algún tiempo, un gran poema de Fabián Casas, parece encajar a la perfección con la narrativa y el espíritu de esta singular película de Martín Farina que cruza el documental intimista con un dispositivo de ficción poco convencional para contar, con su propio estilo, una historia muy recurrente: casi todo el mundo atraviesa el desafío del “reparto de bienes” cuando llega el momento, y aquí el disparador de ese conflicto tan habitual y tedioso es la muerte de una mujer cuya personalidad ha dejado una huella evidente en el temperamento de sus parientes más cercanos, incluido el hombre que fue su compañero, visiblemente afectado por su ausencia y por una salud cada vez más deteriorada. Cineasta inquieto y reflexivo, Farina enfoca el problema con una mirada oblicua: un mix de home movies casuales, algunas conversaciones que parecen modeladas por el formato de la sesión terapéutica y situaciones en las que los personajes que animan el relato, colocados deliberadamente por el director en esa situación, deben hacer equilibrio en un terreno inestable. La vertiente sonora juega también un papel clave en un relato de corte casi fantasmal que es parte de una trilogía iniciada en 2017 con Cuentos de chacales. Una manera inusual, en suma, de abordar un asunto común. Es decir, aquello que un artista comprometido siempre debe asumir como tarea.
"Las ranas” de este tercer largo de Edgardo Castro son un grupo de mujeres que visitan a reclusos de un penal (en este caso, el de Sierra Chica). Mujeres jóvenes de las clases populares que por lo general viven en el conurbano bonaerense y sufren los golpes de la exclusión social, tan corrientes en un país en crisis permanente como el nuestro. El mérito evidente de esta tercera parte de lo que el director denomina “la trilogía de la soledad” (los otros dos films que la integran son La noche y Familia) es darle visibilidad a un tipo de historias al que la ficción nacional -sobre todo en formato televisivo- suele abordar con una lógica perversa: el primer objetivo allí no es reflejar un problema social sino sumar puntos de rating. Con una sensibilidad diferente, Castro se acerca a estos personajes invisibles para el consumidor medio de cine de otra forma: los observa con paciencia, los acompaña, se balancea entre el pudor y la curiosidad de acuerdo a lo que sugiere cada momento y encuentra donde normalmente se dispara la crónica amarilla un puñado de historias de sobrevivientes cargadas de dignidad y belleza. El trabajo de fotografía de Soledad Rodríguez es minucioso y muy eficaz para crear el clima que propone la película, incluso cuando arriesga con la apuesta de transformar un desangelado viaje nocturno en micro en un breve ensueño cromático, una fuga necesaria de la opresión cotidiana.
En la superficie, el gran tema de Cómo mueren las reinas parece ser la sexualidad, sus vericuetos y zigzagueos, manifestados con particular intensidad en un ambiente cerrado en el que dos jóvenes viven con una tía cuya inestabilidad emocional no colabora para aflojar las tensiones que vibran allí todo el tiempo. Pero el debut de Lucas Turturro es más que eso: también entran en juego los fantasmas del pasado -el recuerdo intermitente del fatal accidente que sufrieron los padres de las chicas, que titila como un flash inquietante en la memoria de Mara (Malena Filmus, impecable)-, una relación sentimental en crisis que dos adultos tampoco pueden terminar de resolver y sobre todo la llegada de un primo que se convierte en el epicentro del deseo furtivo de estas hermanas que pasan de la complicidad a la competencia cada vez menos velada. La película registra muy bien ese clima recargado de sugestión en el que cada personaje va tejiendo sus propias estrategias para la supervivencia, en un contexto donde el factor común parece ser la insatisfacción. Como telón de fondo, el mundo de la apicultura, con cuyo funcionamiento reglado la trama también establece algún vínculo, pero sin forzar las alegorías más obvias. Turturro exhibe un notable dominio de la puesta en escena, máxime si se tiene en cuenta que es su primer largometraje, y el excelente trabajo de fotografía de Nicolás Trovato potencia la eficacia del film.
Antes del estreno de esta ópera prima, Florian Zeller se curaba en salud: “No quise hacer teatro filmado”, declaró, consciente de que su trabajo previo como dramaturgo iba a despertar esas suspicacias de inmediato. A los 42 años y afirmado como una de las voces más importantes del teatro francés actual, Zeller debutó en la dirección cinematográfica con esta película estrenada en Europa y Estados Unidos el año pasado y no le fue nada mal: adaptando una exitosa obra propia, logró seis nominaciones para los Oscar y dio dos zarpazos: el premio al mejor guion adaptado (un trabajo que hizo en sociedad con un colega que también ha tendido puentes con el cine, Christopher Hampton) y el destinado a la mejor actuación protagónica, que quedó en manos del veterano Anthony Hopkins. Y Hopkins es, claramente, el centro de gravedad de El padre, que se acomoda al punto de vista de su personaje -distorsionado por el avance de una patología relacionada con su avanzada edad-, para narrar su decadencia con dramatismo y, en más de un pasaje, excesiva solemnidad. Pero aun en esos momentos donde las situaciones y el entorno en el que se desarrollan -incluyendo los subrayados de una banda sonora que no esquiva el lugar común- ponen a prueba su capacidad para eludir clichés, el venerado actor galés resuelve con sensatez y sentimiento: más que el famoso “oficio” -que lo tiene, qué duda cabe-, lo que pone en juego en cada escena es su inteligencia y su sensibilidad para entender y sentir al personaje, condiciones necesarias para interpretarlo. Lo apoya un elenco que está a su altura, particularmente Olivia Colman, que encarna a una hija torturada por la exigencia de lidiar con alguien que, sin que medien razones lógicas, puede reaccionar como un niño caprichoso o inocente, o bien convertirse en un tirano agresivo y demandante. Capaz de resolver momentos distintos (los que le piden ternura, agotamiento, dolor y resignación) manteniendo un registro coherente, Colman brilla en la composición de esa mujer que a veces debe enfrentarse con un desconocido: el Anthony (el hecho significativo de que el personaje lleve el mismo nombre que el actor podría leerse como un refuerzo de su notorio compromiso con el papel) de los últimos días desnuda los claroscuros de su personalidad hasta volverse otro que incluso libera de la represión un puñado de secretos lacerantes y ocultos durante demasiados años.
Adaptación de la novela homónima de Jack London que, según Pietro Marcello, “preanunció las perversiones y tragedias del siglo XX”, Martin Eden trabaja apoyada sobre los pilares ideológicos de la libertad y la solidaridad que el director italiano recupera del ideario anarquista del teórico Errico Malatesta, cuya imagen, no por casualidad, aparece en el inicio de esta película osada, ambiciosa y dispuesta a asumir desafíos narrativos. Cineasta atrevido que ya ha llamado la atención con largometrajes alejados de la norma como La boca del lobo (2009) y Bella y perdida (2015), Marcello se propuso esta vez “atravesar todo el siglo XX” a partir de la singular historia de un proletario que va cambiando su perfil a medida que incorpora un bagaje cultural que en su época -principios del siglo XX- estaba restringido a las personas de clases sociales más acomodadas. Martin Eden es también un héroe negativo, un autodidacta tesonero que cree ferozmente en el camino individual y termina mareado por el encanto superficial del éxito. El film acompaña ese derrotero con una gama de recursos que no suelen aparecer en un mismo contexto: música pop e imágenes decimonónicas, ficción cruzada con fragmentos de documental, colores naturales imágenes con filtros drásticos. Operaciones destinadas a tender puentes posibles entre el cine popular y el más orientado a la experimentación. Marcello también cambia el lugar de los hechos: de Oakland -la ciudad del estado de California donde está ambientada esta novela naturalista y presuntamente autobiográfica- a una Nápoles empobrecida donde el protagonista vive una epifanía de corto alcance. Tener éxito en el marco de la cultura de masas, nos propone el agitado relato, puede implicar algunas traiciones y una pérdida de personalidad y de rumbo que Luca Marinelli -premiado en el Festival de Venecia por este trabajo- encarna con una convicción admirable. Lo que arranca como una historia de esfuerzo encomiable y posible redención acaba como la tragedia de un personaje extraviado, atrapado por el narcisismo e incapaz de reaccionar frente a ese problema. Marcello traza el recorrido de esa dramática deriva con mucha perspicacia: logra que primero empaticemos con el hombre que se sobrepone a circunstancias adversas y finalmente lo deja al desnudo, exponiendo su categórica derrota, la que conlleva olvidarse del progreso cultural como herramienta de emancipación para entregarse a la pura vanidad solipsista.