Promocionada oportunamente como la última película en la que participó Raffaela Carrá, esta ópera prima del uruguayo Nacho Alvarez financiada con capitales europeos tiene en realidad un argumento que tiende puentes con algunas de las canciones de la cantante italiana fallecida a principios de este mes. La protagonista es María (la española de origen sueco Ingrid García-Jonsson), una joven azafata que sueña con ser bailarina en la Madrid de los años 70, todavía marcada a fuego por la rigidez del franquismo, como resaltan varias escenas condimentadas con un humor reiterativo y de trazo grueso. Pronto se convierte en figura de un canal de televisión donde también empezará una relación amorosa -nada menos que con el hijo del censor de la TVE de la época- que abrirá la puerta del melodrama. Las inspiraciones más obvias son Los paraguas de Cherburgo (1964), una obra extraordinaria del francés Jacques Demy, y el cine más ligero y colorido de Pedro Almodóvar, aunque aquí faltan la profundidad, la picardía y sobre todo el veneno que suele estar oculto bajo la superficie brillante de los films del gran realizador manchego. Aun así, algunas escenas -como la del inicio, una coreografía muy bien filmada y montada en el interior de un avión- tienen gracia, timing y un contagioso espíritu festivo que siempre son insumos esenciales de la comedia musical.
Basada en el cómic Une nuit de pleinelune del historietista belga Hermann y dirigida por un debutante francés (Julius Berg), esta heterogénea película producida y filmada en el Reino Unido viene recargada de violencia, misantropía y humor negro. Un trío de asaltantes que no se destaca precisamente por la sagacidad de sus integrantes decide robar una mansión ubicada en un paisaje bucólico en la que vive un matrimonio de ancianos de apariencia apacible. En la primera mitad de la historia, los que controlan -como pueden, eso sí- la situación son los invasores, pero en algún momento hay un giro de 180 grados y los agredidos se transforman sorpresivamente en agresores con un plus de perversidad que realmente asusta. Berg demuestra ya en su ópera prima que domina los resortes del thriller, el cine terror y la comedia (en este último caso, siguiendo una hábil estrategia de Tarantino: “hacer que la gente se ría de cosas que habitualmente no son consideradas graciosas”), e incluso coquetea con el cine social cuando plantea explícitamente una sangrienta lucha de clases que deriva hacia el grotesco. Pero los mejores momentos dependen no tanto de los climas y los recursos narrativos, sino de las actuaciones. Y ahí es donde una joven (Maisie Williams, la Arya Stark de Game of Thrones) y una veterana que brilló en el poderoso cine británico de los años 60 (Rita Tushingham) hacen la diferencia.
Este documental filmado en San Francisco de Jujuy y premiado en la última edición del Festival Internacional de Cine Ambiental de Buenos Aires, parte de dos premisas: 1) existen unas reglas básicas para vivir en este planeta; 2) como el hombre las ha violado sistemáticamente, transformándose en un “ladrón de la naturaleza”, es necesario hacer algo. El nuevo paradigma que propone esta película producida con prolijidad, advierte sobre la posibilidad del colapso del equilibro orgánico de la Tierra. Para evitarlo, proponen una vía más sana para explotar los recursos naturales y producir bienes de consumo, que aparece como una alternativa a la que propone el sistema económico dominante. Los testimonios sobre la agricultura más tradicional y extendida (la de la producción a gran escala) son elocuentes. Allí se afirma que se trata de una práctica que perjudica constantemente al suelo con productos químicos y una maquinaria tan desarrollada tecnológicamente como agresiva. A partir de esos ejes programáticos, el film también despliega un abanico de ideas, no solo para los cultivos. También hay espacio para la producción de objetos de arcilla y una descripción somera pero efectiva de los beneficios de diferentes hierbas naturales en términos alimenticios y sanitarios. No parece nada factible que ese modelo encaje en la estructura actual del capitalismo global, una realidad que deposita a Sintientes en el campo del cine testimonial.
Un hecho fortuito se transforma en el disparador de una serie de cambios importantes en la vida de Roberto Benítez, un cantante de música popular que se siente claramente en el ocaso de su carrera. Lo asaltan en una oscura circunvalación de las afueras de la ciudad de Córdoba y de ahí en más se le armará un mapa nuevo: se producirá el sorpresivo reencuentro con un viejo amigo músico con el que no tenía contacto hace un buen tiempo, iniciará una relación de complicidad con un joven involucrado en el robo de su automóvil y una desarrollará una visible empatía con un grupo de vecinos, liderados por un sacerdote muy comprometido con su comunidad en una lucha para evitar que una poderosa compañía de celulares instale una antena de grandes dimensiones que parece peligrosa para la salud de todos. Osvaldo Laport interpreta con sensibilidad al artista en declive, aportándole al personaje un trabajo corporal, gestual y un tono de voz que lo define y lo hace verdadero y entrañable. Es imposible no entender su compromiso en el reclamo, su disfrute del acercamiento de una hija con la que tiene una relación tierna y caracterizada por la franqueza, y también la disputa amarga que establece con su manager español de toda la vida. La película tiene un humor ligero y una nobleza que disipa el peso de cualquier objeción que pueda formularse por sus formas más bien convencionales, que no le impidieron ser seleccionada para la apertura del Bafici.
La historia de este documental empezó en una plaza de Tilcara (Jujuy), cuando su director, Juan Pablo Ruiz, escuchó casualmente la preciosa música del altiplano que Micaela Charque producía con una quena y decidió comprarle un CD. Un tiempo después, le terminó pidiendo un tema para musicalizar un cortometraje que estaba produciendo y empezó a tejer con ella una relación amistosa que finalmente desembocó en este poético documental inspirado en una serie de sueños recurrentes de Micaela relacionados básicamente con sus lazos familiares y la experiencia del desarraigo. Luego de años de ausencia, la joven regresa a su hogar natal, en una zona inhóspita a la que se llega después de un arduo periplo de dos días por la montaña, para reencontrarse con su abuela, Felipa Zerpa, una anciana ermitaña de origen colla, muy curtida por la vida en ese entorno silvestre y desplazada de su finca por los poderosos ingenios azucareros de la provincia de Salta. Llega acompañada por su madre, Cornelia Yurquina -hija de Felipa-, y entra en contacto de nuevo con los rituales y las tradiciones propias de su cultura. También con la particular cosmovisión personal de esa mujer que ya es parte del paisaje. Una reunión vital y emotiva precedida por un largo viaje que Ruiz registra de muy cerca, con calidez, rigor y un tono sereno y cuidadoso, pero sin renunciar a la emoción.
Hace apenas una semana se estrenó Selva, una película rodada en Puerto Esperanza y Wanda, dos localidades de Misiones. Ahora llega a la cartelera local Fantasma vuelve al pueblo, otra producción filmada en escenarios de esa provincia del litoral argentino gracias al apoyo del Instituto de Artes Audiovisuales de Misiones (IAAvIM), que funciona hace ya seis años. En este caso se trata de una comedia asordinada y poco convencional, protagonizada por un personaje frío, introvertido y sumido en una etapa de confusión personal (encarnado con eficacia por el uruguayo Alfonso Tort, ideal para este tipo de perfiles), que empieza a profundizarse cuando llega a pasar las fiestas de fin de año al pequeño pueblo donde nació y creció, un lugar donde manda la rutina y se reproducen -a escala reducida, naturalmente- las miserias e inequidades de cualquier gran urbe. Un disparador de la trama completamente pedestre -la tarea de conseguir un cerdo para faenar- termina transformándose en una línea argumental importante en esta historia nutrida de alegorías que funcionan debajo de una superficie de presunta ligereza. Una de las curiosidades de la película es la participación -en un rol importante- de Juan Román Diosque, músico tucumano que es desde hace años una figura destacada de la escena del pop independiente argentino.
Azul el mar es una película con muchas facetas. Lo notable es que esa característica se dé en un relato de apariencia sencilla que trabaja sobre tópicos muy recorridos en la ficción -el vínculo de pareja, la dinámica familiar, las exigencias y oportunidades del campo del trabajo-, un punto de partida que demasiadas veces deriva en resultados convencionales. Pero en su debut como directora, Sabrina Moreno revela una sorprendente osadía para articular cada pieza de ese rompecabezas conocido y desarrollar con inventiva una historia bien concreta que gira alrededor de una mujer agobiada por la rutina y por el peso de la negociación constante con el deseo del otro. Ese volcán interior que Umbra Colombo sugiere con una interpretación llena de sutilezas, que además logra transmitir inquietud e intensidad sin necesidad de subrayados, entra en diálogo abierto con la naturaleza y genera un entramado sensorial que es el sistema nervioso del film: los sugestivos planos del paisaje de la costa atlántica argentina que van puntualizando la narración no son una ocurrencia arbitraria o una simple tentación preciosista; más bien cumplen una función dramática clave que prefigura o simboliza el estado de ánimo de la protagonista al tiempo que denotan la confianza en el indiscutible poder de las imágenes de una realizadora inspirada y muy decidida a llevar adelante sus convicciones estéticas.
Para Luis (Rubén Gattino) la vida se ha vuelto gris y rutinaria. Viudo y jubilado, acumula a diario amargura y resentimiento. Ni siquiera puede disfrutar que lo premien por su larga trayectoria como compositor musical. Pero casi siempre existen chances de cambiar las cosas, es cuestión es aprovechar la oportunidad... En este caso, la oportunidad la trae Elena (Sol Zavala), una nieta que lo visita y muy pronto empieza a iluminar su refugio oscuro, a suavizar esa aspereza que el hombre exhibe incluso con cierto orgullo. El cruce de esas dos energías muy diferentes es el combustible de esta ficción económica -tanto en términos de duración como de tono dramático- que cuenta en voz baja una transformación posible, con el más ruidoso telón de fondo de la agitación de esos días inolvidables en los que una parte importante de la sociedad argentina empujó con decisión la legalización del aborto. La militancia política y el dolor del exilio también aparecen en la historia, apenas como un apunte que sugiere otra de las razones de la hosquedad del protagonista. Y es entonces una mujer, joven, resuelta, cargada de un amor sincero y también con la personalidad suficiente como para poner límites, la que tuerce el rumbo de las cosas, replicando puertas adentro algo de aquello que por fin estallaba afuera.
En una esquina de Villa Adelina nació allá por 1976, cuando se iniciaba la última dictadura militar en Argentina, un proyecto alternativo de creación y gestión cultural liderado por Rubens "Donvi" Vitale y Esther Soto, los padres de Lito y Liliana Vitale. La historia es muy singular: aparecen en el relato de este cálido documental desde la recuperación de un piano que insólitamente alguien usaba como andamio hasta la puesta en marcha de un método alternativo de educación musical y la fundación de MIA (Músicos Independientes Asociados), una cooperativa de artistas y técnicos que fue pionera en la producción independiente en el país. Por la casa de Rivera al 2100, ese reducto plagado de sueños y también de hechos muy concretos y palpables, pasaron artistas como Luis Alberto Spinetta, Egberto Gismonti, Miguel Ángel Estrella, Gustavo Santaolalla y Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Se armó una red colaborativa a la que se sumaron periodistas e intelectuales (Miguel Grinberg y Jorge Pistocchi de la revista ElExpreso Imaginario, por ejemplo) interesados en la música, las artes plásticas, las filosofías orientales y la poesía. El valor de la película no se agota en la recuperación de aquella experiencia ejemplar. A esa necesaria operación de rescate se añade toda la potencia que transmite la pareja protagónica, una fuente de inspiración para imaginar el futuro.
Hay muchas fortalezas para destacar en esta película independiente argentina que utiliza con imaginación códigos y recursos del cine de terror y el gore para contar una historia cruzada por las desigualdades sociales, el machismo, la ambición y los abusos de poder. Laura Casabé despliega a lo largo de 90 minutos cargados de una tensión que no afloja una cantidad generosa de buenas ideas visuales y sonoras que le permiten aprovechar al máximo un paisaje exuberante y sugestivo, el de la selva misionera. También consigue el desempeño impecable de un elenco que le aporta diversos matices a un cuento sombrío ambientado en los años 20 y estructurado en tres partes que no se ajustan a una cronología convencional pero sí funcionan muy aceitadamente en términos dramáticos, dosificando información y revelando enigmas con buen timing para sostener el interés del espectador. En el territorio despiadado y salvaje de Los que vuelven, las mujeres parecen destinadas a sufrir en silencio. Sin embargo, será la potencia de una antigua mitología guaraní que gira en torno a los poderes de una deidad femenina -la Iguazú, cuya invocación, se nos advierte como prólogo, siempre es peligrosa- la que cambie por completo esa lógica y propicie el regreso de los muertos para saldar las cuentas pendientes de los creadores de un mundo tan brutal como la sangrienta venganza que finalmente se desata en este relato oscuro y fantástico.