"La vida es una oportunidad para hacer algo bueno", decía Ricardo Vilca, apoyado en la sabiduría sencilla, elocuente y honesta que había sabido forjar como hombre del altiplano. Todos los recuerdos que este emotivo documental agrupa -de familiares, amigos, periodistas y músicos que trabajaron con él- apuntan en una misma dirección: Vilca supo aprovechar esa oportunidad de la que hablaba para dejar un repertorio -y también una imagen- cargada de generosidad, misterio y una poética muy singular tejida en estrecha interacción con sus vivencias y su entorno, ese paisaje de abrumadora belleza al que Ulises de la Orden, consciente de su relevancia en el imaginario del artista, le otorga un espacio importante en el relato. El director conoció al protagonista de cerca: Vilca fue el autor de la banda sonora de otro de sus documentales, Río abajo. Y el retrato que pinta de este personaje entrañable enraizado en Humahuaca revela con claridad la admiración y el cariño que nacieron a partir de ese vínculo y se mantienen hoy, a trece años de su muerte. Vilca podía componer uno de sus temas folclóricos a partir de un encuentro fortuito con el sonido de Deep Purple, tocar con Divididos, metabolizar en su propio lenguaje a Bach y Piazzolla y, siempre, mantener su personalidad, marcar a cada paso un antes y un después, como bien señala el especialista Gabriel Plaza, uno de los mayores conocedores de su obra.
El origen de esta nueva película de Raúl Perrone estuvo un poco marcado por la casualidad. O no tanto. Probablemente ya tenía la idea de cerrar una trilogía dedicada al italiano Pier Paolo Pasolini. Entonces encontró en el parecido físico de un alumno de sus talleres la excusa perfecta. A partir de ahí empezó a construir un proyecto que terminó reafirmando su conocida voluntad para la experimentación: usó una cámara estenopeica (cámara fotográfica sin lente) con la que consiguió una imagen poco convencional que combina muy bien con un relato más bien abstracto sobre las aventuras amorosas de un artista multifacético (Pasolini fue cineasta, periodista, filósofo, novelista, dramaturgo, pintor, figura política pero sobre todo poeta, una condición que Corsario celebra con la creación de su propio lenguaje). El film también tiende un puente con este presente en el que la identidad de género se viene reconfigurando a ritmo acelerado, trabajando deliberadamente con una serie de personajes andróginos y algunos de los biotipos del conurbano que suelen poblar las historias de Perrone, instalado desde siempre en su universo personal de Ituzaingó. Funciona mucho mejor cuando el director confía en singularidad de las imágenes que supo elaborar con una inventiva notable (muchas de ellas de una belleza cautivante) que cuando apela a la voz en off para reforzar una ambición poética que igual era manifiesta.
Clementina (2017), su debut como directora, Jimena Monteoliva -conocida en el medio local por su trayectoria como productora- ya había reunido con buenos resultados su interés por el cine de terror con la problemática de la violencia de género. Matar al dragón continúa ese mismo camino, poniendo el foco en la historia de una mujer sometida que decide rebelarse (buen trabajo de Justina Bustos en un papel exigente). Desaparecida durante años después de un traumático episodio sucedido en su infancia, Elena se reencuentra con su hermano, un médico (Guillermo Pfening) que decide darle un lugar en su hogar a pesar de los riesgos que entraña para su propia familia: además del peligro que representa por ser portadora de un virus potencialmente contagioso (otro dato que tiñe de actualidad a la película), hay un siniestro personaje relacionado con su pasado que sigue al acecho. La trama también incluye algunos inquietantes misterios vinculados con la brujería que la directora utiliza como sagaz alegoría de la trata de personas. El notable trabajo de fotografía de Georgina Pretto acentúa el tono pesadillesco de este film, que seguramente será más eficaz con los amantes de un género de larga tradición que en la Argentina tiene su reducido núcleo de cultores fieles, pero al mismo tiempo puede ser un buen anzuelo para los iniciados en busca de sensaciones fuertes.
Una oportunidad que esconde una trampa. Ese es el disparador de esta película protagonizada por dos abogadas que trabajan juntas y además son amigas desde la infancia. Ellas son precisamente las que se encuentran casi por casualidad con un caso en apariencia corriente para un estudio: el reparto de bienes luego de un divorcio algo tenso. La particularidad del trabajo es que hay mucha plata de por medio y también la promesa de buenos contactos para avanzar profesionalmente en el futuro, un panorama atractivo para dos mujeres que están obligadas en un ambiente machista como el de la Justicia. Pero de pronto empieza a aparecer una serie de problemas que en los últimos años se han vuelto moneda corriente para la prensa de investigación argentina: una cuenta en un paraíso fiscal, algunos negocios oscuros relacionados con la política e incluso un crimen perpetrado a sangre fría. Ya desde el inicio, el film le entrega al espectador una información que la dupla de impensadas heroínas tarda un poco más en conseguir. Cuando la descubren, caen definitivamente en la cuenta de que son víctimas de una manipulación y deciden ejecutar una venganza que está a tono con el aire de comedia que aparece con intermitencias en esta historia de engaños serios y amores livianos, cuya impronta televisiva se filtra tanto en la puesta como en el registro de las actuaciones.
El trabajo de puesta en escena de una versión de La casa de Bernarda Alba es el disparador de este película singular y reticente a las clasificaciones que termina funcionando al mismo tiempo como homenaje cálido y cargado de humor a un un grupo de artistas que tuvieron un papel decisivo en la cultura del under porteño nacida en los años 80 -la escena que giraba alrededor del Parakultural con su impronta de liberación sexual y provocación política- y manifiesto a favor de la identidad trans. Con inteligencia y atrevimiento, Diego Schipani y Albertina Carri le dieron forma a un guión que decantó en un documental en apariencia disperso y digresivo pero que en realidad refleja con fidelidad el espíritu anárquico de una movida valiente y contestataria. Lo que podría haber sido el mero registro de una serie de ensayos y castings teatrales condimentado con algunos testimonios destinados a reconstruir una historia subterránea (fundamentalmente, los que con gracia y soltura aporta Willy Lemos, artista que fue parte del dúo Besos de Neón e interpretó al primer travesti del cine argentino en Tacos altos , de Sergio Renán) va adquiriendo gradualmente el espesor de un relato cinematográfico con vida propia que opera como memoria y balance de la resistencia (y la persistencia) de una vanguardia cuya revalorización está más relacionada con el reconocimiento de su papel político, más que con una legitimación consumada a partir de una forzada incorporación al mainstream .
Una amante de los policiales se transforma inesperadamente en protagonista importante de una trama perfecta para una buena ficción de ese género. Eso es exactamente lo que le pasa, de repente, como si se tratara de una oscura pesadilla, a Rosa, prolija modista y abnegada ama de casa que responde puntillosamente al canon de mujer sumisa de su época. Testigo de un asesinato del que sabemos poco y que, una vez consumado, dispara diversos interrogantes relacionados con el contexto en el que se produjo, Rosa es una dama refinada, misteriosa y bastante impredecible, todas características que María Soldi logra transmitir eficazmente con una interpretación muy ajustada. Adaptación de la obra teatral La Rosa , del experimentado dramaturgo santafesino Julio César Beltzer, esta historia cargada de tensiones y enigmas también focaliza en los dilemas de la militancia política (encarnados en el agobiado personaje de Manuel Vignau ) y las filtraciones domésticas de la convulsión social de la Argentina de mediados de los 50, la época en la que el peronismo fue violentamente desalojado del poder y se consolidó en el país una disputa ideológica (la famosa grieta) que dura hasta hoy. La ambientación de época del film es consistente, y el trabajo de cámara y fotografía de Gustavo Biazzi revela solidez y una gran inventiva para apuntalar la trama.
Después de debutar en la dirección con el documental Cumbia La Reina , dedicado al fenómeno del género tropical en la Argentina, Pablo Ignacio Coronel vuelve sobre el tema con un enfoque internacional: ahora la historia involucra el sueño de un viaje a Oriente, donde este tipo de música de gran popularidad entre personas de diferentes edades y clases sociales también tiene sus amantes, entusiastas como pocos. El relato arranca en Europa, más precisamente en Portugal, donde vive el realizador y también hay un evidente interés por un estilo que apunta básicamente a promover la diversión y el baile, e incluye escalas en Chile, Bolivia, Colombia, Perú y Brasil. ¿Es posible que la cumbia tiente en Japón, Vietnam, Filipinas y Camboya como lo hace en América Latina? Aunque parezca extraño, la respuesta es sí. Su encanto, su flexibilidad para adaptarse a diferentes contextos y fusionarse con otros ritmos y sobre todo su invitación a celebrar capturan rápido, igual que los testimonios que recoge la película de artistas reconocidos como Totó la Momposina (Colombia), Los Mirlos (Perú), Celso Piña (México) y Coco Barcala (Argentina), muy elocuentes en sus definiciones. Más que analizarla desde un punto de vista técnico, el film -que había sido seleccionado para la edición del Bafici que la cuarentena obligó a suspender- propone una mirada que la entiende como un fenómeno social cada vez más expandido.
Las fiestas silenciosas tienen su propia historia. Nacieron informalmente en los años 80 y ya en los 90 se pusieron de moda, impulsadas por ecoactivistas enfocados en minimizar la contaminación acústica de la música bailable. Laura ( Jazmín Stuart ) se encuentra con una de esas particulares fiestas casi de casualidad y sin sospechar el explosivo desenlace de ese hallazgo fortuito. Llega a la estancia de su padre para celebrar su casamiento y de pronto queda envuelta en una pesadilla, narrada en tono de intenso thriller que mantiene la tensión en todo su recorrido en base a un trabajo de puesta en escena que aprovecha muy bien algunos recursos del cine de terror de bajo presupuesto. Aun cuando se notan trazos gruesos en el guion, la inventiva que revelan muchas de las escenas equilibra esas falencias. Más que aquello que se cuenta -la crónica de una violación y una sangrienta venganza posterior-, lo que funciona muy bien aquí es el cómo. No hay muchos datos sobre los personajes, salvo un par de pinceladas iniciales, que permitan prever sus extemporáneas reacciones. Ni tampoco las de un grupo de jóvenes victimarios transformados en presas de caza de una familia furiosa. Algunos flashbacks que vuelven sobre los sucesos que disparan esa cacería subrayan lo que cualquier espectador atento puede imaginar y morigeran un misterio que cuadraba muy bien en la trama.
Aunque su título pueda despistar un poco, La chancha es, antes que nada, una película sobre cómo lidiar con las heridas del pasado. Ese animal voluminoso aparece efectivamente en la historia como el símbolo encarnado de un trauma psicológico cuyo origen se irá develando de a poco. Su actitud amenazante y sus inquietantes gruñidos auguran más de una vez que algo pesado está por aflorar en medio de unas vacaciones familiares en las sierras cordobesas que de repente tomarán un rumbo inesperado. La virtud más notable de este tercer largometraje de inspiración biográfica de Franco Verdoia (también fotógrafo, dramaturgo y director teatral) es su astucia para crear el clima que incomoda a su torturado protagonista con recursos que usualmente observamos en el cine de terror. Un relato que en principio luce costumbrista se va transformando gradualmente en un cuento oscuro donde los fantasmas de otra época acechan y empiezan a determinar seriamente al presente. Todo el sugestivo tramo que insinúa el desenlace funciona con fluidez. Y el Puma Goity es una pieza clave dentro de ese esquema: como contrapunto virtuoso de la intensa interpretación de Esteban Meloni, su actuación es precisa, aplomada, con la dosis justa de ambigüedad que necesita un personaje que no quiere por nada del mundo mirar hacia atrás pero ahora, obligado por las circunstancias, igual deberá hacerlo.
Los prejuicios siempre son peligrosos. Eso confirma esta historia austera y narrada con precisión y sutileza que tiene como protagonista a un docente discriminado por sus preferencias sexuales en un pueblo donde los rumores maliciosos y algunos abusos silenciados parecen ser moneda corriente. Ese dedicado maestro de escuela primaria al que Diego Velázquez interpreta con mucha solvencia es capaz de transmitir calidez y generosidad, pero también asume su condición de segregado en silencio, sin animarse a reaccionar a tiempo. Y cuando tome real conciencia de esa situación ya será tarde. Rodada en La Merced (pueblito del Valle de Lerma, en Salta) e inspirada en la figura del docente Eric Sattler, un promotor del cooperativismo en la provincia de Córdoba al que conoció la guionista y directora Cristina Tamagnini, El maestro aborda una problemática cuyas aristas han cambiado sustancialmente en los últimos años pero que, dependiendo del contexto, persiste como amenaza. Y lo hace sin cargar las tintas, con un tono tan moderado como el de su protagonista, capaz de enriquecer los alcances de su profesión y comprometerse a fondo con el montaje de una obra de teatro infantil en voz baja, como para no llamar tanto la atención de un entorno que igual lo observa de cerca y con desconfianza. A veces vale la pena gritar.