Con una mirada distinta, con un enfoque diferente, la directora Paz Encina, encara su documental para narrarnos un caso en particular sobre la desaparición de una persona durante la última dictadura militar paraguaya, que fue la más prolongada de Sudamérica. Se trata de Agustín Goiburú, quien fue el más importante opositor político del dictador Alfredo Stroessner, y desapareció en 1976, en Paraná, Entre Ríos, República Argentina, donde vivía exiliado. Con un toque de originalidad, esquivando las clásicas representaciones de las “cabezas parlantes”, que tanto se acostumbra a utilizar en este formato audiovisual. Aquí la directora, bajo el relato en off de la viuda y sus tres hijos, dos varones y una mujer, de la persona desaparecida, cuenta los hechos que ocurrieron en ésta familia y que culminó con el secuestro de Agustín. Con un ritmo pausado describe con la cámara situaciones particulares, como, por ejemplo, la del interior de una casa abandonada, como que los habitantes la dejaron imprevistamente y nunca más volvieron. También, sobre las imágenes de unos chicos que pasan el tiempo en la selva paraguaya, o en un río, y que deambulan sin prisa, con la quietud que provoca el clima selvático, que induce a gastar la mínima energía posible, continúan con la narración los familiares del protagonista ausente, intercalada por largos silencios, sumidos en la emoción y el recuerdo permanente de un hecho dramático y doloroso que les marcó la vida para siempre. Al utilizar el criterio de ficcionar éste documental, la historia se hace más entretenida, cuyas imágenes recreadas por la directora le dan un tono poético más amable a la cruda y lacerante realidad. Además, logra que el espectador esté atento a lo que ve y lo que escucha, sin distracciones, porque el ritmo no decae, como no decae la memoria del pueblo que sigue recordando cómo fueron esos aciagos momentos que cubrieron los designios de todos los países latinoamericanos.
Angustia, dolor en el pecho, taquicardia, ahogo, sentir que se van a morir, son los síntomas característicos que sufren las personas que padecen esta enfermedad mental llamada ataque de pánico. El director de este documental, Ernesto Ardito, además investigó, consultó a profesionales de la salud y entrevistó a 12 personas, entre el 2012 y 2014, para poder realizar este filmy acercarnos una idea más acabada de lo que es esta enfermedad En los últimos años hemos escuchado o leído de gente famosa, tanto argentina como extranjera, que sufrieron estos ataques, y uno no comprende bien que es lo que les sucede, así, de repente, sin una señal de alerta previacomo para que lo reciban de otra manera, más preparados. A estos entrevistados les sucedió lo mismo que a los famosos, repentinamente sufrieron un desequilibrio mental, entraron en una gran crisis y quedaron atrapados en un laberinto que les cuesta salir. Porque el diagnóstico certero se da hace unos 10 años, antes se los medicaba erróneamente, o los médicos no lo comprendían bien, y el resultado era empeorarles la salud a los enfermos. El director toma las narraciones en off de los pacientes para relatarnos sus sufrimientos, luchas, tanto de ellos con la enfermedad como ellos con sus familiares, matizados con imágenes de archivo, o también ficcionadas, que logran amenizar y ayudar a comprender un poco más de que se trata todo esto. Porque le puede pasar a una parte importante de la población, porque cuanto más informados estemos, más fácil será comprenderlos y ayudarlos, porque no diferencia a las clases sociales, ni a hombres o mujeres, porque ataca tanto a los que les va bien económicamente y familiarmente como a los que les va mal. Porque no todos son capaces de recibir la presión interna y externa de esta vida, y como resultado de esto, estallan como pueden, perdiendo el control de todo lo que lo rodea, por todo esto, da como resultado que este documental es una herramienta necesaria para informar a la población en general, y crear conciencia de que nadie está exento de nada.
Los directores de éste documental, Jon Nguyen, Olivia Neergaard Holm y Rick Barnes, nos acercan a conocer la historia, y más precisamente los orígenes de la vida creativa, de uno de los más innovadores cineastas que hayan surgido en los EE. UU. como es David Lynch. Pero lo vemos en una faceta desconocida para el público masivo, como es su trabajo de artista plástico, donde no sólo pinta con sus manos sino que le agrega otros elementos de distintos materiales conformando una obra de arte, con una gran imaginación y un estilo descontracturado que no reconoce límites. Relatado con la voz en off del protagonista, nos va contando su infancia feliz, su adolescencia complicada, pero a la vez es cuando comienza a pintar buscando algo, que no sabe bien lo que es, pero, además no le interesa demasiado saber qué. Lo que le preocupa es aprender siendo medio autodidacta y luego encauzado en la universidad. Con un espíritu inquieto y poseedor de una gran curiosidad y poder de observación de lo que tiene a su alrededor va modificando sus intereses a la par de los lugares de residencia, que de alguna manera le fueron sirviendo como fuente de inspiración hasta lograr hacer que sus pinturas tuvieran sonido y movimiento, es decir, tomó una filmadora y comenzó a experimentar su visión artística desde otro lugar, y con otro formato que lo llevó a Hollywood donde reconocieron su valor creativo a base de trabajo, perseverancia y convicción, logró estrenar su primer largometraje. Nunca habla a cámara, se lo ve trabajando en su casa haciendo obras de arte, y cuando no trabaja, fuma, fuma mucho, en esta época en que se pregona la vida saludable ver a alguien cubriendo la pantalla de humo, resulta bastante chocante, aunque seguramente, quienes dirigieron esta película les habrá parecido estéticamente atractivo. El sonido incidental acompaña perfectamente a las imágenes de archivo que son fílmicas, en colores, de él cuando era chico junto a su familia y también fotos en blanco y negro. En definitiva, toda la narración es la previa del salto a la fama y el reconocimiento mundial, cuando acunaba sus sueños de buscar y realizar su mundo en el arte, y vaya que lo encontró y lo logró.
Cuando las clases universitarias entre un profesor y sus alumnas se vuelven más estrechas que lo aconsejable, donde además se habla de literatura, con el agregado de que el poder de la palabra es un arma de seducción que envuelve los sentidos y pensamientos del otro, que incluso se puede también apoderar de su vida, convirtiéndose en un arma de dominio y manipulación, el director José Luis Guerin aborda la temática de la enseñanza de filología en la Universidad de Barcelona, cuyo profesor (Raffaele Pinto) tiene la idea de crear una academia de las musas para transformar el mundo a través de la poesía. La película está narrada como si fuera un documental, con muchos cortes y empalmes en una misma escena, utilizando varios primeros planos, haciéndonos sentir y oír muy de cerca a las personas, además de colocar la cámara a través de una ventana, o de la ventanilla de un auto, en repetidas ocasiones, a manera de un espía. Son todos recursos valederos para poder llevar a cabo este film que se centra en discusiones filosóficas sobre lo que tiene que ser una musa en la actualidad, y lo que era en el pasado. El amor, el deseo, las pulsiones, son los temas básicos que charlan constantemente el profesor con sus alumnos en clase, y luego con sus alumnas en forma particular, y entre ellas también. Con el correr del relato afloran los problemas personales de él con su mujer, y de él con 4 de sus musas, planteando reflexiones continuas y disquisiciones que van más allá de lo que un aula puede albergar, pero resulta el espacio contenedor para que la vida de estos personajes no se desmadre. Es decir que, de algún modo, utilizan este recinto para tratar de encauzar, replantear y modificar su existencia sentimental, con una base literaria que los apasiona. Cuando el profesor dice que su propósito es sembrar la duda, no enseñar de forma tradicional, lo cumple, porque al alumnado con su provocación, le afloran los sentimientos más íntimos, y la mayoría termina confundida, incluso él mismo.
Muchas veces se demora demasiado. La paciencia y el sufrimiento lo llevan más allá del límite tolerable, pero cuando se toma la decisión no hay vuelta atrás, ni arrepentimiento. Sólo liberación y tranquilidad. Eso es lo que intenta transmitir el director de ésta película, Felipe Guerrero, quien toma como ejemplo las historias de tres mujeres que viven en la selva colombiana, dominada por guerrilleros, que padecen constantemente maltratos, vejaciones, ya sea de desconocidos o de sus parejas. Y cada una de ellas, como pueden, a su manera, se escapan de ellos y de la región geográfica que las agobia hacia una ciudad como Bogotá. La historia es relatado sin palabras, sólo vemos situaciones y acciones, pero no hay diálogos, no los necesita. Con las imágenes alcanza y sobra para ver cómo y dónde viven estas mujeres, porque ni el lugar ayuda para que sea un poco más llevadero el día a día. Ellas se alojan en caseríos, rodeada de montañas y selva, con lluvia y una humedad permanente que las obligan a moverse lentamente, a lo que se suma al tedio, la pereza, el sopor y las condiciones insalubres, que convierten su realidad en un cóctel explosivo, cuyo detonante son los hombres armados que viven allí. El realizador cuenta en forma paralela las vivencias de estas protagonistas de manera muy parsimoniosa. No hay muchos movimientos de cámara, prefiere la cámara fija y un plano sostenido por varios segundos donde, en muchas ocasiones, los personajes se quedan viendo la nada misma. Aunque no pasen cosas importantes, sumado a que no hay diálogos y las condiciones climáticas favorecen también al letargo de las personas, genera que el largometraje se transforme en un aburrimiento mayúsculo, difícil de tolerar para el público común. Lo escaso del ritmo y de las palabras conspira contra esta producción para que resulte entretenida, porque toca un tema interesante para difundirlo al público masivo, pero queda a mitad de camino por el criterio narrativo y estético que decidió el realizador para ésta obra.
En una desoladora, inhóspita y árida llanura pampeana, donde apenas crecen los arbustos, el viento seco dificulta la respiración, los rayos del sol lastiman la piel y la línea del horizonte se ve muy lejana, casi inalcanzable, se encuentran de casualidad estos dos personajes, en el más amplio sentido de la palabra, que están perdidos, solos, buscando llegar a algún lugar, nada más que con el crepúsculo como testigo. El realizador David Bisbano, nos adentra en el corazón de la geografía argentina para contarnos un relato muy particular, rayano a lo inverosímil. Porque los protagonistas, los únicos que participan de esta película, son Alvarito (Gonzálo Urtizberea) y el Dr. Villafañe (Roly Serrano). Alvarito es un maratonista ciego que corre sin compañía, es decir que ni siquiera hay rivales a su alrededor, y su objetivo es llegar a la meta, terminar la carrera. Y por el otro lado está el Dr. Villafañe, que es un intelectual y sus trabajos están proyectados en la búsqueda del presente. Con este panorama, los actores cargan con todo el peso de relatar una historia, y que sea creíble. Ambos visten ropa y calzado como de los años `30, o tal vez `40. Las teorías filosóficas de hallar el presente, por parte del Dr. Villafañe, se contraponen con la necesidad de Alvarito de terminar de correr el maratón. Siguen juntos compartiendo sus proyectos y padeciendo las inclemencias meteorológicas, con un tono, una escenografía y un ritmo muy teatral, apoyados por los largos diálogos y monólogos que les toca recitar. Es una película austera, sostenida por un grupo de personas que logran hacer un buen trabajo en la postproducción, y dos muy buenos actores con ganas de hacer cine, que se diluye no sólo por la falta de presupuesto, sino también, por la puesta y los extensos parlamentos que tienen para tratar lograr sus sueños que, en definitiva, es encontrarse a sí mismos.
Es difícil analizar un documental hecho para transmitir las experiencias ocurridas durante la producción del film de Hugo Santiago, “El cielo del centauro”, porque ambas películas se estrenaron el mismo día, y este teorema que se intuye como un complemento de la otra para una mayor comprensión, no es así. Los realizadores Estanislao Buisel e Ignacio Masllorens nos brindan una clase práctica de cómo se genera una obra cinematográfica, desde las primeras charlas entre el director y Mariano Llinás, guionista y también cineasta, donde Hugo Santiago le cuenta la imagen que tiene en su cabeza, la de un extranjero que llega en barco a Buenos Aires, por poco tiempo, y que tiene que hacer una sola cosa, nada más. Y a partir de esa idea desarrollar un film. La etapa siguiente son los emails que se envían y responden ellos, narrados con la voz en off,, sobre la elaboración del guión cinematográfico para luego mantener una estructura narrativa precisa y cerrada. También la lucha eterna de los productores, quienes siempre tienen que hacer malabares e ingeniárselas para conseguir el dinero necesario para una filmación. Luego mostrarnos lo más esperado, que son los días de rodaje, con sus contratiempos y repeticiones de tomas, que el director que viene de la vieja escuela, y tiene todo en la cabeza, no quiere ni piensa apartarse de esa línea para lograr su propósito. Todos estos momentos contados de manera correlativa, le entregan al cinéfilo aficionado una gran cantidad de información, que tal vez no la tiene en cuenta cuando va al cine a ver una película. A los entendidos en la materia, para refrescarles ciertos conceptos, y a los que recién se inician, o quieren empezar a vincularse en el mundo del mejor oficio del mundo, como dice Hugo Santiago, es una gran lección. Por todo lo expresado, este documental está hecho para gente vinculada de manera muy estrecha al universo cinematográfico, y no para el público masivo.
Hay determinados momentos en que decir hasta acá llegué, no arriesgo más, no vale la pena, no tiene porqué ser vergonzoso, ni es un deshonor. Sino una decisión sabia y valedera que no todas las personas son capaces de aceptar. Porque piensan que pueden continuar, que son inmunes a todo, o que las ambiciones lo enceguecen tanto que luego, al complicarse la situación, no hay escapatoria ni vuelta atrás, y es ahí cuando comienzan los padecimientos, como los que sufren estos tres expertos en actividades paranormales. Porque, a la clásica historia de la casa abandonada, que está dominada por espíritus, y donde se muda una familia que termina atacada por seres muertos en otras épocas, el director Jason Stutter, le da una vuelta de tuerca a este relato desarrollado en Nueva Zelanda, donde el ataque ya se produjo, y son enviados por la compañía de seguros de la vivienda estos investigadores para saber si verdaderamente hay presencias siniestras. Cuando llegan a la propiedad, que está mal conservada, el jefe, llamado Scott (Jeffrey Thomas), con un experto en tecnología como Liam (Jed Brophy), y una médium, Holly (Laura Petersen), que es una veinteañera, bonita y descuidadamente sexy, que le aporta la cuota de belleza necesaria a este tipo de películas, se dan cuenta que los habitantes se fueron hace muy poco, escapando con lo puesto. Sobre ellos tres recae el peso de llevar adelante este largometraje que hacen todo lo posible para corroborar si realmente hay alguna entidad paranormal, pero esa presencia tarda demasiado en manifestarse, pese a que el director maneja bien los tiempos del suspenso y uno está esperando que pase algo, los hechos más importantes y significativos recién suceden en el último tramo del film. Porque la expectativa se mantiene constantemente, tanto los coprotagonistas como el espectador saben que hay algo, o alguien más, no se ve, pero se intuye. La espera se prolonga demasiado y cuando ocurren cosas, luego no se justifican correctamente y eso empalidece a esta producción, que tiene buenas intenciones, los actores hacen su mayor esfuerzo para que sea creíble lo que están contando, los efectos tanto de sonido como de imagen son los habituales en este género, pero, en definitiva, no hay nada nuevo que nos sorprenda, ni siquiera ver torcer la ambición y el inconformismo del ser humano.
Hubo una época en la que Buenos Aires fue construida por arquitectos cuyo rigor estético era europeo, con muy buen gusto y delicadeza. En este escenario, utilizando a la ciudad como un set de filmación, el argentino y director Hugo Santiago, que vivió casi toda su vida en Francia, vino al país a rodar esta obra rescatando calles, casas, parques, que todavía perduran de aquellos años, y no sufrieron la piqueta del progreso, realzando todo lo lindo, limpio y vacío de gente que pudo encontrar. La historia la protagoniza el Ingeniero (Malik Zidi), que trabaja en un barco cuyo destino final es Comodoro Rivadavia, pero al atracar en Buenos Aires un par de días, antes de continuar su recorrido al sur, el Ingeniero tiene como encargo llevarle una encomienda a Víctor Zagros, que es amigo de su padre, pero se la roban en el camino. Aunque este delito no es producido por un grupo de pungas o arrebatadores como estamos acostumbrados a padecer actualmente, sino que son otra cosa y el francés tendrá que arreglárselas para cumplir con su misión. Así, éste hombre tranquilo, que entiende el español, pero casi no lo habla, se convierte en el héroe de este largometraje, porque tiene que resolver el problema, tratar de recuperar y entregar el paquete a quien corresponde, toparse constantemente con los malos, que responden a Julio Baltasar (Rolly Serrano), y además contactarse con diferentes personajes que lo van guiando, para intentar lograr su cometido. En muchas situaciones nos remite a su película de culto “Invasión” (1969), con guión de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, donde siempre hay grupos de personas persiguiendo al protagonista, que aparecen y desaparecen constantemente. Con un relato clásico y un ritmo sostenido, este film realizado en su mayoría en blanco y negro, matizado con muy pocos colores, y ambientado con música instrumental tanguera, hablado casi en su totalidad en francés, donde todos visten traje, o camisa y pantalón de vestir, pese a que la historia se desarrolla en la actualidad, el director mantuvo un sentido estético impecable, el protagonista se mueve por la ciudad sin GPS, sólo ayudado por un plano de calles, y tampoco existen los teléfonos celulares para contaminar la historia. Hugo Santiago volvió a filmar, desde el 2002 que no lo hacía, para contarnos una historia y mostrarnos una ciudad, que tal vez la recordaba así en su niñez y juventud, o tal vez acercarnos su casa parisina a su ciudad natal. En esta realización lo importante no es mostrar si el personaje principal puede completar su trabajo o no, sino que lo más logrado es el cómo lo cuenta, para que el héroe llegue a buen puerto.