Smashing, Baby! La gran mayoría de los problemas a los que una película se enfrenta pueden ser fácilmente rastreados hasta el guión. En efecto, el de El agente de C.I.P.O.L. (The Man from U.N.C.L.E., 2015) es bastante débil, más por desperdiciar el potencial de su premisa que por cualquier otra cosa. Pero la película no deja de proveer un entretenimiento aunque sea tibio y light. El verdadero problema es la ejecución: la dirección, y el montaje, de Guy Ritchie. Una película bien dirigida puede elevarse por encima de un guión mediocre. Por citar otro estreno reciente, también basado en una serie de espías emitida en los 60 y con un retoque cómico: Misión Imposible: Nación Secreta (Mission: Impossible – Rogue Nation, 2015). La historia no es mucho mejor, pero la meticulosa dirección de Christopher McQuarrie la elevó a estratos hitchcockianos y sacó una de las mejores películas en lo que va del año. Por su parte, Ritchie parece desconfiar del material con el que le toca trabajar y cae en juegos de montaje irrelevantes en los que pretende sorprender al espectador sin intrigarlo primero. La historia primero: un agente de la CIA, Napoleon Solo (Henry Cavill), y un agente de la KGB, Illya Kuryakin (Armie Hammer), unen fuerzas a regañadientes para detener un complot nuclear. Una de las buenas ideas del guión fue retener los años 60s y ubicar la acción en Italia, lo cual permite conservar la energía vivaz de la serie original. El tipo de energía que El turista (The Tourist, 2010) necesitaba desesperadamente. Entre la exuberancia de la época, las locaciones exóticas y las divas y galanes que las pueblan, El agente de C.I.P.O.L. es una película altamente sexy. La mejor parte está al principio, cuando Solo y Kuryakin se encuentran cara a cara por primera vez. Solo tiene órdenes de evacuar a una mécanica alemana (Alicia Vikander) de Berlín Oriental, Kuryakin tiene órdenes de impedir que crucen el Muro. Es la mejor secuencia de la película porque los personajes son igual de determinados y naturalmente se van retrucando hasta el límite de sus habilidades. Oposición cualitativa que el resto de la película no disfruta. Cavill como el prototípico “misterioso agente internacional” está muy bien. Hereda con muy poco esfuerzo el papel originado por el refinadísimo Robert Vaughn. Esencialmente es un Bond americano, lo cual no llama la atención, porque tanto Bond como Solo fueron creados por Ian Fleming. Por su parte, Hammer como Kuryakin no le hace muesca a Davic McCallum. O Ritchie lo dirigió mal o fue una mala elección para el papel, no queda claro. Se supone que Kuryakin es la mitad enigmática del dúo, un tipo cool a lo Steve McQueen, pero Hammer lo interpreta con suma evidencia, dotándolo de tics nerviosos y gesticulaciones que no cuajan con el perfil taciturno del personaje. Prácticamente todas las críticas llevan a Ritchie. La película se parece mucho a su otro opus Hollywoodense, Sherlock Holmes (2009). Ambas tratan sobre una pareja dispareja, dos personajes icónicos de la cultura popular cuya representación moderna será un punto de contención entre muchos. Ambas fueron co-escritas junto a Lionel Wigram, y convierten a tipos estoicos como Sherlock y Kuryakin en neuróticos caprichosos, lo cual está muy en voga hoy en día. Y ambas son, esencialmente, películas de acción maquilladas por un suntuoso diseño de producción en clave histórica. Hay un recurso editorial que se repite cada 15 o 20 minutos a lo largo de la película y delata la falta de imaginación de Guy Ritchie para crear escenas por sí solas interesantes o memorables. Lo que hace es elipsar una parte de una escena perfectamente ordinaria, y a los 15 o 20 minutos revela lo que no nos había mostrado en primer lugar. Revela pequeñas cosas: hurtos, juegos de manos, llamadas telefónicas, etc. La mayoría son irrelevantes. Ritchie salta a conclusiones sin sembrar dudas ni generar expectativas. Como mago le falta el primer y tercer paso del truco, las partes que engatusan y satisfacen al espectador, y se queda con la artimaña nada más. Estos insulsos momentos de “ajá” son el combustible de la película, y da la sensación de que están ahí a falta de mejor idea. Así es como el mejor chiste de la película se usa dos veces (un personaje ignora el caos que se desata silenciosamente en el trasfondo), y hay dos secuencias en las que se hilvanan los planos como si fueran viñetas en un comic por ningún motivo aparente. Todos los chiches de una comedia de acción/espionaje están alineados y en posición. La banda sonora sesentona es impecable. Falta un guión más rico en personajes y situaciones, y en su defecto una dirección más confiada. Sobran las triquiñuelas de montaje.
Coulrofobia La historia detrás de El payaso del mal (Clown, 2014) es que Jon Watts y Christopher D. Ford subieron un trailer falso a YouTube anunciando que Eli Roth produciría su película sobre un payaso endemoniado. Roth vio el trailer, y en vez de demandarlos les dio el dinero. Profecía autocumplida si alguna vez la hubo. La trama, en una sola oración: un hombre se pone un disfraz de payaso y no se lo puede quitar. Apurado por encontrar un reemplazo payasesco para el cumpleaños de su hijo, se pone un traje que encuentra de casualidad en un viejo baúl. Se maquilla, se calza la nariz roja, se pone una peluca multicolor y se encierra en el traje. Pero al día siguiente no se lo puede sacar. El maquillaje no se lava. La nariz y la peluca se han asimilado. Y el traje (no tiene cierre) se ha constreñido a su cuerpo. Los intentos del personaje de quitarse ciertas partes del disfraz son dolorosos y sanguinarios. Lo que sigue es un procedimiento muy parecido al de La mosca (The Fly, 1986). Acompañamos a un hombre que lenta e irrevocablemente se va despojando de su humanidad mientras se convierte en un monstruo, muy a su espanto, y comienza a poner en peligro a la gente que ama (su mujer y su hijo). Si el tipo además fuera alcohólico la historia podría haber sido escrita por Stephen King. Pero no, el protagonista ansia vorazmente carne de niño, no alcohol. Kent (Andy Powers) termina disfrazándose encima de su disfraz y solicitando la ayuda de un tal Karlsson (Peter Stormare), hermano del anterior dueño del traje y el único que puede explicar qué está ocurriendo. Karlsson prefiere matarlo y arrancar de cuajo el problema (y su cabeza); Kent huye y comienza a acechar campamentos y peloteros en busca de niños para devorar. Andy Powers está muy bien como el pobre tipo. Le toca vestirse de payaso toda la película, usar ropa indigente encima del disfraz, e interpretar a una persona escondida bajo tres capas de indumentaria y maquillaje que recorre un amplio gamut de ansiedad, irritación, pánico, confusión, tristeza, suicidio y finalmente bestialidad. Pese a la suma idiotez de la trama, el tipo vende el suplicio de su personaje, de una persona cuyo cuerpo la traiciona. La otra mitad del crédito va para Alterian Inc., la compañía de efectos especiales a cargo de crear el disfraz payasesco. Pertenece a Tony Gardner, quien sabe lo que hace. Trabajó con Rick Baker, maquilló los zombies de “Thriller”, vistió al duo robótico Daft Punk, le cortó la mano a James Franco en 127 horas (127 Hours, 2010) y añejó a Johnny Knoxville 50 años en Jackass: El abuelo sinvergüenza. Aquí el traje maldito va mutando asquerosamente mientras reconfigura el cuerpo de Kent de manera que se asemeje, grotescamente, al de un payaso. La película va a ser un éxito con los niños y los coulrofóbicos. En los demás no inspirará mucho temor. El payaso del mal es más asquerosa que terrorífica; pasamos demasiado tiempo con el protagonista y estamos demasiado al tanto de su situación y sus movimientos como para sentir verdadero miedo. Sí sentimos asco, y morbo, y un poco de tedio en las partes que se alargan o se conducen formulaicamente. Y sobre todo piedad.
Es otra estúpida película americana No hay nada malo per se con que un guionista se meta en su propio guión. Hay una forma ingeniosa y una forma indulgente de hacerlo. Charlie Kaufman, por ejemplo, complejiza el proceso creativo de sus historias al meterse en ellas. Es el guionista que escribió El ladrón de orquídeas (Adaptation., 2002), acerca de cómo no puede escribir la película que estamos viendo, y Todas las vidas mi vida (2008), en la que se hace una puesta en abismo entre la vida y el arte. Del otro extremo se encuentra Con derecho a roce (Playing It Cool, 2015), una comedia romántica en la que un cínico protagonista debe escribir una comedia romántica, así como los Sres. Chris Shafer y Paul Vicknair probablemente escribieron esta película por encargo y de mala gana. El metalenguaje no se detiene ahí: el protagonista (Chris Evans) es además el narrador de la historia, y se identifica simplemente como ‘Yo’. La indulgencia es tal que el ‘Yo’ de los guionistas es guapo, gracioso, adinerado e increíblemente exitoso con cuanta mujer alguna vez intentó seducir. Además tiene la manía de proyectarse en cuanta historia romántica le cuentan (¿así como los guionistas se imaginaron en el lugar de Evans?), un gag que no es muy gracioso. El único defecto de Evans, ay, es no creer en el amor. Pero entonces conoce a ‘Ella’ (Michelle Monaghan). La femme de cualquier comedia romántica debe estar por encima de la etiqueta social, y efectivamente al conocerse en una recaudación de fondos Ella le desafía a escandalizar a los vejetes de la gala y flirtear con ellos. Esto lo enamora. ¿Será posible que esta mujer tan traviesa y peculiar sea la indicada? Hay algo sumamente infantil en el comportamiento de estas personas. A lo largo de la película hacen y dicen cosas con la idea de mostrarse tiernos y ocurrentes, pero todo resulta forzado y fuera de lugar. Son treintañeros comportándose como si todavía estuvieran en la secundaria, actuando por capricho, inventando problemas donde no los hay y enfrentando convenciones que deberían serles indiferentes desde hace por lo menos veinte años. No tienen una sola conversación inteligente ni comparten nada que nos indique por qué estas dos personas se enamorarían, excepto el hecho de que son las dos personas más sexies de todo el elenco. Los diálogos son un problema. Él tiene un séquito de amigotes, todos escritores, que le hacen de coro (Topher Grace, Luke Wilson, Aubrey Plaza). No dicen una sola cosa ingeniosa en toda la película. Pelotean ideas, así como los guionistas habrán peloteado, pero jamás pasan de ser interesantes a graciosas. Un personaje dice que Ghost, la sombra del amor (1990) es la película más romántica de todos los tiempos. Otro retruca, con absoluta seriedad, que es Terminator (1984). El primero se ofende. Ése es el chiste. Alguien como Quentin Tarantino hubiera minado oro con esa conversación, la hubiera llevado a dónde ningún escritor ha llevado jamás un diálogo. Pero no. Con derecho a roce no se mete en aguas más profundas que un tobillo. Ello requeriría talento, técnica, ambición aunque sea. Cuando llega la parte en la que Ella se tiene que enojar con él, se ensaña con algo tan banal que ni Monaghan puede hacer de la escena creíble. Es un problema recurrente: actores competentes con material tan malo que no pueden hacer más que hundirse en cada escena. Monaghan está tan por encima del papel de dreamgirl ciclotímica que da vergüenza ajena verla. Y lo de Evans sería menos humillante si ya no hubiera parodiado este mismo tipo de estúpidas películas americanas en No es otra estúpida película americana (Not Another Teen Movie, 2001). Hace 15 años corría hacia un aeropuerto en busca de su enamorada, todo en chiste. Hoy lo hace en serio. Lo poco que funciona de la película viene de sus protagonistas y a pesar del diálogo que les toca recitar, en la historia que les toca interpretar. A pesar de todo, Chris Evans y Michelle Monaghan tienen cierta chispa juntos. A pesar de todo, algunos chistes funcionan. Pero nada aquieta la sospecha de que a todo momento estamos viendo la fantasía pretenciosa e inelegante de los dos tipos que ni se molestaron en ponerle nombre a su protagonista.
La tierra prometida y yo Pocos documentales toman un tema tan controversial como el conflicto judeo-palestino y logran presentarlo de manera tan sensible y objetiva como NEY, Nosotros, ellos y yo (2015). Esto se debe fundamentalmente a que el director, Nicolás Avruj, no tenía ninguna intención de hacer una película cuando decidió registrar con su cámara su curioso vagabundeo de 3 meses en Tierra Santa en el año 2000. Quince años más tarde ha reconstruido su viaje en un largometraje de hora y media, y la coherencia con la que recuenta una aventura tan accidental es un loable trabajo de edición si los hay. Avruj es recalcadamente judío, como lo demuestran las home movies iniciales que abren la película. Es de familia judía, la cual celebra fiestas judías en honor a tradiciones judías que honran la cultura judía de una forma muy judía. Quiere dejar eso en claro, porque si eso es lo primero que vemos, lo primero que escuchamos es su voz en off declarando que detesta definirse como pro-palestino o pro-israelí. La película no se pone de ningún bando. De hecho cuestiona la idea de bandos: como indica el título, por cada dos bandos siempre hay un tercero, el individuo. La premisa es que el joven Avruj viaja en el año 2000 a reunirse con su primo pero por un desencuentro queda solo y sin plan de acción en Jerusalén. Conoce a los nativos – algunos de los cuales recurren y se transforman a lo largo de la cinta, como personajes en una ficción –, consigue trabajo, va de hospedaje en hospedaje. No mucho después presencia una violenta represión por parte del ejército israelí y huye junto a un grupo de periodistas a la ciudad de Ramala. Ya en modo investigativo, osa viajar a Gaza y vivir (de incógnito) entre árabes. La voz en off de Avruj acompaña la cinta, interpretando las acciones de su joven-yo en el desierto. El director recoge testimonios de israelíes y palestinos, jóvenes y ancianos, pacifistas y guerreantes, militantes y civiles, fanáticos y gente con un sano uso de la razón. No se intenta conciliar las diferencias culturales entre ambos pueblos, ni someter a nadie a un juicio de valores, ni dictaminar la validez de tal o cual reclamo, ni ofrecer una solución al milenario conflicto. La película se mantiene leal a la imagen de un viajante con un asombroso poder de distanciamiento entre lo que vive y lo que piensa. Pero si hay una idea patente a lo largo de la película, es el desdén por el belicismo y la necesidad de definir un conflicto no a través de una verdad preconcebida sino mediante la investigación de sus límites. Lo que ha conseguido Nicolás Avruj con NEY, Nosotros, ellos y yo es transformar los retazos de un antiquísimo y accidentado rodaje documental en una película con cuerpo de aventura y mente crítica e incisiva. Va a atraer infinitas críticas por su indiferencia histórica y la ignorancia de varios factores socio-políticos, sumada la reconfiguración del conflicto (¿cuánto ha cambiado?) en los últimos 15 años. Pero la película no trata sobre la posible resolución de un conflicto que nunca se termina de delinear, sino sobre el impacto que tiene este recorrido – tanto en su protagonista como en el espectador.
Dibújame una crítica El Principito (Le Petit Prince, 2015) es una película muy tierna y marginalmente entretenida que en el mejor de los casos guiará a los espectadores a que descubran (o redescubran) la magia del libro de Antoine de Saint-Exupéry. La película no es una adaptación directa del libro. Funciona más como una secuela. La historia original es recapitulada durante la primera mitad de la película, siendo narrada por el viejo aviador a una niña. La segunda mitad de la película sigue la aventura de la niña, quien roba su aeroplano y viaja hacia el espacio para encontrar al principito y conseguir las respuestas que el cuento no le dio. En definitiva lo que hace la película es tomar una historia inmortalizada por su ambigüedad alegórica y anclar el sentido en una sola lectura, la más obvia e inmediata. No es la primera adaptación largometraje de “El principito”. Sí es la primera vez que se cuenta la historia con animación, lo cual es bastante osado de parte de los realizadores, considerando que este es el libro que nos dejó la frase “lo esencial es invisible a los ojos”. Como animador, ¿por dónde empezás? Mientras la película se mantiene dentro del terreno canónico de la historia, funciona perfectamente. Es hermosa. Estas porciones del relato han sido animadas a lo stop-motion (como las películas de Henry Selick y Tim Burton). Son las más bellas, no sólo por la fidelidad a las ilustraciones originales de Saint-Exupéry sino porque confieren la misma sensación de artesanía y delicadeza. Pero la película trata más sobre la niña en cuestión que sobre el principito. Y el mundo en el que vive es un engrillado 3D sin sofisticación. Parece una maqueta diseñada por computadora, con menos vida que uno de esos videos sobre seguridad vial. La animación (la iluminación, los personajes, sus movimientos, los de la cámara) es menos que esmerada en estas partes, que acaparan las tres cuartas partes de la cinta. Y cuando la niña finalmente viaja al espacio y se aventura en el terreno del “fan fiction”, la historia se convierte en un relato bastante mediocre, con buenos y malos y un mundo distópico que hay que redimir. La historia de una niña que sufre una madre controladora y se hace amiga del viejito de la casa de al lado es simpática. Tiene un arco dramático propio, no es un mero marco narrativo. Pero en ningún momento logra ser más interesante (o verse tan bien) como la historia de “El principito”, y cuando decide continuar esa historia, lo hace de una forma que daña la atractiva discreción del relato original.
Perdónalos porque no saben lo que hacen Se considera de mala educación traer a colación a El exorcista (The Exorcist, 1973) cuando hay que criticar a una película que trata sobre exorcismo. Es como enojarse con una película romántica por no ser Casablanca (1942). Y si algo nos ha enseñado El exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, 2005) es que no hace falta plagiar a El exorcista para contar una buena historia sobre exorcismo. Pero muy de vez en cuando se transgrede más allá del “hurto sensible” que recomienda Martin Scorsese y directamente se convierte en una falsificación. Es el caso de Exorcismo en el Vaticano (The Vatican Tapes, 2015). Una posible crítica, breve pero no por ello menos exhaustiva, podría ser: “Es una burda imitación de El exorcista”. Cuenta la historia de una chica que comienza a actuar raro, padece todo tipo de siniestros e infortunios, entra y sale de hospitales mientras los médicos se frustran intentando entender qué le pasa, y finalmente concluye con un ritual de exorcismo conducido por dos curas, uno de los cuales es viejo y sueco y tiene un rollo personal con el demonio. Donde no se ha plagiado a El exorcista, se ha rellenado con extractos de La profecía (The Omen, 1976). Los animalitos violentos, los suicidios espontáneos y la cháchara sobre el Anticristo son prueba de ello. La película no tiene nada nuevo para decir sobre el tema, y el tema es tratado de la forma más mundana posible. No da miedo porque no engaña al espectador por un solo segundo. Films como La noche del demonio: Capítulo 3 (Insidious: Chapter 3, 2015) se esmeran en utilizar el encuadre y el montaje para tender trampas y causar sustos. Exorcismo en el Vaticano no piensa nada dos veces: carga de frente y todo se ve venir de bien lejos. El director es Mark Neveldine. Hizo Crank (2006), en la que Jason Statham tiene que producir adrenalina periódicamente para contrarrestar los efectos de un veneno letal, y Crank – Alto Voltaje (Crank: High Voltage, 2009), en la que Statham tiene que electrocutarse periódicamente para mantener latiendo su corazón artificial. También hizo Ghost Rider: Espíritu de Venganza (Ghost Rider: Spirit of Vengeance, 2011), en la que la cabeza de Nicolas Cage se prende fuego. Ése es el nivel de sutileza para el que Neveldine está adecuado: Nicolas Cage prendido fuego. No para el terror psicológico. La película está hecha con los recursos de un director de acción. Se nota. Hay cualquier cantidad de movimientos de cámara que no sirven ningún propósito excepto saciar una compulsión de adrenalina que se siente totalmente fuera de lugar. Todo ha sido filmado con una intensidad tan grosera – el movimiento frenético de la cámara, la lente angular que deforma la imagen, los primeros planos cerradísimos sobre los poros faciales de los actores – que no hay chance de dejarse llevar por el temor. Es una película de acción con gritos en lugar de disparos. Ya de por sí la historia no es muy inteligente, pero hay una diferencia entre ser idiota y tratar al público de idiota. Esta es una película en la que, cada vez que la cámara corta al Vaticano, hay un subtítulo que indica “El Vaticano”, por si alguien olvidó el título. El insulto más gracioso es una escena en que la chica poseída intenta ahogar un bebé en una tina de hospital. No es suficiente con ver a la chica sumergiendo al bebé en el agua, la cámara nos tiene que mostrar el cartelito que dice “Peligro de ahogarse”. Por si a alguien le quedaba la duda. Y así sería muy fácil (pero nunca insincero) continuar lacerando a esta pobre cosa con forma de película, y discriminar entre los actores que sobreactúan y los que han sido mal puestos, y cuestionar la lógica de los personajes que les tocan interpretar, en una historia que no obedece ninguna lógica. Lo cierto es que no basta con decir “Es una burda imitación de El exorcista”, porque eso implicaría cierta ambición.
Reinas de corazones Así como la película anterior de Matías Piñeiro, Viola (2012), se inspiraba en la obra de William Shakespeare “Noche de reyes”, La princesa de Francia (2014) encuentra inspiración en “Trabajos de amor perdidos”. No se tratan de adaptaciones en el sentido clásico de la palabra. Buscan capturar la inquietud debajo de las obras, no su argumento narrativo. El punto de inicio es la llegada de Víctor (Julián Larquier Tellarini), que ha regresado de Europa con ganas de reunir su harén de actrices predilectas (incidentalmente, las mismas de Viola) para montar una producción radial de Shakespeare. Y “harén” es la palabra para describirlas. Los títulos iniciales desglosan el elenco femenino cual programa de teatro: la novia, la ex novia, la amante, la amiga, la desconocida, etc. La película trata, supongo, la superfluidad del amor entre jóvenes, que viven engañándose y reemplazándose de acuerdo al capricho. Víctor asigna y designa papeles a cada una de sus mujeres, tanto en su vida como dentro de su obra. Imposible seguir el desarrollo sentimental de cada uno de los personajes, principalmente porque no hay desarrollo, sólo espontaneidad. La única constante es que el control que Víctor tiene sobre su harén es completamente ilusorio. Se destaca la labor de las actrices: Agustina Muñoz, María Villar, Romina Paula, Laura Paredes, Elisa Carricajo y Gabriela Saidon. De miradas jocosas y sonrisas burlonas, contrastan con picardía la soporífera figura de Victor, que es el Marcello Mastroianni de su propio 8 ½ (1963). Victor tiene fama de seductor, pero no se lo ve particularmente seductor. Las actrices se roban la película, de la misma forma que se roban su obra (y su vida, de poco en poco). La princesa de Francia probablemente sea más accesible a la luz de sus antecesoras espirituales, Rosalinda (2011) y Viola, pero hay algo indudablemente atractivo acerca del entramado que va tejiendo de a impulsos, de la labor de las actrices, y de la imagen que se va formando de su particular mundo.
Su misión, si decide aceptarla A pesar de llevar cinco iteraciones, hay sólo dos cosas que distinguen a las películas de Misión Imposible del resto del cine de acción contemporáneo: la emblemática composición de Lalo Schifrin y la presencia de Tom Cruise. La serie de por sí ha sido bastante camaleónica. La primera película, de Brian De Palma es el prototípico thriller hitchcockiano con un falso culpable. La segunda, de John Woo es puro cine de acción de Hong Kong. La tercera, de J.J. Abrams, es el punto flácido de la serie, parecida a un episodio extra largo de su show de TV, Alias. En muchos sentidos la trayectoria versátil de la serie emula a la del propio Tom Cruise, otrora enfant terrible y niño bonito de los 80s, devenido en héroe de acción y galán de la vieja escuela de Hollywood. Hace unos años empezó a reinventarse con Misión Imposible: Protocolo Fantasma (Mission: Impossible – Ghost Protocol, 2011) y Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, 2014), y ahora con la quinta y última Misión Imposible: Protocolo Fantasma (Mission: Impossible – Rogue Nation, 2015) termina de transmutarse en el mejor tipo de héroe de acción: el que puede sentir dolor, el que tiene sus límites, el que no gana sin esfuerzo. La analogía perfecta es Jackie Chan. Tanto Cruise como Chan se ponen en desventaja al comienzo de cada escena de acción. Como por sí solos son mejores que sus oponentes, el énfasis está puesto en sobrellevar una discapacidad circunstancial. Siempre empiezan desarmados, maniatados, heridos, desfavorecidos de alguna forma. Tienen que improvisar rápido, pasar de un plan a otro. Mucho queda a la suerte. A lo largo de la pelea se lastiman y ponen énfasis en el dolor que están sintiendo. Y ambos siempre resaltan con orgullo que son sus propios dobles de acción. La película comienza con el agente Ethan Hunt (Cruise) siendo emboscado en una de las guaridas de la Fuerza Misión Imposible. Es drogado, secuestrado y encarcelado por la organización enemiga “El Sindicato”, pero una agente encubierta (Rebecca Ferguson) le ayuda a escapar. Más o menos a esta altura la FMI es llamada a comparecer por el caos desatado en la película anterior, es absorbida por la CIA y Hunt se convierte nuevamente en un agente prófugo. Ahora tiene que reunir a su viejo equipo (Simon Pegg, Jeremy Renner, Ving Rhames) e intentar desenmascarar a El Sindicato a la vez que elude la cacería de la CIA (encabezada por Alec Baldwin). La historia del agente prófugo siendo cazado por su propia agencia alrededor del mundo la conoce cualquiera que haya visto las películas de Jason Bourne (o la primera Misión Imposible, para el caso). La diferencia fundamental entre Bourne y Hunt es que Bourne siempre se encuentra varios pasos delante de sus perseguidores, mientras que Hunt tiene que sudar y pelear por cada pequeña ventaja. Cruise – que además de actuar produce – entiende que los héroes menos que perfectos son los que resuenan con el público. Misión Imposible: Nación Secreta además continúa con la veta cómica establecida en Misión Imposible: Protocolo Fantasma y se burla frecuentemente de la mala suerte de Hunt. La parte más graciosa es cuando sus compañeros planean una misión por él, asignándole proezas de las que no está muy seguro poder cumplir, pero es demasiado orgulloso como para rechazar. Tom Cruise se consolida nuevamente como un excelente héroe de acción inyectado de star power, y la nueva Misión Imposible es tan buena como una película de su género puede aspirar. Su espectacularidad no viene de grandes explosiones ni espejismos digitales, sino del crudo deleite de secuencias planteadas y ejecutadas con inteligencia y un montaje quirúrgico. En una, Hunt y compañía tienen que aplicar ingeniería inversa para resolver un problema que no hace más que agrandarse con cada paso hacia atrás. La mejor de todas es una extensa persecución tras bambalinas en la Ópera de Viena, digna de Hitchcock, en la que la cámara sigue con la mirada a seis personajes distintos y teje una red de víctimas y sus posibles asesinos. Dicho esto, la película tiene sus puntos débiles. Los malos son bastante insulsos y poco memorables, algo que siempre ha sido un problema con la serie. Y así como hay algunas secuencias brillantes, la segunda mitad de la película flaquea. La famosa secuencia del avión que ha sido el centro de atención de la campaña publicitaria y figura en la mayoría de los posters va y viene en apenas unos minutos al comienzo de la película, antes de los títulos, y no sólo no tiene una resolución satisfactoria sino que no tiene nada que ver con el resto de la película. Desperdiciado lo que debería ser el clímax de la película, el final no guarda grandes emociones. Excepto la posibilidad de que salga Misión Imposible 6.
Escape de amor Félix y Meira (2014) cuenta la historia de dos personajes muy distintos que confunden la curiosidad y la fascinación con el amor. Vienen de mundos extraños: Félix (Martin Dubreuil) es un irreligioso solterón franco-canadiense, Meira (Hadas Yaron) es una judía jasídica casada con Shulem (Luzem Twersky) y madre de una bebé. De una u otra forma, ambos se sienten prisioneros de sus vidas, y cuando se da la oportunidad, intentan escapar juntos. El padre de Félix acaba de morir. El hombre, desconsolado, se pasea por Montreal. En la calle detiene a una mujer, Meira, buscando consuelo religioso. Ella huye de regreso a una casa donde sufre el agobio cotidiano de la vida jasídica. Todas las noches hay toque de queda. No disfruta de la compañía de sus amigas designadas, ni de las labores domésticas. Su marido le prohíbe dibujar y escuchar música (“¡Avergüenzas a nuestra hija!”). Sus inquietudes son desestimadas como histeria. “¿Has hablado con el rabino?”, le preguntan. ¿Dónde están los hermanos Coen cuando los necesitas? No mucho tiempo después, Meira se topa con Félix de nuevo. En un acto de desesperación, le sigue y le pide si puede escuchar música en su casa, por favor. Félix se abre completamente para ella, y ella comienza lentamente a abrirse a él. Al principio no puede ni mirarle a los ojos, aunque descubrimos que incluso le cuesta mirarse los suyos en un espejo. “¿Cómo es estar solo?”, le pregunta. Así comienza una amistad escapista que cura la estima de Meira, cuyos impulsos artísticos reinciden. Ante su desafiante apertura espiritual, su marido monta en cólera. La exilia a Nueva York, lo cual es como querer castigar a un niño que se comido una galleta mandándolo a la fábrica de Willy Wonka. Lo único que logra es proveer un nuevo y más atractivo escenario para que Félix y Meira continúen su cortejo y lo lleven a nuevos niveles de intimidad. El director Maxime Giroux y su co-guionista Alexandre Laferrière hacen una gran labor al ilustrar dos mundos tan contrastantes como los de sus protagonistas, y encontrar un punto medio color gris en el cual pararse y hacer de observadores. Dubreuil está muy bien como un tipo que logra ser discretamente carismático a pesar de la pesadumbre en su corazón; Yaron hermosa y excelente como la extraña en tierra extraña; y a pesar de su carácter antagónico, Twersky infunde a su personaje con una humanidad insospechada. En ciertos aspectos, Félix y Meira camina en paralelo junto a la vasca Loreak (2014). Ambas cintas problematizan la naturaleza del amor y las emociones confundidas o malinterpretadas. Ambas son altamente recomendables.
Otra vida Refugiados en su tierra (2013), realizada por Fernando Molina y Nicolás Bietti, trata acerca de un desolado pueblo chileno a los pies del volcán Chaitén. El año es 2010. Una ristra de cataclismos – tremores, inundaciones, erupciones – ha hecho evacuar a casi todo el pueblo. Unos pocos resisten en sus casas. “Los jóvenes se paran en cualquier parte,” explica uno de los lugareños. “Pero nosotros nos tenemos que quedar”. Esto a pesar de que el gobierno chileno reiteradamente ofrece subsidiar la mudanza de los pueblerinos a prados más verdes. No quieren abandonar su tierra. Antes la muerte. Nuestro personaje focal es El Turco, a quien acompañamos en sus paseos por las ruinas del pueblo. Le vemos hachando leña. Más tarde sube de nivel y usa una motosierra. Asistimos a las asambleas de los vecinos, que discuten sin mucho éxito sobre cómo llamar la atención del gobierno para hacer valer sus derechos a luz y agua. Las asambleas se filman en las sombras, quizás a modo de ilustrar la falta de visión de la comunidad, quizás porque justo esos días no había luz en la mutual. A pesar del carácter de facto de la cinta y su predominante estética verité, los directores hacen espacio para presentar momentos intensamente poéticos que a menudo ilustran mucho mejor los suplicios de la comunidad que el mero registro documental. Se trata de pequeños retazos de realidad cuya conjunción alcanza cierta poética a lo Kulechov. La mujer del Turco, Hortensia, observa por la ventana. Oímos tañidos metálicos que alertan la inminencia de terremotos, y vemos aves rapaces circundando los aires. Sumado el horror en la expresión de Hortensia, tenemos un panorama completo del principio, medio y fin de la catástrofe. En otra instancia un anciano manosea nerviosamente un cuchillo mientras los ruidos de excavadoras y otras máquinas sitian su hogar. En otra, El Turco sale de pesca y atrapa un pez que deja tirado en la playa. Su mirada desorbitada domina la pantalla en gran angular, así como sus jadeos moribundos dominan la banda sonora. El Turco observa el mar, y un barco desaparece en el horizonte, lentamente borrado por la película. La escena es enigmática y podría haber servido como un gran final, aunque la película continúa más de la cuenta con un epílogo extendido. A lo largo de la película nos preguntamos cuan justificada es la testarudez de esta gente que rehúsa evacuar su tierra. Están convencidos de que el gobierno está forzando su exilio para apropiarse de sus tierras. Puede que el gobierno esté mintiendo sobre el arsénico en el aire y el agua contaminada y la actividad del Chaitén, ¿pero qué hay de las inundaciones y los terremotos? El final de la película sorprende con nueva información y nos enseña a ser igual de suspicaces que la gente del Chaitén.