Estás fuera de control, McBain El justiciero (The Equalizer, 2014) se inspira en la homónima serie de televisión de los ‘80s, en la que un ex agente de cierta agencia de inteligencia llamado McCall ofrece sus servicios paramilitares a quien los necesite, usualmente gente de clase trabajadora. Denzel Washington es naturalmente la decisión de casting perfecta. Ha hecho carrera interpretando a obreros insospechadamente heroicos y de un coeficiente altruista sensacional, usualmente dentro de sus colaboraciones con Tony Scott. El primer acto tiene atmósfera. McCall trabaja en una carpintería. Lleva una vida austera pero disciplinada, y todas las noches se lleva su libro y su saquito de té a una cafetería solitaria cuyo parecido con aquella famosa de Edward Hopper no puede ser una coincidencia. Allí conoce a una dama de la noche (Chloe Grace Moretz), de quien se hace amigo porque se da cuenta de que necesita uno. McCall la inspira a quererse a sí misma, y cambiar de vida. Ahora entra la mafia rusa, que deja a la prostituta de hospital. McCall no duda mucho. Entra caminando al antro ruso, donde la cámara hace zoom a su ojo, el tiempo se congela y aniquila a todos los mafiosos presentes con un cuchillo, una pistola y un sacacorchos muy afilado. Es el comienzo de una larga serie de confrontaciones entre McCall, la mafia y los corruptos que la protegen, en un recorrido similar al de Hombre en llamas (Man on Fire, 2004) y El tirador (Shooter, 2007). Para variar en algo, Washington tiene un némesis. La mafia rusa envía a Teddy (Marton Csokas), “un psicópata con una tarjeta de visita” que oscila a través de los estratos criminales de Boston en paralelo a McCall, anticipando una confrontación inevitable. Teddy es uno de esos villanos refinados que cuidan sus movimientos con narcicismo y resultan divertidos en la medida en que el actor se está divirtiendo. La película intenta construir cierto temor entorno a su personaje, pero es difícil sentir algo parecido al miedo cuando el bueno lleva una ventaja constante sobre el malo. No hay premio por adivinar cómo termina el duelo final. Denzel Washington es una presencia fuerte como siempre, severo y discretamente burlón al mismo tiempo, y es un placer verle al frente de cualquier película, ya sea como héroe o villano. Pero resulta una decepción que 13 años luego de Día de entrenamiento (Training Day, 2001) el reencuentro entre Antoine Fuqua y Washington resulte en una película tan poco llamativa como El justiciero.
Nadar solo Mariano sale de fiesta por la noche. A la mañana regresa a casa. Nada en la pileta, corta el pasto. Husmeando en el garaje encuentra una caja de madera con un revólver dentro. Lo toma, sube las escaleras hasta su cuarto, se sienta en su cama y se pega dos disparos: el primero en la cabeza, el segundo en el estómago. Sobrevive inmaculado. Como el robo al comienzo de Rapado (1992) y el cumpleaños número 27 de la epónima heroína de Silvia Prieto (1999), Dos Disparos (2014) comienza con un incidente súbito y contundente que marca indeleblemente al protagonista, y luego se disuelve sin sonido ni furia en la chatura de su vida y la de la gente que lo rodea. La nueva película de Martín Rejtman – el padre o padrino o precursor del llamado “Nuevo Cine Argentino” – es la más expansiva de su obra. En Silvia Prieto, el foco nunca se aleja demasiado de la protagonista y su círculo de “amistades”, si se las puede llamar de ese modo. En Dos Disparos, hay una conga interminable de personajes robando cámara y presencia con la más nimia de las excusas. Elijan cualquier tramo de la película. Por ejemplo: Mariano, su hermano Ezequiel y su pareja Ana han ido de vacaciones a la costa. Mariano no puede entrar en la disco porque la bala que ha quedado dentro suyo activa el detector de metales. Conoce a Lucía fuera. Ella regresa con ellos a Buenos Aires al día siguiente. Lucía se une al cuarteto de flauta de Mariano y comienza a trabajar con Ana en un restaurante de comida rápida. Luego desaparece de la trama sin dejar rastro alguno de su pasar. La comedia de la película es que cualquier personaje puede llenar cualquier papel en cualquier momento, sin prejuicio hacia su personalidad o perfil físico, social o psicológico. La tragedia es que en este sistema de cartas comodines, ninguna relación posee peso en la vida de nadie. Todos los personajes se comportan de manera despreocupada e indiferente, y hablan con la inflexión de estar leyendo sus líneas de diálogo. Son gente de paso, en “vacaciones permanentes” como diría Jim Jarmusch. La película se siente como un ejercicio lúdico de Rejtman: veamos cuánto podemos alargar esta cadena interminable de situaciones que no llevan a nada ni impactan en la vida de nadie. Seguimos a Mariano, luego a su hermano Ezequiel, luego a su madre Susana y a la profesora de flauta Margarita que junto a Liliana viajan a Miramar donde se les une su ex marido con su nueva mujer y hacen noche en una casa y luego hacen noche en otra y así. Cualquier punto de corte resulta arbitrario. Aunque tragicómica, Dos Disparos recorre un camino un poco más sombrío que, digamos, Silvia Prieto, porque un acto de suicidio es más trágico que cumplir veintisiete. ¿O lo es? ¿Habrá una conexión con el infame Club de los 27 ahí? Mariano es una especie de músico, ¿no? Habría que preguntarle a alguno de los personajes de la película, pero ya se habrían distraído con otra cosa antes de acabar esta oración.
Il morbo Necrofobia (2014) pertenece a una estirpe de horror muerta: el giallo italiano (“amarillento”, en el sentido berreta y morboso de la palabra), pero trata el género como si fuera lo más natural del mundo. Muchos son los que lo imitan a modo de chiste o guiño, pero Daniel de la Vega – director, escritor y camarógrafo – lo encarna con absoluta seriedad. No hay pretensión en su película. Cada momento está dictado con seguridad y genuinidad. La película no posee una historia según la definición clásica de la palabra. Los hechos se suceden, pero no hay transformación. Las escenas se encadenan como en un ensueño, confuso y opresivo, tan solo guiadas por la desesperación de concluirlo. La fantasmagórica Vampyr (1932) es un buen referente onírico. En ningún momento dudamos que el elemento extraño posee una explicación racional arraigada en el inconsciente del protagonista – el verdadero problema es que somos tan prisioneros de ella como él. El protagonista es Dante Samot, interpretado por Luis Machín, uno de los grandes rostros anónimos del cine argentino. Tiene un parecido increíble con Joe Pantoliano, físicamente y en calidad de actor de reparto. Como Pantoliano, Machín también se especializa en personajes impotentes y despectivos de sí mismos. Su personaje no posee mucha profundidad, pero es la decisión de casting perfecta para interpretar a un infeliz en penitencia perpetua. Sus hombros cargan la película entera. El film comienza en una siniestra sastrería, un enorme salón enfilado a ambos costados por maniquíes momificados con embalaje. En el fondo cruje un incinerador; en el centro se erige un maniquí vestido de negro, vigilante. Nuestro protagonista, un sastre con una portentosa colección de tijeras, hila y corta un traje. En la escena siguiente, yace muerto en un ataúd, vistiendo ese mismo traje. Excepto que no es él. Se trata de su hermano gemelo Tomás. Además de Dante, otros personajes en el funeral son su mujer Beatriz y su psiquiatra Virgilio. Sutil. El funeral concluye, y Dante queda encerrado en la cripta de su hermano. Desesperado, rompe el vidrio de la puerta y huye por el cementerio, su mano lastimada. Curiosamente descubre un rastro de sangre, y decide seguirlo… yendo a parar a la cripta de la cual acaba de salir. Desespera, huye en círculos a través de la necrópolis. Siempre termina en la cripta. Luego cae en una tumba y comienza a ser enterrado vivo. Corte al título: "Necrofobia". De ahí en más la película se construye entorno a un confuso esquema de causa y consecuencia en el que Dante recibe llamadas de sí mismo, está en varios lugares a la misma vez y todo lo que hace o dice le lleva a revivir escenas que ya han pasado y pasarán de vuelta. La trama se desarrolla con una agobiante circularidad borgiana, la fragilidad mental de un “héroe” de Poe y el sanguinario morbo de Darío Argento o Mario Bava (quienes reciben sendos agradecimientos en los créditos) por las puñaladas y las amputaciones. Lo único que se extraña del film es un poco de humor consigo mismo, cosa que va tan naturalmente con Borges, Poe o Argento como lo macabro. Necrofobia a veces es una película tan infeliz como su protagonista. La fotografía y la dirección artística son preciosas, y los encuadres reciben un meticuloso cuidado que remite al cine mudo. El 3D no presenta mucha novedad, es el tipo de gancho sensacional que William Castle hubiera utilizado en sus películas de monstruos antropomórficos para llenar las salas. A eso apunta el film de Daniel de la Vega, a la jovial fascinación por lo grotesco y lo extraordinario.
Era una noche lluvia y tormentosa... Sin City es una ciudad violenta, monocromática y nocturna. En su corazón se encuentra un bar de mala muerte donde héroes y villanos se emborrachan juntos; sus confines son delimitados por las ominosas mansiones de los corruptos que controlan la ciudad, “donde la vida y la muerte son lo mismo, y el amor no conquista nada”. Sin City: Una mujer para matar o morir (Sin City: A Dame to Kill For, 2014) supura estilo y deleite por su grotesca existencia. Es un film noir bastante bueno. A menudo se toma al film noir por un género, pero su definición como tal es problemática desde que los intrépidos galos Borde y Chaumeton inventaron el término. No escatimaron en adjetivos. Onírico. Extraño. Erótico. Ambivalente. Cruel. Palabras que remiten a actitudes y sensaciones, pero no ofrecen ningún tipo de rigidez sintáctica como las películas de horror, ciencia ficción o comedia. Semánticamente nos encontramos con un elemento criminal, pero lo único propiamente “noir” es la sensibilidad pesimista con la que se lo describe. Sin City: Una mujer para matar o morir está colmada de estas sensibilidades. Sirve a modo de secuela, precuela y referendo de La ciudad del pecado (2005). Ambas películas están dirigidas por Robert Rodriguez, aunque el crédito directoral se extiende igualmente a Frank Miller, el autor de los homónimos cómics sobre los que las películas se basan. Rodriguez se vale de ellos cual storyboard, y los lleva viñeta por viñeta al cine. Zack Snyder ejerce una labor parecida en los “tebeos filmados” como 300 (2006) y Watchmen (2009), exacerbando el método al punto de que cada plano se convierte en un cuadro vivo. Las historias son tres nuevamente: cada una designa a un héroe y le enfrenta a un villano. Las historias se interrumpen mutuamente, y cultivan la incoherencia narrativa (sobre todo al intentar ordenarlas junto a las anteriores en un cronograma), pero no importa. Es una película que vive en el presente, de las interacciones entre los arquetipos que la habitan, y el poder primitivo que exudan sus actores. La stripper con el corazón de oro (Jessica Alba), el vigilante justiciero (Mickey Rourke), el falso culpable (Josh Brolin), la femme fatale de su pasado (Eva Green), el rebelde sin causa Joseph Gordon-Levitt), el matón sobrehumano (Dennis Haysbert), la madame sádica (Rosario Dawson) y el senador corrupto (Powers Boothe) son algunos de los seres que cohabitan un universo de pandillas, policías y prostitutas que viven en plena guerra interna. Sin City: Una dama por la que matar no hace mucho para diferenciarse de su antecesora, y unos dos tercios de sus historias remiten a las de la película original. Así como John Hartigan (Bruce Willis) vengó a la pequeña Nancy Callahan (Alba), ahora Nancy debe vengar a Hartigan, mientras que Dwight McCarthy (Clive Owen en la original) y su ejército de putas libran guerra de nuevo. La única novedad es un tal Johnny (Gordon-Levitt), un buscavidas que se mete en la partida de póker equivocada, pero la historia y su tratado sobre violencia y corrupción resultan reiterativos. No hay nada verdaderamente nuevo bajo el sol, aunque ésa parece ser la naturaleza infernal de Sin City, donde el sol nunca brilla de todas formas. Tres figuras dominantes se alzan por sobre las demás. Una es el senador Roark (Boothe), apenas vislumbrado en la primera película, ahora el villano de dos de las historias. Boothe se roba su tercio de película con una interpretación biliosa y recalcitrante, llenas de odio cada palabra que dice, cada mirada que echa. La segunda es Ava Lord (Green), una viuda negra que manipula por deporte y siempre juega desnuda. Ella es la titular dama “por la que matar” (y matarse, por qué no). Green está perfecta como la femme fatale voraz y sin un ápice de perdón. Y por último está Marv (Rourke), quien secunda las tres historias en el papel de ángel guardián. Puede que la película abuse un poco de la conveniencia de su personaje pero hay un inefable placer en ver a Mickey Rourke hacer del tipo de violento e irresponsable anti-héroe que Hollywood ya no banca. Las secuelas no son de gozar del favor del público o la prensa. Suelen capitalizar en el nombre de películas mejores sin molestarse en importar su magia o talento. Pero Robert Rodríguez vela por sus propios éxitos y rara vez decepciona. Machete (2010) legó una secuela poco menos que digna, pero Sin City: Una mujer para matar o morir es casi todo lo que los fans de la serie podrían querer.
El hombre que miraba de lejos A veces resulta difícil leer una obra póstuma con objetividad. La muerte nos ha desamparado del artista y queremos encontrar un motivo o mensaje de consuelo entre líneas. La verdad es que El hombre más buscado (A Most Wanted Man) no provee tal catarsis para la vida y carrera de Philip Seymour Hoffman, ni empieza a llenar el inconmensurable vacío que ha dejado la muerte del histrión. Pero Hoffman era más que genial: era consistentemente genial. Cualquiera que fuera su última película serviría de testamento a sus talentos actorales, ya que se apropiaba de cada uno de sus personajes con una intensidad indeleble. Jamás admitió excepciones. Hoffman interpreta a Günther Bachmann, líder de una agencia antiterrorista asentada en Hamburgo cuyo trabajo es mantener un ojo avizor en la comunidad musulmana con una buena dosis de paranoia desde los ataques del 11 de septiembre (originados ostensiblemente en la ciudad alemana). Una noche emerge de las aguas un hombre checheno y comienza a merodear por la ciudad sin un objetivo evidente, lo cual alerta de a poco a la CIA y su contrapartida alemana. Todos quieren darle caza inmediatamente. Bachmann disiente. Quiere seguirlo, entender qué busca, darle asilo o incluso ayudarlo quizás. La historia contrapone pues las conductas humanas del conservadurismo reaccionario y la pragmática progresista. El equipo de Bachmann debe trabajar a contrarreloj para descifrar y de ser posible utilizar al epónimo hombre más buscado, mientras que las demás agencias ejercen presión para actuar tan rauda y violentamente como se permita. Bachmann se acredita una poderosa aliada de la CIA, Martha Sullivan (Robin Wright en otro papel antipático), pero dispone de unos pocos días para llevar a cabo su plan. Mientras tanto atendemos los sospechosos merodeos del hombre checheno, Issa Karpov (Grigoriy Dobrygin), cuya búsqueda lo lleva a los aposentos del banquero Tommy Brue (Willem Dafoe) y al amparo legal de una lozana abogada llamada Annabel Richter (Rachel McAdams). Describir exactamente qué acontece entre los tres sería anticiparse a la trama. Basta decir que Bachmann y su equipo entran en las vidas de Brue y Richter y comienzan a manipularles a efectos de tender su trampa. El hombre más buscado es un thriller de espionaje en el sentido más puro del género. Un buen referente es El topo (Tinker Taylor Soldier Spy, 2011). Ambas películas adaptan novelas homónimas de John le Carré, “el Ian Fleming realista”. La tensión en sus historias no proviene de la acción o la violencia, sino del manejo de información. Y ambas están excelentemente dirigidas e interpretadas, aunque si el objetivo de El topo era perder al espectador en la maquinaria espía, el de El hombre más buscado es recalcar hasta el más mínimo detalle y mantener a todas sus piezas a la vista. El desarrollo de los sucesos es infinitamente más fácil de seguir. Lo que le falta a la película es un poco más de contacto con sus personajes. Bachmann es el protagonista por una cuestión focal, pero ésta es la historia de un sistema, no de una persona. El problema del elemento humano recurre desde El topo. Hoffman dota a un personaje relativamente chato de una presencia atrapante, pero el guión sólo le otorga cierta intimidad. Dafoe es otro actor que siempre resulta interesante haga lo que haga, pero su papel es menor y se pierde en el esquema de la película. Y hay atisbos de un romance entre los personajes de Dobrygin y McAdams, pero resultan más circunstanciales que otra cosa. El hombre más buscado hace gala de una rígida dirección de la mano de Anton Corbijn y un excelente elenco encabezado por uno de los mejores actores de nuestros tiempos. Su presencia nomás eleva a un thriller de la mediocridad al reino de todo lo que es bueno. La historia no adolece por falta de peripecias, pero se vuelve densa de a trechos en los que el conflicto central se distiende y todo parece marchar demasiado en orden. El final, no obstante, probablemente redima la película para muchos.
El bueno, el malo y Alice Braga El Ardor (2014) recuerda a aquellos westerns selváticos como Prisioneros de la tierra (1939) y Las aguas bajan turbias (1952), pero no retiene nada de su crítica social o desglose naturalista. Las películas de Mario Soffici y Hugo del Carril resultan más modernas y relevantes que la contrapartida de Pablo Fendrik, un ejercicio que a falta de ambición se siente aún más conservador y melodramático que sus precursores. Gael García Bernal es el protagonista (y productor) de la película. Los créditos finales lo bautizan “Kaí”. Su rol es hacer de “El Hombre sin Nombre”, sin el beneficio de la personalidad de Clint Eastwood o en su defecto cualquier personalidad distinguible, excepto la del Indio. Se abre camino a lo largo de la selva misionera y da con un rancho mantenido por un anciano, su mano derecha y su hija (Alice Braga). Le ofrecen refugio y alimento. De noche llegan los malos, liderados por Claudio Tolcachir. Quieren que el anciano les ceda el título de propiedad del rancho. Firma, pero lo matan igual y raptan a la hija. Nuestro héroe sobrevive a escondidas y prosigue a vengar la muerte de la persona que acaba de conocer, paso a paso rescatando a la damisela, recuperando el título de propiedad y enfrentando a los malos en un duelo final. Todo esto se narra con una competencia artística y fotográfica impecable. La térrea Alice Braga sugiere fragilidad y fortitud al mismo tiempo. Bernal y Tolcachir están más limitados por el maniqueísmo de sus personajes. Una secuencia en la que Bernal utiliza su entorno selvático para dejar fuera de combate a sus perseguidores con el cuidado de no liquidar a ninguno recuerda a la primera película de Rambo (First Blood, 1982). Pero incluso Rambo – un veterano de guerra deprimido por su pasado y resentido con la sociedad – posee un perfil psicológico más interesante que Kaí. ¿Es Kaí una fuerza de la naturaleza? El texto del prólogo nos informa que los nativos de la Selva del Paraná suelen rezar precisamente a las fuerzas de la naturaleza para que les auxilie en tiempos de necesidad. Y hay un jaguar que posa portentosamente a lo largo del film, pero nada excepto el más superficial simbolismo indica que está socorriéndolo. El jaguar en realidad es un “arenque rojo”, como se le llama a las pistas falsas, para darle a la película una profundidad que en realidad no tiene. Roger Ebert una vez habló de “esas películas que te dicen qué es lo que van a hacer, lo hacen, y te dicen lo que hicieron” – frase que describe perfectamente la unidad dramática de El Ardor. No hay sitio para el suspenso, la ambigüedad o la sorpresa. Es un western ambientado en la (bella) selva misionera con dos escenas de combate y una rauda escenita de sexo apto para menores, y con eso le basta.
Todos los cronopios al cronopio La pregunta acá es si Julio Cortázar es un escritor pictórico. Sus descripciones son escasas, sus caracterizaciones etéreas, a veces absurdas (¿qué es una mancuspia?). Sus cuentos no evocan imágenes, evocan sensaciones, atmósferas, estados mentales. Son una gran plataforma para las ideas, como Blow Up (1966) o Weekend (1968), cuya relación con los cuentos sobre los que se basan es enteramente conceptual. Ahora Julio Ludueña dirige Historias de Cronopios y de Famas, adaptada de la homónima antología de Cortázar, que es de lo más surrealista que tiene y darle cuerpo e imagen es todo un desafío. El libro original cuenta con alrededor de 50 relatos que van desde la farsa política hasta instrucciones para subir una escalera. Julio Ludueña reúne 10 de ellos, animados sobre dibujos y pinturas de Carlos Alonso, Patricio Bonta, Crist, Ricardo Espósito, Felipe Noé, Magdalena Pagano, Luciana Sáez, Daniel Santoro, Antonio Seguí y Ana Tarsia. “La heterogeneidad de los cuentos,” informa el panfleto, “pedía una diversidad semejante en la concepción estética brindada por la maestría de cada pintor con su estilo y a su vez distintas concepciones determinaron la utilización de diferentes técnicas de animación”. Habría que aclarar una cosa: el estilo es lo que diferencia un segmento de otro, no la animación. Un segmento posee personajes a lo Roy Lichtenstein, otro (el de Noé) es un collage multicolor de abstracciones, otro consta de garabatos espásticos, otro está hecho con pasteles tiza en blanco y negro, etc. Pero la animación es casi siempe la misma para todos: el efecto marionetesco de calcos articulados con mayor o menor uso del 2D o el 3D. El resultado es engañosamente simple, ya que hay una labor de 5 años de producción detrás de la película. La primera y más obvia crítica a la película es que, como cualquier otra antología cinematográfica, algunos cortos son más interesantes que otros. Va con el género. El libro original ya era de por sí fragmentario, un cuaderno de ideas y sensaciones. Agrupadas de corrido en 86 minutos, buscamos instintivamente un arco narrativo o idea unificadora en la obra (el amor, el fin del mundo, París, lo que sea) porque de seguro ha de haber algo que ate a estos pequeños relatos. Lo único son los epónimos cronopios y famas, que no parecen tener una definición constante. Los cronopios pueden ser déspotas idolatrados, anarquistas accidentales o trabajadores revolucionarios. Los famas, al contrario, parecen ser cerdos capitalistas, aunque no veo nada inherentemente malo a “ser organizado”, como concluye la película. El estilo es tan heterogéneo que habría que hacer una crítica por cada segmento de la película. Todos poseen encanto, pero algunos son frívolos, otros son chistes extendidos, otros (la mayoría, parece) son alegorías o fábulas políticas, el último es apenas una coda de un par de minutos. Hay uno muy bueno, el anteúltimo y quizás es el más narrativo, en el que tres niños con urracas en vez de cabezas sientan extraños en un sillón mortal. Pero es fácil comenzar a olvidar a partir del tercer o cuarto segmento, y fundirlos en la memoria a corto plazo. Hacia el final nos quedamos con el confuso recuerdo de imágenes bonitas y exóticas, y no con el espíritu inquieto como Cortázar sabe dejarlo.
Y gran elenco Relatos salvajes (2014) consiste de una colección de cuentos cortos unidos no por su narración sino por el tema y conflicto central de la película: el control. Mejor llamarlos fábulas. Los personajes son equiparados a animales (estereotipos) en los créditos, y el escritor/director Damián Szifrón se presenta como el proverbial zorro que los recoge a modo de narrador. Cada fábula presenta situaciones muy distintas entre sí, pero todas comparten una mirada sádica hacia los intentos de los personajes por controlar situaciones que invariablemente terminan fuera de control. Ya que nos reímos de su miseria y de la futilidad de sus acciones, se trata de una comedia negra. Ya que ninguna historia desarrolla demasiado a ningún personaje más allá del estereotipo, cualquier intento de drama falla. Todas las situaciones se presentan en clave de urgencia. Los pasajeros de un avión (Dario Grandinetti entre ellos) pierden el control sobre sus vidas. Dos mujeres en un restaurante (Rita Cortese y Julieta Zylberberg) discuten entre sí sobre si matar o no a un cliente. Un hombre (Leonardo Sbaraglia) se descontrola violentamente contra otro en medio de la ruta. Una familia (encabezada por Oscar Martínez y María Onetto) intenta controlar y encubrir el crimen de su hijo. Una novia (Erica Rivas) descubre la infidelidad del novio durante su fiesta de casamiento, y ambos se turnan controlando y descontrolando el escándalo. La única historia que se construye más allá de una situación urgente y nos da algo parecido a un personaje es la de un ingeniero (Ricardo Darín), cuya vida se desencaja al remolcarse injustamente su auto. Le espera una larga caída libre a través de varios círculos de indiferencia burócrata, durante la cual perderá a su familia, su trabajo y luego un poco más. Quizás sea una coincidencia, pero marca el punto medio de la película y resulta la historia más divertida, costumbrista y mejor desarrollada de la antología. Darín está en su salsa cuando hace de porteño indignado. Todas las historias de la película poseen un guión bien escrito y desarrollado hasta las últimas consecuencias de las situaciones que imaginan, sin compromisos ni salidas fáciles. La única que se siente fuera de lugar es la primera, que promete un verosímil absurdo que nunca termina de igualar. Las demás poseen un planteo más homogéneo y se disfrutan con los típicos altibajos de las películas antológicas. Las mejores son por lejos “Bombita” (la de Darín) y “La propuesta” (la de Martínez). El personaje más gracioso es la cocinera de Rita Cortese. La historia más escandalosa es la última. ¿Cuántas cosas pueden salir mal en un casamiento? Pasen y vean. Relatos salvajes produce dos tipos de emociones básicas en el espectador: el placer cruel de ver a estos individuos sufrir, y el placer de la catarsis/venganza/autodestrucción/liberación, que se logra muy bien considerando la chatura de los personajes. Ofrece escapismo en su estado más puro y alguna que otra crítica social (queda en cada uno determinar cuan auténtica o tramposa es esta crítica). Es de lo más divertido que ha hecho Szifron. Si eso les significa algo, vayan a verla.
Los remakes mueren varias veces En un mundo en el que Guardianes de la galaxia (Guardians of the Galaxy) se encuentra en cartelera, no hay ningún buen motivo para ir a ver Tortugas Ninja (Teenage Mutant Ninja Turtles). Es peor que una película sin creatividad, gracia o encanto – es una película que intenta desesperadamente parecer creativa, graciosa y encantadora. Guardianes de la galaxia al menos goza de personajes entrañables y la frescura de su planteo. Tortugas Ninja ni siquiera tiene buen material. He aquí un pensamiento osado: quizás no se puede tomar un fenómeno cultural popular y trasplantarlo a otro tiempo atravesado por otra cultura y lograr el mismo efecto. Quizás Robocop sólo tenía sentido en una época en la que había en Estados Unidos algo parecido a ciudades-estado criminales. Quizás el mundo políticamente correcto del siglo XXI no entiende ni necesita a RoboCop, o a tortugas mutantes adolescentes ninja que viven en las alcantarillas de Manhattan y luchan contra un séquito de karatecas llamado “El Clan del Pie”. Ellos son Rafael (el rudo), Leonardo (no pincha ni corta), Donatello (el nerd) y Miguel Ángel (el chistoso). No esperen otra cosa de ellos. Ignorando sus motes, resultan aburridos e intercambiables. Miguel Ángel resulta particularmente insufrible con su predecible rutina cómica y el constante acoso sexual hacia la reportera Abril O’Neil (Megan Fox). Tiene exactamente un único chiste bueno en toda la película, luego de una espectacular persecución, y funciona porque es la única vez en la que no está guiñando a la cámara e intentando ser gracioso. La historia tiene al personaje de Megan Fox de protagonista durante la primera mitad. Su predicamento debe ser un guiño irónico a su carrera: está cansada de que no la respeten como profesional y la sometan a trabajos humillantes al servicio del entretenimiento ligero. “¿Qué hay de malo en un poco de entretenimiento ligero?” le pregunta su camarógrafo (Will Arnett). “Eres un dulce y a todos les gustan los dulces”. Pero Fox está determinada en obtener reconocimiento profesional por su trabajo. No lo vas a encontrar en Tortugas Ninja, cariño. Su trabajo investigativo la lleva a descubrir a las tortugas ninja. Su existencia ha logrado mantenerse en secreto por años, y Abril se convierte en su confidente. Lo que no se entiende es cómo al día siguiente las tortugas ninja luchan contra su archienemigo robótico bajo un diáfano cielo de mediodía en el corazón de Times Square y logran ser vistas por absolutamente cero personas. Esto lo confirma Abril al final de la película, contenta con mantener el secreto. Ustedes vieron cuántos videos se grabaron durante los ataques de 9/11. Me van a decir que de los 1,6 millones de neoyorquinos que viven en Manhattan, ¿no hubo uno solo que pausara el Candy Crush para sacarle una foto a estos ostensibles engendros de la naturaleza? Ni Cloverfield era tan elusivo. ¿Realmente nadie vio a las tortugas antropomórficas de dos metros? Patrañas, digo. Es el momento más idiota de toda la película, y tiene varios momentos idiotas. En fin. Las tortugas se relacionan con su pasado, el de su padre y el villano de la película de una forma tan improbable que parece forzada hasta para un cómic. Hay algo parecido en la nueva saga de Spider-Man, en las que los orígenes del superhéroe, la muerte de sus padres, la creación del villano y una maligna conspiración corporativa se relacionan en un intrincado enigma que las películas se toman grandes molestias en explicar y cubrir desde todo ángulo posible, a pesar de que a nadie le importa. ¿Qué hay de bueno entre todo esto? Las secuencias de acción son intensas y están bien coreografiadas, aun considerando que nuestros héroes son completamente digitales (por no decir grotescos). Una persecución cuesta abajo por una montaña nevada es el cénit de la película. Whoopi Goldberg tiene un cameo inexplicable pero bienvenido. Y eso es todo. Ya se sabe que hay secuela, cabe esperar que sea una de las buenas.
Los guardianes de la guerra del arca del orbe de las galaxias Guardianes de la galaxia (Guardians of Galaxy, 2014) se parece al sueño lúcido de un niño que acaba de ver La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) por primera vez en su vida y sale del cine obnubilado con la idea de tabernas intergalácticas, imperios que contraatacan y héroes que regresan. Si ese mismo niño despertara al día siguiente con una cámara y 170 millones de dólares, filmaría esta misma película: una divertida aventura espacial llena de entusiasmo por sí misma, escrita con una indulgencia (y déficit de atención) infantil. En realidad es una especie de continuación de la franquicia Marvel, pero su relación con las demás películas es puramente referencial, al menos por ahora (sí, va a haber más: muchas más). ¿Recuerdan El Cubo y El Éter, los cachivaches que guían las tramas? Acá todo gira entorno a “El Orbe”. El Orbe, cuenta El Coleccionista, es en realidad una Gema del Infinito, y El Acusador anda tras ella. Si no pueden ver más allá de la estupidez de esa oración, absténganse de esta película. Si quieren ver a los buenos y los malos pelearse por McGuffins, bienvenidos. La película está hecha de McGuffins. Los buenos son liderados por Peter Quill (Chris Pratt), un saqueador espacial que a falta de “Han Solo” se hace llamar Star-Lord. Le vemos de niño en un hospital ante el lecho de muerte de su madre, carcomida por el cáncer. Comienzo desafinado. El resto de la historia es un gran chiste. Quill huye y es secuestrado por un rayo alienígeno. Corte al tiempo presente: Quill hace de Indiana Jones espacial en una ciudad abandonada, donde adquiere El Orbe. La trama lo une a una banda que resulta extraña y familiar a la vez: Gamora (Zoe Saldaña), una femme fatale color verde; Drax (Dave Bautista), la fuerza bruta del grupo; Rocket (voz de Bradley Cooper), un mapache que resiente ser tildado de mapache y Groot (voz de Vin Diesel), un árbol ambulante con la elocuencia de Chewbacca. ¿Sonaría así de ridículo explicar el elenco de La guerra de las galaxias allá por 1977? Esta película tiene la ventaja de no tomarse demasiado en serio y en general poner a la comedia por encima de la acción y la aventura. El humor acierta más de lo que sugiere el tráiler. Quill dota a la cultura pop de los ‘70s y ‘80s un estatuto legendario y propaga alegremente la mitología cinéfila y musical de esas décadas, lo cual opera en varios niveles de nostalgia. Rocket mezcla una divertida dosis de histeria y sadismo. El letárgico Groot puede ser brutal y adorable al mismo tiempo. Drax pertenece a una raza extraterrestre que no comprende el discurso figurativo y se toma todo literalmente. Gamora sufre el yugo de ser la única mujer del grupo y se la condena a ser ruda o sexy todo el tiempo, nunca graciosa. En cuanto al villano, resulta aburrido, poco inspirado y para nada temible. La película quiere ser La guerra de las galaxias para toda una nueva generación de espectadores. ¿Es eso ambición o no? Cree que la nostalgia es su aliada, pero se limitó a adoptarla. Depende de ella. La guerra de las galaxias creó su propia nostalgia, fue moldeada por ella. No hizo chistes al respecto hasta que comenzaron a fabricar las precuelas, y para entonces ya era más que una serie, era un símbolo. ¿Qué es Guardianes de la galaxia a su lado sino una imitación, tan bella como falsa?