El Ladrón de Meteoritos Sergio Wolf, codirector de Yo no sé qué me han hecho tus ojos (2003), regresa a la realización luego de más de diez años con el documental El color que cayó del cielo (2014), acerca del enigmático “Campo del Cielo” ubicado en la localidad de Gancedo, Chaco, un paraje de cráteres que albergaron por cientos de años una colección de meteoritos de hierro y aparentemente han hecho de una suerte de El Dorado a lo largo de la historia. La película comienza con una leyenda mocoví acerca de una “lluvia de fuego”, dramatizada con fragmentos de La nación que cayó del cielo, del mocoví Juan Carlos Martínez. Luego el narrador (el propio Sergio Wolf) recuenta la expedición del hidalgo Rubín de Celis en el siglo XVIII, y el descubrimiento del mítico “Mesón de Fierro”, un solitario monolito que a continuación desaparece de los anales de la historia. En el presente, el director entrevista a expertos y fanáticos, y asiste a una expedición en busca del objeto. El segundo acto del documental se concentra en la contraposición de dos personajes norteamericanos: el anciano profesor William Cassidy de la Universidad de Pittsburgh, que proyecta sus películas de 16mm de sus excavaciones en Campo del Cielo, y una caricatura humana llamada Robert Haag, “el mayor dealer de meteoritos del mundo”. Haag se comporta con la sutileza de un personaje de Peter Capusotto, paseando al equipo de filmación por el sótano de su casa y estimando cuántos miles o millones de dólares sale cada una de sus rocas celestiales. “Con esta compré mi casa”, “Con esta podría comprar diez casas”. Su única referencia es el dinero, y acepta Master Card, si alguien está interesado. Se saliva al recordar el Campo Celestial, del cual intentó robar el segundo meteorito más grande del mundo hace 20 años. No lo logró, pero en su lugar se trajo muestras millonarias del meteorito Esquel, que hoy en día blande como una guitarra eléctrica en celebración de su afluencia. “Gracias Argentina”, agrega. Cassidy por su parte muestra sus hallazgos científicos con una mezcla de tristeza y aburrimiento. Se lo conoce mejor por sus misiones a la Antártida. Nos muestra diapositivas de los chaqueños locales que le ayudaron, y a su vez el equipo entrevista a los mismos individuos en Chaco. Ambos se recuerdan con mutua afección, aunque Cassidy agrega que parte del encanto se debía a “no tener que vivir como ellos, por suerte”. William Cassidy el frío hombre de ciencia y Robert Haag el adorable canalla hacen y sostienen la película; el documental es tan fuerte o tan débil como su presencia. Haag en particular, con su insistencia en sus negociones y sonora amoralidad, termina alternando entre fascinante e irritante; la película por su parte parece decidida a ser tan reiterativa como él. El documental es un retrato curioso y animado acerca de “el color que cayó del cielo” y cómo inspiró mitos y alteró la historia, cómo afectó de formas tan distintas sociedades enteras e individuos solitarios en busca de sabiduría, información o dinero. El color que cayó del cielo está más interesado por las personas que por aquello que buscan, y tiene una forma fascinante de representarlas.
Iván Drago y el Juego Filosofal El inventor de juegos (The Games Maker, 2014) luce un historial de producción rarísimo. Es una película basada en la novela del argentino Pablo De Santis, dirigida por el argentino Juan Pablo Buscarini – realizador de las pelis de animación El ratón Pérez (2006) y El arca (2007) – y rodada íntegramente en Argentina, que encabeza una coproducción internacional junto a Canadá e Italia. Por otro lado, la mayor parte del elenco es norteamericano o europeo, y el diálogo es totalmente en inglés (aunque aparentemente se doblará al español para el estreno comercial). Vale aclarar la naturaleza heterogénea de la película. El inventor de juegos no viene ni se dirige a ningún lugar en particular. Existe en el plano del realismo mágico completamente divorciado de la noción del tiempo y el espacio, como las películas de Jean-Pierre Jeunet o Wes Anderson, aunque por más estilizada que sea El inventor de juegos carece de una impronta autoral así de fuerte. El protagonista es Iván Drago (no confundir con el malo de Rocky IV), un niñito de 10 años amante de los juegos de mesa que decide entrar en un torneo por correspondencia para convertirse en el inventor de juegos por excelencia. Su victoria es efímera, ya que queda huérfano al desaparecer sus padres en un accidente en globo aerostático, y termina en un miserable internado que lleva cien años hundiéndose en un pantano, aunque según el director es “por la acumulación del conocimiento”. Así empieza lo que es, esencialmente, un recorrido por las típicas utopías del imaginario infantil: el internado misterioso (Hogwarts), la fábrica fantástica (estilo Willy Wonka), etc. El Voldemort-Willy Wonka de la historia es Morodian (Joseph Fiennes), quien aguarda hacia el final pero cuya presencia kurtziana domina toda la película. Del lado de Iván (David Mazouz) se encuentra su abuelito Nicolás (Ed Asner), cuyas sabios consejos siempre giran en torno a los juegos de mesa y suelen retumbar en la banda sonora en momentos de crisis. El film cuenta con un diseño de producción y una dirección artística y fotográfica envidiable, y dan vida eficazmente al mundo imaginario de Zyl. El montaje es otra historia. Los personajes hablan demasiado rápido y sus líneas no se dejan espacio entre sí, casi superponiéndose. Tampoco ayuda que no haya un solo momento de distensión a lo largo del desarrollo de la trama. Cada personaje que se cruza con Iván está apurado por contarle algo acerca de su familia o de Morodian, y debe hacerlo con la mayor sensación de urgencia y vaguedad posibles. La película termina explicando mucho más de lo que muestra. No hay momentos de alegría, tristeza, miedo o ternura, sólo curiosidad ante las llamativas peripecias del joven protagonista. El inventor de juegos se apropia de la magia de Disney para contar la misma historia con contenidos levemente variados, pero la magia nunca toma vuelo del todo.
La escena del martillo está Cuando le preguntaron a Gus Van Sant por qué había decidido rehacer Psicosis (Psycho, 1960), el cineasta respondió “Así nadie más tendría que hacerlo”. Si le hicieran la misma pregunta a Spike Lee sobre su remake de la coreana Oldboy (Oldeuboi, 2003) probablemente respondería lo mismo. Nada de su nueva película nos hace pensar que se trata de otra cosa que un trabajo impersonal y hecho por encargo. Oldboy: Días de venganza (Oldboy, 2013) no es una remake “plano por plano” de la original pero tampoco hace nada drásticamente nuevo con el material. Verla sólo da ganas de ver la otra. Apenas se cambian ciertos detalles, como para dar nueva vida al brutal giro sorpresa del final que ya muchos conocen. Si eso no logra engañarlos, aunque sea los mantendrá ocupados preguntándose cómo hará la película para llegar a la misma conclusión que la anterior cuando parece estar yendo en otra dirección. El protagonista es Joe Doucette (Josh Brolin), un ejecutivo de marketing alcohólicoque vive gritándose con su ex mujer por teléfono y nunca tiene tiempo para ver a su hija. A la mañana siguiente de una cena de negocios catastrófica, Joe despierta encerrado en un extraño cuartoy con sólo un televisor de ventana al mundo exterior. No sabe dónde está, qué hace ahí ni quién es su carcelero.Así pasará los siguientes 20 años hasta que otro giro kafkesco lo pondrá en libertad con la siguiente consigna: averiguar quién es su malhechor y qué hizo para merecer su tormento, o no volverá a ver a su hija. El primer acto retiene algo de la mística y la intriga de la película original, y Brolin es una buena decisión de casting, considerando su maña para encarnar brutos simpáticos. Luegosale de su prisión y entabla una maratón de venganza sanguinaria más o menos similar a la original, aunque parece más apurada y menos reflexiva. En efecto, resulta que los productores forzaron al director a quitar 40 minutos de la película, acelerando una película de acción a cambio de ritmo, atmósfera y caracterizaciones. Hasta la “escena del martillo” parece haber sufrido por los cortes, dividiendo el famoso plano ininterrumpido de acción en dos, lo cual es como rehacer Psicosis y arruinar la escena de la ducha. A cambio Spike Lee sube la apuesta desde el aspecto técnico con una coreografía y movimientos de cámara bastante más sofisticados que los del crudo original,pero desde el aspecto narrativo la escena resulta frívola. Nuestro héroe parece más un gringo testarudo que una máquina adoctrinada por veinte años de pensamientos de venganza. La trama pretende ser tan perversa como la original, pero fatalmente tanto el héroe como el villano (Sharlto Copley) son caricaturizados de tal forma que sus tragedias personales dan poco más que risa, y los personajes nunca conectan con el público. El Joereformado no es más impresionante que un típico héroe de acción, mientras que el villanoes una especie de Vincent Price de cuarta, amanerado, caprichoso y completamente disonante con el resto de la película. Son un pobre contraste con el film original, que daba igual importancia a ambos personajes y sus actores les interpretaban con ecuanimidad. Iban un poco más allá de “el bueno y el malo”. Oldboy: Días de venganza es una remake bastante fiel a la obra original, ¿pero en qué medida es la fidelidad el mayor objetivo de una obra de arte? La Oldboy coreana posiblemente sea mejor que el manga que la inspiró, y las similitudes son exiguas. Lo que hay acá es un desinterés general de parte del creador por la historia y sus personajes, mientras que los logros de la película son superficiales. La buena noticia es que Lee cumplió su cometido, porque ahora ya nadie más tiene que rehacer Oldboy.
Los muchachos de antes En un mundo en el que los Beatles y los Rolling Stones son el centro del canon del rock, ¿quién tiene tiempo para los Four Seasons? Su canción más famosa es “Can’t Take My Eyes Off You” y probablemente no sabían que ellos la compusieron. Sus famosos tres hits contiguos “Sherry”, “Big Girls Don’t Cry” y “Walk Like a Man” se han convertido en atajos musicales para subrayar la década de los ‘60s en el imaginario cinematográfico. Capturaron el espíritu de una época, ¿pero la trascendieron? La película Jersey Boys: Persiguiendo la música (Jersey Boys, 2014), basada en un homónimo musical de Broadway, retrata al grupo de rock de los ‘60s Four Seasons. Muchas biopics musicales se parecen tanto entre sí porque cuentan la misma premisa: por qué tal o cual banda es la más importante en la historia de su género, y qué repercusión social han arrastrado hasta el día de hoy. Aparte de ser una premisa engañosa, es aburrida. Pero Jersey Boys: Persiguiendo la música no pregona ese relato. No es la historia de cuan importantes son los Four Seasons, es la historia de cuatro muchachos que escaparon la mala muerte a través de la fama. La historia comienza en la cordialmente criminal New Jersey, de donde sólo se escapa “a través del ejército, de la mafia o de la fama, y en dos de tres casos terminas muerto”. Se nos presenta a los integrantes de la banda, el sensible Frankie Valli (John Lloyd Young), el volátil Tommy DeVito (Vincent Piazza) y el “Ringo” Nick Massi (Michael Lomenda), que viven entrando y saliendo de cárcel por delitos menores y cuando no, tocan en antros nocturnos. El angelical falsete de Valli hace llorar al capo mafioso DeCarlo (el impecable Christopher Walken) y se ganan su protección a lo largo de la película, lo cual confirma que todo talento musical salido de Jersey se ha rozado aunque sea tangencialmente con la mafia. Se les une un cuarto integrante, Bob Gaudio (Erich Bergen), el único tipo que no es de barrio ni tiene un record criminal. Valli reconoce su talento y lo quiere en la banda. Tommy cree en el elitismo criminal y no confía en los de afuera. Las propuestas de Gaudio los van alejando de sus raíces barriales hacia otro tipo de reconocimiento. Massi acalla y puede explotar en cualquier momento. Las turbulentas relaciones entre ellos forman y guían el corazón de la película, que utiliza el recurso narrativo directamente sacado de Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990) de romper la cuarta pared con protagonistas que hablan a cámara y dan su perspectiva personal sobre los eventos que se narran. Cada uno de los cuatro tiene su momento en las candilejas. El gran logro de la película es el logro de Buenos Muchachos: hace del espectador “uno de los suyos”. No cuenta grandes verdades, cuenta la mirada íntima y personal de cuatro muchachos que se encuentran en medio de un balance discursivo entre sus orígenes y su punto de llegada. La distancia entre ambos es larga, lo cual no es necesariamente un cumplido. Jersey Boys: Persiguiendo la música intenta abarcar mucho, quizás demasiado – conflictos subsidiarios como la relación entre Valli y su hija, o con su segunda esposa, no cuajan del todo en el argumento del film. La película no es “demasiado larga” por mucho, pero el exceso pesa hacia la última media hora, quizás por la naturaleza reiterativa de muchos de sus conflictos. También la película abusa un poco de los momentos milagrosos en los que la banda recibe una señal divina sobre cómo apodarse o qué título poner a su próximo hit. Ciertos o no, carecen de verosimilitud. El director es Clint Eastwood, un hombre cuya relevancia como realizador ha sido inconstante en los últimos años. Invictus (2009) y J. Edgar (2011) son biopics competentes que no parecen venir de un lugar demasiado personal o apremiante, y en cierto punto alienan al espectador de la figura que retratan. Jersey Boys: Persiguiendo la música no es una de sus grandes películas, pero logra con lujo de dirección y actuación aquello que quiere contarnos, y más importante, convida al espectador el conflicto y la emoción de sus protagonistas.
¡Me casé con una computadora! Si la idea de la ciencia ficción es explorar ideas más allá de los confines de lo científicamente posible, Trascendence: Identidad virtual (Transcendence, 2014) hace un pésimo trabajo al respecto. La premisa de un ser humano sintetizando su conciencia en impulsos eléctricos y subiéndola al internet es atractiva y eleva cuestiones filosóficas valiosísimas, pero la película tiene un interés meramente superficial por las mismas. El hombre de la conciencia digital es el doctor Will Caster (Johnny Depp), quien ha dedicado su vida a desarrollar una inteligencia artificial autónoma e indistinguible de la humana. Luego de un atentado contra su vida le informan que morirá en cuestión de semanas, y decide seguir el camino de todo buen científico loco y convertirse en su propio experimento, “subiendo” su mente a una computadora y de ahí a internet. Los aliados de Will son su esposa Evelyn (Rebecca Hall) y su amigo Max (Paul Bettany), que ni bien descargan al moribundo a una computadora se enfrentan irreconciliablemente entre ellos: la voz electrónica que les devuelve el habla, ¿es o no es Will? ¿Cómo comprobar si una máquina tiene conciencia o no? “¿Cómo saber si un humano la tiene?” responde la aburrida voz de Johnny Depp. Desgraciadamente ni la película ni los personajes están demasiado interesados en responder esa pregunta. La humanidad o artificialidad de Will es un tema que apenas se toca. ¿Qué siente el personaje al experimentar la vida como inteligencia artificial? ¿Qué siente su esposa al estar casada con una pantalla, un holograma, un micrófono? Pasan los años y apenas se nos permiten unas miradas esquivas a su vida íntima. Nunca sabemos qué piensan o sienten. A decir verdad tratan la situación con una sorprendente ecuanimidad. Will y Evelyn vendrían a representar el afán del conocimiento, ya que dedican su tiempo a investigar nanotecnología de punta capaz de otorgar la inmortalidad celular al ser humano… a cambio de una mente colectiva administrada por el todopoderoso Will. El bando opositor, la fuerza motivada por el miedo a lo desconocido, es integrada por una extraña alianza entre Max, un grupo terrorista “anti-enchufe”, el ex mentor de Will (Morgan Freeman) y un agente del FBI (Cillian Murphy) que podría estar pintado y no quitaría nada a la trama. El enfrentamiento entre estas dos fuerzas opositoras es lúgubre, romo y oblicuo. No hay ni tensión ni suspenso. Recorren dos caminos paralelos sin jamás tocarse hasta la conclusión de la película, que es reglamentariamente trágica pero entonces ya es demasiado tarde para que nos interesen los personajes. El mayor problema es el personaje de Will Caster, quien debería ser el más interesante de toda la película y termina siendo el más aburrido. No sólo está escrito de manera que aparta a la audiencia y nos priva de una mirada interna – Johnny Depp no fragua un atisbo de personalidad ni como ser humano ni como inteligencia artificial. Parecería que lo contrataron por su inexpresivo monótono, porque como ser humano no deja una gran impresión. Hay algunas buenas ideas atrapadas en la premisa de la película, y un nivel de competencia general en lo que consta la dirección (es la primera película de Wally Pfister, el director de fotografía de Christopher Nolan). Al menos el final termina de redondear aunque sea una idea clara acerca del tema titular de la película. Pero qué frustrante que es la opacidad del protagonista y la ausencia de un conflicto fuerte. Vean en cambio la infinitamente más humana y ambiciosa Ella (Her, 2013), en la que Scarlett Johansson da vida a una inteligencia artificial con solo poner su voz, y junto a Joaquin Phoenix problematizan cómo se desarrollaría tal relación. Trascendence: Identidad virtual podría haber hecho uso de un foco más concentrado y profundo.
Por un puñado de risas Si Ted (2012) aclaró si Seth MacFarlane puede dirigir cine, su segundo film A Million Ways to Die in the West (2014) eleva la incógnita de si puede protagonizarlo. MacFarlane es conocido como el creador – y muchas de las voces – de Padre de familia (Family Guy), el show que la gente ama u odia, pero no como actor protagónico. Sabemos que puede poner la voz. ¿Puede poner el cuerpo? La respuesta es no. No tiene el talento ni la presencia. El Western es un género intensamente físico y cada tiroteo, tropiezo y caída de caballo subraya la inhabilidad de MacFarlane para doblegar su lenguaje corporal al servicio del humor. Carece de madera actoral y es de madera actuando. Su único truco es su voz, un sobrio barítono del cual se vale para actuar de contrapunto intelectual en un mundo menos inteligente que él. Para este propósito no podría haber elegido mejor escenario que el de Arizona en 1882. La película se presenta como una deconstrucción del romántico Viejo Oeste pregonado por las versiones edulcoradas del cine y la televisión. Nuestro protagonista es Albert Stark (MacFarlane), un ovejero cobarde que vive deprimido por la “terribilidad general del Oeste”, donde “todo lo que no eres tú te quiere matar”. Efectivamente mientras habla unos coyotes se están comiendo el cadáver del alcalde del pueblo, que hace tres días que se está pudriendo en la calle. “¡Es como si estuvieran ahí para probar mi punto!”, acota. Muchos infelices sufrirán muertes súbitas y absurdas a lo largo de la película. MacFarlane interpreta a Stark como un hombre anacrónicamente moderno rodeado de palurdos decimonónicos que jamás han tenido un pensamiento inteligente en sus vidas. Su humor es el de Adam Sandler: “riámonos de todos menos de nosotros mismos”. MacFarlane se salva hasta cierto punto por su elocuencia y el apropiado contexto histórico de la película. Tiene algunos buenos chistes para hacer sobre los arcaísmos de la época y otros que se mantienen vivos como el racismo, sexismo y colonialismo. Nada muy mordaz o que no hayan visto ya en Padre de familia. A su vez hay una generosa cantidad de escatología, la cual da más asco que risa. Loco por Mary (There’s Something About Mary, 1998) demostró que hay una forma de encuadrar y reírse del falo, o de la mórbida proximidad del rostro humano al semen y la orina. ¿Cuál es la excusa de esta película? Sufre la pésima dirección (y a menudo interpretación) de MacFarlane, que parece estar más preocupado en el resultado de sus chistes que en construirlos debidamente. El humor a menudo resulta aleatorio y fortuito. Probablemente polarice a la audiencia entre aquellos acostumbrados a las socarronas indulgencias de MacFarlane y aquellos que busquen algo más accesible y menos condescendiente. Pero más allá de la cuestión del gusto la película comete un error que no favorece a nadie, y es el de tomarse en serio a sí misma. Maneja un verosímil bastante bipolar y ninguna mitad ayuda a la otra mitad. Con excepción de una parejita secundaria (una laboriosa prostituta que tiene sexo con todo el pueblo menos con su pusilánime novio, interpretados por Sarah Silverman y Giovanni Ribisi) el elenco parece estar tomándose la idea de un Western en serio y recibimos actuaciones totalmente serias y comprometidas de parte de Liam Neeson y Charlize Theron en el papel de un violento forajido y su mujer. Consideren su escena introductoria, o la del escape de la cárcel, o la que él trata de violarla: escenas largas en una película larga que no causan gracia y escriben una historia a medias. Cuando Stark no está en escena la película parece seguir sin él en otra dirección, y no termina de llegar a ningún puerto en particular. A Million Ways to Die in the West probablemente hubiera funcionado mejor como una serie de sketches cómicos en una película más breve protagonizada por un actor capaz, con una dirección más segura y un guión que terminara de conjugar sus ideas en vez de concluir maquinalmente (con un final que ratifica todo lo que se pretendía criticar acerca del idealismo pueblerino norteamericano, por cierto). Pero no se puede criticar una película por lo que no es. Lo que es, es un episodio extra largo de Padre de familia en una de sus temporadas más tibias.
Andrajos Empecemos por explicar la palabra lumpen (del alemán “andrajo” o “andrajoso”). Marx describe al lumpenproletariado como “masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème”. La Real Academia lo define como “la capa social más baja y sin conciencia de clase”. Así que se trata de los “elementos” desclasados y marginados del proletariado urbano, que en el contexto argentino moderno bien referiría a las villas y sus habitantes. El actor Luis Ziembrowski, director primerizo, se embarca a retratarles en una ficción confusa, desprolija e incoherente, lo cual puede o no ser una decisión estética a raíz del contenido temático, pero en la práctica no hace a una muy buena película. Lumpen (2013) no posee una narración discernible, consta de escenas que no tienen principio, medio ni fin. La premisa (y lo más parecido a una historia) es que un okupa llamado “Cartucho” se ha mudado al baldío frente a la casa de Bruno (Sergio Boris), lo cual le desagrada pero atrae la atención de su hijo Damián (Alan Daicz repitiendo el papel de Bomba y Wakolda). Eso es todo. Bruno vive consternado y le seguimos documentalmente de un lado a otro sin ningún objeto claro o en particular. Se rodea de al menos una docena de personajes secundarios que no reciben nombre o personalidad, ni sabemos nada de su relación con él excepto que todos le tratan con prepotencia. Las escenas se suceden atemporalmente, sin causa o consecuencia. Por ejemplo, Bruno va por su segunda esposa (o novia, quién sabe), que está sexualmente insatisfecha y sostiene cierta tensión sexual con su hijastro. Jamás se resuelve. El propio Bruno contrata una empleada para trabajar en la panadería de su padre e inicia un amorío con ella. Tampoco se resuelve. Hay una subtrama extraña con el nuevo auto de Bruno, que anda pero no anda, y con un par de malandras (¿Colegas? ¿Torturadores?) que le pasean de un lado a otro en auto, se bajan, se amenazan y se vuelven a subir. Hay un mundo funcionando, y hay caracterizaciones de personajes interesantes (la vieja militante que anda en silla de ruedas e interfiriendo transmisiones televisivas es digna de tener su propia película), pero la cinta resulta incomprensible debido al escueto diálogo y una compulsión por parte de la estructura y edición de las escenas a dejar al espectador en la oscuridad, literal y figuradamente. No sabemos quién es quién, qué hacen y por qué lo hacen, y en qué termina todo. La escaramuza callejera del final ocurre entre dos bandos indistinguibles que no se sabe qué representan y por qué pelean hasta después del hecho. Lumpen recuerda a uno de esos frescos medievales cuya historia se pierde en la críptica anarquía de su composición. La ópera prima de Luis Ziembrowski es una obra de arte al fin y al cabo, aunque cruda en su elaboración y opaca en su lectura. Se vislumbran hilos de crítica social, aunque sea por asociación, pero nunca se terminan de entretejer.
Game Over Los cobardes mueren varias veces, dijo Shakespeare, pero nunca tan literalmente como en Al filo del mañana (Edge of Tomorrow, 2014), en la que un cobarde debe revivir su primer y último día de combate cada vez que muere en el campo de batalla. Imaginen Hechizo del tiempo (Groundhog Day, 1993) como una película de acción y ciencia ficción, reemplacen al inestimable Bill Murray con Tom Cruise y se harán a la idea. El resultado es tan divertido como suena. Basada en la novela ilustrada japonesa “Todo lo que necesitas es matar”, la película se desarrolla a fines de una guerra entre humanos y alienígenas, específicamente durante el brutal desembarco tipo Día D en las costas de Alemania que decidirá el resultado de la guerra. El desertor Bill Cage (Cruise) es apresado y enviado al frente de batalla, donde muere en cuestión de minutos, pero no sin antes embeberse en sangre alienígena y adoptar su excepcional sistema inmunológico: retroceder el tiempo un día cada vez que muere. Por supuesto nadie le cree cuando al reiniciar día intenta advertir a sus comandantes de la emboscada, ni cuando avisa que su helicóptero se estrellará en momentos, ni cuando intenta desesperadamente salvar a sus compañeros de una muerte peor que la otra. Su única aliada es Rita “Full Metal Bitch” Vrataski (Emily Blunt), una veterana de la guerra que solía tener los poderes accidentales de Bill y consecuentemente es fácil de convencer y enlistar su ayuda al comienzo de cada nueva iteración del día. La invasión, los extraterrestres, los armazones de combate a lo Aliens, el regreso (1986), la presencia de Bill Paxton (siempre un gusto verlo) como el arquetípico sargento sureño y básicamente todos los elementos que componen Al filo del mañana son trilladísimos. La poesía, si quieren buscarla, yace en la subversión del mito de Sísifo condenado a rodar su roca cuesta arriba por la eternidad: el hombre moderno está bendecido por la memoria y la habilidad de aprender de sus errores, y por ello no está sujeto a otra voluntad que la suya. El concepto del “día que se repite indefinidamente” es una bonita fantasía, aún en medio de una guerra. Rinde al protagonista inmortal y tiñe a sus aventuras con un aire lúdico reminiscente a un videojuego. Si Cage comete un error, toma el camino equivocado, envía a su compañera al muere o se acaba el plazo de tiempo dentro del cual puede resetear el día sano y salvo, no tiene más que dejarse morir y reiniciar la partida. Las escenas de acción son excelentes y para variar hay una buena explicación para su impecable coreografía: Cage ha estado ensayando. La película luce un tenue humor negro: tenemos la comedia de la carrera de obstáculos imposible, el pequeño error de cálculos que desbarata la estrategia perfecta, y el personaje de Rita, que es tan perfeccionista que ante el menor inconveniente prefiere pegarle un tiro a su compañero y empezar de cero. Uno se pregunta cómo pueden llegar a lograr nada cuando el tiempo constantemente deshace sus acciones, y la respuesta es que no importan tanto como lo que aprenden de ellas. Su misión es terminar de conocer al enemigo y aprender cómo detenerlo por completo en un período no mayor a un día. Por otro lado tenemos el enojo de Cage al dedicar su existencia a ganar una batalla imposible, y su frustración al intentar entablar una relación con la persona que le ha acompañado en tantas aventuras y conoce a fondo, pero con quien no comparte ni un solo recuerdo. Por supuesto surge la posibilidad de manipularla con la información que él va juntando, y hay una buena escena en la que Cage le miente tanto a ella como al público para disfrutar de un pequeño resquicio en medio de tantas derrotas. Al filo del mañana no trae ideas nuevas, pero sabe elegirlas y desarrollarlas en direcciones atractivas y entretenidas, aunque sea superficialmente. La acción es intensa y posee una claridad y nitidez loables en la era de la cámara en mano y la mala iluminación que dominan películas semejantes. El guión, una de esas obras de ingeniería narrativa estilo Christopher Nolan, construye una historia con inteligencia sin caer en la repetición ni dar un paso en falso. Quizás el único tropiezo sea un final tramposo: otro emblema de Nolan. Por lo demás, Al filo del mañana merece cada grano de pochoclo ingerido en su nombre.
Pluscuamperfecto X-Men: Días del futuro pasado (X-Men: Days of Future Past, 2014) se juega a unificar y continuar las dos ramas narrativas de la saga X-Men en lo que resulta ser un gran final. Por un lado sigue las andanzas de Wolverine (Hugh Jackman) y el elenco original de X-Men (2000) y sus secuelas. Por otro lado retoma las versiones jóvenes de X-Men: Primera Generación (X-Men: First Class, 2011), interpretados por James McAvoy, Michael Fassbender y Jennifer Lawrence. La premisa: estamos en el año 2053. Todos los mutantes han sido cazados por robots asesinos. ¿Todos? ¡No! Una banda de irreductibles mutantes resiste todavía y siempre al invasor. La resistencia sobrevive gracias a los poderes de Shadowcat (Ellen Page), que le permiten crear un bucle ontológico a lo Hechizo del tiempo(Groundhog Day, 1993) cada vez que los derrotan. Shadowcat era la chica que podía atravesar paredes en las otras películas, no se explica por qué ahora es ama y señora del tiempo. Los X-Men restantes deciden enviar a Wolverine al pasado para detener el asesinato político que desencadenaría 50 años luego el holocausto mutante. Así que Wolverine despierta en 1973 (lo primero que ve es una lámpara de lava, obviamente). Su objetivo es reconciliar a los jóvenes Profesor X (James McAvoy) y Magneto (Michael Fassbender) para que detengan a Mystique (Jennifer Lawrence) de asesinar a Bolivar Trask (Peter Dinklage), el creador de los robots asesinos cuya muerte propulsaría su producción en masa en vez de cancelarla. Necesita la telepatía de Xavier para localizar a Mystique, y la presencia combinada de su archienemigo Magneto para disuadir a la asesina. El problema es que Xavier se ha vuelto adicto a una droga que le permite caminar pero a cambio suprime sus poderes, con lo que localizar a Mystique resulta imposible, mientras que Magneto se haya prisionero en el Pentágono. Detrás de estos tecnicismos acecha un triángulo de emociones conflictivas: Xavier se ha convertido en un ermitaño rencoroso hacia el amigo y la hermana que le abandonaron, Magneto ha traicionado a su amante en pos de su eterna guerra contra la humanidad y Mystique vive oprimida entre la fiebre controladora de uno y la inhumana manipulación del otro. Todo esto bordea lo melodramático pero los actores le dan cierta solemnidad redentora a sus papeles. McAvoy en particular se destaca como el más complejo de todos. Es el verdadero protagonista de la película, y comparte una escena muy buena con su futuro yo (Patrick Stewart). A estos conflictos internos y externos se suma la alegoría social que ya todos conocemos acerca de la lucha por los derechos civiles, ya sea por la fuerza o la diplomacia. Ambigüedad que suele perderse al dividir a los mutantes entre “los buenos y los malos”, pero que aquí se sostiene mejor que en otras películas hasta cierto punto. La eterna lucha de los X-Men es tan atractiva porque son superhéroes que primero y principalmente luchan por su propia supervivencia. Cuando luchan por el mundo no lo hacen para preservar un orden falaz, sino para poder cambiarlo y modelarlo a imagen de un ideal que nunca llega del todo pero amerita pelear otro día. Probablemente son los superhéroes más auténticamente revolucionarios que tiene Hollywood. Ninguna película sobre los X-Men podría llegar a ser considerada “la película de X-Men por antonomasia”. Suelen tener sobrepeso de personajes que no reciben la atención que se merecen ni terminan de involucrarse del todo en la trama, y las historias tienden a arrancar en lugares más interesantes de los que llegan. X-Men: Días del futuro pasado repite un poco de todo esto, y a eso suma un contexto histórico risible y unas cuantas incoherencias entorno a su premisa. Pero Bryan Singer logra dirigir hábilmente a dos enormes elencos confinados en dos espacios temporales simultáneos sin jamás desenfocar el conflicto humano ni perder la intensidad de la trama. La saga da un paso para atrás y dos para adelante con esta película.
Necesitaremos bombas más grandes Qué similar que ha sido el trayecto de las franquicias taquilleras de los ‘60s, explotadas y re contra explotadas a lo largo de tantos años que han alternado varios ciclos de seriedad y parodia, drama y comedia. Pasó con James Bond, pasó con Batman y pasó con Godzilla. Éste último ejemplo puede ser confuso si no se han seguido de cerca las payasadas del monstruo favorito de Japón, donde se le rinde tributo bastante seguido. Occidente ha producido tan solo Godzilla (1998), y tuvo el buen gusto de esperar 16 años antes de tratarlo de nuevo con otro film, también llamado Godzilla (2014). Si creían que la primera película se tomaba al monstruo en serio, esperen a ver esta, en la que una coalición internacional de fuerzas científicas y militares da caza a una fuerza natural monstruosa alrededor del mundo. Es como Contagio (Contagion, 2012) pero con saurópodos radioactivos. El componente humano de la historia lo forma la familia Brody, lo cual quizás sea un homenaje a Tiburón (Jaws, 1975). El pater familias Joe (Bryan Cranston) es un ingeniero civil erradicado en Japón, obsesionado por los patrones sísmicos de lo que – concluye – debe ser un monstruo subterráneo. Sus advertencias caen en oídos sordos, y la planta nuclear donde trabaja sufre una pérdida catastrófica. Años más tarde, su hijo Ford (Aaron Taylor-Johnson) viaja a Tokyo a buscarle, y su padre le arrastra en su obsesiva búsqueda por encontrar al monstruo. Tienen para rato, porque Godzilla no aparece hasta la última media hora. Ustedes decidan si eso constituye una estafa o no. Pero la película no nos da un monstruo sino tres, y la sorpresa es que Godzilla está del lado de la humanidad, o mejor dicho del “balance de la naturaleza” según el experto en monstruos Serizawa (Ken Watanabe), como si la humanidad representara ese balance. Evidentemente el panda y la capa de ozono no forman parte de la naturaleza, o Godzilla no defendería nuestra hegemonía con tanto celo. La cuestión es que Serizawa quiere dejar que el “depredador alfa” se haga cargo de los otros monstruos, mientras que la oximorónica inteligencia militar quiere aniquilarlos a todos con bombas nucleares, a pesar de ser informada reiteradas veces que se alimentan de energía nuclear. “¡Tiraremos bombas más grandes!” es la respuesta, y va en serio. Más allá de la ridícula trama (en su defensa, es un ápice más verosímil que la primera) habría que juzgar a una película de desastres por dos cosas: el espectáculo de la destrucción, y los personajes atrapados en medio. Hay cantidades pornográficas de lo primero, mientras esperamos la aparición de la diva Godzilla: algunas buenas escenas en la que los titanes batallan y demuelen ciudades enteras, algunas malas en las que desaparecen con un sigilo implausible para bestias de 90 metros de altura. En cuanto a personajes, la audiencia necesita de alguien a quien aferrarse y no hay mucho para elegir. Las opuestas fuerzas de la ciencia y la militancia son encarnadas morosamente por Watanabe y David Strathairn sin un atisbo de personalidad o profundidad. En el medio se encuentra Ford, de quien no sabemos nada y resulta ser nuestro héroe por la casualidad de encontrarse constantemente en el lugar correcto en el momento correcto. Taylor-Johnson no aporta nada del carisma que demostró en Kick-Ass (2010), eligiendo una expresión entre el enojo y la confusión que le dura toda la película. Y finalmente tenemos un clásico del género, la esposa que trabaja en el hospital y aguarda pacientemente a que la pasen a buscar. Godzilla no es lo que se dice un paso hacia adelante para el género. Tampoco es un paso atrás. Es la sonora repetición del estándar de producción de remakes que Hollywood encabeza en esta era, a la par de otros tibios y poco inspirados esfuerzos como RoboCop (2014). Suple entretenimiento con un profesionalismo de manual, pero carece de entusiasmo o buenas ideas.