No es muy efectivo… Pokémon es la franquicia multimedia más taquillera de todos los tiempos: comprende cientos de series, cómics, videojuegos, películas animadas y por supuesto Pokémon (a la fecha existen más de 800 “monstruos de bolsillo” que pueden coleccionar en forma de cartas, etc.). Si tomó 23 años en producirse la primera adaptación cinematográfica probablemente se debe a la reticencia de Nintendo de apostar al medio tras el legendario fiasco que fue Super Mario Bros. (1993). Pokémon: Detective Pikachu (2019) es una película para toda la familia perfectamente competente, entretenida e inofensiva. La decepción es que la historia no es inherente al fenómeno de Pokémon ni depende del Pikachu del título. La película no hace por los monstruitos lo que La Gran Aventura Lego (The Lego Movie, 2014) hizo por los ladrillitos: no refleja el impacto del fenómeno ni comenta sobre la íntima, sostenida relación que ha tenido con la cultura popular. El fenómeno persiste generación tras generación, en parte gracias a su maleabilidad (cualquier cosa puede llevar el nombre Pokémon, como por ejemplo esta película), pero principalmente debido a que encapsula la quintaesencia infantil de coleccionar y competir. Nada de lo cual es representado en Pokémon: Detective Pikachu, que ignora el histórico lema de “Atraparlos todos” y las violentas batallas entre elementos - ahorrándose en el acto justificar dichas éticas ante el juicioso público de 2019 - y elige imaginar Pokémon y humanos conviviendo como iguales en una ciudad futurista inspirada como tantas otras por el look noir/oriental de Blade Runner (1982). La ciudad en sí nunca parece muy creíble y se desperdicia la oportunidad de explorar la simbiosis entre humanos y Pokémon. Un estudio como Ghibli o Pixar se hubiera dado un festín con este material. El protagonista es Tim (Justice Smith), un joven desencantado con los Pokémon (nunca se explica por qué) que debe unir fuerzas con uno para resolver el misterio de la desaparición de su padre. Su compañero es un Pikachu que a diferencia de los demás monstruitos es capaz de hablar y hacerse entender por Tim. Se hace llamar detective, pero de detective lo único que tiene es la adicción a la cafeína y el sombrero de Sherlock. La trama depende menos de la inteligencia de los personajes y más de las circunstancias que los pasean de una escena a otra. Las mejores escenas de la película son las que se desentienden de las reglas del género detectivesco y juegan según las de Pokémon, como la interrogación de un mimo cuya fuerza y debilidad son la mímica, el suspense detrás de los niveles de estrés de un pato y la brutal pelea con un dragón. Las viñetas más bizarras son las más cautivantes y si la película operara consistentemente con el mismo nivel de creatividad sería tanto más divertida. Lamentablemente los Pokémon suelen quedar relegados a las muchedumbres de planos generales; es mucho más divertido imaginar un safari y buscarlos haciendo su gracia en el fondo que prestar atención a lo que sea que Tim esté haciendo o diciendo en el momento. La película tiene algo de personalidad gracias a Pikachu, quien posee (en el inglés original) la voz de Ryan Reynolds y la animación refleja su irreverente persona. Su caracterización adorable pero contraproducente alza a Pikachu por encima del ingrato rol de logo monolítico que le ha tocado desempeñar durante casi un cuarto de siglo. La historia en sí es mucho menos distintiva y debe gran parte de su estructura a otras películas infantiles recientes cuya mención constituiría spoilers en lo que ciertos giros “sorpresivos” refiere. Pero Pokémon: Detective Pikachu deja ver un poco de identidad propia en sus momentos más tiernos, bizarros y cómicos. Quizás en la secuela se anime a destapar su verdadero potencial.
Ronda Dos Avengers: Endgame (2019) cierra definitivamente el final que Avengers: Infinity War (2018) dejó abierto y con ella concluye una saga de 11 años y 21 películas de superhéroes marca Marvel. Pero “conclusión” y “definitiva” son palabras extrañas en el glosario de Disney: sumado el inminente estreno de Star Wars: Episodio IX (Star Wars: The Rise of Skywalker, 2019), la compañía bate el récord de amagar “conclusiones definitivas” para seriales taquilleros que no tiene ningún interés en liquidar. Héroes “caídos” como Spider-Man, Black Panther, Dr. Strange y los Guardianes de la Galaxia ya tienen estrenos programados tan pronto como para dentro de dos meses, y no hay límite para la cantidad de ciencia ficción barata que puede subtitularse “Una Historia de Star Wars”. La realidad es que lo único que concluye con Avengers: Endgame son algunos contratos. La película es una épica tecnicolor de tres horas que ostenta un enorme reparto y espectáculo de efectos especiales rebosados del acostumbrado sentido del humor sarcástico y autorreferencial Marvel. Se distingue de su antecesora con algunas subversiones inesperadas, como un prólogo que rápidamente encausa la trama hacia un atractivo desconocido, y una estructura invertida: en vez de converger varias tramas en un mismo punto, la historia parte de un punto en común y se expande en varias direcciones cual serial de aventuras. El segundo acto tarda en llegar pero cuando lo hace renueva la cinta de energía, marcando un ritmo fluido y entretenido. Esencialmente la película es un homenaje a toda la franquicia, dado que los Avengers deben viajar en el tiempo (es decir, a sus películas anteriores) para birlar las Gemas del Infinito y con su poder revivir a todos los muertos al final de Avengers: Infinity War. No es el plan más inteligente pero sí el más divertido, porque redunda en secuencias en las que los Avengers del presente deben infiltrarse en el pasado y revivir sus Grandes Hits desde otra perspectiva. No es un secreto, lo admiten varias veces: están interpretando su versión de Volver al futuro 2 (Back to the Future 2, 1985). El Universo Marvel siempre ha bancado en la nostalgia del espectador por la cultura pop de los ‘80s, pero a una década de sus inicios ya puede bancar en la nostalgia por sí mismo. Cada una de estas películas termina inevitablemente con la misma batalla entre Avengers y bichos computarizados, y ésta no es la excepción. A nivel espectáculo Avengers: Endgame no se reserva nada nuevo para el clímax, el cual consiste de despliegues de poder asombrosos que no parecen tener impacto alguno cuando más se los necesita. El verdadero impacto yace en la culminación de los arcos de personajes longevos como Tony Stark (Robert Downey Jr.) y Steve Rogers (Chris Evans), quienes finalmente hacen catarsis y cuyas personalidades dirigen la película. Otros personajes igual de longevos pero menos afortunados obtienen finales anti climáticos, como Black Widow (Scarlett Johansson) y Thor (Chris Hemsworth). Hay entretenimiento liviano, pasajero y de sobra en Avengers: Endgame, la cual es dirigida de manera competente e impersonal por los hermanos Anthony y Joe Russo. Pero su película es apenas la punta de la pirámide MCU; la sensación final es que cualquier mérito no es propio y debe ser aceptado en nombre de las veintitantas películas - muchas de ellas superiores - que la preceden. Lo que hace Avengers: Endgame es cosechar el impacto emocional de más de una década de un híbrido de cine y televisión, por un lado premiando a sus leales espectadores con un grand finale y por otro prometiendo más de lo mismo pero con otra mano de pintura.
A veces la original es mejor El problema con la nueva versión de Cementerio de animales (Pet Sematary, 2019) es el mismo que tiene la nueva versión de It (Eso) (It, 2017): hace énfasis dónde no debería y se esfuerza demasiado en dar miedo. El payaso interpretado por Tim Curry en la versión de 1990 da miedo porque presenta una fachada jovial y se planta en aquel valle inquietante que Freud describe como una intersección espantosa entre familiar e inhumano, mientras que su versión millennial parece diseñada específicamente para dar miedo. El gato de la versión de 1989 da miedo porque es una mascota creíble; el de 2019 parece mandado a hacer para la película. Dirigida por Mary Lambert, Cementerio de Animales (Pet Sematary, 1989) ha añejado mejor que la mayoría de las adaptaciones de Stephen King porque sabe partir de lo tierno o mundano para llegar al horror, pero no deja de sufrir las convenciones más bochornosas de la época. No es una muy buena película, pero King no es muy buen escritor. Lo mejor que le puede pasar a sus libros es que los adapte alguien del calibre de Stanley Kubrick, Brian De Palma o Rob Reiner. A falta de un buen director, la remake tiene dos mediocres: Kevin Kölsch y Dennis Widmyer. En un nivel estrictamente formal, la remake es mucho más competente que la original gracias a las actuaciones versátiles, algo de humor macabro y un guión preciso con algún que otro parlamento inteligente que eleva el material. Pero por otra parte no es una película que sobresalga o se vea muy distinta a la parva de ejemplos que ofrece el género. Altera o retrasa los momentos más icónicos de la trama, jugando con la memoria del público, pero nunca crea los propios. La historia: una familia de clase media se muda al bosque y descubre un antiguo cementerio donde todo lo que se entierra regresa a la vida poseído por una maldad asesina. Se destacan Jason Clarke como el patriarca de la familia, quien confía y depende demasiado de su racionalismo, y John Lithgow como el amable vecino que le advierte sobre el cementerio indio lindante y minutos más tarde lo recomienda (la explicación del poder manipulativo del sitio no es muy convincente). Jeté Laurence, interpretando a la hija mayor de la familia, no comparte la versatilidad de los niños It (Eso) y parece un poco demasiado consciente de que está rodando una película. La nueva versión de Paramount es mucho más sobria y competente que su antecesora. En varios sentidos corrige y mejora la historia, pero nunca labra una iconicidad única ni se acerca a la excelencia de las mejores adaptaciones del autor. Su peor falencia es forzar demasiado el horror a través de imágenes obvias en vez de buscarlo en los detalles inocentes, incluso cursis como en la original, la cual rozaba el mal gusto. Probablemente eso la hacía una adaptación más fiel.
De aquí a la eternidad Willem Dafoe suma otra interpretación magistral con Van Gogh, en la puerta de la eternidad (At Eternity’s Gate, 2018) en el rol del pintor post-impresionista holandés Vincent van Gogh. El actor está en su elemento cuando hace de enfants terribles, figuras trágicas que desafían la ortodoxia de sus tiempos con su arte o filosofía. Su actuación es una extensión natural de su intensa versión de Jesús en La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988). El film de Julian Schnabel es una biopic en el sentido estricto del género. Sigue los erráticos pasos van Gogh durante sus últimos años, concentrándose en su fatídico peregrinaje hacia el sur de Francia en busca de inspiración. Más que dramatizar los eventos canónicos de su vida, la película provee una experiencia (valga la expresión) impresionista de la turbulencia sensorial que dominaba al artista. El resultado es una aproximación convincente de lo que debe haber sido su estado emocional hacia el final de su corta y miserable vida. Propulsado por su hermano Theo, Vincent se interna en la campiña francesa y entra en comunión con la naturaleza en escenas que exacerban sus epifanías - por no decir su estilo - con un trabajo de cámara accidentado y desenfocado. El resultado no es disimilar a sus obras, en esencia sino en estilo. La primera escena, súbita y sin contexto, simula la perspectiva de van Gogh en primera persona al aproximarse a una campesina que quiere retratar en medio de un brote de locura. Varias escenas tienen algo de la inmediatez y energía que emanan sus obras. Van Gogh es rodeado de objetos y personajes que reflejan elementos críticos de su vida o personalidad. Los personajes y los conflictos parecen materializarse de la nada y volver a la nada, respetando la perspectiva de un pintor tan obsesivo que no comprende la definición del fuera de campo. La realidad de Vincent es caprichosa y aleatoria porque refleja su propio inestable id. “Subjetiva indirecta libre” la llamaba Pier Paolo Pasolini, el cineasta que solía plasmar este tipo de perspectivas en su cine y a quien Willem Dafoe interpretó en Pasolini (2014) - otro enfant terrible tan adelantado como trágico. El elenco está repleto de excelentes actores en pequeños papeles que más que participar en la vida de van Gogh la atestiguan a distancia, siempre con una mezcla de desprecio, perplejidad o indiferencia. Oscar Isaac compone al más importante, Paul Gauguin, el amigo que Vincent admira y quiere tener pero que sólo aparece en los buenos momentos y nunca en los malos. Emmanuelle Seigner es su hotelera, llena de asco y desdén. Mads Mikkelsen es un cura que, al final de una excelente escena, debe decidir si liberar al pintor de su prisión o no. Hermosa, conmovedora y turbulenta, la película tiene la energía de una caída libre, como si supiera que la puerta de la eternidad del título aguarda al final. En un raro momento de claridad van Gogh acepta su destino como un artista que trabaja no para su generación sino para las que siguen. Resignado a un rol mesiánico e incomprendido, Vincent se queda corto de recitar “Perdónalos, no saben lo que hacen”. Pero la verdadera tragedia es que nadie hizo nada.
Otro relato salvaje 4x4 (2019) combina la afinidad de Mariano Cohn y Gastón Duprat por torturar a sus personajes - como el Nobel de El ciudadano ilustre (2016) y el crítico de El hombre de al lado (2009) - con las fantasías de control de una resentida clase media propias de Relatos salvajes (2014). La comparación con el film de Damián Szifrón se cierra con la presencia de un auto asesino (motivo recurrente en su obra) y su valor simbólico y material como carnada. La premisa suena inventada en chiste y lista para ser contada en clave de parodia, pero la historia se construye seriamente como un thriller. Un ladrón, Ciro (Peter Lanzani), se infiltra en una lujosa 4x4 estacionada, pero a la hora de huir no puede abrir las puertas, o romper los vidrios, o perforar la carrocería del vehículo. Pasada la incredulidad y desesperación inicial descubre que la camioneta - blindada, polarizada y a todos los efectos removido su interior del mundo - es una trampa mortal diseñada con el propósito de enjaular a quien se atreva violarla. El auto recibe un llamado telefónico del dueño (Dady Brieva), quien explica la situación con la condescendencia de alguien confiado pero muy cansado. Se divide entre torturar al ladrón a control remoto y aleccionarlo con extensos soliloquios sobre el historial de inseguridad que ha sufrido su familia y por extensión tantas otras. Ciro gime, grita y gruñe. Es el indiscutible protagonista de su propio calvario pero la historia le da la voz (no necesariamente la razón) a su captor. Dado que no está equipado para hacerle frente en un nivel físico o psicológico eventualmente se introduce un tercer jugador (Luis Brandoni) en un intento por promediar los dos extremos ideológicos de la película. 4x4 pertenece al nicho del “tour de force en un espacio confinado”, como las excelentes 127 horas (127 Hours, 2010) y Buried/Enterrado (Buried, 2010). Depende tanto de la dirección como del minucioso trabajo de cámara para utilizar todos los recursos que hay a mano sin traicionar la premisa del aislamiento y agotar todas las posibilidades cinematográficas del entorno. Lanzani y Brieva dan forma a un recorrido emocional dentro de una situación estanca, pero ninguno termina de definir un personaje o ganarse la simpatía del público. Desde el montaje inicial de planos detalle de cámaras, rejas y vidrio picado hasta las escenas de linchamiento social la temática de la inseguridad resuena con la sutileza de una alarma. Cohn, en su debut como solista, dirige un thriller efectivo pero ideológicamente marchito en el que la prioridad es hacer ruido más que decir algo, y que de ese ruido el espectador sintetice el mensaje que mejor conviene para creerse validado ya se sienta ofendido o apreciativo. 4x4 es un éxito en la medida que logra exactamente lo que se propone: causar revuelo instantáneo.
El peor enemigo El director, productor y guionista Jordan Peele sigue el éxito de ¡Huye! (Get Out, 2017) con otra historia de terror y ciencia ficción digna de La dimensión desconocida (The Twilight Zone). Nosotros (Us, 2019) es menos distintiva que su ópera prima pero mina el mismo tipo de terror primigenio con experta dirección, cinematografía y la dosis justa de humor negro. La película cuenta una metáfora social menos obvia y recalcada que la anterior ¡Huye!; consiguientemente, la metáfora es lo suficientemente amorfa como para que el espectador proyecte la crítica que quiera en la pantalla. Al enfrentar una familia de clase media estadounidense con sus gemelos asesinos, los cuales se presentan simplemente como “americanos”, ¿el director está planteando qué? ¿La venganza de una clase social ignorada? ¿La purga de la culpa burguesa? ¿El salario de un secreto escondido demasiado tiempo? ¿La memoria selectiva de los Estados Unidos? Una niña se pierde en 1986 en un parque de atracciones playero y se pega el susto de su vida en las profundidades de un laberinto de espejos. Es un excelente comienzo: la anonimidad de los padres retratados lejanos y de espaldas deshacen inmediatamente la sensación de seguridad, la perspectiva vagabunda de la niña inquieta por su imprevisibilidad. Se establece una atmósfera sugestiva y perturbadora por su “casi” normalidad, delatada por lentos paneos que ignoran la jovialidad de la feria como arrastrándose hacia algo terrible. Ya en el presente, la niña se ha convertido en Adelaide (Lupita Nyong`o), casada con Gabe (Winston Duke) y madre de dos hijos. Están yendo a vacacionar a su casa de playa como en cualquier otra comedia, listos para pasar una temporada sin internet y acatar la idea de diversión familiar que tiene el padre. De noche cuatro figuras se paran anónimas y acusatorias en la calzada de la casa, la cual invaden sin ningún esfuerzo. Resultan ser dobles de la familia. ¿Qué son? “Americanos”. ¿Qué quieren? “Tomarnos nuestro tiempo”. Prosigue un segundo acto decepcionante en el que una familia huye y la otra la persigue. Escena por escena se reinterpretan las viejas rutinas del “slasher” sin gran novedad, como si la película hubiera puesto piloto automático, ajena al ingenio inicial salvo por algunos excelentes gags cómicos y una impecablemente macabra Elisabeth Moss. El tercer acto retoma con inteligencia los planteos del primero y descubre un horror subterráneo digno del mejor H. P. Lovecraft. Explica lo suficiente como para saldar el enigma central de la película pero sin aplacar el horror implícito que queda librado a la imaginación. Dado el tema compartido entre ambas películas - la fobia a ser reemplazado y la pérdida de la identidad - se vuelve inevitable comparar el debut de Jordan Peele con su secuela espiritual. Dado un divagante segundo acto Nosotros no tiene la consistencia de su predecesora, pero el poder de la pinza que forman el comienzo y el final de la película compensa con creces. A pesar de barajar un corte marcadamente más cómico la tensión no sufre por ello, y el horror detrás de sus ideas es sumamente evocativo.
El viejo y el cine Un ladrón con estilo (The Old Man & the Gun, 2018) es una simpática despedida del cine de parte de Robert Redford, como las que protagoniza Clint Eastwood cada tantos años pero sin la amargura o el arrepentimiento. Redford se está divirtiendo y haciendo lo que mejor sabe así como su personaje, Forrest Tucker, asalta bancos por diversión y con elegancia. La película se basa en la carrera criminal de un hombre con un récord impresionante de robos y escapes, pero funciona sobre todo como metáfora para la carrera de Redford. Al director y guionista David Lowery le interesa menos el aspecto criminal o verídico de la historia - la cual se presenta como “mayormente real”, utilizando el mismo eslogan de Butch Cassidy and the Sundance Kid (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969) - y más celebrar a la estrella de cine con una larga meditación sobre su indomable espíritu y deleite personal. El éxito y la fortuna parecen haber sido secundarios tanto para Tucker como para Redford. Transcurriendo en 1981, Tucker ya se encuentra entrado en años pero todavía haciendo atracos. Su método es sencillo: mostrar un arma y dejar que su carisma haga el resto. Tiene dos compinches, interpretados por los veteranos Tom Waits y Danny Glover, aunque la película es inconsistente sobre su participación o relación con Tucker y no los caracteriza demasiado. Escapando de un asalto Tucker conoce a la viuda Jewel (Sissy Spacek), con quien comienza un tierno cortejo romántico, y pronto lo persigue un joven policía (Casey Affleck) y padre de familia. La trama es bastante predecible pero no menos disfrutable gracias a la presencia de Redforf y los duetos actorales que se forman, sobre todo con la igualmente formidable Spacek y el personaje de Affleck, que se va formando como joven admirador de la leyenda. Waits y Glover son desperdiciados salvo por un monólogo claramente improvisado por Waits. Es tan común lamentar el desperdicio de buenos actores así como consolarse de que “hacen lo que pueden con el material que tienen”; en este caso las estrellas de la película elevan un simple policial a la altura de una parábola. Es un proceso engañosamente sencillo: mucho depende de la mera presencia de los actores, de lo que no se dicen, de los silencios que comparten, como delineando algo más grande que sí mismos y que habla por sí solo. Un ladrón con estilo se aproxima a la esencia de un personaje más grande que la vida misma: quiere ser un homenaje a Redford y a su carrera. Cuando la película finalmente pasa lista año por año a los fabulosos escapes de Forrest Tucker es como si estuviera repasando la filmografía de una estrella, contemplando el largo trayecto hacia la celebridad. El tributo no queda del todo a la altura de sus hits más grandes, y pasa por varias partes que resultan lánguidas, improbables o derivadas de un cine similar, pero el resultado es sentido y emocionante.
Heroína de último minuto Capitana Marvel (Captain Marvel, 2019) es una especie de repaso o precalentamiento que anticipa la épica conclusión de las veintidós películas de Marvel Studios con Avengers: Endgame (2019), marchando el mes que viene. Funciona como una nota al pie de página del final más críptico de la anterior Avengers: Infinity War (2018), en el que Nick Fury (Samuel L. Jackson) revela a la epónima capitana (Brie Larson) como su arma secreta contra una invasión extraterrestre que ha dejado a los veintitantos Avengers fuera de combate. Los extraterrestres también invaden en Capitana Marvel, situada en 1995. Con ésta van cuatro o cinco invasiones extraterrestres, sin contar los robots. Capitana Marvel no tiene mucho para ofrecer que no se haya visto u oído antes. La gran novedad es la protagonista femenina, pero la campaña de marketing exagera el interés que la película tiene por el feminismo y habiendo tardado más de veinte películas - además del éxito alentador de la rival Mujer maravilla (Wonder Woman, 2017) - hay algo de insincero en pretender retroactivamente que ésta es la génesis de una mega franquicia cuando en realidad fue cultivada a lo largo de diez largos años y veinte films intercambiablemente masculinos. La primera hora cubre una guerra intergaláctica entre "krees" y "skrulls" en la que la Capitana - quien lleva seis años amnésica en un planeta alienígeno - pelea bajo un guerrero de nombre Lovecraftiano, Yon-Rogg (Jude Law). Es ciencia ficción de televisión en el mejor de los casos. Ella es capturada, su memoria rebobinada como una cinta de video (el pasado de la heroína resulta ser un enorme homenaje, parodia o plagio a Top Gun, 1986) y comienza la carrera entre buenos y malos por encontrar el MacGuffin de turno situado en algún lugar de la Tierra. El comienzo es confuso y apenas coherente pero eventualmente los jugadores quedan en posición dentro de un contexto claro y de vez en cuando llegan a trascender el entretenimiento mundano. Dirige el dúo Anna Boden y Ryan Fleck, oriundos del drama intimista pero aquí limitados a copiar la fórmula de acción, aventura, ciencia ficción y humor patente Marvel. El humor ahora se dirige a la nostalgia por los 90s en vez de los 80s, aunque lo que pasa por humor aquí son observaciones más parecidas a la primera mitad de un chiste que no se cuenta (las películas se alquilaban e internet era lentísimo, ¿y qué?). Para variar se aprecia una distinción clara entre las escenas dramáticas y las tendencias cómicas. El resultado es menos contraproducente que de costumbre. Annette Bening, Ben Mendelsohn y un rejuvenecido Samuel L. Jackson se roban sus escenas. El fuerte sigue siendo los personajes superpoderosos pero falibles y simpáticos: el de Brie Larson no recibe mucha personalidad pero cumple con los requisitos de ser una heroína llena de positividad y gallardía, alejándose del amargo y condescendiente prototipo maternal que encarnan Black Widow, Scarlet Witch, Wasp, Gamora, etc, siempre en referencia al varón inmaduro. Quizás el corte adolescente en las relaciones entre hombre y mujer en estas películas va de la mano con sus orígenes como cómics. Capitana Marvel no es exactamente una revolución, pero aunque sea deja ganas de una.
Obsesión (Serenity, 2018) recibe el alarmantemente genérico (por no decir contradictorio) título de Obsesión en su traducción al español, pero por una vez la adulteración hace justicia. Obsesión (Ossessione, 1943) de Luchino Visconti no sólo fue la película que inauguró el neorrealismo italiano sino que fue una de las primeras en adaptar al cine la seminal novela negra El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain. Trama que esta película plagia libremente. La trama es un clásico del cine negro: una femme fatale seduce a un hombre ingenuo para que mate a su adinerado pero indeseable marido. Ella obtiene el dinero, él obtiene a la chica. Cain no recibe crédito por la Obsesión de 2019 a pesar de que claramente el director y guionista Steven Knight se ha inspirado en su novela, ni molestándose en cambiar detalles incriminatorios (el marido de la femme fatale es un magnate griego, por ejemplo). Si el título en español Obsesión no es un calculado j’accuse de parte de los traductores, la coincidencia es feliz. El hombre ingenuo es Matthew McConaughey, intenso al borde del desquiciamiento; la femme fatale es una blonda Anne Hathaway, vulnerable y voluptuosa; el marido es Jason Clarke, quien compone un excelente bruto. No hay lugar para sutilezas en las actuaciones. En esta versión el protagonista es un capitán de un buque pesquero en una isla paradisíaca y la mujer es su ex pareja, quien quiere comprar un pasaje de ida para su marido en el barco de su ex. La mujer ofrece dinero, pero lo que motiva al hombre es proteger a su hijo de un padrastro violento. La película, más allá de su fabulosa estirpe, ha sido bochornosamente dirigida. Es burda, obvia, exagerada y tan efectista que da vergüenza ajena. Se alimenta de símbolos baratos como un pez llamado Justicia y una mujer llamada Constancia. Los movimientos de cámara dan vueltas alrededor de los personajes como parte de un tráiler cómico, efectos de audio incluidos. Un personaje en particular, un misterioso hombre de traje, aparece tantas veces al final de una escena con el objeto de infundir suspenso que termina sirviendo más de chiste que otra cosa. Steven Knight es mejor escritor que director, autor de películas como Promesas del Este(Eastern Promises, 2007) y Aliados (Allies, 2017). La primera decepción es que plagie a Cain; la segunda es que no lo haga muy bien, porque su estilo y los retoques sabotean por completo la historia. Lo que la termina matando es un giro hacia el final demasiado absurdo y rebuscado como para tomarlo en serio o al resto de la película. Es el tipo de giro deshonesto que más que cambiar las reglas del juego, cambia el juego en sí. El giro introduce más de un nivel de representación y hace de la película una farsa patética. Es el tipo de disociación o fuga que podríamos encontrar en el cine surrealista de David Cronenberg pero aquí es del todo gratuito. Parece existir por las ganas de agregar un truco y regodearse en su propia genialidad, convencido de que es más profundo de lo que es. Falla porque de repente propone varios niveles en la historia sin darle gran peso a ninguno ni vincularlos de manera convincente o coherente. Lo mejor que le puede pasar a Obsesión es convertirse en una película de culto, de las que su espectacular ineptitud transforma en leyenda.
Simpática y desvergonzada, Green Book: Una amistad sin fronteras (Green Book, 2018) es una crowd-pleaser en la que un hombre negro y otro blanco deben viajar a lo largo del recalcitrante sur norteamericano de principios de los 60s, tolerar los prejuicios racistas, superar los propios y regresar a casa a tiempo para compartir la cena de Navidad. Hallmark solía pasar este tipo de película todo el tiempo. La historia está supuestamente basada en hechos reales; ha sido escrita y producida por el hijo de uno de sus protagonistas, pero denunciada por la familia del otro. Trata sobre el histórico tour que el músico afroamericano Don Shirley (Mahershala Ali) dio a lo largo del sur norteamericano, escoltado por su chofer y guardaespaldas ítalo-americano Tony Lip (Viggo Mortensen). El título sale de una infame guía, escrita por un tal Green, diseñada “para dar al Negro información que le evite dificultades e inconvenientes y haga placentero su viaje”. La trama es fácil de imaginar y aún más fácil de digerir. Esencialmente es una inversión de Conduciendo a Miss Daisy (Driving Miss Daisy, 1989), ahora con un chofer blanco enseñando humildad al pasajero negro. La novedad es que hay lecciones para aprender de ambos lados: Tony debe aprender a no ser racista, Don a reconectar con la comunidad que lo desprecia por cipayo. La película sigue el inviolable cronograma de un tren suizo, con paradas obligatorias en peleas circunstanciales y sus respectivas reconciliaciones. Dirige Peter Farrelly, oriundo de la comedia grosera - Tonto y retonto (Dumb and Dumber, 1994), Loco por Mary (There’s Something About Mary, 1998) - junto a su hermano Bobby. Ésta es su primera película a solas y además “seria”, pero importa una marca inconfundible: el afecto incondicional tanto por los personajes como por sus falencias. No es gran material pero los actores lo hacen entretenido y hasta plausible, rozando la caricatura pero aferrándose a un núcleo de terca dignidad que vuelve humanos y entrañables a ambos. Hay cierta astucia en la estrategia que tiene el guión de abordar el racismo de su protagonista blanco. El afable e irascible tano sobrevive el escrutinio del espectador porque sus prejuicios parecen estar más radicados en la ignorancia que en el odio. La honestidad con la que expresa sus prejuicios es la mitad del chiste; la otra mitad es el tutelaje condescendiente del músico, que tiene la paciencia de un adulto aleccionando a un niño. Dentro de todo, la película propone un arco de aprendizaje verosímil: lo que cambia a la gente es la educación. A medida que se internan hacia el sur el viaje se vuelve más oscuro, aunque nunca tanto como debe haber sido en la época o incluso hoy. El absurdo del racismo resuena porque la mayoría de sus perpetradores lo practican per se, como una verdad triste pero irreconciliable que excede al individuo. El tono de la película es simpático pero demasiado complaciente para el tema que pretende tratar. Su información no es urgente ni quiere incomodar a nadie. Lo que quiere hacer es dejar a todos contentos. Es el tipo de obra idónea para presumir en los Óscar: amena y superficialmente preocupada por problemáticas sociales, pero demasiado complacida consigo misma para ahondar en ningún tema en gran profundidad.