MEMORIA VERANIEGA Un romance en blanco y negro. En verdad, la articulación de dos grandes historias de amor complementarias cuyo recorte subraya esa primera fase del enamoramiento, donde conviven la idolatría con un constante cosquilleo o la fascinación con amplias dosis de rebeldía; sensaciones efervescentes y poderosas, a veces, opuestas que terminan por impregnarse tanto en la piel como en las fibras más hondas para volverse eterno. Por un lado, el vínculo entre el rock, las influencias occidentales, el público y la cultura soviética en los años previos a la Perestroika, durante un verano crucial para la gestación de artistas de culto, himnos y nuevas olas musicales. Por otro, el triángulo amoroso entre Mike Naumennko, fundador del grupo Zoopark, su esposa Natasha y Viktor Tsoï, gran admirador y futuro ícono ruso. Un encanto que excede caprichos o cuerpo y reside en la pureza para percibir al mundo, para experimentar con él o para ponerlo en evidencia. Porque, según Leto, la mayor virtud es el doble poder de la creación artística: como estado de libertad y como restaurador de la creencia. Por tal motivo ambos relatos encuentra en el despliegue contrastivo de las personalidades de los cantantes, generacional, del lenguaje y de las fronteras entre oriente y occidente, dicho carácter duplicado hasta el punto de desdibujar los límites que parecían tan marcados y coquetear, incluso, con el coming of age. Tal es el caso de la playa en la que se conocen los tres. Viktor, seguidor de Mike, lo saluda con distancia y no termina de interactuar con todos los jóvenes que disfrutan del baile, las canciones y el alcohol. Sin embargo, charla a solas con Natasha y ambos parecen entenderse. Al anochecer, la mayoría se desnudan para entrar al mar, mientras que la pareja los mira entre risas y Viktor imita durante pocos segundos los gestos se sacarse la ropa cerca de la fogata y luego contempla a los demás. Esa tarde de verano se convierte en un no lugar atemporal –sin tomar en cuenta el vestuario– donde un grupo comparte gustos, ideales, sensaciones, naturaleza, identidad. O en una ciudad en la que apenas se consiguen objetos internacionales, el inglés parece filtrarse entre la cotidianidad de un viaje en tren, en un regalo especial o en las influencias de los álbumes de David Bowie, Led Zeppelin o Blondie. De igual modo, Kirill Serebrennikov trabaja la plasticidad de la imagen. Sin previo aviso, brotan algunos colores, dibujos, letras en negrita, animaciones, efectos visuales y personas cantando que convierten por unos cuantos minutos a la película en un videoclip. Por ejemplo, el tema de Iggy Pop The passenger durante el viaje en tranvía de Natasha y Viktor con una taza de café importado y el plato haciendo de tapa para mantener el calor. Al final, un joven da vueltas en bicicleta y mira hacia la cámara afirmando que eso no sucedió así; gesto reiterativo en cada tema con la misma frase. El director se vale del juego para reafirmar también desde la imagen las restricciones del estado y la falta de libertad de las nuevas generaciones así como la marcada difusión e influencia musical de países de habla inglesa. El uso del videoclip pone de manifiesto los inicios de un formato con gran crecimiento durante ese momento y su posterior auge, por ejemplo, con el canal MTV. Un verano que dure toda la vida parece ser la consigna del filme. Un recorte que, según Serebrennikov, intenta darle visibilidad a una generación anterior a la suya de la cual no se conoce mucho y quedó borrada por la Perestroika. Una búsqueda que procura retener los fragmentos de excitación y arrebato propios de un vínculo que acaba de empezar, donde todo descubrimiento genera placer. La fascinación permanente que deviene en pureza de sentimiento y el verano como condición de posibilidad y recuerdo inmortal. Dos historias en blanco y negro amalgamadas por el escurridizo color de la irreverencia artística. Por Brenda Caletti @117Brenn
ENCARNAR LA ENSEÑANZA ¿Es posible que una crítica artístico-social se mantenga vigente durante más de 45 años? ¿En dónde radica su permanente actualización? ¿Cuál es el secreto de la mirada y rebeldía? ¿Cómo actúa la puesta en escena? ¿Y el pacto tácito con el espectador? ¿De qué forma influye la minuciosidad de los gestos, las voces, los movimientos y los cuerpos – en resistencia y desgaste– en la experiencia total? Porque a Carlos no le daba lo mismo que los actores patearan para atrás o con las rodillas arriba. Tampoco le pasaba desapercibido el siseo o el acento de un joven cordobés. Por el contrario, la primera prueba de la convocatoria para elegir un nuevo elenco y reestrenar La lección de anatomía en teatro resulta detallista, larga y agotadora; el puntapié de lo que él y Antonio concebían como un despojamiento completo donde cada uno dejaba de lado el nombre, la familia, la ropa y las obligaciones para encarnar diálogos sin sentido, esquemas rígidos, falta de libertad hasta quitarse toda clase de peso –incluso la vestimenta– y exponerse de la manera más visceral posible. La cámara de Pablo Arévalo y Agustín Kazah procura imitar dicha búsqueda desde lo cinematográfico a través de un registro casi inadvertido pero riguroso donde evidencia, por ejemplo, los enojos repentinos de Carlos Mathus, los footing, el interior del teatro, las dudas de los seleccionados respecto a los tonos, el vestuario, los problemas de luz, el fallecimiento de Mathus durante la filmación, los directores interinos, entre otros. Una perspectiva sostenida por lo cotidiano, la observación, el ensayo, lo actual y el doble homenaje. Si bien retoma la esencia de lo que fue en 1972 con un breve video, el trabajo corporal de los actores que pasaron por la obra y la urgencia de un reestreno similar 45 años después, el documental –así como las palabras del creador de la obra– se sitúan en el presente, en la actualidad temática, en cómo el primer eslabón social, es decir, la familia conserva cimientos inflexibles, culposos e insatisfactorios. Incluso, los directores no utilizan testimonios de quienes participaron durante los 36 años ininterrumpidos en cartelera con la excepción de Antonio y de quienes lo ayudaron después del difícil momento, sino que se valen de las miradas de los nuevos elegidos que proponen tonos, sensaciones y cierta sintonía con los diálogos. También se percibe, por ejemplo, en la joven que les comenta que el padre formó parte años atrás y ahora es ella la que quiere actuar allí, la breve irrupción tras la muerte del director o el actor que se fue por problemas con el grupo de WhatsApp. En consecuencia, La lección de anatomía fílmica se trasforma, por un lado, en un detrás de bambalinas que da cuenta de todo el proceso creativo, para afinar toda clase de detalles que realzan la potencia de cada personaje , de puesta de cuerpo y voz y de ocupación del escenario con las marcaciones en cinta para cada momento que, en muchos casos, desdibuja los límites entre lenguajes poniendo en juego una hibridación entre, por ejemplo, el aquí y ahora del teatro y del relato con ese tiempo pasado y manipulado del registro o la repetición de los ensayos que muestran los cambios y las escenas únicas de la película donde se cortan equivocaciones o tomas que no logran la rigurosidad suficiente. Por otro, complementa el discurso de la obra teatral gracias a los comentarios de su director, de quienes trabajaron para su relanzamiento, a la mostración de sus actitudes, sentimientos y acciones diarias y al significado del propio espacio como tal. Como señala Mathus, “se me ocurrió hacer una lección que, al igual que el cuadro, enseñe el interior de las personas, no lo que queremos parecer, sino lo que somos”. Por Brenda Caletti @117Brenn
REBELIÓN FALLIDA Una relectura del cuadro La muerte de Marat (Jacques-Louis David, 1793) parece ser el disparador narrativo y, por momentos, estético de Alberto Masliah para promover semejanzas histórico-político-sociales entre la revolución francesa y la crisis de 2001, analogía que coquetea también con puntos de encuentro entre la debacle de hace 18 años atrás y el complejo presente. Ya desde el inicio, la cámara se muestra como un personaje más entrometiéndose sin sutileza en la escena del crimen para evidenciar objetos personales, de descarte y el cuerpo tapado con el brazo ensangrentado fuera, como si diera a entender que la guillotina fue reemplazada por otros métodos de castigo, mientras que las razones humanas se mantienen aunque con aditamentos contemporáneos. Por tal motivo, la mirada sobre la obra de Jacques-Louis David no sólo la aleja del neoclásico, del cuidado de las formas, sino que pretende imprimirle un sello de salvajismo nacional e ironía gracias a la mezcla de pop art con kitsch, el travestismo, el uso de matices del pintor francés o Charlotte Corday en personajes completamente diferentes o la leve intervención del director para que aparezca del otro lado o que el papel que debe sostener la mano del difunto permanezca escondido en el escritorio. Una promesa que se esfuma con rapidez reduciéndose a una mera intención. El inconveniente central es la construcción narrativa así como diálogos superficiales, inconexos y forzados. Si La muerte de Marat funciona como motor o lazo entre los dos relatos paralelos, enseguida pierde eficacia porque nadie repara en el simbolismo dentro de la pantalla. Marcelo, hijo de un intelectual, escritor que aspira a recuperar su buen nombre y devenido en periodista medio pelo, jamás se pregunta por qué el padre aparece muerto de esa forma; por el contrario, se limita a pensar que le gustaba vestirse de mujer. Los investigadores no se inquietan por un posible mensaje oculto; ni siquiera Alicia, su compañera, se inmuta por la escena de muerte, aunque sí refuerza la idea de homicidio. Tampoco la sostiene la subrayada distancia entre las clases sociales para actualizar los estamentos del siglo XVIII: la humilde que aguarda la promesa trunca de viviendas en la zona, el medio/ burgués que vive fuera de la realidad por descreimiento o alienación propia y aquellos pocos con demasiado poder como candidatos o dirigentes políticos, sacerdotes pedófilos, artistas y la prensa. De hecho, los medios de comunicación –en este caso el diario El paladín y el canal NT, una clara referencia a Clarín y TN– son más corruptos que cualquier institución a través de una jefa que pide a los reporteros que manipulen los datos o aprieten a testigos sin miedo porque los directivos van a mirar para otro lado. La alusión, entonces, se invalida a sí misma volviéndose accesoria, arbitraria y desperdiciada. La clara preferencia por la historia familiar, donde Marcelo se replantea quién es luego de la muerte del padre, con un leve atisbo de culpa por el desconocimiento entre ambos y el inexistente vínculo con su hijo jamás abandona el tono ligero y trivial. Frente a un hombre que posee rasgos del policial negro como la idea de duro, desconfiado de todos, solitario y seductor, el protagonista descubre aspectos del pasado que desconocía y termina apoyándose en cierto sentimentalismo extraño y aún frívolo que lo vuelve plano, aburrido, sin capas. Mientras que los personajes que conforman el pasado de Tonio y con un fuerte anclaje socio-político quedan desdibujados en un segundo plano, desarticulados con aquello que pretenden representar en medio de numerosas problemáticas y subtemas que la película opta por no profundizar. Las revelaciones se suceden sin dar tiempo a que estos villanos ocupen los roles o afiancen psicologías, ni a los espectadores a asimilar la información, ni a la trama a desplegar ritmos, silencios, sarcasmo o funciones acordes al tono y mezcla de géneros. Ligado a esto, el doble uso de la cámara tampoco se afianza por completo. Al comienzo interactúa, se vuelve una personificación más en la escena del crimen pero también es utilizada para interpelar al público en un falso plano/contraplano donde, por ejemplo, Tonio le habla al nieto mirando a la pantalla y luego Ramiro le contesta de la misma manera o cuando Tonio habla mientras cocina y no se muestra a sus interlocutores. De esta forma, El sonido de los tulipanes se queda en la base, con el sabor amargo de una cantidad de personajes desaprovechados, capas narrativas inexploradas, articulaciones suprimidas, intrigas vaporosas, con una mirada a cámara para interpelar al público como si fuera un detonador aplacado que conspira contra sí mismo. Una mixtura que no termina de apropiarse del relato, de la denuncia ni de su propia lectura. Por Brenda Caletti @117Brenn
ARTE CATALIZADOR Las pilas de facturas impagas se acumulan como los cuadros sin vender colgados en las paredes o apoyados sobre el suelo. Un negocio de arte que supo gozar de esplendor –los ficheros de clientes separados de acuerdo a las preferencias artísticas, guardados en la caja fuerte lo evidencian– pero quedó anclado en el tiempo. Una mezcla entre la nostalgia analógica de los archivadores escritos a mano o los recibos a máquina, la tecnología ya anticuada como la cámara de seguridad y un sostén necesario basado en lo estático como la misma vidriera durante años o la poca renovación de stock, más allá de la compra de un paisaje a los pocos minutos del filme. Olavi Launio ruega por un último trato que le permita saldar las deudas, tal vez recuperar algo de prestigio y continuar un tiempo más en el local hasta el retiro definitivo. De lo contrario, ¿qué sería de su vida solitaria, amparada en la rutina y alejada de los afectos fuera de allí? ¿Cómo ocupar las horas en una casa llena de objetos que subrayan el casi inexistente vínculo con su hija y nieto? Entre paradoja y clave pictórica, la obra de la próxima subasta que le llama la atención es la de un hombre joven, con cabello largo y fondo oscuro sin firma, arrumbada sobre otro de los objetos de venta. Un ojo entrenado que percibe un tesoro donde otros ven incertidumbres, la investigación contrarreloj junto con Otto –lo emplea por poco tiempo tras los pedidos de la hija– para confirmar si se trata del Cristo de Iliá Repin del que no hay imagen en libros o catálogos. Si en El esgrimista la relación profesor- alumno se centraba en la lealtad y la enseñanza atravesada por la historia oculta del hombre en medio de la Segunda Guerra Mundial y con el deporte como catalizador; en El artista anónimo esos valores se trasladan al núcleo familiar abuelo- nieto franqueados por el desconocimiento de sus historias, con situaciones económicas delicadas y con el arte como punto de descubrimiento tanto de datos como de ellos mismos. El detenimiento en el museo en la pintura del finlandés Hugo Simberg de un niño y un anciano lo refuerza. De esta forma, el arte se convierte en el hilo conductor del relato que permite revisar un pasado ofrecido en fragmentos ligeros y aleatorios junto a un presente urgente sostenido en el deseo de conseguir la información, el dinero y la obra. Esa misma añoranza manifiesta en la tienda, sobrevuela a Olavi y Lea, quienes intentan romper con sus estructuras pero no siempre lo consiguen. El protagonista persuade para conseguir fondos demostrando una vez más el egoísmo y la preferencia del negocio por sobre la familia, mientras ella remarca la ausencia del padre durante toda la vida. Frente a unos tímidos matices que desnudan lo íntimo o algunos cambios, los personajes se muestran demasiado correctos, incluso, fríos quitándole fuerza a las interpretaciones y a los propios nexos sanguíneos. Por otro lado, la puesta de Klaus Härö resulta sumamente cuidada en un contraste permanente entre la calidez y la opresión de los espacios públicos y privados gracias al equilibrio entre los colores, la luz, las sombras y las maneras de habitar los lugares. Por ejemplo, el departamento de la madre y el hijo en tonos claros, bastante despojada en oposición con el piso del anciano saturado de libros, cajas y pinturas con portarretratos de ellos algo escondidos o el teléfono antiguo y el contestador a casette. También el parque cubierto de hojas y gente disfrutando de la tarde o una fila larga que recorre gran parte de la calle para ingresar a la subasta. Curiosamente, en la mayoría de los sitios rondan estelas de soledad o distancia, como si una capa los envolviera impidiendo su descubrimiento total. “Juntás basura pensado que encontrás un tesoro”, le dice un amigo y compañero de rubro con quien asiste a las subastas. El ojo hábil apoyado en la observación y los instintos se vuelve más poderoso que el capital desmedido y las grandes tiendas aggiornadas. Sólo hace falta hallar el equilibrio perfecto mediante el cual todos los objetos de valor –sentimental o económico– ocupen el sitio que les pertenece. Por Brenda Caletti @117Brenn
NEBULOSA SIMBIÓTICA _ Vos no me crees nada de lo que te conté, ¿no? _ Yo creo que vos lo crees. Ese breve diálogo entre Lorenzo y Julieta encierra la clave argumental de la última película de Sebastián Schindel donde el protagonista convive con una puja constante entre el desequilibrio –elevado a síndrome de Capgras– y la realidad, entre certezas instintivas e incertidumbres, entre su mirada y la perspectiva de los demás. Un límite muy fino, por momentos casi invisible, sostenido mediante confidencias, pensamientos y acciones ambiguas hacia los amigos y, en menor medida, con Sigrid. Si bien dicho recurso permite el desarrollo de algunas escenas sumamente logradas como la extraña presentación del bebé con un padre más perturbado que feliz y plagada de reglas como sacarse los zapatos, tener las luces bajas o comprar ropa de determinada tela para el recién nacido y mantiene cierto estado de duda en los espectadores y en Renato y Julieta respecto a qué postura tomar con él, también atenta contra el rango de matices posibles de la personalidad de Lorenzo. En varias ocasiones se lo percibe aplacado, contenido en los exabruptos, sin ganas de defender su verdad –no luce decidido frente a la jueza ni habla con los amigos sobre las medidas de la esposa durante el embarazo– y hasta acepta en silencio no formar parte de la vida del hijo en lugar de conversar con ella sobre sus convicciones o ritos. Al mismo tiempo, el director se apoya en el concepto de lo siniestro para subrayar cómo esa cotidianidad se encuentra rodeada de tonalidades oscuras, pesadas y cada vez lo aprisiona más desde la fachada de la casa, el laboratorio organizado en el sótano, los colores de los cuadros y paredes, la llegada de la anciana noruega o los cambios de las habitaciones; en la analogía entre los moluscos, humanos y objetos ya sea como tema de la serie del pintor o del doctorado de la bióloga, en la forma en que tienen sexo en la primera escena donde enseguida él toma agua o ella se agarra las piernas como feto, con la bañera de metal llena de agua como metáfora de útero, en la panza de la embarazada y hasta en el formato de los extractores o demás artefactos conectados a la parte de afuera de las ventanas y como bien remarca la joven escandinava en que todos se preocupan más por el parto que por el embarazo en sí mismo. Mientras que los personajes se desconectan de ese estado, ella lo estudia y se encarga de las medicaciones, de la partera que la asista, del hogar y de los alimentos que cree convenientes. Desprendido de esto, el otro gran tema de El hijo –basada en el cuento Una madre sobreprotectora de Guillermo Martínez – tiene que ver con diferentes miradas sobre la maternidad y paternidad: cuáles son los límites de los roles de cada uno, a quién pertenece –si es que lo hace a alguien– el recién nacido, cómo se establecen los vínculos, qué cuidados se tienen, qué defiende cada postura respecto al parto en hospitales o en la casa, cuál es el nexo entre un bebé y la medicina, qué siente una embarazada, qué tratamientos existen para la concepción, cómo se reconocen las necesidades del bebé, entre otros, a partir de un paralelismo entre ambas parejas que buscan formar una familia, el inexistente lazo con las hijas del matrimonio anterior que viven en Canadá y una nueva oportunidad para remediar las conductas pasadas. Como broche narrativo, los diálogos en noruego sin traducción entre las mujeres para resaltar la incomunicación de pareja, de lo cotidiano, de compartir o conocer al otro, ese estar fuera tan subrayado en un parto fuera de campo con la puerta cerrada, gritos y palabras desconocidas. En definitiva, un extrañamiento completo que realza lo sombrío desde la esfera íntima y un escaso debate dentro de la sociedad respecto a estos temas universales y más vigentes que nunca. Por Brenda Caletti @117Brenn
ETERNIDAD LIGERA Se sienta con la mirada perdida en un horizonte inabarcable de amarillos, verdes, naranjas, azules y celestes. Corre entre los pastizales para sentir la brisa y aspirar ese ambiente casi mágico. Se acuesta en el suelo con los ojos cerrados, sube la mano y deja caer, de a poco, la tierra sobre la cara como una forma de apropiarse de la naturaleza, de las sensaciones y completar la experiencia sobre el lienzo. Eso busca emular Julian Schnabel con la cámara, volverlo su instrumento artístico. Primero desde la subjetiva expone unos paisajes maravillosos con la promesa de un recorrido exhaustivo entre la vegetación, alguna cascada, las copas de los árboles o la textura de los troncos y los resquicios más solitarios. Luego, exhibe varios recursos como vaivenes o tomas fijas en primer plano de los rostros, el movimiento permanente o en mano, la caminata como motivo temporal o el juego entre luces y sombras. Todos ellos pretenden no sólo rendirle culto a Vincent van Gogh, sino también amalgamarse con sus tormentos y estados febriles. Sin embargo, no hacen más que evidenciar que el tema actúa como mera excusa y la prioridad es mostrar cierto virtuosismo y punto de vista personal. Existe un fuerte contraste en la puesta en escena. Mientras explora con detenimiento la belleza natural, detalles, florecimientos, contraste de colores, variaciones climáticas y lo inconmensurable del espacio frente a los humanos como los campos o esa suerte de iglesia /monumento en ruinas donde Paul Gauguin le confiesa su partida de Arles, se contiene en los interiores como el bar, la habitación o el psiquiátrico con planos más cerrados –asfixiantes por momentos– o zoom in en tonos más oscuros, como si la presencia de otras personas oprimiera el cuadro o lo volviera incómodo, al igual que los gestos o miradas que los personajes le devuelven. El vínculo entre hermanos también resulta distante, correcto, en lugar de protector y amoroso. Además, el uso de la música y los fundidos a negro con cortes repentinos tampoco le otorgan un carácter orgánico ni ritmo; por el contrario, se presentan como quiebres caprichosos e intentos vanos de dramatismo que no terminan de explotar y entorpecen el despliegue visual. Ocurre algo similar en la construcción narrativa de Van Gogh: en la puerta de la eternidad. Al comienzo surge la necesidad de explayar el contexto artístico para argumentar el recorte del relato y los recursos técnicos, es decir, el impulso de una comunidad, de nuevas miradas, concepciones, técnicas y modos de producción, mercado y exhibición ante un público fragmentado e ideas efervescentes. Sin embargo, esa búsqueda se torna inconsistente y peca de ambiciosa. En principio por la falta de armonía entre un inicio con más desarrollo, rico en lo visual y pausado –tal vez en exceso– y un final abrupto valiéndose del fuera de campo como si no pudiera sostener sus elecciones. En sintonía con esto, Schnabel condensa datos y cartas con teorías e impresiones. Apuesta, por ejemplo, por el homicidio como causa de muerte legítima –por ahora sólo una posibilidad– pero no acompaña su decisión desde lo visual con escenas difusas, fragmentadas y distantes. También un realce, a veces, arbitrario del nexo de admiración entre ambos pintores y un despliegue bastante tenue de la pelea en Arles que los distancia. Un Gauguin contradictorio que busca libertad sin ataduras comerciales pero que termina rindiéndose a ellas cuando su reputación queda establecida o cierta reivindicación con el pedido de una obra o la carta de los créditos, donde detalla el encanto del holandés por el amarillo y destaca su manera de ver el mundo. Por último, un vínculo forzado o excesivo con el término eternidad abordado desde la trascendencia, es decir, de la perennidad de la belleza, juventud y estilo por sobre el contenido en sí y la analogía un tanto desatinada entre el artista y Jesús ya que ambos fueron desconocidos e incomprendidos en su época, por cierta forma de ver el mundo y, tal vez, una creencia o admiración posterior. De esta forma, el director termina por imponer su perspectiva y búsqueda por sobre la vida de van Gogh, quien queda reducido a un buscador de belleza, a un niño atormentado que pierde la consciencia de sí, a alguien criticado por sus obras, colores, mirada y métodos carente de peso en su propia historia. Un artista abandonado hasta por quien pretende rendirle tributo. Por Brenda Caletti @117Brenn
BIENVENIDO A BORDO ¿Exceso de seguridad? Rejas, alambres de púas, cámaras, puntas o pedazos afilados de vidrio, alarmas, carteles de zona vigilada, de vecinos en alerta y hasta de la protección de Jesús en un pasaje (inventado como set de filmación) donde convive la intranquilidad con la chica que saca a pasear al perro, los hermanos que van al colegio, el señor que limpia con la manguera sosteniendo la puerta, el hombre que pide delivery, la pareja que ideó un sistema de prevención mutua o quien espía por la ventana. En medio de un aparente escaso movimiento diario, se encuentra (mal) estacionada una camioneta sin alarma que se vuelve presa fácil de un ladrón ¿Pura coincidencia? ¿Día de suerte? Tras sacar el estéreo, revisar los compartimientos, usar los anteojos como un desafío al dueño y orinar los asientos de atrás como protesta, Ciro no puede salir. Forcejea contra los vidrios blindados, trata de romper las manijas de las puertas o el piso con una herramienta cortante que estaba allí pero todo resulta imposible. El montaje del inicio surte efecto hasta volverse una trampa mortal ¿Qué prisión es más terrible? ¿El miedo a circular por la calle o ese micromundo de acero insonorizado? La contraposición de ambos mundos es un juego permanente de Mariano Cohn en el que, por ejemplo, una pequeña rajadura puede ser una esperanza o algo insignificante. Ese contraste permite el despliegue y la articulación temática entre la justicia por mano propia, la violencia, el malestar social, el papel de la policía, la falta de compromiso, la supervivencia, ciertos conceptos instalados en la cultura, las cárceles personales, el rol de los medios de comunicación, entre otras. Todos ellos llevados al extremo no sólo para ahondar en los instintos más salvajes o valiéndose del humor negro, sino con la intención de despertar reflexiones o sentimientos en el público. Tal vez, la escena del delincuente que quiere robar la misma 4×4 sea la más significativa. El joven bastante desgastado por las horas de encierro ve de primera mano a otro que busca abrir la puerta por la fuerza pero los vecinos lo detienen, lo linchan y llaman a la policía. Ciro, como los que están fuera de la pantalla, se vuelve espectador de lo que podría haberle pasado a él y probablemente se sienta identificado ¿Cómo reaccionaría cada uno en esa situación? ¿Cuál es el límite entre la moral y los golpes? ¿Lo hay? Bajo esa misma pregunta se sostiene el vínculo entre Ciro y Enrique, dos hombres fuera del sistema por cuestiones diferentes y que comparten el cambio anímico desde la seguridad hasta el dilema personal. Mientras que el primero promete que no lo volverá a hacer, está herido, sin comida, agua y batería, el segundo actúa cansado de los 28 robos que debió afrontar con su familia. Una suerte de escarmiento que inicia con el control del vehículo desde el celular, llamados para contarle sobre su historia, el racconto de asaltos o preguntas disparadoras con alguna recompensa y que roza con el cinismo a medida que transcurre el tiempo. Ya se lo adelanta cuando le responde que es un elegido ya que ambos están condenados y las palabras terminan de afirmarse después de soportar la calefacción con el cuerpo desnudo (salvo por los calzoncillos blancos), sudado, con restos de sangre y los brazos abiertos imitando a Jesús en la cruz. Una imagen que condensa las trasformaciones constantes del director entre mártir y victimario. Otro aspecto que subraya 4×4 es la necesidad de una toma de consciencia. Inquieto por la soledad y los errores recurrentes, el protagonista habla con un grillo, compañero de cárcel, como si se tratara de la voz de su consciencia o de un Pepe grillo local. Cada vez que el insecto aparece, le revela algo íntimo como el aborrecimiento de las leyes hechas por y para ricos, el traspaso hereditario (abuelo- padre- él) de la condición de delincuente, los insultos hacia un vagabundo o un tema de biología de 3º año que aún debe, en la que ciertos organismos existen para comer la basura de otros y equilibrar el sistema. Si bien piensa en matarlo o comerlo, cede ante los instintos convirtiéndolo en el único nexo con su parte humana e, incluso, le otorga la libertad, como si con ello una parte suya encontrara deshago. Si bien Cohn maneja cierto ritmo entre el exterior y el aislamiento, el final es todo lo contrario porque rompe con el binomio para plantear uno nuevo que carece de solidez, se torna forzado y, en cierta forma, atenta con todo lo que desarrolló anteriormente. Frente a las intenciones de debate social a partir de situaciones, sentimientos y actitudes, la película termina por resaltar el juicio de valor, la repercusión mediática o una voz popular inconsistente y enojada como los grandes patrones del relato. Entonces, aquellos matices ideológicos o con humor negro personales que emergían por momentos (el afiche de una segunda parte de El hombre de al lado con el regreso del vecino refuerza el guiño) adquieren una fuerza superior abrumando la diversidad de puntos de vista por uno exclusivo. Así como el montaje del comienzo se torna en una trampa mortal, el desenlace queda atrapado, con la consciencia devorada y pocas posibilidades de cuestionamiento. Por Brenda Caletti @117Brenn
MEMORIA SELECTIVA La lente se detiene en los nombres, cruces de bronce, arreglos florales, lápidas de mármol y estatuas del cementerio que contrastan con el día tormentoso. Con igual mesura acompaña los pasos parsimoniosos del cortejo liderado por el vehículo, en cuya placa se lee Q.E.P.D Cristina Vera, hasta el foso donde se colocará el ataúd. Entre los quejidos del marido por la lluvia como rasgo central de los funerales así como también de la autenticidad de lo ocurrido, un viento enérgico hace volar los paraguas de la gente y uno de ellos, con diseño de flores coloridas, queda alejado en medio de la naturaleza durante unos segundos. Entonces, la pantalla se funde a negro. Si bien al comienzo dicho gesto resulta ligero, introduce dos cuestiones clave del marco narrativo: por un lado el desconocimiento de Bernardo acerca de los más íntimos pensamientos, deseos y sensaciones de la esposa; por otro, el empleo de matices sobrenaturales, místicos o del orden de lo inexplicable para conducir esa suerte de viaje iniciático hacia España para cumplir con la última voluntad de la mujer. Un combo que pretende bucear en los márgenes de ambos universos para amalgamar lo espiritual con el presente pero que termina por mezclar demasiados elementos inconexos, forzados y poco atractivos en un pastiche superficial, apático y arbitrario. El protagonista se caracteriza por la rigidez, lo estático y la negativa, insistiendo en enterrarla en lugar de cumplir su deseo de ser cremada y esparcir sus cenizas en el viejo continente. El director español Santiago Amodeo dispone una serie de eventos fortuitos que lo conducen a cambiar de opinión. El primero es el paraguas; los restantes suceden dentro de la casa como el marco de la venta de la puerta que se cae, el supuesto sonido escaleras abajo, el vestido blanco con el prendedor de corazón alado y luz (que aparece una segunda vez solo tirado en el piso), la profanación de la tumba y el cadáver sentado con el cigarrillo en la boca. Al mismo tiempo, Bernardo no deja de jactarse de que sólo él conoce realmente a Cristina y puede decidir sobre ella. Así se lo hace entender a la hija de ambos, a la hermana de la difunta que le entrega una caja con correspondencia cansada de su actitud, a Abi que lo ayuda a encontrar Las Marinas y a la joven Amalia que se encarga de ingresarlos al lugar, entre otros personajes. La reiteración de esta postura esquemática choca contra los tintes paranormales del inicio volviéndolos caprichosos e innecesarios, mientras que el descreimiento del pasado de la fallecida vuelve chato cualquier intento de duda o inestabilidad en él porque, simplemente, desecha todas las conjeturas o datos que escapen a su punto de vista. Por otro lado, la película se construye a través de cuatro capítulos que intentan establecer ritmos de quiebre y crescendo con cada final como el viaje hacia Costa del Sol o el encuentro con Simón. Sin embargo, todos parecen autónomos conectados de manera débil por la necesidad de tirar los restos. Los personajes oscilan entre el humor negro, lo absurdo, la comedia y hasta lo grotesco pero sin articularse de manera natural y espontánea. Incluso, ninguno termina por abordarse en profundidad y se convierten en una sucesión de roles secundarios que deben acompañar a Bernardo siempre y cuando le sean funcionales y se contengan. Ni Cristina escapa a semejante condena: ella es alegre en su recuerdo con aquellas sobreimpresiones o transparencias delicadas e interesantes en las habitaciones del hogar, jugando con la hija o mirándolo; mientras que puertas afuera es alguien desdibujada, infeliz o limitada. El sacerdote la define como alguien que siempre estuvo en segundo plano, al servicio de los demás, en las cartas se la percibe insatisfecha y hacia el final se la menciona vinculada con una fantasía esporádica que suena artificial. Lo que queda claro es que el foco siempre está puesto en Bernardo, como evidencia el título Yo, mi mujer y mi mujer muerta y los demás personajes agolpados escalones más abajo sin aprovechar el colorido de las personalidades y de la revelación de ese pasado oculto. A final de cuentas, todas las invitaciones para correrse del lugar cómodo, riguroso y permanente fallan en un vano intento de reivindicación en ese recuerdo dulce, amoroso y servicial. Por Brenda Caletti @117Brenn
AGITAR LO INMUTABLE A Leo se lo ve sofocado, arrinconado entre los azulejos blancos del baño de la facultad en la que da Literatura y uno de los bordes con cocaína de la tarjeta SUBE. Duda, mira para ambos lados hasta que la pantalla se funde a negro, aparece el título del filme y, de fondo, se escucha la aspiración. Luego, toma un poco de agua de la canilla, borra todo posible rastro nasal y se toca el pelo, su gesto característico. La cámara acompaña el agobio situándose sobre la nuca, de espaldas o mediante el uso de planos cerrados que realzan el halo autodestructivo que lo sigue de cerca por los pasillos, en la calle, en los espacios que habita y a través de actitudes que profundizan esa crisis interna. Esto se sostiene gracias a una construcción minuciosa de las huellas del pasado estático e inmutable del protagonista de Con este miedo al futuro como las escasas búsquedas de departamento para mudarse, el ambiente tenso en la convivencia con la ex –él durmiendo en el sillón o cada uno saliendo de noche por separado, por ejemplo–, el trato amistoso con la dealer, la “falta de inspiración” para escribir durante cinco años, las críticas hacia los alumnos en clase, las protestas de los colegas por el olor a cigarrillo en el aula o el uso diario de una campera. Un cóctel que alcanza distintos clímax sobre todo por las noches cuando fuma en el balcón, en la doble cita arreglada por la esposa de su mejor amigo, en los golpes de los patovicas o en un sexo anal urgente, frio, casi mecanizado e insatisfactorio para ambos. Además, Ignacio Sesma cuela detalles, actitudes y objetos para articular las marcas temporales porque todas son funcionales entre sí. Un presente encarnado en la personalidad espontánea, directa y descontractura de Jazmín, quien puede sonreírle como reflectando cierta luz, opinar sobre sus clases u ofrecerle su ayuda porque no tiene un mejor plan. Ella se convierte en una bocanada de aire fresco frente a lo invariable y a la falta de motivación, como el discurso –un tanto hipócrita– en el cual Leo busca movilizar a los estudiantes para hacer algo antes de que mueran y no permanezcan alienados. El reloj de pulsera también refuerza el ahora ya sea sobre la mesa de luz, entre sus manos o en la única escena donde se lo pone a la vista de los espectadores, como una manera de figurar ese transito cotidiano a veces tan efímero y poco disfrutado. El futuro se manifiesta hacia el final con el ordenamiento de cosas en el monoambiente, el objeto que lo perturba como nexo directo con esa angustia constante, la posibilidad de conseguir las horas de Literatura Latinoamericana –lo que más le gusta– en la universidad o las lecturas tanto del texto de Jazmín o de un fragmento de Jorge Luis Borges. Entonces, la suspensión en la que se encontraba Leo empieza a resquebrajarse para producir una toma de consciencia. ¿Es eso lo que quiere para sí mismo? ¿La falta de inspiración se convirtió en la nueva excusa para falta de tiempo? ¿Vale la pena el sexo apático? ¿En qué momento vivir de prestado se transformó en una regla en lugar de una opción de emergencia? Como si se tratara de una tregua, algunos de los planos y tomas del final son un poco más abiertos y claros, una oportunidad para recomponer los tres momentos temporales, aprender a lidiar con los demonios internos y proyectar hacia nuevos horizontes en búsqueda de las ganas de escribir y la motivación así como también para perder el miedo a la incertidumbre, al pasado, al riesgo y a la descreencia en uno mismo. Jazmín lo interpela con el trabajo práctico, donde la lectura de uno y otro se amalgama volviéndolos lo mismo. Porque su escritura despierta el interés aquietado en el interior del hombre y empieza a disolver la pesadez de un pasado eterno para empezar a prestarle atención a los instantes, a los matices del aquí y ahora: “Si hablamos de éxito, nos referimos al fracaso como la contraforma del podio y no como lo que realmente es: un peldaño roto entre otros tantos inmaculados. Cuando pensamos en el futuro nos remitimos al pasado tirando anclas en la gelatina que tenemos por presente hasta que la marea crece y el viento se hace insoportable. Amamos incondicionalmente y nos refugiamos en el infinito y, sin embargo, el tiempo se apodera de nosotros dejando sólo el rastro impregnado en la retina. Creemos ver con claridad cuando es el exceso de luz lo que está alimentando nuestro punto muerto. Ya resulta imposible navegar si es que el faro se ha quedado ciego y, desde entonces, nos tornamos retorcidamente simples y convencidos de que al tiempo se le dará por dejarnos beber su sangre devolviéndonos así el trozo de alma que nos ha arrancado. Pero ahora sólo este momento y nada más”. Por Brenda Caletti @117Brenn
RESISTENCIA HEREDITARIA Una mixtura entre destino fatídico y círculo invariable. La selección de ciertas características de la tragedia griega que se ponen en contacto con una cena familiar, el esfuerzo del trabajo en el campo, emprendimientos laborales exitosos o fallidos y hasta con la burocracia argentina. Esos son los ejes narrativos que utiliza Miguel Cohan para construir retratos domésticos plagados de omisiones, secretos y fatalidades con relecturas tanto del héroe valeroso que conoce sus desventuras y, aún así, continúa el camino como de quienes buscan evitar tales profecías. Porque, en este caso, no hay personajes buenos ni malos, sino mortales silenciosos, solitarios, culposos, desconfiados que viven de forma automatizada y aplacando cualquier sentimiento profundo. Lo más interesante de la película es que no se emiten juicios de valor acerca de los personajes, sino que son los espectadores quienes sacan sus propias conclusiones a partir de las gesticulaciones, los movimientos corporales, los detalles como la marca en una mesa, un fragmento de vidrio o la llave de la caja de seguridad y las sospechas e incertidumbres que teje cada uno, tras la muerte de Adriana (mujer de Elías y madre de Clara) en circunstancias extrañas. Todo esto sostenido primero por el punto de vista de Santiago (esposo de Clara) y, luego, por el suegro, es decir, una doble puesta en escena desde la mirada de cada uno pero también con situaciones y pensamientos singulares de cada uno de los hombres. Por el contrario, el director prioriza tanto los conectores de los lazos sanguíneos y de las provindencias sombrías que se vuelven excesivos, le quitan fluidez al relato y desdibujan los entramados psicológicos, las conjeturas, la perplejidad, la desesperación o la falta de control. Hay tres recursos que subraya con mayor intensidad. El primero tiene que ver con la reincidencia de dos patrones de fallecimiento, uno por torpeza, como si fuera un descuido o un mal movimiento. Al comienzo, Simón, padre de Elías, recibe una descarga de electricidad. Aturdido, llama a su hijo pidiéndole ayuda pero lo confunde con el hermano muerto y corta. En dicho estado sube la escalera del molino y, a mitad de camino, cae espaldas. El otro, basado en luchas individuales de culpa y castigo, como si durante la extinción del aire terminara por fin la batalla entre esos sentimientos y triunfara la condena o cierta idea de justicia poética. El segundo se evidencia en el degradé de colores de la vestimenta de los tres personajes principales en armonía con situaciones decisivas que cada uno afronta. Santiago lleva puesta una camisa azul oscura, una campera gris con costuras, detalles y matices azules y un sobretodo que completa ese pasaje. Clara tiene una remera camel oscura, un sweater con cuello volcados un poco más claro y un tapado un tono menor, mientras que su padre viste una camisa té con leche y un pullover con cierre en la misma gama de color. En los últimos minutos de La misma sangre una aparición de Jonás, hijo de ellos y nieto de Elías, confirma el mantenimiento de los presagios cuando traiga una bufanda y campera grises. Por último, la manera en la que está filmada la ceremonia judía durante el entierro con el ataúd cubierto por la bandera, las manos de la gente sobre éste, los cortes en los interiores de los abrigos y la frases que los familiares deben repetir. El detenimiento de la cámara en Clara o su hermana venida del exterior o que cierto hombre se niegue a levantar el féretro, por ejemplo, señalan el círculo infinito de maldiciones. Un designio inquebrantable hasta que las capas y movimientos maquinales se desarticulen y los silencios den espacio a las palabras y a los sentimientos reprimidos por generaciones. Por Brenda Caletti @117Brenn