Cómo desaprovechar una idea fantástica En tus zapatos, la nueva película de Thomas McCarthy protagonizada por Adam Sandler, tiene buenos momentos pero desaprovecha una idea fantástica. Son cada vez menos las películas que pueden ser calificadas de mágicas. Tal vez por ese motivo, cuando aparece una, esa cualidad se impone sobre la cantidad de buenas intenciones que son el peaje moral que paga la imaginación en un mundo ideologizado hasta la idiotez. De todos modos, con un poco de voluntad, puede suponerse que las buenas causas sociales son un derivado políticamente correcto de la idea de justicia universal. Y si en algo suelen sostenerse los cuentos judíos, como En tus zapatos, uno de los estrenos de esta semana, es en el principio de que hay un orden misterioso detrás del caos de la vida cotidiana. Max Simkim es un zapatero que cree que ha malogrado su vida dedicándose al mismo oficio que su padre y sus abuelos. Si bien es una buena persona, que vive con su madre anciana y no le hace mal a nadie, parece estar entregado a la inercia de ser un amargado hasta el final de sus días. La invitación de una activista a asistir a las reuniones del comité en defensa del barrio no lo entusiasman demasiado y tampoco soporta al barbero del local vecino que le da consejos todo el tiempo. En ese escenario, irrumpe la magia. Por causalidad, un día en que debe recurrir a una vieja máquina de coser que conserva en el sótano, Simkin descubre que si se prueba los zapatos de sus clientes puede transformarse en ellos. Lo que empieza siendo una diversión un tanto errática termina convirtiéndose en una verdadera aventura; aunque son muy pocos los momentos en que el director Thomas McCarthy es digno de la mágnífica idea que se la ha ocurrido y tiende a sumergir a su personaje en situaciones inconducentes e incongruentes. Degrada el enredo cómico a mera complicación. Hay varias escenas que sólo sirven para alargar la película y varias otras en las que la narración parece cruzarse de brazos a la espera de que el propio espectador decida si se trata de un momento de comedia o de drama. Adam Sandler colabora con la confusión, porque nunca termina de convencerse de cuál es la historia que debe contar con su cara y con sus gestos. Sin embargo, todos esos defectos son salvados por el sentido más desarrollado de McCarthy, el de la magia, no entendida como el arte del ilusionismo, sino como un componente esencial del universo. Cuando apuesta por la fantasía, por la ficción pura, desligada de toda responsabilidad social y de toda seriedad adulta, En tus zapatos expone algunos fragmentos de la gran película que pudo ser.
Sean Penn, no apto para la acción. Hay algo que no funciona desde el principio en Gunman: el objetivo y que podría definirse como una nota falsa a partir de la cual todo empieza a desafinar. Parece increíble que una película que cuenta en su elenco a Sean Penn y a Javier Bardem y al habílisimo Pierre Morel (Búsqueda implacable) como director sea tan malograda. Pero en el cine abundan esta clase de decepciones. Mucho del argumento de Gunman, tal vez demasiado, recuerda a la saga de Bourne, aunque en este caso no están implicados los servicios secretos de las grandes potencias sino multinacionales mineras con intereses en el Congo. Terrier (Penn) es un francotirador que trabaja como custodio de miembros de organizaciones no gubernamentales humanitarias que ayudan a las víctimas de las guerras civiles y la desnutrición en ese país africano. Pero en realidad el trabajo es una fachada que oculta algo más siniestro y que deriva en un magnicidio. Después de cometer ese asesinato, Terrier debe huir del continente y dejar al cuidado de un amigo (Bardem) a la médica (Jasmine Trinca) de la que está enamorado. Los elementos clásicos del cine de acción está todos dispuestos sobre la bandeja y por si faltara algo se le añade el triángulo amoroso y la corrección ideológica. Sin embargo, más allá de ciertas torpezas imperdonables de la narración, lo que asombra es la desidia con la que Bardem asume su personaje, una rara mezcla de sobreactuación e histeria que vuelve poco veraces todas las escenas en las que participa. Tampoco Sean Penn resulta dúctil como actor de acción. La tristeza eterna de su cara contradice a sus músculos y se hace difícil adecuar la figura de un mercenario a la de un rufián melacólico, por más que esté enamorado de una mujer hermosa y arrepentido de todos sus pecados.
Para morirse de nuevo: pulgares abajo para "Resucitados" La película Resucitados comienza como un prolijo ensayo de ficción científica pero descarrila cuando abandona la sutileza para entregarse al sobresalto. No faltan ejemplos de buenas historias que se malogran precisamente en ese punto de la narración en que el suspenso debe dar paso al terror. Pero pese a la abundancia de antecedentes, el caso de Resucitados no deja de ser curioso. Es que el contraste entre el planteo y la resolución es tan brutal que parecen dos partes de distintas películas encajadas a la fuerza en una sola. En la primera mitad, se trata de un prolijo ensayo de ficción científica. Un grupo de investigadores, que trabaja en una universidad y es financiado por un laboratorio privado, está experimentando con la posibilidad de devolverles la vida a animales muertos. Una pareja de científicos conduce la investigación: Zoe (encarnada por Olivia Wilde, en cuya cara ya se ven los rasgos de las brujas que interpretará en el futuro) y Frank (compuesto por el siempre creíble Mark Duplass). Se aman, pero también son conscientes de que el ambicioso proyecto se interpuso entre ellos y su destino conyugal. Los acompañan un experto en informática, enamorado de Zoe, otro científico más joven y una estudiante encargada de grabar en video las sesiones. Si bien son personajes apenas esbozados, todos resultan necesarios y contribuyen a la atmósfera de aventura en los límites del saber y del poder que anima al experimento. En esa más de media hora inicial, Resucitados es un ejemplo de narración tensa y sutil. Los problemas teóricos y técnicos relativos a la investigación se funden perfectamente con cuestiones psicológicas, metafísicas y religiosas, que son formuladas con la máxima delicadeza que puede concederse el cine industrial. Las preguntas que se imponen son: ¿es ético devolverle la vida a un animal? ¿Es el mismo cerdo o el mismo perro el que resucita? ¿Hay algo más allá de la vida? ¿Se atraviesa un umbral en el momento de la muerte? ¿Existe el alma o son sólo impulsos eléctricos? La respuesta vendrá en la segunda parte, cuando los extraños síntomas del perro resucitado se conviertan en el preludio de una resurrección mucho más significativa. Ahí, justo ahí, Resucitados renuncia a su coherencia interna y recurre a la lógica más bastardeada del terror. Pasa de la sutileza al sobresalto sin solución de continuidad. Pero con el susto forzado sucede lo mismo que con el chiste forzado. No existe la dosis apropiada. Y menos cuando esa dosis está compuesta por elementos tan obvios que un espectador más o menos adicto al género (y estas películas está hechas para esa clase de espectadores) puede adivinar todo lo que va a suceder sin un mínimo esfuerzo mental.
Alma de robot El conflicto entre los hombres y los robots ha dado las mejores películas de ciencia ficción de la historia. En la más breve de las listas no deberían faltar Metropolis, Blade Runner, Robocop y Terminator. Autómata está lejos de partenecer a esa nómina, aunque en sus buenos momentos genera una atmósfera opresiva que vuelve abrumadoramente real el mudo postapocalíptico que presentan sus imágenes. Estamos en el año 2044, el sol ha quemado al planeta y sólo quedan 21 millones de habitantes, la mayoría de los cuales viven en condiciones deplorables. Pero el problema que se le presenta al verificador de seguros Jacq Vaucan (Antonio Banderas) puede ser mucho más grave, pues uno de los robots infringió el segundo protocolo, el que impide que se alteren a sí mismos. La historia es una síntesis (fallida y lograda a la vez) de Yo Robot y Blade Runner. Es decir, combina el cientificismo ingenuo de Isaac Asimov con la paranoia totalitaria de Philip Dick. Mientras todo se mantiene en suspenso y asistimos a las peripecias burocráticas y existenciales de Vaucan -quien está a punto de ser padre y quiere irse a vivir frente al mar-, la película parece atravesar un estado de gracia melancólica, una belleza de fin de mundo que recuerda las novelas de J.G. Ballard. Y si bien esa atmósfera persiste hasta el final, hay un punto en que el argumento empieza a fallar y se vuelve una especie de melodrama futurista, con maleantes extraídos del cine clase B y acciones precipitadas y previsibles, como si de repente la propia película dejara de ser humana y se volviera autómata.
Entre la guerra y la política. Selma muestra en clave épica un episodio de la lucha de Martin Luther King por la igualdad de los derechos civiles. La emoción más genuina que transmite Selma es la que provoca toda gesta cuando se ha liberado de la historia y se ha convertido en leyenda. Los hechos que narra ya cumplieron o están a punto de cumplir 50 años, tiempo suficiente como para que se produzca este tipo de transfiguraciones. El relato se enfoca en un momento crucial de la lucha por los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos: la organización de la marcha entre las ciudades de Selma y Montgomery, en el Estado de Alabama, en reclamo por el derecho a votar, ya concedido por ley pero negado por la burocracia electoral sureña. El personaje principal es Martin Luther King, predicador de la no violencia, premio Nobel de la Paz y uno de los máximos próceres de Norteamérica. Pero uno de los méritos de la película es su ambición de mostrar la lucha colectiva, y no centrarse exclusivamente en el famoso líder. Hay que decir además que la reconstrucción histórica es bastante fiel a la época, no sólo en términos de escenografía y vestuario sino también en el retrato de los intereses en juego durante la década de 1960, con la parte que les corresponde al espionaje interno del FBI y al suprematismo racial blanco. Tanto las pugnas metodológicas e ideológicas en el seno de la dirigencia negra como las negociaciones entre King y el presidente Lyndon Johnson son traducidos a un lenguaje dramático creíble y convincente. Claro que un producto concebido bajo los cánones de Hollywood difícilmente pueda prescindir de sus momentos hollywoodenses. En ese sentido, las escenas de enfrentamiento entre los manifestantes y la policía son narradas en cámara lenta y música solemne, con ese tono épico que pretende enfatizar el sentimiento de identificación con las víctimas y lo único que logra es volver empalagosamente estéticos el dolor y la desesperación. Las imágenes documentales intercaladas sólo parecen tener una función pedagógica, no vaya a ser que algún desorientado crea que todo es ficción, lo que no deja de ser una prueba más de la inconsistencia del énfasis épico en este caso. De todos modos, resulta evidente que el sentido de Selma es un homenaje a la práctica de la no violencia como estrategia de lucha reivindicatoria, lo cual no deja de ser una apuesta fuerte en un país dominado por la razón bélica. Invirtiendo la fórmula de Carl von Clausewitz, hay quienes sostienen que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Sin embargo, King –como Ghandi antes que él– fueron el testimonio vivo de que esa es sólo media verdad (sin dudas más interesada y tal vez más interesante que la paz) y de que la otra media verdad es un Estado, siempre futuro, donde la Justicia no necesitaría vendarse los ojos.
El diablo en la mente. Lo mejor que tiene Invocando al demonio podría haberse resumido en un monólogo teatral de unos 30 minutos: un hombre que lucha por sacarse al diablo de la mente y del cuerpo. Una especie de auto exorcismo en primer plano que incluso hubiera merecido un intérprete menos previsible que Shane Johnson en el papel de Michael King. Todo lo que rodea a ese núcleo dramático es de bajo presupuesto y de dudosa calidad. La excusa para recurrir a la cámara en mano consiste en que King, un ateo empedernido, pretende hacer un documental para demostrar que los adivinos, espiritistas, exorcistas y demás personajes que lucran con lo sobrenatural son unos estafadores. Tiene un motivo poderoso: su esposa murió luego de consultar a una tarotista que le pronosticó un futuro brillante como actriz y por eso descartó un viaje que iba a ser junto a su marido y su hijita. Esa fatal equivocación del destino moviliza a King en su cruzada contra el mundo esotérico. Nietzsche decía que el peligro de mirar tanto tiempo al abismo es que el abismo entre por los ojos. Es exactamente lo que le ocurre al protagonista. Desde el momento de la posesión hasta el final, todo se reduce a esa lucha interior con un enemigo extraño. Lamentablemente, David Jung (director y guionista) parece conformarse con una sola idea interesante -la del auto exorcismo– y deja lo demás librado a la inercia del género, con imágenes subalimentadas por falta de fondos y escenas que se alargan inecesariamente hasta quedar exangües.
Lo contrario de un fenómeno. El cine, que mejora todo, ha mejorado también la historia de amor entre Stephen Hawking y Jane Wilde. Basta con comparar las fotografías de las personas reales con las de los actores caracterizados para suscribir a esta suposición. Al menos Jane debe sentirse más que agradecida de pasar al limbo cinematográfico en el cuerpo de Felicity Jones. Claro que una cosa es mejorar la realidad y otra muy distinta tratar de quedar bien con cada uno de los implicados en la vida de los protagonistas, como parece ser la intención de La teoría del todo (un título que merecería una película más ambiciosa). Esos buenos modales narrativos, tan británicos, desactivan cada conflicto latente de esta pareja compuesta por un genio afectado por una progresiva degeneración muscular y una mujer inteligente y dispuesta a sacrificarse por el hombre que ama. Es cierto: no se esconden los problemas conyugales, familiares y sociales, pero se los muestra de un modo tan reticente y oblicuo que nunca alcanzan el volumen dramático suficiente. A favor hay que decir que esta biografía matrimonial está contada desde un punto de vista ambiguo o ambivalente. Si bien es la versión de Jane (se basa en su libro de memorias Hacia el infinito Mi vida con Stephen Hawking), más de una vez el mundo es mostrado a través de los ojos miopes del propio Stephen. Esa mirada es lo más interesante de la narración de James Marsh (autor de un documental memorable sobre el equilibrista francés Philippe Petit). Interesante porque tiene la propiedad de exponer un dogma básico del cine, el cual supone que existe una conexión directa entre imágenes concretas y pensamientos abstractos. Hay que agradecer que la ya refutada teoría de la asociación de ideas del empirismo siga vigente en las ficciones cinematográficas, porque de lo contrario no podríamos ver, por ejemplo, cómo de un pocillo de café surge una ecuación acerca del origen del tiempo o de la visión del fuego a través de un pulóver la noción de que cierta radiación tiene la propiedad de escapar de la fuerza gravitatoria de un agujero negro. No hace falta decir que Hawking encarna dos figuras de la imaginación popular cuyo poder de atracción precede a Hollywood en por lo menos un siglo: el genio científico romántico y el fenómeno de feria. Sin embargo, la actuación de Eddie Redmayne, precisa hasta en los parpadeos, desvía la atención morbosa y la transfigura en la evidencia de que una persona no es ni su cuerpo ni su inteligencia sino su sensibilidad.
Que la persecución no termine nunca. Más que director y productor, Luc Besson es una especie de gerente general de franquicias cinamatográficas lucrativas. La industria le debe una larga lista de éxitos contagiosos, como Nikita, Taxi, El transportador y Búsqueda implacable. Su concepción del negocio consiste en extraer la máxima ganancia posible de un producto y su imaginación parece programada y configurada para la invención serial. No hace falta decir que la serialidad es lo contrario de la originalidad. Sin embargo, como se sabe desde la época de las novelas por entregas, para que una fórmula funcione es necesario equilibrar la ecuación entre repetición y variación. Siempre hay alguien dispuesto a vender la misma historia, pero no siempre hay alguien dispuesto a comprarla una y otra vez. Besson es un genio para apreciar la potencialidad de un personaje y un contexto básicos. En el caso de Búsqueda implacable, cuya tercera parte, dirigida por Olivier Megatón, se estrenó esta semana, los factores que transforman una idea simple en un máquina de hacer millones son el magnetismo de Liam Neeson (tal vez el más creíble y el menos irónico de los actores de acción) y la rara combinación, inherente a su personaje de Bryan Mills, entre su identidad secreta de exagente especial y su identidad cotidiana de padre afectuoso y sentimental. En las tres entregas, en el fondo sucede lo mismo: la parte vulnerable de su vida entra en tensión con la parte invulnerable. Y el resultado tiene la forma de un estallido. Peleas, tiroteos y, la gran especialidad de la factoría Besson, persecuciones. Esta vez, no se trata de una intrincada capital europea, como París o Estambul, sino de la híper automovilística Los Ángeles, cuyas calles y autopistas son un escenario ideal para destrozar vehículos lanzados a toda velocidad. De hecho, la persecución es el esquema narrativo básico de Búsqueda implacable, la estructura del juego del gato y el ratón, la incesante pelea entre Tom y Jerry, aunque con varios millones de dólares más en los rubros escenografía y efectos especiales. ¿Se la puede definir, entonces, como un dibujo animado para adultos? Sí, pero también es algo más. Y ese algo tiene que ver con la contrafigura de Neeson en esta tercera entrega. Nada menos que Forrest Whitaker, ese enorme actor al que todas las películas desde Bird le han quedado estrechas. Sus 150 kilos de talento están al servicio de la composición de un detective respetable, diferente a esa caracterización sumaria de los policías que en las películas bressonianas suelen ser presentados como variantes humanas de simios (tal vez el único rasgo francés de sus productos "americanos"). Si bien la confrontación entre ambos personajes no llega ni siquiera al grado de competencia intelectual –pues no hay tiempo para esas sutilezas–, tiene la virtud de tejer una trama psicológica paralela a la de la acción brutal y continua que la historia propone desde el principio. Ese elemento de honorabilidad o caballerosidad, ausente en las dos películas anteriores, vuelve menos tenebroso el mundo donde se mueve Bryan Mills y hace que su violencia ficticia no pueda verse como una justificación de ninguna violencia real.
La dama de negro 2 se afirma en el género de terror con el fantasma femenino que busca venganza. Si bien ya no transcurre a principios del siglo 20 sino durante la Segunda Guerra Mundial y cambiaron todos sus protagonistas, La Dama de negro 2 sigue siendo un típico producto del terror británico: gótico, oscuro y centrado en una fantasma vengativo. La legendaria productora Hammer, que resucitó con la primera parte protagonizada por el ex-Harry Potter Daniel Radcliffe, no dejó pasar la oportunidad y lanzó una especie de copia autorizada: distintos protagonistas pero la misma mansión tenebrosa y el mismo fantasma femenino. Y, sobre todo, la misma clase de atmósfera de misterio esporádicamente alterada por una aparición fugaz. El argumento ya no se sostiene en una sólida novela de Susan Hill, pero los guionistas se las ingeniaron para presentar un conflicto aún más poderoso y creíble que el de la primera película. No será un abogado melancólico el que se enfrente al horror sino una joven maestra (Phoebe Fox) marcada por un episodio traumático de su vida. Ella y una mujer madura están a cargo del cuidado y la educación de un grupo de chicos y chicas que son trasladados al norte de Inglaterra para protegerlos de los peligros de la guerra. En el contigente va un niño huérfano (Oaklee Pendergast) que se ha quedado mudo desde la muerte de sus padres y que será el punto de contacto entre el mundo real y el mundo sobrenatural. Sin dudas, la máxima fuerza de sugestión de las dos entregas de La dama de negro (todo indica que va a convertirse en una saga) es precisamente el fantasma femenino que le da nombre a los dos películas: una mujer que se ahorcó luego de ver que su hijito se ahogaba en el pantano y cuya venganza consiste en forzar a sus víctimas a que padezcan el mismo dolor. Aun cuando no esté explotada en toda su magnitud, se trata de una idea romántica y terrible. La angustia por la pérdida de un hijo transfigurada en la voluntad de eterna revancha contra una injusticia cósmica. El origen de mal sería una pena irreversible e irredimible. Casi una nueva versión del infierno sin cielo ni purgatorio. Esa idea, que proviene de la mente de la escritora Susan Hill, tiene un potencial enorme y, más allá de que en este caso el resultado es un producto previsible, tal vez justifique la expectativa de cara a las próximas entregas.
Con las mejores intenciones Una película que tiene buenas intenciones no parece destinada a la valoración estética sino sólo a la ética. Sería injusto criticar a alguien que ayuda al prójimo, aun cuando la solidaridad no sea la mejor solución a los problemas del mundo. Una buena mentira se asemeja a esas personas virtuosas ante las que uno se siente un canalla si comenta que están mal vestidas. La historia se basa en las experiencias de un grupo de niños sudaneses que padecieron la masacre de sus aldeas y sus familias, vivieron más de una década en un campamento de refugiados en Kenia y terminaron exiliados en los Estados Unidos. Es una típica historia de superación de dificultades y de adaptación a un mundo extraño, que por momentos tiene la gentileza de rozar el drama o la comedia, pero que se queda siempre del lado del sentimentalismo semidocumental. Lo peor que le puede pasar a una ficción, por muy reales que sean los hechos que narra, es confiar en que será suficiente atenerse a la realidad para sostenerse como relato. Asombra la falta de pericia del director Philippe Falardeau (Profesor Lazhar) para organizar en términos visuales y narrativos una historia riquísima. Si no fuera por el maravilloso elenco, Una buena mentira sería un título perfectamente irónico. Una buena mentira Drama Regular Director: Philippe Falardeau. Elenco: Reese Whiterspoon, Arnold Oceng, Ger Duany. Fotografía: Ronald Plante. Música: Martin Leon. Duración: 110 minutos. Apta para mayores de 13 años. Sexo: nula. Complejidad: nula. Violencia: media.