El filme gira en torno a cinco amigos que, tras la muerte de una adolescente, descargan una aplicación que los conecta con sus peores miedos. Precedida por comentarios nada elogiosos, Aplicación siniestra llega a las pantallas locales como esas monedas que se tiran al aire con la esperanza de que caigan del mejor lado y se multipliquen por el simple milagro de pertenecer al género del terror. El fusilamiento crítico previo sólo tiene una virtud: bajar las expectativas a un nivel inferior al cero y hacer que cualquier cualidad, por mínima que sea, tenga un efecto de resaltado flúo. En el caso de esta película, la cualidad fundamental y exclusiva es el argumento: tras la muerte de una adolescente, cinco amigos de ella (su novio, su mejor amiga y otros compañeros del grupo) descargan en sus teléfonos celulares una extraña aplicación que tiene el poder de activar sus miedos infantiles más acendrados. La idea de que hay una conexión directa entre la tecnología y los fenómenos paranormales viene siendo explotada por el cine de terror casi desde sus orígenes (con el maravilloso precedente de la literatura victoriana), aunque hubo que esperar hasta la inquietante Personal Shopper para que esa conexión fuera enunciada de modo explícito. Al igual que esa obra de Olivier Assayas, Aplicación siniestra también se vale de teléfono celular no como mero dispositivo de video (como sucede en Actividad paranormal 4, por ejemplo) sino como un aparato mucho más complejo, con el que es posible establecer múltiples interacciones. El problema es que la frazada de ese argumento interesante y de esa metafísica involuntaria no alcanza para tapar los defectos más obvios de la película de los hermanos Vang: tienen graves problemas de puesta en escena, de movimientos de cámara, de dirección de actores y de efectos especiales. Así, por momentos, lo siniestro se degrada en patético, y el desarrollo de la trama se transforma en una mera sucesión de sustos que nunca alcanza la dimensión de auténtico miedo.
Mucho en el batido Seis guionistas trabajaron en esta versión de la momia que interpreta la hermosa actgriz argelina Sofía Boutella y que mantiene bastante alta la vara de la acción. Las mezclas pueden salir bien, mal o regular. Esta nueva versión de La Momia es un obvio ejemplar de la tercera clase. El batido de mitología egipcia, historia de las cruzadas, literatura victoriana, homenaje a Indiana Jones y guerra de Medio Oriente logra lo que se propone: dejar en la boca ese gusto fugaz del entretenimiento rápido y sin complejos. También hay humor en la combinación, aunque no es lo que más se destaca: Tom Cruise –que lo intentó varias veces– nunca termina de encajar del todo en ese perfil, y el complemento de Jack Johnson, en el clásico rol del amigo prudente y gracioso, resulta un tanto mecánico, pese a las vueltas de tuerca que le tiene reservado el guion. El motor la película de Alex Kurtzman (con un currículum mucho más largo como productor que como director) es su carga de esoterismo y de aventuras. La momia, aun encarnada por una actriz tan hermosa como la argelina Sofía Boutella, es una fuente inagotable de misterios. Funcionaba en Titanes en el ring y funciona en una superproducción hollywoodense. En este caso, a partir de un mito inventado: la leyenda borrada de Ahmanet, la hija de un faraón que hizo un pacto con Seth (el dios de la muerte) para quedarse con el trono de Egipto. Pero algo falla en el momento de consumarse la alianza y la ambiciosa Ahmanet tiene que pasar varios milenios enterrada a la espera de otra oportunidad. Esa oportunidad llega cinco milenios después, en pleno siglo 21, de la mano del sargento Nick Morton, el militar seductor y traficante de antigüedades que interpreta Cruise. Nada menos que seis guionistas trabajaron en esta versión de La Momia y si bien esa excesiva multiplicación de cerebros (ya habitual en la industria) no suele dar resultados cohesivos, sí asegura cierto de grado de ingenio a la hora de plantar situaciones, diálogos, personajes y alusiones más o menos eruditas. Con mucho de la estructura, la lógica y la estética de un cómic, la película se las arregla para mantener la tensión sin ofrecer una sola escena memorable. Pera esa falta de relieve es la que evita los grandes contrastes que suele mostrar los productos de esta clase. En vez de jugarse todo en una sola escena, La Momia mantiene alta la vara de la acción a lo largo de las casi dos horas que dura, y eso es suficiente para que uno digiera más o menos rápido su no despreciable cantidad de lugares comunes, situaciones increíbles y defectos especiales.
En el filme de Steve Miller, el robo a un banco deriva en una trama complicadísima de revanchas, ajustes de cuentas, venganzas y supuestas redenciones. ¿De dónde vendrá la idea de que para contar cualquier tipo de conspiración es necesario un relato complicado? Lo más conveniente sería exactamente lo opuesto. Lo cierto es que El gran golpe comparte ese prejuicio narrativo y expone su historia en la forma de un enorme rompecabezas. En buena parte de la película, no se sabe cuál es el sentido de lo que se nos están mostrando. Pero la confusión no se debe a ese efecto que describen tan bien los versos de Shakespeare "un cuento contado por un idiota lleno de ruido y de furia" sino a que los guionistas parecen jugar a las escondidas con los espectadores y suministran la información de manera arbitraria y desordenada. Todo empieza con un robo multimillonario a un banco cuyo dueño y principales clientes no son precisamente ejemplos de honestidad financiera. Los ladrones están enmascarados y exhiben un grado de profesionalismo y un tipo de equipamiento tecnológico que hacen pensar en un objetivo mayor que los dólares. Pero ya en las primeras escenas hay una afectación –visible en el abuso de la cámara lenta– que marcará el tono del resto: grandilocuente, ambicioso e incapaz de cumplir ninguna de sus promesas. El robo al banco deriva en una trama complicadísima de revanchas, ajustes de cuentas, venganzas y supuestas redenciones sostenidas en personajes cuyas mentes parecen calcadas de una manual de introducción a la psicología. Todo agravado por el hecho de que el director, Steven Miller, no encuentra nunca la forma más apta para mostrar el pasado oscuro de donde proviene esa maraña conspirativa. La abundancia de protagonistas también aporta piezas que no encajan en el rompecabezas. Aun cuando el agente del FBI interpretado por Christopher Meloni (en un papel calcado de sus 20 años de detective en La ley y el orden) ocupe de modo intermitente el centro de la acción, hay que sumarle el banquero (que encarna un Bruce Willis impasible hasta la apatía), un policía con ínfulas de Robin Hood (Johnathon Schaech) y otro oficial del FBI de comportamiento ambiguo(Adrian Grenier). Tal vez la figura del rompecabezas fallida no sea la que mejor se aplique a El gran golpe, porque la verdad es que en determinado momento uno tiene la sensación mucho menos intelectual de estar asistiendo a esos números de circo donde el malabarista es reemplazado por un payaso que no sabe qué hacer con los palos, los anillos y las bolas que le arrojan desde todos lados.
Kristen Stewart brilla en la inquietante y perturbadora película de Olivier Assayas. Fantasma y fantasía son dos palabras muy cercanas y Personal Shopper parece llevar esa proximidad hasta sus últimas consecuencias. Tras El otro lado del éxito, el director Olivier Assayas convocó de nuevo a Kristen Stewart para protagonizarla. No se equivocó. Ella ofrece la mejor interpretación de su carrera desde Adventurland, con la diferencia de que en este caso no había un modelo de personaje al que atenerse y tuvo que inventarlo desde cero. Kristen Stewart es la personal shopper del título, Maureen Cartwright, una joven norteamericana que se dedica a comprarle vestidos y joyas a una mujer francesa que pertenece al jet set y que va y viene por distintas ciudades de Europa. Pero en realidad ese trabajo es sólo una excusa para vivir en Francia. Sucede que en París murió su hermano gemelo –médium como ella– y ahora está tratando de comunicarse con el espíritu de él para cumplir un pacto fraterno. En términos de género, no se trata de una película de terror sino de suspenso o de misterio. Hay fantasmas, por cierto, y Assayas ofrece dos o tres escenas inquietantes que demuestran que no sólo maneja la prosa del miedo sino que además tiene la capacidad de elevarla hasta convertirla en poesía. Personal Shopper es sublime en el sentido más propio de esa palabra: bella y perturbadora a la vez. Casi al principio de la película, se enuncia un postulado fundamental puesto en la boca de un especialista en espiritismo entrevistado en un programa de TV, quien afirma que existe una estrecha relación histórica entre la tecnología y los fenómenos paranormales. Por ejemplo: los espíritus empezaron a golpear las mesas dos años después de que se inventara el código Morse. Pero más que ilustrar esa premisa (lo cual daría un ensayo no una ficción), lo que hace el director francés es extremarla hasta su punto de máxima ambigüedad. ¿Quien chatea por teléfono con Maureen? ¿El espíritu de un muerto o un manipulador despechado? La profundidad conceptual de Assayas reside en sugerir que, más allá de que se muestren o no se muestren los fantasmas (con su anatomía traslúcida) o que se manifiesten o no se manifiesten mediante una violación de las leyes físicas (un vaso que flota en el aire), resulta imposible discernir entre el mundo natural y el mundo sobrenatural. Y lo mejor es que esa profundidad conceptual está apoyada en una intriga construida con una sutileza y una perfección tal que parece dictada por el propio Alfred Hitchcock en un sesión de espiritismo.
El título con el que se estrena en la Argentina la película sobre el hombre que convirtió a McDonald's en un imperio de la comida rápida en los Estados Unidos puede inducir a ver crudamente lo que los productores, el guionista y el director trataron de mostrar de un modo sutil. Hambre de poder no sólo suena espantoso al oído sino que es casi una caricatura verbal si se lo compara con el The Founder original (¿tan difícil era conservar el discreto El fundador, como en España?). Hay que insistir sobre el punto porque el subrayado ideológico es en este caso una especie de desencantamiento. La fábula capitalista que pretende contar esta biopic sobre Ray Krok (Michael Keaton) exige que se le conceda un mínimo de fe a esa religión de los negocios que hizo grande a los Estados Unidos entre los años 1950 y 1980. Sin esa dosis básica de ingenuidad, lo único que queda es un desesperado intento por encontrarles el lado más favorable a las maniobras comerciales, legales y publicitarias de un arribista calculador. La clave consiste en no ver un documental allí donde se nos está ofreciendo una ficción, es decir una mitologización de la realidad histórica. Como otras marcas famosas de los Estados Unidos, McDonald's hace décadas que es un emblema del imperialismo (y sus derivados: explotación laboral, mala alimentación y aculturación) y no va a revertir esa imagen por más que haga 100 películas autocelebratorias. Sin embargo, el tipo de manipulación cinematográfica a las que nos somete Hambre de poder es verdaderamente artística por momentos. John Lee Hancock, autor de la hermosa El sueño de Walt, se las ingenia para alcanzar un estado de gracia cuando expone el método de cocina rápida que inventa Dick, unos de los hermanos McDonald. Es casi una comedia musical en miniatura en la que el trabajo se asimila a un juego (el esquema del proceso es dibujado y corregido sobre una cancha de tenis) y a una sinfonía (Dick dirige los movimientos con una batuta mientras suena una orquesta). Falso, sí, pero hermoso. Sin ser cómica, hay como un tono virado a la comedia en la actuación de Keaton y en los rasgos físicos de los actores que interpretan a los hermanos Dick y Mac McDonald –los verdaderos fundadores de la cadena de hamburgueserías– que liberan a Hambre de poder del peso de ser una especie de apología de la estafa (si no legal, ética). Esa despreocupada levedad tiene algo de picaresca e inevitablemente nos pone del lado del tipo que se ensució las manos para obtener lo que quería.
Silencio, la nueva película de Martin Scorsese se toma casi tres horas para contar la historia de dos misioneros jesuitas portugueses en tierra japonesa, a mediados del siglo XVII. La última imagen de Silencio traiciona la ambigüedad religiosa que era lo más interesante que mostraba la película de Martin Scorsese hasta ese punto final. Basada devotamente, casi página por página, en la novela del mismo nombre de Shusaku Endo, un escritor japonés católico que tuvo un enorme éxito en la década de 1960, la obra del gran director norteamericano cuenta la historia de dos jesuitas portugueses misioneros en Japón a mediados del siglo XVII, la época de máxima represión contra los cristianos en aquel país. El título alude al supuesto silencio de Dios ante todas las atrocidades a las que son sometidos tanto los misioneros como los fieles orientales. El testigo y protagonista es el padre Sebastián Rodrigo (Andrew Garfield) quien además de contener a los pobres campesinos y pescadores creyentes, que se quedaron sin nadie que los guíe, pretende llegar hasta Cristóbal Ferreira (Liam Neeson), un sacerdote jesuita casi legendario que fue su maestro y de quien se dice que renunció a su fe y ahora vive con una mujer y un hijo en Nagasaki. El tema del choque cultural y religioso entre Occidente y Oriente, visto tanto desde un punto de vista político como existencial, tal vez sea un material más apto para un ensayo que para una película, algo que ya se percibe en la novela de Endo, quien tuvo la inteligencia de componerla de una forma híbrida, con documentos, diarios, testimonios y capítulos en tercera persona, lo que le permite abundar en datos y reflexiones difíciles de integrar a la acción dramática, aunque sin dudas sirven para contextualizarla. Scorsese elige la voz en off para acompañar las imágenes de esa peripecia y, tal vez por ese motivo, el relato visual parece más ilustrativo y distante. Una distancia que crece por la forma académica (en el sentido pictórico no cinematográrico) con la que el director siempre ha abordado los temas históricos, desde La última tentación de Cristo hasta Pandillas de Nueva York, pasando por La edad de la Inocencia. Uno podría suponer que el barroco de la época que está representando justifica la elección de su paleta de colores y de sus encuadres, pero el resultado es de una frialdad apática, como si la belleza del mundo que muestra devorara cualquier sufrimiento humano. Antes que darse tiempo para contar su historia -dura unas tres horas, casi más que leer la novela- lo que hace Silencio es quitarle el tiempo al espectador, abusar de su paciencia durante la larguísima primera mitad donde es muy poco lo que ocurre en sentido dramático. Lo que podría haber sido lo más interesante: el personaje de Kichijiro, un japonés cristiano cobarde que traiciona y se arrepiente todo el tiempo, es desperdiciado, un poco por la falta de carisma del actor y otro poco por la forma mecánica en que lo presenta el director. Ya en La última tentación de Cristo Scorsese pretendía humanizar al cristianismo, ponerlo de parte de cada persona, de cada individuo que vive y sufre, y sacarlo del rígido dogma de la institución eclesiástica. Vuelve a hacerlo en Silencio, con mucho menos potencial de escándalo y con la ayuda de la voz de Liam Neeson que debe de ser lo más parecido a la palabra de Dios en la Tierra.
La película de Roschdy Zem rescata la historia de Rafael Padilla, el primer artista negro que trabajó en un circo francés, apodado el payaso Chocolat. La vida de Rafael Padilla sirve como pocas para ilustrar lo que se conoce como la dialéctica del amo y del esclavo. Nacido en Cuba, cuando aún era una colonia española, en la segunda mitad del siglo XIX, este descendiente de africanos llegó a convertirse en uno de los artistas de variedades más famoso de Francia bajo el nombre del payaso Chocolat. La película de Roschdy Zem no es una biografía en sentido estricto, no se subordina a los hechos documentados, sino que ensambla un conjunto de episodios reales con otros tergiversados o ficticios, precisamente para ilustrar, como si se tratara de un teorema, esa tensión entre un negro oprimido y sus opresores blancos, algunos brutales y otros condescendientes, pero todos atravesados por un mismo sentido de superioridad racial. Esa marcada decisión ideológica del director y los guionistas provoca un divorcio entre el plano concreto y el abstracto de Monsieur Chocolat. Por un lado, es una bella y melancólica reconstrucción de época, con dos actores magníficos como protagonistas (Omar Sy, en el papel de Chocolat, y James Thierrée, en el de Footit). Por otro, es una prueba más de que una fábula filosófica (extraída de los seminarios de Alexandre Kojeve sobre Hegel) raramente funciona como materia cinematográfica. Por ese motivo, la primera mitad de la película, cuando la intención alegórica no es tan expresa, alcanza un estado de gracia o de realidad suspendida que tiene mucho que ver con el mundo del circo, donde no sólo la fuerza de la gravedad queda entre paréntesis sino también la monstruosidad y la animalidad, redimidas en puro espectáculo. Ni el relato episódico ni los flashbacks innecesarios afectan esa gracia, la cual pertenece tanto a la cámara de Roschdy Zem (que se mueve al ritmo de las emociones de los personajes), como a la historia de ascenso y caída que está contando. Pero una vez más las buenas intenciones pavimentan el camino del infierno, porque alcanzan un tono de declamación cuando Chocolat se ve enfrentado a los poderes reales y conoce a un providencial sabio haitiano que le explica lo que la película venía mostrando tan bien. Así lo obvio se vuelve demasiado obvio. Y, en vez de progresiva conciencia, lo que resulta es un sermón progresista, indigno de alguien que hizo reír a dos generaciones en Francia.
Una película sangrienta y no del todo inocente de cierta morbosidad La saga de Wolverine llega a su fin y el resultado tiene la forma de una película tan violenta como melancólica. Los hechos tendrán la última palabra acerca de si la saga cinematográfica X-Men necesitaba cerrar su exitoso ciclo y dar paso a una nueva generación o si aún había posibilidades para esos personajes que nos acompañan desde hace más de una década y media. Nadie duda de que en la frontera de los 50 años Hugh Jackman podía encarnar dos o tres veces más al hombre lobo. Menos seguro es pronosticar la calidad de esas eventuales historias, en qué medida hubiera sido posible prolongar el conflicto interior básico de ese personaje, marcado por su problemática relación con una invulnerabilidad artificial y con su destino de guerrero letal. Lo cierto es alguien tomó la decisión de ponerle un punto final a la saga (o al menos a esta fase de la saga) y el resultado tiene la forma de una película tan violenta como melancólica, tan dura como sentimental. El director James Mangold se redime así de Wolverine inmortal, donde había tratado de hacer algo parecido con resultados decepcionantes. El hecho de que la película se llame Logan, es decir el nombre más humano del personaje, y no su seudónimo mutante Wolverine, no deja de ser un indicio de que el argumento no se conformará con combinar buenas escenas de acción y momentos introspectivos. En este caso, hay drama de verdad, y esa sustancia viva, auténtica aun en toda la dimensión de la fantasía, invadirá cada resquicio de la historia, sus tensos diálogos, sus silencios, sus estallidos de violencia. Estamos en el año 2029 y quedan muy poco mutantes en el mundo. Logan, viejo, barbudo, rengo y alcohólico, se dedica a conducir una limusina, mientras Charles Xavier, el profesor X, está encerrado junto al albino Caliban en un galpón en medio del desierto. Todo el esplendor, el poder y la magia de los X-Men se ha esfumado y lo que queda en su lugar es un paisaje desolado. En ese mundo sin esperanzas irrumpe una nena con poderes muy especiales que es perseguida por un ejército despiadado. Como todo ángel, trae destrucción y renovación, muerte y vida. Una vez que la nena se sube a la historia, empieza una especie de road movie a través de los Estados Unidos, con dos o tres pausas en lugares simbólicos (Las Vegas, una granja) que irán cargando a ese trayecto de un significado ambiguo. Y por supuesto cada uno de los protagonistas (Charles Xavier, Logan y la nena) aprenderán algo distinto sobre los otros y sobre sí mismos. Si bien Logan es una película sangrienta y no del todo inocente de cierta morbosidad (lo cual explica su calificación para mayores de 16 años) no abusa de los efectos especiales y mantiene dentro del límite de lo creíble su parafernalia de explosiones y tiroteos. Esa economía visual la hace más digna de la tristísima historia que cuenta, la elegía a un hombre lobo, porque un mundo que muere nunca será compensado por otro que nace.
La nueva película de Robert Zemeckis ingresa en el terreno bélico, pero parece ponderar el amor sentimental por encima del patriótico. Nuestra calificación: buena Una de las ventajas de que la Segunda Guerra Mundial haya terminado hace tanto tiempo es que la propaganda patriótica se ha atenuado en simple género bélico. Ahora una película de guerra hollywoodense puede permitirse ciertos temas sin que a nadie se le ocurra acusarla de alta traición. Claro que Estados Unidos siempre está más o menos en guerra contra algún país, por lo que hay abundantes ejemplos en la historia del cine de películas bélicas marcadas con la cruz del más servil patrioterismo. No es en absoluto el caso de Aliados, el último título del cada vez menos aplaudido Robert Zemeckis (autor de las indiscutibles Regreso al futuro, Forrest Gump y Náufrago) quien apuesta por una trama en la que la lealtad al amor parece tener tanta o más fuerza que la lealtad a la patria. Para ser precisos, se trata de un romance entre espías que tiene como fondo la Segunda Guerra Mundial. Un oficial canadiense, interpretado por Brad Pitt, se contacta en Marruecos con una integrante de la resistencia francesa (Marion Cotillard) para cometer juntos un atentado contra un jerarca nazi en Casablanca. La sola mención de esa ciudad basta para remitir al clásico de Michael Curtiz. Pero salvo por el decorado y el vestuario, Zemeckis nos ahorra las referencias melancólicas. La historia que debe contar es tan poderosa que antes que perder el tiempo con guiños cinéfilos prefiere extenderse (que no es lo mismo que profundizar) en la relación sentimental e instrumental entre los espías. Esa demora lo hace incurrir en algunas escenas de un efectismo díficil de perdonar, como la primera relación sexual de la pareja en un auto en medio de una tormenta del desierto. Sin mencionar la fotografía satinada, académica, que se ha impuesto como un canon para representar cualquier época anterior a la década de 1960. Sobran también los anacronismos (una lista exhaustiva e insidiosa puede leerse en la sección "goofs" de imdb.com). Los más graves, no obstante, no son los que muestran un artefacto que no existía en aquellos años (en Shakespeare suenan campanas en la Roma imperial y en Rembrandt los personajes bíblicos lucen como campesinos holandeses). Los más graves son los anacronismos culturales. La proyección retrospectiva de ideas actuales a un tiempo pasado en el que imperaban otras pautas sociales y psicológicas. Tan convencido está Zemeckis del mensaje de humanidad sin banderas que pretende transmitir en su tragedia que no se da cuenta de las flagrantes contradicciones que está cometiendo. Su error más profundo es filosófico. En su intento por liberarse de los prejuicios ideológicos vinculados con la guerra, prefiere diseminar a lo largo de su relato toda una serie de pequeñas mentiras antes que renunciar a la estética de la verdad histórica. Mientras que Quentin Tarantino en Bastardos sin gloria (con la que Aliados comparte dos actores: Brad Pitt y August Dielh en un rol similar) hace de la ficción una fuerza ucrónica y redentora contra el horror del nazismo, Zemeckis se queda a medio camino, encerrado en el paréntesis de su propio dilema, resignado a que el cine baje la cabeza y sólo pueda balbucear, ante el gran espectáculo de la guerra, la palabra amor.
Emociones fuertes La película argentina combina relatos de venganza con un salto de calidad hacia el género del horror. La venganza es una de las fuerzas que mueven al mundo. En torno a ella giran numerosos mitos y relatos que revelan hasta qué punto la exigencia de justicia se hizo carne en la humanidad. Una de las películas argentinas más exitosas de los últimos años –Relatos salvajes– pretendía darle un sesgo local a esa necesidad universal de restablecer el equilibrio, tan bien formulada en la Ley del Talión: ojo por ojo, diente por diente. Terror 5 –más por casualidad que por voluntad de sus creadores– es una especie de Relatos salvajes recargado. Aquí también el corazón palpitante de las cinco historias que se entrecruzan es la venganza. Pero en vez de un afectado y efectivo costumbrismo nacional, lo que propone es un salto hacia el horror, como género y como estética. Es un salto arriesgado, sin duda, y no extraña que en varios segmentos se vean las heridas, las contusiones y las cicatrices. La irregularidad suele ser una marca de fábrica en este tipo de productos, que siempre flirtean con la exageración o la desmesura, y a veces la conquistan y otras sucumben en el intento. Pero Terror 5 tiene a su favor una estructura narrativa muy aceitada, que les permite a los directores Sebastián y Federico Rotstein contar las cinco historias como si fueran una sola. Todo ocurre durante una única noche en la cual se conoce el fallo del juicio a un político responsable de la muerte de 15 personas en el derrumbe de un edificio. Si bien el clima social remite a 2001 o a la tragedia de Cromañón, la dimensión política queda en segundo plano comparada con los dramas de los personajes y las peripecias más o menos sangrientas que les toca vivir, con zombis, asesinos, enmascarados y snuff movies incluidos. Hay algunas escenas realmente sublimes, como la inicial, que muestra a un tipo maquillado como el demonio de Kiss que avanza a toda velocidad con su motoneta por las calles de un suburbio. Ese personaje (Walter Cornás), que reaparece en el episodio más logrado, bastaría para justificar la película. Pero, por suerte para los fans del género, todos los episodios de Terror 5 deparan emociones fuertes.