Todo sobre mi madre Después del tropiezo con la comedia "Los amantes pasajeros" (2013), Pedro Almodóvar volvió con sabiduría al drama puro y duro en "Julieta". También regresó a un terreno conocido: el universo femenino y la maternidad, un mundo íntimo y complejo que él aborda como pocos. No conviene adelantar detalles del argumento. Sólo decir que la Julieta de Almodóvar es una mujer abatida en la mitad de su vida. Hace 12 años que no sabe nada de su única hija, que cuando cumplió los 18 se fue de la casa materna sin dejar rastros ni mensajes. Ella trata de iniciar una nueva vida con un escritor que la ama, pero el pasado la vuelve a envolver y la asfixia. El pasado de la protagonista se va revelando en capas, con una precisión en la narración que no deja cabos sueltos. "Julieta" no es un melodrama desbordado. Esta vez Almodóvar elige un tono sobrio y contenido, pero no por eso menos profundo y potente. El director sabe dejar silencios como para que el espectador elabore su propio duelo con respecto al trayecto del personaje. Cada plano, cada acción, cada mirada están pensados para expresar, para decir mucho con muy pocas palabras. Desde ese lugar Almodóvar reflexiona sobre la ausencia, las pérdidas, el engaño, la angustia y el sentimiento de culpa, y cómo estas heridas van dejando huella en su protagonista. "Tu ausencia llena mi vida y la destruye", escribe Julieta, y aún así deja un espacio abierto para la redención.
Derrotados en la lucha En primer lugar habría que decir que el título “Historias napolitanas” no es del todo acertado. Esa combinación de palabras sugieren un tono costumbrista, y acá estamos ante una película dura, cuyo título original es “La jungla de Bagnoli”, uno de los barrios más pobres y conflictivos de Nápoles. A través de tres relatos, que siguen a tres hombres de distintas generaciones, el director Antonio Capuano (“Vito e gli altri”, “La guerra di Mario”) desnuda con crudeza la cara más humana de la crisis económica que afecta a gran parte de Europa. Y en el centro de la escena ubica a una acería destruida y abandonada, la fábrica que le había dado vida al barrio hace décadas. Los protagonistas son Giggino, un marginal que vive de robar pequeñas cosas en autos estacionados; Antonio, su padre, un jubilado que trabajaba en la fábrica que cerró y que es fanático de Maradona, y Marco, un joven que trabaja en un pequeño delivery. Los tres a su manera reflejan la decadencia del barrio, que además está salpicado de personajes derrotados, entre pintorescos y patéticos. Utilizando cámara en mano, con una estética documentalista, el director muestra las brutales consecuencias del desempleo, la degradación, la violencia, la permanente nostalgia por un pasado que no va a volver y la parálisis de un presente que parece no tener salida. La fábrica abandonada está siempre presente en las imágenes, como si fuera un testigo mudo del fracaso. El filme se vuelve político y corrosivo por momentos, y también le deja un leve espacio a la esperanza, cuando muestra a los jóvenes refugiándose en el arte y buscando espacios alternativos en una ciudad asfixiante. El tono general, sin embargo, es sombrío y derrotista, y Capuano deja entrever que hay una larga y difícil lucha por venir en los próximos años.
Los cazafantasmas Después del éxito de “El conjuro” (2013), el director malayo James Wan volvió sobre los pasos de Lorraine y Ed Warren, la famosa pareja que se encargaba de casos paranormales en la década del setenta. Esta vez la dupla debe investigar extraños sucesos en una destartalada casa del norte de Londres, donde sobreviven como pueden una madre y sus cuatro hijos. El drama se desencadena cuando la hija menor empieza a ver y a comunicarse con el temible fantasma de un anciano que habita la casa. “El conjuro 2” tiene el gancho de estar basada en “hechos reales”, y el director es muy hábil en ese sentido: apela a una realismo con un look setentoso, intentando recuperar la atmósfera de clásicos como “El exorcista”, y nunca cae en lo truculento o en la violencia sádica. El problema es que los recursos que elige se han visto mil veces en el cine de terror, entonces ya no asustan. La silla que se mueve sola, el crucifijo que se da vuelta, la niña que habla con voz de monstruo, el juguete de apariencia diabólica... son trucos que atrasan demasiado, y ni hablar si se repiten a lo largo de 133 minutos. Hacia el final la película ensaya una vuelta de tuerca que aumenta la tensión, pero todo se desmorona a los pocos minutos con un final previsible y almibarado.
Lee Gates (George Clooney) es el conductor de un programa de televisión un tanto payasesco en donde él se presenta como un experto en finanzas. Detrás de cámara está Patty Fenn (Julia Roberts), una abnegada productora que soporta el ego de Gates todos los días. En un momento, durante la transmisión en vivo del programa, un joven se filtra en el estudio con armas y una bomba. ¿Qué quiere? Una explicación. El muchacho perdió todos sus ahorros (60 mil dólares) por seguir una inversión que Lee había recomendado fervientemente. La empresa en cuestión perdió 800 millones de un día para el otro por la supuesta falla de un algoritmo, pero nadie (obviamente) cree en este argumento. Mientras corre el programa en vivo, la policía trata de salvar a Gates, su productora quiere investigar qué pasó en realidad con las pérdidas de esta empresa y el agresor permanece en el estudio generando una especie de "reality" que sigue todo el mundo. "El maestro del dinero" combina elementos de "Network", "Tarde de perros" y "Wall Street", pero es difícil tomársela en serio. La cuarta película de Jodie Foster como directora es por sobre todas las cosas inverosímil, y eso le quita peso dramático a los temas. Además los personajes son tan chatos y tan faltos de matices que no generan ninguna empatía. No podemos dar crédito a que Clooney y su "secuestrador" se estén paseando por las calles de Nueva York como si se tratara de un espectáculo. Y ni hablar de que en menos de una hora se resuelve una compleja estafa financiera buscando datos en Google. Lo más insólito es que la moralina del final se cae cuando los personajes de Clooney y Roberts se miran en una última escena con un tono entre cómplice y burlón. Es un cierre superficial y absolutamente inexplicable.
Se enreda y se corta La publicidad para "El hilo rojo" estaba servida. Hace meses que se viene hablando de la película donde se conocieron Eugenia "La China" Suárez y el chileno Benjamín Vicuña. De hecho se espera que sea un éxito de taquilla, y tiene muchas posibilidades, pero la película de ninguna forma está a la altura de las expectativas. También es cierto que se esperaba más de la directora Daniela Goggi, que había convencido al público y a la crítica con "Abzurdah". En "El hijo rojo" la realizadora se mete con temas como la pasión, la infidelidad, los celos y la culpa, pero sin profundidad y sin el menor vuelo, como si se tratara de una telenovela. Los protagonistas son Manuel, un enólogo, y Abril, una azafata. Los dos sienten un flechazo en pleno vuelo, pero el destino (digamos) los separa y se reencuentran siete años después, cuando ella ya está casada con una estrella de rock y él con una exitosa fotógrafa. El lugar del encuentro es un hotel de lujo en Cartagena de Indias y bueno... todo el mundo sabe lo que va a pasar. La película se transforma lentamente en un melodrama pero nunca conmueve ni sorprende. Es prolija, la factura técnica es impecable, pero poco más que eso. La supuesta pasión desenfrenada que une a la pareja choca con el tono monótono, gris y frío que la directora elige, filmando con una estética cuasi publicitaria donde no existen los matices. Y los actores no tienen margen para moverse dentro de los estereotipos que le tocaron en suerte: él es el lindo de corazón bueno, medio inocente, y ella la mujer bella, liberada y también inalcanzable. ¿Qué queda después de tanto ruido con "El hilo rojo"? Eso, el ruido: la anécdota del romance de la ficción que se transformó en realidad y las horas y horas que los programas de chimentos le dedicaron al escándalo.
Hay secuelas mediocres y secuelas innecesarias. "Mi gran boda griega 2" pertenece a las dos categorías. ¿Por qué llega esta segunda parte a 14 años de la original? Si la primera atrasaba en términos de comedia costumbrista, imaginen esta secuela. Las razones son obvias: negocios son negocios y en Hollywood no hay ideas. Y la película, lógicamente, es más que obvia. La protagonista (Nia Vardalos) está en conflicto entre su hija adolescente que está por abandonar el nido y sus padres que sufren achaques de salud. En el medio ella intenta recuperar la pasión con su marido, pero su bulliciosa familia griega se interpone siempre. El planteo es válido y hasta atractivo, pero la historia se derrumba cuando el tema central pasa a ser que sus padres no están realmente casados (falta una firma en el acta de matrimonio) y entonces hay que organizar una nueva boda. En un momento uno de los personajes grita "Qué está pasando acá", y eso es justamente lo que uno se pregunta durante gran parte de la película. Cualquier intento de humor de Nia Vardalos (que además escribe y produce esta comedia) queda deslucido por lo débil de la historia y lo caricaturesco de los personajes. "Mi gran boda griega 2" no hace reír y tampoco llega a emocionar. Es un regreso fallido.
Daños colaterales ¿Vale la pena perder una vida para salvar ochenta? ¿Cuánto daño colateral es “aceptable” en medio de una guerra? ¿Es mejor arriesgarse a matar para prevenir un ataque terrorista o conviene esconder y dejar pasar por una cuestión propagandística? Estas son algunas de las preguntas que se plantean en “Enemigo invisible”, que se centra en plena guerra contra el terrorismo. La película del sudafricano Gavin Hood arranca con la frase “la verdad es la primera víctima de la guerra”, y a partir de ahí los interrogantes cobran más fuerza. Helen Mirren interpreta a una coronel británica que dirige las operaciones contra un grupo terrorista que planea un atentado en Kenia. El plan inicial es capturarlos, pero con medios tecnológicos de avanzada descubren que el ataque suicida es inminente, entonces deciden atacarlos directamente con un misil lanzado por un drone del ejército de EEUU que sobrevuela Nairobi. El tema es minimizar el daño colateral antes de dar la orden, y las tensiones entre las cadenas de mando se intensifican al máximo cuando descubren que una niña está muy cerca de la zona a atacar. La película es minuciosa y se toma su tiempo para mostrar los imponderables de una operación militar, los obstáculos legales y los debates políticos que se ponen en juego cuando se toman decisiones en minutos sobre la vida y la muerte. El director maneja un tono realista, sin desbordes ni golpes de efecto, y los diálogos son precisos y directos (gran mérito del guionista Guy Hibbert). Sin embargo, la tensión de thriller realista se afloja y se estira demasiado cuando el dilema moral, en un punto, empieza a parecer poco creíble en relación a la decisión a tomar. Esto se termina reflejando en el final, que es previsible, aunque no deja de ser conmocionante.
La sonrisa de mamá Garry Marshall dirigió algunas de las comedias más famosas de los años 90 (“Mujer bonita”, “Frankie & Johnny”), pero en los últimos años empezó a descansar en la fórmula “comedia-coral-light-con-la-mayor-cantidad-de-estrellas-posible”, y los resultados fueron pobres. Lo hizo en “Día de los enamorados” y “Año nuevo”, y ahora repite el esquema con el Día de la Madre. Ese es título original de “Enredadas... pero felices”, que ya desde el afiche promete una historia más que rosa y edulcorada. Los personajes responden a estereotipos bien marcados: la madre divorciada que colapsa cuando su ex se casa con una chica de 20 años, la empresaria fría y exitosa que aparenta no tener familia, la madre que le oculta a sus padres texanos y conservadores a su marido indio, y el hombre que quedó viudo y hace de madre de sus dos hijas. Todos viven en casas súper confortables, son lindos y estilizados y tienen tiempo de sobra para hacer ejercicio. También se empiezan a cruzar en la vida como si se cruzaran en pasillos de Hollywood. La comedia logra arrancar unas cuantas sonrisas, y eso es valioso, pero la mayor parte del tiempo se pierde en clichés, y desde esos lugares comunes, en lugar de emocionar, sólo provoca muecas compasivas.
Perdidos y encontrados Pierre (Stanislas Merthar) es un documentalista under que apenas sobrevive haciendo trabajos que nada tienen que ver con el cine. Manon (Clotilde Coreau) es su esposa, y además asistente y guionista de sus proyectos. Viven juntos, trabajan juntos y parecen un modelo de pareja que se banca en las buenas y en las malas. Pero en la mirada siempre seria e indiferente de Pierre hay muestras de cansancio, y él trata de resolverlo convirtiéndose en amante de una mujer más joven que trabaja como aprendiz en un archivo cinematográfico. Esa es la sencilla trama de “A la sombra de las mujeres”, la última película de Philippe Garrel, y tiene todo el sello del realizador francés de “Los amantes regulares”: está filmada en blanco y negro y en 35mm, tiene marcadas influencias de la Nouvelle Vague y gira sobre las relaciones de pareja, una de las obsesiones del director. Garrel recurrió a tres guionistas para contar esta historia de celos y amantes cruzados, con una levedad y una luminosidad que no es habitual es su filmografía. ¿Puede una pareja superar una infidelidad? ¿Es distinta la infidelidad de un hombre que la de una mujer?, son algunas de las preguntas que se hace la película. Son temas muy transitados, sí, pero Garrel lo cuenta con precisión, sensibilidad y naturalidad, sin vueltas de tuerca y sin recurrir a lo melodramático. Clotilde Coreau es una actriz genial, llena de matices, y su personaje la convierte en la heroína excluyente de la película. En contrapartida, los demás personajes no vibran demasiado, y al lado de Manon parecen una anécdota que no tiene mucho para decir. “A la sombra de las mujeres” no es la mejor película de Garrel, pero igual se disfruta porque este tipo de cine es bastante excepcional y suele estar ausente en las salas.
Enemigos íntimos “Mandarinas” llegó a la cartelera local con mucho retraso. Esta película procedente de Estonia estuvo nominada a los Oscar como mejor filme extranjero en 2015, en la misma terna que “Relatos salvajes”, y su historia se sitúa en una geografía muy lejana. Sus personajes se ubican en las montañas del Cáucaso, a comienzos de los 90, después de la desintegración de la URSS. Allí estalla una guerra entre Georgia y Abjasia, y los estonios, que habían vivido en esas tierras por más de un siglo, deciden volver a su país natal. Los únicos que quedan en esos pueblos casi desiertos son Ivo, un viejo carpintero, y Marcus, un vecino que cultiva mandarinas. Pero la guerra se viene encima y un día, a metros de sus casas, se produce un enfrentamiento que deja muertos y heridos. Ivo y Marcus deciden rescatar a los dos heridos, que se instalan en la casa de Ivo y que resultan ser acérrimos enemigos: uno es un mercenario que lucha para los chechenos (musulmán) y el otro es un georgiano cristiano. El director Zaza Urushadze se mete en esa casa rural para mostrar cómo es la vida cotidiana en medio de una guerra, y refleja las tensiones del conflicto en medio de cuatro paredes. Los enemigos logran convivir bajo el mismo techo entre insultos y amenazas, que son cortadas de plano por el espíritu conciliador del dueño de casa, que dice todo sólo con la mirada. Con la muerte a la vuelta de la esquina, los personajes de “Mandarinas” se expresan con pequeños gestos y diálogos concisos. No hace falta decir mucho cuando lo urgente es sobrevivir. Tal vez el mensaje pacifista que cruza la película resulte algo simplista, pero en la figura de su protagonista, en su mirada serena, la película encuentra una gran excusa para hacernos creer que es posible cerrar las heridas.