Un profeta Hacia el desenlace del film, un empleado de Apple se encuentra con un Jobs que vuelve a la empresa que fundó en calidad de “asesor” tras su periodo en neXT. Obviamente hay un aura de respeto sacro hacia su figura que la película no duda en resaltar entre los gestos de Ashton Kutcher y las miradas atónitas de los extras, sumando una iluminación amable y amarillenta, que se complementa con el diálogo donde el muchacho le dice que la empresa necesita recuperar su “visión”. El Jobs de Kutcher se emociona y se produce un silencio en el plano general. Le habla de cómo hay que recuperar sus ideales, que creía que se basaban en la necesidad de que las partes informáticas sean una extensión biológica del cuerpo humano. Todo esto, que es un panfleto condescendiente e inverosímil que podría servir como una sinécdoque de la película en su conjunto, se diluye rápidamente, pero no porque uno busque información por fuera de la película (como, por ejemplo, las entrevistas a Steve Wozniak donde manifiesta lo inexacta y desacertada que resulta Jobs) sino porque en ningún momento el relato muestra esta “visión” de Steve Jobs. Y aquí está el más terrible error del film, junto a su extensión, que la hace un trayecto aburrido por una biografía indulgente y almibarada: si miramos la película nunca entenderemos ni la visión ni lo que Jobs representaba. En su lugar tenemos a una especie de Jesús informático, un profeta, un visionario que “ilumina” a jóvenes estudiantes y que tiene hábitos extraños porque, bueno, ¿qué genio no tiene hábitos extraños en las películas? La cuestión con Jobs no es que sea real lo que haya sucedido, sino que sea verosímil o que, en caso de ser inverosímil, problematice sobre su figura o el fenómeno que implicó alguna de sus invenciones. En lugar de ello, la película de Joshua Michael Stern se queda intentando reproducir los “hits” (Apple, Apple II, Macintosh, neXT, Ipod) de la vida de Jobs desde la perspectiva del mismo personaje, que en Kutcher encuentra una actuación caricaturesca que sólo se limita a copiar gesticulaciones que ya vimos en una innumerable cantidad de fotos. Si a esto sumamos diálogos que parecen sacados de libros de autoayuda (pero esto es más culpa de la leyenda que se generó tras su muerte), tendremos un film olvidable que encuentra mayor autenticidad en los momentos sentimentales, sea o no cierto que sucedieron: la mejor secuencia es cuando, tras su renuncia de Apple, se dirige a su padre y recibe un abrazo. Así de simple. El resto es un pantano mesiánico con música grandilocuente.
Infancia sin rumbo Lola, Choco, Lija y Zota son los cuatro protagonistas de A La Cantábrica, primer largometraje de Ezequiel Erriquez que tuvo una importante recepción en festivales internacionales. Los cuatro protagonistas son chicos, que atraviesan ese complicado proceso de convertirse en adolescentes. La época son los noventas -más precisamente esos años que dieron al cierre de la década-, tiempo con sus implicancias que aparece una y otra vez a partir de la televisión o de lo que se cuela en el inconsciente de los personajes. La cámara sigue a los cuatro chicos, en sus ratos de soledad pero también cuando comparten momentos junto a sus amigos: seguir ese recorrido es parte de la apuesta formal de este film. Cuando uno ve A La Cantábrica piensa en la sinopsis, en las intenciones del director, y en lo que finalmente se ve en pantalla. Esto último es lo que preocupa. Uno adivina las intenciones de una película sobre una etapa de transición, sobre la preadolescencia y el crudo escenario que se presenta en pantalla pero, en una película donde pasan tantas cosas, es increíble que nada llegue demasiado. Y hay varias razones. En primera instancia el guión contiene líneas de diálogo que son, literalmente, increíbles; pero si a esto sumamos el “detalle” de que estas mismas líneas son dichas de un modo casi mecánico, lo que tenemos son enunciados donde apenas parece existir la conexión entre los personajes. Por otro lado, al buen trabajo de planos descriptivos se oponen brutalmente planos descuidados donde se pierde el foco de la acción, donde la cámara divaga sin encontrar el foco y, finalmente, en elecciones inexplicables que en la búsqueda terminan atentando contra la narración (pienso sobre todo en algunos primeros planos). El final brusco, presuntamente metafórico, aparece luego de un largo devenir de planos prácticamente inconexos sin ningún sentido de secuencia, razón por la cual apenas se podrá distinguir el subtexto. Es que, lamentablemente, a veces las intenciones no alcanzan.
Fragmentos de luz Post tenebras lux, la última película del mexicano Carlos Reygadas y con la que ganó el premio al mejor director en el Festival de Cannes, sigue a una familia que vive en el campo, aunque como siempre en su cine no hay una imposición desde lo narrativo. Si Reygadas pensara que su intención es llegar a un público masivo, existen motivos como esta película para pensar lo contrario. Si en Japón o Batalla en el cielo, relatos más “convencionales”, la cuestión parecía naufragar entre el shock y el autodescubrimiento, lo que hay aquí es disrupción, carga simbólica y, ante todo, sufrimiento. El director entiende que en la linealidad no parece haber nada interesante desde lo narrativo, razón por la cual se trata de un mosaico con historias paralelas que no son corales porque algunas aparecen inconexas o no tienen ningún tipo de desarrollo, salvo para referenciar algún hecho que en el procesamiento final (y no en la película) sólo da a entender una dirección o una sospecha, antes que el sentido. Luego está el riesgo estético, sobre todo en cierta secuencia de auto-decapitación que, a pesar de su dramatismo, encierra un costado humorístico casi involuntario. Las historias que entreteje y la tesis que se presume que se sostiene en la violencia de la lucha de clases en México no quitan que el film se haga extenso y derivativo por momentos, perdido en búsquedas inaplicables que no cuentan con un aporte emotivo que llegue al espectador. Visualmente por momentos enigmático, con el uso de lentes que distorsionan los bordes (salvo en la confesión final de Juan) y largos planos secuencia como el de la introducción (que logra tener una carga onírica), Post Tenebras Lux -algo así como la “luz después de la oscuridad” en latín- es un film que en sus fragmentos contiene ideas que en su conjunto no alcanzan a conectarse con la totalidad de la película, sin ser esto un impedimento para apreciar momentos como la secuencia en el sauna o el violento asalto.
La ilusión desde la ilusión La magia, el arte del engaño, tiene mucho en común con el cine. Ambos se construyen sobre la noción de aquello que podemos ver, pero en ambos casos es igual de valioso aquello que no podemos ver. Tanto la magia como el cine se valen de todos los artilugios necesarios para que el relato sea coherente, evitando que se filtre la posibilidad de la destrucción del verosímil: en el caso del cine de ficción sería un grave problema de guión, mientras que en la magia se pondría en evidencia la naturaleza parcial o total de la falsedad del truco. En Nada es lo que parece ambas artes se encuentran dejando varias sensaciones encontradas pero, también, un relato entretenido que se sostiene en el carisma de sus actuaciones. Pero, ¿qué es lo que produce esas “sensaciones encontradas”? La cuestión del punto de vista que se corresponde con la magia, precisamente. El director juega un “truco” con el espectador, le da a la trama dos giros bruscos que nos obligan a replantearnos todo lo que vimos previamente. El relato nos pone bajo puntos de vista donde lo que se oculta es, precisamente, todo aquello que nos pueda hacer prever el giro, con lo cual mucho del desarrollo pierde peso cuando se piensa a la película en su conjunto. Esto no sólo hace que, por ejemplo, pierda peso la impecable química que hay entre los ilusionistas de Jesse Eisenberg, Isla Fisher y Woody Harrelson, sino que nos hace cuestionarnos para que el director nos ponga la lupa bajo esos personajes sin que haya un testigo, una excusa para hacerlo. Esto es porque el relato se maneja desde un omnisciente al que el director utiliza conveniente y fragmentariamente para hacer el “gran truco” final, que está lejos de estar presentado con la lucidez que lo haría un Shyamalan en, por ejemplo, El protegido. Pero más allá del engaño final hay mucho más en esta película que giros. La introducción es trepidante y el complemento del carisma de los ilusionistas sobre el escenario nos permite ver cómo un talentoso grupo de actores emula la conducción televisiva durante los shows, gracias a la puesta en escena de Leterrier. Sí, quizá algunos clásicos puedan argüir que la cámara nunca para de moverse, pero lo cierto es que en la película se emula la puesta en escena televisiva, con toda esa espectacularización de paneos desprolijos y zooms medidos. No se puede medir con la misma vara las persecuciones, que pecan por ser confusas, hecho llamativo si se tiene en cuenta que Leterrier dirigió las dos primeras partes de El transportador. Entretenida pero algo deshonesta, Nada es lo que parece parece explotar algunas buenas ideas que son ejecutadas en el frenesí de la acción, pero cuando tiene que contar parece dispersa y fragmentaria, forzando un giro final que justifique el aura de magia de la película.
Una fantasía terrorista La bandera estadounidense ya no flamea en el horizonte de la Casa Blanca. Está desgarrada, pisoteada y atravesada por municiones que quemaron sus insignias, cayendo al suelo bajo un cielo rojizo y apocalíptico que tiene a la Casa Blanca como un testigo silencioso que fue completamente socavado e invadido. Alguien finalmente saliendo de la nada se ha hecho con los emblemas más distinguibles de Estados Unidos y amenaza al mundo “democrático y pacífico” con fanatismo, locura y armas de destrucción masiva. Las calles son barridas de plomo y explosiones, dejando sangre y gritos a su paso, y también cae derrumbado el Obelisco de Washington sobre el National Mall. Un mundo de imágenes y símbolos se viene abajo y esta vez el mal viene desde Corea del Norte, logrando amenazar la paz capturando al presidente en su mismísimo bunker. En el medio de tanta poética solemne y folletinesca se envuelve esta película de acción que de no haberse tomado tan en serio su fantasía masoquista habría sido más entretenida. En su lugar tenemos un exponente mediocre (más) de Antoine Fuqua, del cual estoy cada vez más convencido que Día de entrenamiento debe haber sido una alucinación oportunista. La cuestión es que el mapa geopolítico de la película es poco menos que infantil, casi se puede sintetizar en las palabras del agente traidor interpretado por Dylan McDermott, achacándole al presidente Asher (AaronEckhart) la existencia de la corrupción y Wall Street (¿?), llevándolo a ser ese el móvil de su traición. Por lo demás, aparentemente Corea del Sur no tiene defensas soberanas y Medio Oriente es un enorme país que festejaría de forma homogénea cualquier tragedia ocurrida en Estados Unidos. Estos coreanos del norte no joden para nada, están furiosos y a todo costo quieren amenazar la paz mundial, contando con suficiente armamento para destrozar cualquier ejército. La película parece tan focalizada en mostrar la destrucción que no muestra ni insinúa si existió algún plan, con lo cual lo que vamos a ver va a parecer un tanto rústico e incoherente, y aún más cuando con el desarrollo del film desaparecen más de la mitad de los terroristas norcoreanos inexplicablemente. Es gracioso antes que nada, casi una comedia involuntaria. Pero esto es lo que hay que resaltar: pienso en Los indestructibles, una película con un escenario político fantasioso, casi del pulp de los ´50, que funcionaba efectivamente como película de acción porque, además de que contaba con buenas secuencias de acción jamás se tomaba en serio el asunto. Aquí con todo el melodrama y tono de poesía trágica la película cae en un pozo contradictorio: por un lado plantea un escenario político infantil con personajes que son estereotipos caminantes en un teatro de efectos especiales y por el otro es de una solemnidad que raya el melodrama novelesco. Ataque a la Casa Blanca pedía a gritos (y creo que Gerard Butler y su personaje también) algo más lúdico, algo más de Duro de matar. Como se queda en el medio y apenas logra conformar al espectador que vaya a ver lisa y llanamente acción, lo que sale es un panfleto mediocre con algunas buenas actuaciones que se pierden en un caos del realizador. La crisis terrorista nunca había sido tan aburrida.
Esa maldita dualidad Si ustedes creían que con la saga Crepúsculo terminaba el infame legado de Stephenie Meyer, lamento decirles que no, esta semana tenemos La huésped. Y es increíble ver cómo a pesar del cambio de director, el cambio de entramado visual, el cambio de actores y un escenario completamente distinto, sigue siendo esencialmente un producto de la escritora de la saga de vampiros acartonados pop. No importa si la cuestión pasa por una distopía futurista con autos plateados y “almas” intergalácticas o una ciudad donde unos vampiros milenarios irrumpen en la vida de una chica. Esto es obra de Meyer y ver esta película con la saga Crepúsculo aún en la cabeza transmite una especie de deja vú, incluso si al verla recordamos títulos de culto como Los usurpadores de cuerpos. La cuestión es sencilla: llegan unos alienígenas desde el espacio exterior que invaden la Tierra y la colonizan a partir de la invasión de los cuerpos de sus habitantes, para llevar a una convivencia universal y pacífica. Aparentemente los humanos somos demasiado “salvajes” y la parte de convivencia se omite, con lo cual sólo queda la parte de invasión de cuerpos. En ese contexto una chica (Melanie, interpretada por SaoirseRonan) lleva a cabo una valiente resistencia, pero en un desafortunado evento se sacrifica para proteger a su novio Jared (Max Irons) y su hermano Jamie (Chandler Canterbury). La cuestión es que es apresada e “invadida” por el “alma” de Wanderer (algo así como entidades espirituales que se alojan e invaden los cuerpos), pero el amor (es la única explicación que dan en toda la película) de Melanie es tan fuerte que continúa resistiendo, a diferencia de los millones de humanos que fueron invadidos. Claro, su amor es único y particular. Por tal razón, a pesar de que “Wanderer” ocupa el cuerpo de Melanie, ella continúa resistiendo en sus pensamientos, oponiéndose constantemente a entregar información a los extraterrestres sobre dónde se encuentra el resto de la resistencia que lidera. Y este es el disparador del escape desesperado de la protagonista, las dudas de “Wanderer” en las intenciones de sus semejantes en la “colonización”, los problemas de convivencia entre el cuerpo y el “alma” y, cómo no, el amor en un triángulo de contradicciones, una marca de la factoría Meyer. Sí, ahora las contradicciones del personaje femenino vienen por el lado del “alma”, por lo tanto su alma va a querer a Jared por los recuerdos del pasado, pero el cuerpo ocupado por “Wanderer” (luego Wanda) quiere a otro muchacho. Y en eso consiste toda la subtrama amorosa. Esta es la base de una película que, a pesar de lo previsible del argumento y las enormes carencias narrativas, logra ser digna gracias a la eficiente dirección de Andrew Niccol (sobre todo en las secuencias de acción) y las interpretaciones que hace el talentoso elenco para sostener personajes imposibles. En el medio Niccol parece divertirse poniendo todas esas cosas de chick flick que hacen de este subgénero un kitsch infinito: fíjense que cada vez que se besan Melanie y Jared llueve arbitrariamente, que los personajes se desean y se miden las intenciones en diálogos insoportables y el erotismo insinuado que, aquí sí, es por momentos más audaz que el de Crepúsculo. Sin embargo, también lo empata con una dosis de oscuridad: la secuencia del suicidio del padre de Melanie, la “dictadura saludable” del tío Jeb (William Hurt) o las fallidas intervenciones quirúrgicas de la resistencia le dan a la película una densidad que las entregas vampíricas jamás tuvieron. Nos queda luego un happy ending algo abrupto pero, ante todo, no resulta forzado, con lo cual se cierra una película que más allá de su obvio sustento conservador y religioso no deja de tomar sus riesgos y dar un film honesto. Un plus: Diane Kruger vestida de blanco como “seeker” luce un cuerpo que por momentos nos hace olvidar la película, sobre todo porque Niccol captura su imagen con particular afición.
Tánatos Es común creer que un director foráneo, al entrar en la maquinaria hollywoodense, perderá su identidad o se “aggiornara” a formatos previsibles e industriales, realizando productos que por lo general naufragan en una medianía carente de los rasgos que lo habían definido en su tierra. Sin embargo, no es algo universal: hay realizadores que han logrado atravesar esta barrera sin inconvenientes, siendo un caso paradigmático el del británico y colosal Alfred Hitchcock. Precisamente, en Lazos perversos hay una relectura de uno de los tantos clásicos de este director británico en Hollywood, La sombra de una duda, bajo la mirada de uno de los mejores directores contemporáneos, el surcoreano Park Chan-wook, en su primera película realizada en el mundo occidental. ¿El resultado?: un ejercicio de estilo realizado con maestría donde el director de Oldboy demuestra que en cualquier terreno se puede salir airoso. Lo de Lazos perversos puede verse como un thriller clásico bajo la óptica de Park Chan-wook y el guión de Wentworth Miller (quién lo hubiera imaginado, la estrella protagónica de la serie Prison break), llevado a un tono oscuro y siniestro cargado de simbolismos. La familia entendida como un juego de cajas chinas no es algo novedoso, pero la forma en que lo ejecuta el realizador, sin desperdiciar ni un solo plano y apelando a un subtexto siempre latente en cada imagen, la hacen una de las proezas visuales más elegantes del mainstream hollywoodense. A diferencia de películas como Sympathy for Mr. Vengeance u Oldboy, Lazos perversos es un film que por momentos resulta más pesadillesco porque abandona el tono lúdico o catártico para adquirir mayor sutileza en la ejecución dramática. Parte importante de esto se logra con las interpretaciones medidas y metódicas de Matthew Goode y Nicole Kidman, dos polos sobre los cuales se balancea la conflictuada India, interpretada con solvencia por Mia Wasikowska. Esto, que le da una apariencia fría al relato, gana en un tono surrealista que a veces se puede atisbar en realizadores como David Lynch y que quizá también se puede ver en la consagrada Tenemos que hablar de Kevin. La belleza de los encuadres, la dirección de fotografía y la vertiginosa edición, marcando la tensión sexual de India y la ferocidad del tío Charlie de Goode, con flashbacks que refuerzan cada segmento narrativo, demuestran la habilidad narrativa del director. Hacer de una cena un cruce de miradas cargadas de deseo o rechazo, y el paulatino incremento con el que la presencia del tío Charlie se hace amenazadora, hace que este asalto estilístico a los sentidos nos haga olvidar alguna línea torpe ocasional o el subrayado constante de sonidos como el de los omnipresentes cuervos. La síntesis del film prácticamente se puede encontrar en ese inquietante plano contrapicado en el que vemos la mirada bella y sombría de India con su cabello meciéndose por el viento. Capturar eso en una actriz y hacerlo poesía, eso es lo que logra este director de una película imprescindible.
Videoclip filosófico Detrás del nombre enigmático Oblivion (una forma poética de decir olvido en inglés) se esconde una película que, en la línea de un gran porcentaje del cine actual, desborda ideas y creatividad para proponerlas pero, a la hora de ejecutarlas, transmite una inevitable sensación de deja vú. Si a esto sumamos que no hay búsquedas demasiado jugadas y la edición y la música parecen remarcar precariamente el estado emocional de las situaciones, estamos ante una película que se sostiene gracias al trabajo de sus actores , las efectivas secuencias de acción y el desolado paisaje que a veces se puede rescatar entre el barullo de planos inexpresivos. La cuestión de la película es que detrás de toda su estructura basada en el imaginario de ciencia ficción que han desplegado los últimos 30 años de cine, televisión y literatura; la historia que realmente logra cerrar efectivamente es la romántica. Es así que todo el contexto que se sale del triángulo entre Jack (Tom Cruise)-Julia (Olga Kurylenko)- Victoria (Andrea Riseborough) parece más un hermoso decorado que un relato distópico. ¿Por qué sucede esto?: para empezar es un film que cuenta con unos extensísimos pasajes en off que a menudo repiten información, siendo los cinco minutos que abren la película con Jack explicando su tarea y el estado lastimoso de la Tierra, y el punto de giro del nudo, con Julia explicando el origen de Jack, dos momentos que si no resultan densos es porque hay música y movimiento constantemente. Pero como si fuera un aparato de relojería descompuesto, todo parece calculado en su irregularidad, los momentos artificiosos con emociones que afloran inexplicablemente, se interponen con algún que otro diálogo interesante y buenas secuencias de acción. Una de cal y una de arena, una de cal y una de arena, y así sucesivamente. Pero lo que quizá más torpe resulta son las secuencias donde Joseph Kosinki demuestra que le faltan herramientas para trasladar al cine su propia novela gráfica. No me refiero solamente al recurso del off y los extensos diálogos, sino al uso de planos publicitarios en pequeños videoclips que aparecen ocasionalmente en el medio de la película. Por ejemplo, no suma en absoluto esta elección estética para la secuencia romántica entre Jack y Victoria en la piscina al comienzo del film, principalmente porque lo que la música remarca con grandilocuente dramatismo es poco y nada desde lo visual, haciéndola un artificio redundante. Pero donde hace más agua el film es en el esqueleto: el relato futurista que amenaza con algunos giros interesantes se muerde la propia cola con una explicación tan incoherente como la frase final de Jack, tratando de eliminar a Sally “de donde sea que vino”. Es así que el cuento de autodescubrimiento (tópico central de la ciencia ficción) y la revelación que define la identidad de Jack se diluye rápidamente en un vaso de mediocridad del cual lo único que parece genuino es la relación (y lo que implica esa relación) entre Jack, Victoria y Julia. El resto es sólo un vistoso adorno con algunas ideas originales de puesta en escena. Pero poco más.
Secuestro express Hay películas excepcionales y buenas. Hay películas regulares, esas que quizá tienen algún mérito para verlas. Luego están las malas sin salvación alguna y, finalmente, esa extraña categorización de película para pasar el rato. Son ese tipo de películas que no tienen originalidad, los guiones pueden rozar lo risible y se tornan previsibles hasta el punto que si nos perdiéramos diez minutos sabríamos qué va a suceder. Pero no se puede decir que sean necesariamente malas y tampoco regulares. Son pasatistas, sencillamente eso, a veces logran entretener y a veces no, pero responden a un formato industrial en decadencia. A esta categoría corresponde Contrarreloj, un director que conoce bastante bien el pulso de una película de acción pero que aquí parece acartonado por la autoconsciencia y la parodia. Imposible pensar a este estreno dirigido por Simon West de otra forma. La sinopsis se puede sintetizar de una forma muy sencilla: tras un robo frustrado, un ladrón súper listo, o al menos así nos lo describe la película, es capturado por la policía en el medio de un altercado con sus compañeros de equipo. El muchacho pasa ocho años en la cárcel debido a que se salva de una condena mayor quemando el dinero que poseía y luego sale, para encontrarse con que uno de sus compañeros se quiere vengar porque luego del altercado vivió una vida frustrante. Por lo tanto, su compañero, que con el pasar de los años parece haberse vuelto un malo de cómic, decide secuestrar a la hija del tipo que recién salió de la cárcel, pidiéndole un botín a cambio. Y es eso, no hay mucho más. Se puede decir que “cualquier trama se puede simplificar”, pero lo cierto es que en otros casos suele haber capas en el contenido de esa sencillez. Aquí no hay nada, es lisa y llanamente una superficie y no es que eso sea malo, pero si encima carece de originalidad y está ejecutada con torpeza, hay poco por lo cual acercarse a esta historia. En el medio de todo esto hay secuencias de persecución increíblemente confusas, unas sentencias insoportables del policía encarnado por Danny Huston (que parecen sacadas de las sobras de un policial negro) y un final que juega con el desenlace del personaje de Nicolas Cage aunque, sinceramente, a esa altura de la película poco importaba su destino. De hecho, lo más extraño es que el “súper ladrón” hace cosas bastante rústicas para ser un tipo supuestamente frío y calculador. En todo caso, una película que tiene una linda pelea final que roza lo ridículo y un montón de actores que hacen lo que pueden con el guión. Olvidable, pero inofensiva y quizá para pasar el tiempo. Nada más que eso.
Cuando más es mucho menos Voy a arrancar con lo obvio: es un desastre. Eso ahorra trabajo a quien sólo pretenda saber si la película es o no es buena. Un desastre chato y ridículo, casi inexplicable. Cuesta comprender la gestación de semejante estructura cargada de tantos fallos y yerros, en particular con tantas oportunidades que puede dar el talento que hay en juego. El objetivo de Proyecto 43 es, al igual que lo hacía V/H/S con el terror, enmarcar una serie de cortometrajes en una historia central, como una especie de antología. Los nombres incluyen a debutantes (Elizabeth Banks, James Duffy, Will Graham), algunos que en la comedia han dejado películas entre mediocres y regulares (Griffin Dunne, Brett Ratner, Steve Carr, Rusty Cundieff), otros que rara vez han pisado el registro (aquí nuevamente Ratner, aunque también James Gunn), prácticamente ignotos (Patrick Forsberg y Jonathan van Tulleken) y los más experimentados (Peter Farrelly, Steven Brill). A estos nombres se suman los de un elenco multitudinario de estrellas que pertenecen a otros registros o están entre los mejores actores de la comedia contemporánea, un elenco realmente soñado de nombres que no vale la pena poner uno por uno, pero que prácticamente no necesitan presentación. ¿El resultado de esto?: un desastre, aunque eso ya se dijo. Los gags parecen haber apostado por la incomodidad y la escatología, con algunas dosis de incorrección política. Pero existe un nexo común a todos los cortos y no es solamente que fallen en este aspecto, sino que también demuestran una incomprensión abismal del género, porque no hay forma de reírse de un personaje si su presentación es más bien escueta y pobre. Es así que puede surgir alguna risa espontánea en un determinado momento, pero todos los cortos son sumamente precarios. El más interesante por su registro es un falso comercial sobre trabajo infantil dentro de máquinas (¿?), dirigido por van Tulleken, quien al venir del registro documental logra un saludable contraste. Pero los demás son apenas atendibles. Hasta el Regador regado de los Lumiere tiene más gracia. Ya saben. Esto puede ser más interesante como curiosidad que como comedia. Poco, muy poco.