EPITAFIO EN 24 CUADROS Para su última e incompleta obra que fue finalizada de forma póstuma, marcando una sospecha sobre el tono lúgubre de algunos fragmentos, Abbas Kiarostami, director de joyas como Close up, apuesta por un film críptico y experimental que reflexiona sobre el cine al mismo tiempo que cierra de una forma poética su trayecto como realizador. Es esto lo que lleva a que sobrevuelen referencias a la ausencia y la muerte bajo la idea de este proyecto del director que murió a raíz de un cáncer de estómago en el 2016. Conceptualmente un tanto irregular más allá del lineamiento inicial que planteó el mismo director antes de su muerte, el film sin embargo conmueve desde el misterio que envuelven las imágenes una vez uno se sumerge en él. Sus 96 minutos pueden ser algo extenuantes por momentos, pero al igual que la mayoría del cine experimental, debe haber un receptor predispuesto a la experiencia antes que a la lectura de una narrativa tradicional. Pero, ¿en qué consiste 24 cuadros? Como dijimos, el film transcurre durante 96 minutos, que responden a los cuatro minutos en los que se capturan 24 escenas, por lo general desde un encuadre fijo (depositando su dinámica en el movimiento interno de cuadro) que representan distintas escenas. La primera es quizá la de mayor riqueza por su cercanía a la animación: el cuadro renacentista de Pieter Brueghel el Viejo, Los cazadores en la nieve, toma vida en distintos momentos poniendo en crisis la de representación de la escena y modificándola a través de los cuatro minutos correspondientes, acercándonos a la tesis que luego se repetirá en los 23 cuadros siguientes utilizando como modelo sus propias fotografías, la singularización de ese momento y sus respectivas modificaciones a lo largo de esa unidad de tiempo demuestra que más que un instante se trata de un proceso. Esta faceta teórica encuentra una réplica en que el cine son 24 cuadros por segundo (el número no es casual en absoluto), haciendo que el film tenga un anclaje teórico sobre el cual se han expresado numerosas veces teóricos del cine, la fotografía y la pintura. En este sentido el film gana una riqueza que va más en la competencia intelectual del espectador que en la obra en sí, algo que sucede frecuentemente en el cine experimental. Pero más allá de la los elementos teóricos que definen a 24 cuadros, también hay un espacio para dejarse llevar por las sensaciones que generan algunas escenas. Al estar basadas en fotografías (salvo la ya mencionada pintura) existe una devoción formal en la composición de la imagen, algo que se puede adivinar en la lectura que se puede hacer de los tercios y la proporción aurea que domina la mayoría de los encuadres. Esto incluso nos puede llevar a intuir cuál fue la fotografía de Kiarostami en base a la disposición de los objetos en el encuadre. El uso del blanco y negro en la mayoría de las escenas tampoco es casual ya que ayuda a resaltar líneas y figuras, algo que también utiliza como soporte al utilizar encuadres desde ventanas, rejas o puertas. Pero es quizá la construcción del fuera de cuadro a través del sonido el elemento más enigmático del film: a veces el sonido es protagonista de la escena a través de lo que ocurre en el encuadre (dándole sonido a las gaviotas, los cuervos o el oleaje, por poner algunos de los casos más redundantes en las escenas), pero en otros es utilizado para darle una dimensión mayor por fuera de ese encuadre con, por ejemplo, el ruido ambiente de voces, grillos, etcétera. En otros se utiliza la música y adquiere un extraño tono melancólico de escenas cotidianas, lo que está y lo que se fue. Es quizá en estos momentos donde se encuentran los puntos más altos de 24 cuadros. En definitiva un film críptico que cierra la trayectoria del autor iraní con una nota de amor al cine en el cuadro 24, donde vemos cómo un film de la época dorada de Hollywood finaliza mientras alguien duerme en una habitación oscura, rodeada de la inmensidad de un bosque que devora la escena con el sonido, antes de que aparezcan los créditos. La construcción simbólica de la escena para comunicar sobre la fugacidad del arte, la vida y la creatividad justifica al menos este segmento, en un film cuyas escenas no siempre son tan ricas en su contenido ni se alinean al concepto general que la atraviesa. Aun así, es un buen epitafio para revisitar la obra del director.
MOVIMIENTOS Y RUPTURAS En el cuerpo, de Alberto Maslíah, encara con singular destreza esta integración entre la danza y el cine, documentado con rigor como un proceso que va mostrando sus distintas facetas y dificultades, generando un híbrido saludable aunque por momentos un tanto errático al que la hora le resulta un tanto corta. Sin embargo, esa ligereza en la extensión, la banda sonora y la atención puesta sobre las coreografías lo hacen un relato cuyo concepto en torno a la más reciente dictadura cívico-militar no pasa desapercibido. Precisamente, es allí donde el film encuentra su elemento más subversivo y liberador ante lo opresivo de la temática sobre la cual profundiza. Más allá de las partes de danza que componen el guion sobre el cual se sostienen aristas sociales del proceso político que representa, se trata de un film al que podríamos dividir en dos a lo largo de todo su metraje: por un lado el exhaustivo proceso realizativo y por el otro el fruto de esos ensayos, la obra en sí. Esta división se encuentra trabajada desde la dirección con una elección estética frecuente en documentales donde se muestra el ensayo y luego la obra representada, el ensayo en blanco y negro con un registro directo del sonido y tomas largas, casi sin cortes, frente a aquello que es el producto de los ensayos. Allí, además de las danzas y las coreografías, juegan un papel importante la banda sonora en off, el montaje, los planos detalle e incluso hay referencias directas a subgéneros como el thriller de espías en partes como “persecución”. Sin embargo, todo este artificio no afecta la naturalidad con la que se da lo que vemos en los ensayos, con un grupo compacto que entrega con el cuerpo elementos que realzan la narración sobre la cual se sostiene el film. Al ver En el cuerpo, sin embargo, surge una pregunta y es si realmente el film encuentra el espacio en los ensayos para oficiar de antesala a cada una de las partes interpretadas que vemos en pantalla. Si bien no se puede negar el valor de estos documentos, lo cierto es que apenas resultan viñetas que aparecen aisladas, cuyo desarrollo es limitado y superficial. Vemos la problemática en torno a la utilización del predio, momentos aislados en que seguimos a algunos de los intérpretes y sus problemáticas (no es un detalle menor la apuesta inclusiva de miembros que se encuentran en sillas de ruedas) y la dinámica que se da en algunos de los ensayos, pero uno sospecha que esto escarba apenas la superficie de un proceso más rico que se intuye parcialmente fuera de campo. Esto da al film en su conjunto un tono de incompletitud que no afecta a las coreografías que se interpretan pero si a los elementos testimoniales que harían más rica la singular experiencia de realizar esta película. En todo caso, En el cuerpo no deja de ser una experiencia liberadora que más allá de un guion confuso nunca pierde la fuerza del subtexto que la atraviesa: el cuerpo como un elemento rebelde y subversivo ante el retrato de un periodo histórico gris y opresivo, dando una cuota de esperanza y un elogio de la danza.
REMEDIO PARA LA CLAUSTROFOBIA Rosendo Pérez, una figura prolífica de nuestro cine actual pero que aún permanece relativamente en el anonimato, merece ser con esta película confirmado como una de las voces más frescas e interesantes de la ficción local. Si en De caravana (2010) ya atisbaba su interés por decisiones formales y de guión audaces, personajes que en la superficie aparecen pintorescos pero cuya complejidad se va desmenuzando con naturalidad y un escape de los lugares comunes con que se etiquetan las historias que suceden en “el interior”, aquí Pérez aparece como un director consagrado que a estos recursos suma un uso virtuoso de los planos largos y la música. En Casa propia no se encuentra el tono ligero de su ópera prima, si no un relato asfixiante sobre la crisis de mediana edad en un personaje que debe remar no sólo contra un contexto socioeconómico que le resulta adverso, sino también con sus afectos y sus propios demonios. El resultado es un retrato íntimo que moviliza desde la cercanía y la incertidumbre, pero también con una esperanza solapada. Pero si se llama Casa propia no es sólo por una metáfora oculta librada al azar. El film lidia con el sueño de la casa propia pero ya no como un elemento alcanzable, sino como las aproximaciones a ese ideal desde otros espacios. En consecuencia Alejandro (Gustavo Almada, también coguionista), el profesor de literatura que es nuestro protagonista, visita departamentos en alquiler como un ritual que está lejos de ser consumado, buscando un espacio propio donde sentirse libre de las presiones cotidianas. Y no son pocas: a la rutina laboral en un colegio al que agrega cada vez más horas para tener un mejor sueldo se suma una relación compleja con su hermana y su madre, que se encuentra enferma de cáncer pulmonar y es con quien convive cuando no duerme en la casa de su novia, con quien también resulta tener una relación inestable. Cómo nuestro protagonista se ve increpado por esta realidad y la sobrelleva sin encontrar un lugar propio es el gran leitmotiv del film, que lidia con la impotencia de una situación que no encuentra cómo superar y lo lleva a caer demasiado bajo. El film toma una sana distancia para no expresar una simpatía uniforme por Alejandro – algo que sería polémico en función de la crueldad e inmadurez de algunos de sus actos- : así como en la introducción la cámara permanece fija siendo testigo de cómo el protagonista es rechazado, en otro momento un paneo muestra la acción en una habitación contigua para señalar los motivos de una posterior discusión con su novia e incluso se permite que permanezca fuera de campo para favorecer una vertiginosa elipsis que modifica el punto de vista al de su amigo. Hacia el final, Casa propia también toma la enigmática decisión de seguir la mirada de Marta, la madre de Alejandro, que hace cómplice al espectador para que reflexione sobre lo que viene inmediatamente después: la decisión del protagonista de finalmente alejarse de la casa de sus padres y alquilar solo. Es más bien desde la composición -planos cerrados en su mayoría o que tienen al protagonista aprisionado entre líneas que definen otras personas o estructuras, en particular tras la introducción- o algunos planos largos estáticos que tenemos un acercamiento a la simpatía que puede despertar el personaje, dando esa sensación de agobio y estrés. Inteligentemente el director se ahorra los juicios superficiales tanto desde la ejecución del apartado visual como desde los diálogos, dando un cierre ambiguo respecto a sus vínculos pero no respecto al viaje interior del personaje por alcanzar un espacio donde sentirse libre. En definitiva Casa propia nos enfrenta a la mole urbana cordobesa desde un retrato íntimo al que se le pueden cuestionar algunas decisiones formales, pero que sorprende por su naturalidad y por alejarse de las formulas dramáticas más convencionales. En algunos puntos encuentra similitudes con Respirar, de Javier Palleiro, en particular en la forma de abordar la crisis de mediana edad, algo que ronda fantasmal en varias películas del cine latinoamericano actual.
UNA NIÑA INQUIETA Vamos por partes. Bruno Dumont es un cineasta francés que puede resultar algo críptico y su puesta en escena siempre conlleva en el espectador un ejercicio activo de lectura e interpretación, comprometiéndolo desde un lugar más primario que el cine convencional, deconstruyendo la “perfección” del cine comercial, algo que ha mencionado en numerosas entrevistas. Esta búsqueda primaria de sensaciones desde un lugar despojado, a menudo trabajando con no actores, rompiendo convenciones, favoreciendo tiempos muertos -como lo hace en su película más lograda, La humanidad-, dejando a menudo errores ocasionales, parte de una necesidad de cuestionar los modelos de representación del cine mainstream, es decir, el que más se suele frecuentar en salas comerciales. Es una cuestión algo extensa pero sirve de preámbulo para comprender que estamos ante una obra que al menos se puede calificar como bizarra: Dumont adapta una obra de finales del Siglo XIX de Charles Peguy (1873-1914) sobre Juana de Arco, tomando su niñez, sus contradicciones y el impulso que finalmente la llevará en la adolescencia a iniciar su campaña bélica, manteniendo textualmente palabra por palabra, pero es en lo que aporta el cine donde la obra respira singularidad. Las tomas largas y estáticas, la naturalidad con la que la niña y la adolescente recorren el plano, el canto por momentos tan desprolijo como las coreografías que resultan cualquier cosa menos solemnes (basta ver a representación de San Miguel, por ejemplo), el humor como un elemento que sobrevuela el lenguaje gestual, antes que las palabras, hacen de Jeannette, la infancia de Juana de Arco, una rareza. A esto hay que sumar la musicalización de una banda avant garde como Igorrr -que atraviesa desde el pop más meloso y sintético de los 8 bits a la electrónica y el death metal o el hip hop, en síntesis, inclasificable- que lleva a momentos inevitablemente cómicos cuando la joven Lise Leplat Proudhomme (que interpreta a Juana de Arco como niña) comienza a hacer el típico headbanging metalero cuando se comunica con la divinidad. Es en su corporalidad que Dumont encuentra en la obra de Peguy elementos que le dan autenticidad a la protagonista, deconstruyendo la solemnidad del mito y planteando una visión de Juana de Arco libre y fresca. El asunto radica en que este ejercicio de visionado puede resultar extenuante tras los casi 100 minutos que implican trasladar la totalidad de la obra original, porque la idea sobre la cual está fundada la puesta en escena se agota. Por decirlo de otra forma: la idea y el concepto es en sí más atractivo que la obra en su ejecución, dejando la impresión de que al film le sobran minutos. No sucede lo mismo con La vida de Jesús o La humanidad (a pesar de tratarse de materiales originales) por mencionar sólo dos trabajos del director, que a pesar de contar con tiempos muertos uno intuía una búsqueda que complementaba el tono de la obra. Aquí eso no se encuentra presente por momentos, ya que se trata de un pastiche más estructurado al que se le notan las intenciones sobre el espectador. Sin embargo, no deja de ser un ejercicio notable que por pasajes entrega una experiencia fresca y joven, algo que también se puede rastrear en directores como el catalán Albert Serra.
CRUCE DE PARALELAS La voz del silencio es una película coral que comparte varios elementos con Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, una joya cinematográfica que prácticamente cerró el Siglo XX. Pero las semejanzas con el film de Anderson no se quedan en que es coral (un formato riesgoso y ambicioso que pocos directores han sabido dominar con destreza y que data de finales del ´30), sino también en la inminencia de un evento extraordinario. Mientras que en Magnolia era una lluvia de sapos aquí es un acontecimiento astronómico, la luna roja. Pero las semejanzas se terminan ahí, La voz del silencio es un film más desprolijo e irregular cuyas expectativas van degradándose progresivamente hasta quedar en muy poco, asemejándose más a bodrios como Vidas cruzadas, de Paul Haggis, que a la genialidad de Anderson. Esto es desafortunado, en particular porque el escenario de San Pablo, esa mole gris que pinta el director brasileño Andre Ristum, es tan desolador como expresivo y se merecía una historia de este cariz. Como es de esperar de una película coral La voz del silencio entrelaza varias historias. El hogar de una madre negada y con trastornos psiquiátricos junto a su hija que trabaja en un cabaret y aspira a ser cantante algún día, un anciano solitario que se encuentra al borde de la muerte, una madre soltera que cría a su hijo mientras intenta salir airosa en su trabajo, un empresario que se evade de una tragedia a través del sexo y el acoso, un laburante que busca sostener dos trabajos y al mismo tiempo cumplir el sueño de terminar una carrera y un telemarketer que se encuentra atravesando una crisis laboral y personal que lo confronta con su pasado. Si leyeron esto se darán cuenta que La voz del silencio derrama tsunamis de drama con sólo leer el conjunto de partes involucradas en la historia. El título da el hilo para comprender la temática que entrelaza estas historias: la falta de comunicación, la angustia y la falta de empatía en las grandes ciudades. El problema es que la temática termina devorándose a los personajes y al mismo escenario de la ciudad, dejando apenas un mapa fracturado de escenarios sin personajes definidos. Lo que es peor, el film padece de elementos ridículamente forzados para poder hacer que estas historias colisionen y se encuentren: los casos más resonantes implican la pérdida de un chico y un asalto a un restaurante tras una confrontación en los minutos previos. El montaje favorece esta noción de narración fracturada, apostando frecuentemente a momentos aislados con los cuales el espectador arma el rompecabezas en su cabeza, en particular en la introducción. Esto es astuto e intrigante pero una vez que se arma el rompecabezas y llegamos al final de las historias, lo que vemos está lejos de ser interesante. En síntesis La voz del silencio tiene algunos elementos interesantes, la uniformidad del reparto tiene talento en figuras como los argentinos Marina Glezer y Ricardo Merkin, además del trabajo notable de los brasileños Marieta Severo o Claudio Jaborandy. La mirada sobre San Pablo entrega algunas imágenes notables entre los embotellamientos asfixiantes. Sin embargo, la ambición le pesa como un lastre narrativo que lleva al film a ser apenas regular y olvidable.
CONVIVENCIA FORZADA Coexister o, como fue horriblemente traducida, Dios los cría y ellos…, pertenece a ese segmento de comedia popular francesa e italiana que sabe llegar a nuestros cines bajo las mismas variables de previsibilidad, más allá de cambios de nombres en elencos y directores. Son fórmulas probadas, a menudo anacrónicas, que descansan en estereotipos y una bajada moral conservadora que permite ordenar la narración. Tan es así que puede resultar que una película que esté terminada en todos sus arcos narrativos a los 50 minutos, necesite al menos 90 para terminar de redondear su mensaje torpemente, aburriendo en el proceso por la redundancia y repetición de situaciones. Aun así, es en cierto vigor de la dirección y algunas señales de incorrección que encuentra sus puntos más altos, aunque estos sean apenas las tierras yermas de un enorme pantano. Un productor musical (encarnado por el mismo director Fabrice Eboué) debe buscar a un imán, un rabino y un cura para formar una banda lo suficientemente convocante para llenar un estadio con sus hits sobre la fe y la convivencia pacífica. El asunto de por qué lo hace es en sí un chiste que hubiera funcionado si ese grado de absurdo se hubiera mantenido a lo largo de toda la comedia. En lugar de eso, el asunto de que ingrese a una reunión y el desafío se le presente casi como un tropiezo y malentendido queda aislado como uno de los pocos buenos gags que entrega la comedia en los primeros minutos. Lo mismo ocurre con la incorrección al diseccionar la escena musical actual, cuya virulencia no se traslada a las religiones que retrata en el film. Estas inconsistencias, que en otras comedias podrían pasarse por alto, aquí cobran relevancia por la irregularidad de la segunda parte. Seamos claros, dado el film al que nos enfrentamos, sabemos desde la premisa misma que es lo que no va a funcionar entre los protagonistas, las rispideces que se pueden presentar y la necesidad de un arco para reorganizar este falso caos; la cuestión es ver cómo se resuelve. Gracias al vigor de la dirección (que abandona cierto estatismo formal de este tipo de comedias), el registro clipero que parodia y alguna cuota de humor ingeniosa –el accidente del rabino que lo retira de impartir su oficio religioso es uno de los buenos aciertos- la hacen un film entretenido. La redundancia en la última media hora para cerrar cuestiones que aparentemente no podrían quedarse en la mera tensión (el mensaje, siempre el mensaje) hace que todo resulte más soso y aburrido, dejando un mal sabor de boca al final. Dios los cría y ellos… queda como una película anecdótica más de nuestra cartelera, mientras anhelamos las mejores comedias de esos países, que en general quedan circunscriptas a festivales independientes. Una pena.
TOCAR FONDO La imagen más resonante de Respirar a lo largo del film es la de Julia, interpretada por María Canale, luchando desesperadamente por salir a flote en un océano para poder respirar. Precisamente, esta imagen pesadillesca recurrente, con una carga simbólica que es análoga a la vida de la protagonista, se repite y hace del film una montaña rusa emocional donde los altibajos se internan en la intimidad de este personaje. Es este camino lo que hace al film de 72 intensos minutos una experiencia de choques, evasiones y contradicciones del micromundo de Julia, que parece derrumbarse en el medio de una crisis personal. Y se trata de una experiencia satisfactoria, en parte por la solidez actoral y en parte porque evade las salidas fáciles, dando una protagonista compleja, tanto por lo que muestra como por lo que oculta. El relato nos pone inmediatamente en la piel de Julia, que se despierta bruscamente por la noche agobiada por las pesadillas, momento en el que descubre que está embarazada de su ex marido. Cuando los estudios médicos confirman lo que ocurre, ella trata de encontrar una solución mientras busca la forma de hacer pie en su nueva vida de soltera, volviendo a las búsquedas de su carrera profesional como arqueóloga. Pero la película, que así suena algo simple, en realidad se construye desde las evasiones, los engaños y las pérdidas que eso conlleva, ya que la perspectiva de Julia es un juego de cajas chinas y sus inseguridades llevan a la narración en un trayecto laberintico que se hace cada vez más sofocante. En cierto sentido, Respirar es un film sobre aceptar la pérdida y aceptarnos a nosotros mismos en los momentos de crisis, algo que a veces puede sonar a patraña de autoayuda pero que ejecutado con la solvencia de Javier Palleiro -en su ópera prima- resulta refrescante y vitalizante. De alguna forma hace referencia a que cuando está todo perdido, también está todo por ganar. Afincado en el rostro aturdido de Julia, el film no se aleja de su ansiedad e incertidumbre. Una de las secuencias más memorables tiene a un grupo de médicos fuera de cuadro detallando el proceso del aborto y las condiciones en que se da -recordemos que la acción transcurre en Uruguay, donde se encuentra legalizado-, mientras vemos un primer plano fijo de la protagonista asintiendo. Las palabras se van tornando difusas e inentendibles -gran trabajo del sonido- y en el momento entendemos la complejidad de Julia y cómo su decisión resulta un tanto más compleja de entender, a pesar de la seguridad que habíamos visto unos minutos antes. Esta secuencia, que prácticamente define un personaje en minutos resulta de una notable economía narrativa. En otros casos el subrayado es más forzado y no logra la misma naturalidad: algunos diálogos de Julia con su padre suenan endebles y secuencias como la de la plaza parecen estar para reforzar elementos de la protagonista que ya se intuyen -en particular, la idea de pérdida-. Con una mirada original y fresca, un guion sólido y actuaciones que se ajustan al clima claustrofóbico del film, Respirar resulta una senda de 72 minutos que plantea más preguntas que respuestas pero que, sin embargo, no descarta la esperanza.
NOSTALGIA ROBÓTICA Mazinger Z es una creación de Go Nagai (1945), una de las figuras monumentales del manga y animé que ha contribuido al conocimiento de esta expresión oriental en occidente. Indagar en la vasta mitología que tiene su obra resulta inabarcable -e innecesario- para este artículo, pero hay que mencionar cómo su nombre cobra este año una enorme relevancia gracias no sólo al estreno que nos ocupa por la celebración de los 45 años en que apareció el manga original (el manga de Mazinger Z apareció en 1972, pero el estreno en Japón de este film fue en el 2017) sino también por el estreno de Devilman crybaby en Netflix, que resultó en una de las mejores incorporaciones del gigante de streaming. Hablar ya de por sí sobre el universo que construyó Nagai en torno a Mazinger Z resulta extenuante por las numerosas secuelas que se dieron a lo largo de los años: Great Mazinger, Grendizer y Mazinkaiser han abierto un enorme abanico de personajes interrelacionados en el mismo universo y, dado que se trata de un homenaje, Mazinger Z Infinity hace numerosas referencias a la integridad de la saga. Lo bueno es, sin embargo, que a pesar de la nostalgia que puede despertar en aquellos que conocen todos los detalles de la serie, el film funciona sin que tengamos conocimiento previo de la saga original. Mazinger Z Infinity no se toma respiro para dar lugar a la introducción, donde vemos al Great Mazinger en todo su esplendor mostrando su amplio catálogo de ataques en una secuencia vertiginosa, una batalla desigual que no sólo exhibe las fortalezas del aspecto visual de la película sino también sus puntos bajos. La acción resulta comprensible a pesar de la velocidad en que ocurren las muchas explosiones y ataques que son anunciados para regodeo de los fans, pero el 2D y el 3D no siempre parecen convivir de la forma más adecuada. La profundidad del campo donde se mueven juega confusamente con las dimensiones de los personajes y la iluminación provoca extrañamiento porque parecen siluetas recortadas sobre un fondo al que no parecen pertenecer. Esto se repite ocasionalmente en otros segmentos, pero afortunadamente no resulta una constante como para que no podamos disfrutar del dinamismo del film dirigido por Junji Shimizu, que demuestra tener la espalada para hacerse cargo del proyecto. Esta parte inicial que tiene como protagonista a Tetsuya Tsurugi, el personaje central de Great Mazinger, da pie al protagonista indiscutido de la saga en su integridad, Koji Kabuto. Pero ahora se encuentra retirado, en el pacífico papel de un científico que utiliza los beneficios de la energía fotónica para mejorar la calidad de vida de la humanidad. Como es de esperarse, este retiro no durará demasiado ya que el descubrimiento de un enorme robot semejante al Mazinger y la reaparición del Dr. Hell tras diez años de paz lo pondrán a prueba nuevamente en el campo de batalla. El film de Shimizu con el guión de Takahiro Ozawa gana cuando reformula el espíritu de la serie original de forma incondicional, sin que ello implique apelar a la nostalgia o replicar algo que ya se vio en la obra original de Nagai. Entre las batallas, el humor un tanto zonzo, el erotismo solapado y absurdo, la utilización de los diseños robóticos originales y los coloridos y maquiavélicos antagonistas se encuentra su fortaleza. Cuando intenta abrirse de ese campo para darle mayor densidad al argumento flaquea, con largas explicaciones pseudocientíficas sobre dimensiones alternativas que en definitiva son una excusa para plantear el escenario maniqueo sobre el que se planteaba la serie original: es difícil buscar en el animé un prototipo de héroe más perfecto y simétrico que el de Koji Kabuto y lo mismo su antagonista, el Dr. Hell y sus secuaces, que en definitiva plantea toda su destrucción desde un lugar de poner a prueba a la humanidad. Hay que decir sin embargo que esta densidad no está del todo desaprovechada: el Dr. Hell plantea algunas líneas sobre las fallas de la humanidad para abrazar los tiempos de paz y el motivo de existencia de Kabuto como un arma con un solo propósito de vida, que resuenan y dan vitalidad a los personajes del film. En definitiva Mazinger Z Infinity se disfruta desde la ingenuidad pero también desde la enorme vitalidad que ha permitido que una saga creada en 1972 continúe dando que hablar en el campo del cine. Después de todo, ¿quién no ha fantaseado con robots gigantes alguna vez después de ver esta serie o algunas de las numerosas obras que abrazaron su legado?
HISTORIA FRAGMENTADA La ópera prima del realizador chileno Alvaro de la Barra es un trágico y personal documento, que en su por momentos errática maraña de testimonios encuentra su rumbo en un epílogo tan contundente como emotivo que lleva a repensar la totalidad del documental. La crisis de identidad del realizador, que también es el protagonista de esta singular odisea por recuperar sus orígenes, nos envuelve sin apelar a golpes bajos, siguiendo un relato uniforme en off que a menudo suena con una certeza que se resquebraja en las imágenes. La razón es sencilla: la seguridad de la voz, los hechos, los datos, se contraponen con las miradas perdidas, los ojos lacrimosos, en síntesis, las variadas emociones por las que atraviesa De la Barra al reconstruir su historia desde las voces de la gente que ha conocido a sus padres. Uno puede intuir pudor pero también humildad al no exponer sus emociones subrayando lo que ya se describe a través de los testimonios y sus reacciones, algo que lo hace más espectador que protagonista del relato. Venían a buscarme narra la vida de Alvaro, que nació un mes antes del infame golpe de estado que derrocó a Salvador Allende en el año 1973. Este dato es clave porque sus padres fueron militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), defensores acérrimos del gobierno de Allende y, por lo tanto, buscados incansablemente por la junta militar encabezada por Augusto Pinochet. Eventualmente sus padres son asesinados a disparos en una emboscada, justo cuando las fuerzas militares iban a buscarlo al jardín de infantes donde se encontraba, llevando a que tenga que permanecer en la clandestinidad, de mano en mano, hasta que finalmente logran exiliarlo. El pequeño Alvaro crece con un padre sustituto que resulta ser su tío, Pablo, en Venezuela y luego, en su adolescencia, emprende su camino a Francia. Siempre conservando la foto de sus padres. Una vez es reconocido por la Justicia chilena como su hijo, decide volver en democracia para reconstruir su historia, para darle forma a los rostros de las fotografías. El proceso es doloroso y extenuante, no sólo por el testimonio de un pasado familiar que le resulta ajeno por el paso del tiempo y la distancia, sino también porque se expone a los detalles de la muerte de sus padres y la intriga de una posible entregadora. Esto le da vigencia a las heridas, sin poder terminar de cerrar la cicatriz a pesar del paso del tiempo, pero logrando una superación al ir uniendo las piezas del complejo rompecabezas de su identidad, la razón de su retorno a una Chile en democracia. El film no sorprende desde lo formal, se sostiene sólidamente en el marco que da lo testimonial, buscando naturalizar el encuentro con un pasado ajeno a Alvaro. Por momentos esto se sostiene con desprolijidad y resulta un tanto errático, algunos de los testimonios no resultan enriquecedores para su historia personal pero, en otros momentos se agradece esta desprolijidad que termina en momentos de humor involuntario: al internarse a los cimientos del que alguna vez había sido su jardín de infantes, ahora ruinas en el proceso de la construcción de una lujosa torre, el relato de la que fuera una docente del establecimiento se ve interrumpido por un capataz al que no se le había consultado que podían pasar a la construcción. Este quiebre en la narración fluye de la misma forma que el llanto y el abrazo de otro sobreviviente, en un momento en el que no puede continuar con el relato de lo que implica la pérdida. Sin embargo ningún segmento tiene la contundencia y sutileza, al mismo tiempo, que el doloroso epílogo: rara vez tres fotografías y un relato en off pueden conmover de una forma tan visceral como lo hace este documental, reflexionando a través de figuras fantasmales sobre el dolor de la ausencia.
TETRA CON SODA Mientras uno ve esta película, casi se desliza una posible forma de que sea más disfrutable: olvidar, desaprender, borrar de la memoria todo relato dramático en cualquiera de sus formatos, incluso aquellos más vulgares como telenovelas o cualquiera de sus esbirros. Entre viñedos de Cédric Klapisch es sosa y previsible, con personajes tan complejos como un tetra brick, pero de alguna forma es a través de sus encuadres que entendemos que esto no es un melodrama televisivo. Y sin embargo esa salvedad no alcanza para enmascarar un relato sin vuelo y prolijo, pero en el peor de los sentidos posibles, aquel que se refugia en la mediocridad para no apostar a un mínimo riesgo. Tampoco ayuda demasiado que estemos frente a un film de 113 minutos al que todo lo que mencionamos anteriormente le afecta porque casi podemos visualizar el final en el minuto 20. En definitiva, la crítica podría terminar acá porque este primer párrafo anuncia lo que pienso de la película con la misma efectividad que esos primeros 20 minutos anuncian el final de Entre viñedos. No hay sorpresas. Pero bueno, quienes quieran seguir leyendo deberían saber que la película cuenta cómo tras diez años de ausencia, Jean (Pio Marmai) vuelve a la finca de su padre tras hacer un viaje de mochilero y dar la vuelta al mundo. El motivo de su retorno es que éste se encuentra gravemente enfermo, pero la reunión con sus hermanos está cargada de afecto y rispideces porque, bueno, si te fuiste tanto tiempo a recorrer el mundo y apenas diste noticias de tus viajes tiene lógica. También lo tiene si en ese lapso no llamaste cuando murió tu madre. En fin, a pesar de todo Juliette (Ana Girardot, que se la puede ver en la interesante Les Revenants) y Jeremie (François Civil) terminan conviviendo y compartiendo sus diferencias, encontrando que es un lazo más fuerte que el paso del tiempo (y si eso suena cursi, es porque la película en verdad lo es). Como es de esperarse, el proceso de la producción del vino cumple un papel fundamental en este vínculo, ya que es la marca y el legado que les ha dejado su padre, algo que vemos sobre explicado en reiterados flashbacks. Esencialmente ese es el drama, en el transcurso del film vemos cómo los hermanos deben enfrentarse a distintos escenarios: Jean dejó su familia en Australia y aún no puede definir su relación, Jeremie está casado pero tiene serios problemas de convivencia con su suegro, que resulta un tanto invasivo, y Juliette, bueno, en los primeros minutos parecía tener una subtrama romántica pero por alguna razón eso no se desarrolla nunca y aparece, en un reparto de personajes chatos, como el subsuelo. En definitiva, resta sumar más palabras, Entre viñedos no es una película horrorosa pero atravesar sus 113 minutos se hace una tarea titánica. No hay en esta enorme vacuidad fílmica demasiado para rescatar, salvo una leve instrucción en torno al mundo vinícola, del cual ya hay mejores referentes en el cine.