LA PRESENCIA INVISIBLE El duelo es la piedra basal de esta comedia dramática israelí que logra un improbable balance entre el dolor, la risa y el comentario social con notable efectividad. En su ópera prima, Asaph Polonsky se muestra lo suficientemente seguro como para que las irregularidades del relato no vulneren sin embargo una propuesta fresca, con un trabajo sólido de Shai Avivi. El eje del relato es Eyal (Avivi), que junto a su esposa Vicky (Evgenia Dodina) se encuentran en el proceso de readaptarse a sus labores habituales tras la semana del shiva, un proceso del judaísmo que forma parte del duelo tras la pérdida de un familiar cercano. En este caso se trata de su único hijo, Ronnie, una presencia que a lo largo del film sólo se menciona pero que se encuentra omnipresente a través de Eyal y Vicky. El asunto es que tras el shiva el escenario continúa siendo triste y melancólico para la pareja, ya sea a través de las evasiones de Eyal o la aparente actitud mecánica de Vicky. Uno de los problemas que se cierne sobre el film en su conjunto es que se focaliza en el retrato del primero, permitiendo que Avivi se luzca, pero el retrato de Vicky aparece más desdibujado cuando en verdad hay algunas pinceladas de su personaje que nos permiten comprender el dolor que se encuentra atravesando con una sorpresiva contundencia que, en el caso de Eyal, no la vemos. Pero donde realmente se luce Avivi es cuando logra balancearse entre el drama y la incomodidad para lograr un momento que a menudo termina siendo cómico involuntariamente. Los rituales obsesivos, una actitud cansina y el cinismo con el que lo vemos inicialmente mantiene una progresión que dialoga con el tono esperanzado del final. Denominado como el “Larry David israelí”, el actor tiene en sus gestos y la forma de sobrellevar los diálogos mucho en común con el veterano protagonista de Curb your enthusiasm. Luce en su interacción con Zooles, el personaje interpretado por Tomer Kapon, que por momentos se asemeja demasiado a una caricatura y con el cual pueden verse algunos momentos lúcidos, pero también algunos que sobran o redundan en un guión que se torna previsible apenas pasada la media hora. No ocurre de la misma forma con el personaje de Vicky: la última secuencia en el consultorio odontológico es particularmente intensa por el subtexto que sobrevuela en la escena, escuchamos a las dentistas dar órdenes de cómo procesar el arreglo dental en curso, pidiéndole que abra y cierre la boca numerosas veces. Esta actitud mecánica de sobrellevar una cura tiene su analogía en el proceso del shiva, contextualizado en el duelo que esa madre sobrelleva tras la muerte de su hijo. Otro cantar es el uso de desplazamientos de cámara invasivos que van del primer plano al primerísimo primer plano con la intención de shockear, descuidando la ya de por sí fuerza dramática de lo que la escena expone. A veces menos es más. Una semana y un día está lejos de ser un film novedoso en cuanto al tópico que trata y las interacciones que se construyen, pero resulta fresco en la forma que lo atraviesa. Además cuenta con un elenco prolijo que sobrelleva el registro con la solvencia que necesita su director que, a pesar de ser su ópera prima, filma algunas secuencias con una seguridad que sorprende, en particular gracias al peso que le da a los planos largos en la narración. Irregular y con algunos momentos que aportan poco, el film de Polonsky es sin embargo una apuesta que deja una sonrisa ante un tema sombrío.
CONVIVENCIA FORZADA La principal virtud de esta comedia dramática colmada de convencionalismo radica en la química actoral que logra el triángulo conformado, no desde lo romántico sino desde lo interpretativo, por Catherine Deneuve, Catherine Frot y Olivier Gourmet. Actores que se han ganado un espacio de prestigio y que cuentan con ese encanto que da la experiencia, en parte por la autoconsciencia que cae tanto sobre el espectador como desde el realizador y el mismo intérpretes. Pero hasta aquí no hemos añadido nada demasiado novedoso para alguien que haya visto al menos Los paraguas de Cherburgo, La cena de los tontos o algunas de las obras más memorables de los hermanos Dardenne. Son tres intérpretes que lucen con la gracia y el carisma que a esta película le falta, porque más allá de contar con un elenco de lujo el resultado es soso, previsible y las casi dos horas que transita el film se hacen eternas por decisiones formales que toman distancia con la sensibilidad que necesita el relato y una superficialidad notable en algunos diálogos. La película nos pone en la piel de Claire (Catherine Frot), una partera que trabaja en una pequeña maternidad, llevando una vida estable que la aparición de Beatrice (Catherine Deneuve) vendrá a remover al apelar al pasado que las dos comparten. Este es el eje del film, aunque la crisis del personaje de Claire también está enmarcada por el eventual cierre de la maternidad y una serie de cambios en la relación con su hijo, al que crió como madre soltera. La tensión no tarda en darse ya que Beatrice es la ex amante de su padre y el chivo expiatorio de Claire para explicar su posterior suicidio cuando lo abandonó, además de tratarse de mujeres radicalmente opuestas en su forma de pensar. Sin embargo, las circunstancias las llevarán a tener que convivir forzadamente, algo bastante común en las buddy movies. Digamos que por si fuera poco material para un culebrón, sumemos que Beatrice está muriendo de cáncer intentando sostener una vida para la cual ya no es solvente, procurando mantener un nivel al que ya no puede acceder. El encuentro parte de la necesidad comunicar a alguien que se está muriendo y reconciliarse con su pasado, mientras que Claire se encuentra navegando un presente lleno de transiciones y cambios. A priori la propuesta es atractiva, el problema radica en que su ejecución apuesta al diálogo de una forma previsible y excesiva, apelando a la tradicional estructura del plano/contraplano en un film en el que las emociones y la forma en que se comunican esas emociones es fundamental. El resultado es endeble en este aspecto y la escasa riqueza visual lleva a empobrecer la propuesta y hacer que aparezca un melodrama televisivo con actores que se encuentran en otro registro. Por otro lado, en un film que aborda temas de una densidad tan compleja (a veces exitosamente, eso hay que reconocerlo) sorprende la superficialidad de diálogos como el que se da hacia el desenlace en una moderna clínica de maternidad a la que Claire va a solicitar trabajo: la torpeza en su ejecución recuerda a la ficción que podemos ver en la televisión local cuando se pretende instalar un “mensaje”. En definitiva, El reencuentro es una película intrascendente con un elenco que rescata con su química algunas secuencias, pero termina resultando extensa y, debido a carencias visuales y un guión que se apoya demasiado en convencionalismos, resulta en personajes bidimensionales en una trama que, a priori, prometía.
EL AMOR Y LA FURIA Un momento de amor, de Nicole García -figura del cine francés más reconocida como actriz que como directora-, arranca con una pésima traducción -inexplicable cómo Mal de piedras se convierte en Un momento de amor-, y continúa confirmando desde su estructura dramática todos los prejuicios que se pueden tener hacia el cine qualité europeo. Esto no quita una mirada femenina audaz a pesar de sus clichés visuales y un relato que hace de las dos horas una larga jornada hasta los últimos veinte minutos del desenlace, que procuran atar todos los cabos sueltos que abre el enorme flashback. Su convencionalidad narrativa y un apartado visual prolijo que entrega escasas secuencias memorables hacen de esta película un film poco atractivo al que, sin embargo, la actuación de Marion Cotillard sostiene con estoicismo a pesar de las irregularidades. Gabrielle (Cotillard), se encuentra junto a su marido José (interpretado por Alex Brendemuhl) llevando a su hijo a un concurso de piano en Lyon. Repentinamente ella tiene una corazonada y abandona el coche, anunciando que los alcanzará luego. Este es el pie que abre el enorme flashback que esencialmente describe cómo se llega a ese punto y el porqué de esa decisión. Y aquí está el primer problema del film: el peso de lo que ocurre no termina de justificar casi una hora y media de un relato que, de no ser por alguna elección visual, podría confundirse con un melodrama televisivo soso y previsible. García nos pone inmediatamente en la sensibilidad de Gabrielle, que parece tener algún problema para contener sus emociones, algo que la familia se apresuró a diagnosticar como locura tras una malograda fiesta en el pueblo, donde no fue correspondida por su profesor. Su madre, interpretada por Briggite Rouan, arregla entonces un matrimonio con un muchacho trabajador al que cree “correcto” (José), desencadenando una relación arreglada condenada al desamor. Naturalmente, al situarse en los cincuenta, existe una lectura arcaica sobre la mujer que hace que necesite un “macho” a su lado, algo que la película da a entender a través del personaje de la madre. Sin embargo, la forzada convivencia se ve interrumpida por una enfermedad en los riñones (de aquí el título original “mal de piedras”) que la lleva a ser internada en un sanatorio hasta su eventual cura. Allí conoce a un teniente (interpretado por Louis Garrel) con el que tiene un apasionado romance que le permite evadirse de las presiones de su vida, pero su cura lo alejará de este amor, del que no recibirá ninguna respuesta a pesar de haber acordado volver a encontrarse. Las piezas que faltan en este rompecabezas son el giro del desenlace, que da respuestas pero termina siendo torpe en su ejecución. En definitiva, Un momento de amor es un film que ingresa en esa cuestionable zona del cine “arte” más sobrevalorado, aquel que se escuda en temáticas densas que, cuando se van deconstruyendo, terminan dejando sabor a poco debido a la vacuidad narrativa y un clasicismo que desde su convencionalidad termina aburriendo por su linealidad. No pueden negarse algunas pinceladas de talento en, por ejemplo, un plano largo que funciona como elipsis en el momento en el que crece el hijo de Gabrielle, o la sequedad de algunos diálogos que se desarrollan con sutileza, en particular aquellos que se dan con la madre de Gabrielle, uno de los focos de conflicto mejor resueltos. Sin embargo, se trata de un estreno esencialmente olvidable.
UNA PELICULA PEQUEÑA Seré breve respecto a Todo para ser felices, una película que si uno tuviera que definir, diría que es una comedia dramática sobre un egocéntrico con crisis de mediana edad que, además, se encuentra atravesando una crisis creativa como productor musical. Lo cuenta con la solvencia necesaria para que sigamos una historia que, a pesar de su escaso vuelo formal y los clichés que sobrevuelan, pueda llegar a interesar porque no ofrece ninguna respuesta y, cuando parece ofrecerla, plantea una nueva pregunta. Después de todo, es de sentimientos de lo que habla y un tono demasiado aleccionador o moral podría hacer de esta comedia un auténtico desastre. Ahora bien, lo interesante de un film así, al que ya hemos definido, radica también en saber ver lo que sobrevuela y la forma en que se aprecia: es bastante común definir a estos largometrajes como “pequeños”, un rótulo que en su ambigüedad y falta de rigurosidad merece ser un punto sobre el que problematizar. Sí, tiene mucho de la medianía que suele verse en dramas de 5, 6 ó “buena”, o cualquiera sea la nota que lleve la película en cuestión, pero es esa medianía lo que merece una explicación y este film es un buen ejemplo. En la película dirigida por Cyril Gelblat la cuestión radica en poner el punto de vista sobre Antoine (Manu Payet), un lugar incómodo ya que el protagonista se mueve con holgura generando situaciones incómodas. Por momentos, cuando cambia el punto de vista al de, por ejemplo, sus hijas o su ex, Alice (Audrey Lamy), uno puede sentirse algo estafado por el film. En una secuencia hacia el desenlace, cuando un Antoine que ha hecho algunos cambios a su vida se encuentra intentando recuperar el amor de su ex, se intercala en paralelo una secuencia donde vemos a sus hijas celebrando el retorno de su padre como baterista y a Alice, que se había mantenido reticente a verlo, acompañando de forma entusiasta la escena mientras en la sombra mira su actual pareja y novio. Esta arbitrariedad tiene relevancia porque el film juega a engañar al espectador: si no se jugara con las expectativas de Antoine tanto como con las del espectador, la secuencia sería completamente innecesaria. La forma en que se construye la escena y la música de la banda de Antoine en primer plano juegan con esta preconcepción. El film adquiere así un carácter omnisciente algo engañoso: sólo cuando sea conveniente nos va a poner en los zapatos de Antoine, como si se tratara de un recurso narrativo. Ahora bien, esto no sucede solamente en Todo para ser felices, pero es una de las cuestiones que hacen a que la película sea “pequeña”. Lo de “pequeña” también parece estar dirigido al escaso riesgo en los recursos formales: por decirlo de otra forma, el director no se aleja demasiado de lo más llano de la televisión diaria para poner en escena su drama. Los planos largos son poco frecuentes y la percepción que tenemos sobre el otro es sobre lo que mejor aplica algún recurso el director. Durante una secuencia en el circo, el desenfoque y la profundidad de campo hacen que entendamos la relación entre Alice y Antoine. Y esto es lo único que se aleja de la solvencia narrativa que, sin embargo, no deja de ser una virtud cuando es ejecutada con inteligencia. El asunto es que cuando problematizamos en torno al uso de un rótulo, es necesario poner en evidencia por qué se utiliza. El mérito recae esencialmente sobre la forma en que es llevado el relato: el personaje de Antoine atraviesa los grises necesarios para contar un relato maduro sobre una crisis de mediana edad, dándonos diálogos que suenan naturales y alejándonos de las manipulaciones ocasionales que hemos mencionado. Es esto lo que al final cuenta para que la película resulte interesante. En cierto sentido, lo peligroso de un rótulo como “pequeña” es asumir que existen también otros rótulos que, utilizados de una forma ligera, pueden llevar a un prejuicio erróneo sobre un film. Tan sólo basta recordar la palabra “tanque” o “pochoclera” para que nos espantemos con la liviandad (y sin embargo, con un peso enorme) que se utilizan estas etiquetas.
EL POETA Y SUS FANTASMAS El director chileno Pablo Larraín se ha transformado en una de las voces más frescas y saludables del cine latinoamericano por su versatilidad formal, tomando riesgos con una dirección que maneja la sátira, el drama y un sentido del humor algo solapado pero siempre presente. Con Neruda el director de No (2012) toma un paso audaz al retratar la figura del genial poeta chileno, pero en este caso el riesgo queda empantanado más allá de las buenas intenciones del realizador. El problema central radica en cómo lo representado estructura el relato de forma tal que se balancea entre un viaje introspectivo (el del poeta perseguido por su propia invención literaria) y el biopic, sin lograr que congenien, dando un relato confuso al que, sin embargo, no se le puede dejar de reconocer la formidable actuación de Luis Gnecco y, como se mencionó, la audacia de la propuesta. La base de Neruda es el diálogo, no entre las palabras que cruzan los personajes sino entre los mismos personajes. Al Neruda (Gnecco) perseguido por la obsesión de Oscar Peluchonneau (Gael García Bernal) los une el vínculo de depredador y presa, en los términos poéticos y existenciales que puede llegar a plantear Julio Cortázar en su célebre cuento El perseguidor. Esto da lugar a un film que más allá de sus virtudes técnicas no logra salir airosa del mejunje de géneros que terminan sumergiendo la historia, a menudo balanceándonos al thriller histórico con sus realemas de la época en que transcurren los hechos, para luego tornarse de un lirismo agobiante en su desenlace de western. Este mismo lirismo es recurrente en la persecución de Oscar, cuyo tono reflexivo en una asfixiante voz en off, por momentos nos hace olvidar lo que vemos en el encuadre. Son estos monólogos, que a menudo se valen de expresiones poéticas un tanto cripticas, lo que llevan al film a la risibilidad porque su tono de reflexión desvirtúa el rigor de thriller que por momentos maneja con holgura. Esto sin mencionar las dificultades al entregar un cierre donde el diálogo que mencionamos aparece subrayado hasta el hartazgo, abandonando toda sutileza. La trama política que atraviesa el relato y cómo las contradicciones del personaje son expuestas tiene en Larraín a un realizador que vuelve sobre la historia de su país y el imaginario que construye de una forma inteligente, aunque los resultados están lejos del brillante guión de No y el ritmo narrativo que lograba también en films como El club (2015), disolviéndose en una concepción barroca que no termina de cuajar para desarrollar a la figura de Neruda. En todo caso, sin embargo el film es un ejercicio notable por algunas de las pinceladas que entrega para describir a los demonios del laureado escritor chileno.
TERAPIA DEL DOLOR Un monstruo viene a verme no es una película fácil para ver: es una experiencia lacrimosa, dura y por momentos uno siente que el director quiere tocar todas las teclas para que terminemos lagrimeando y reflexionando una larga hora después de ver la película. La cuestión pasa por cómo la fantasía convive con el melodrama, a veces rozando los caminos de la autoayuda antes que confiando en el trazo alegórico que tiene el relato. Si recordamos ese gran clásico que era La historia sin fin (1984), también basada en una obra literaria, entenderemos por qué: en ambas hay una situación de duelo, niños sensibles con problemas de sociabilización y una fantasía que tiene un fin evasivo, algo que también exploró la gran El mundo mágico de Terabithia (2007), por poner uno de los muchos ejemplos. Sin embargo, aquí la fantasía aparece sublimada al profundo melodrama que encasilla la narración, siendo por momentos un elemento secundario para decir las grandes verdades emitidas por el personaje del “monstruo”, asfixiando por momentos el vuelo narrativo de las imágenes. Aún así, el film de Juan Antonio Bayona no deja de tener virtudes más interesantes que las que muestra en la sobrevalorada El orfanato (2007). Conor (Lewis MacDougall) es el protagonista de este film, que convive con una madre que se encuentra enferma de un cáncer avanzado, siendo al mismo tiempo objeto de burlas y desprecio por parte de sus compañeros debido a que pasa la mayoría del tiempo encerrado en su mundo. La tensión reinante en la casa por el deterioro de su condición y el malogrado vinculo con su abuela lo llevan a una crisis al mismo tiempo que, en paralelo, se le aparece un monstruo en sueños que personifica a un enorme tejo de aspecto violento y diabólico. La criatura con la voz del solvente Liam Neeson aparece para contar historias, prometiendo que una vez que ellas finalicen Conor tendrá que contar la suya y explicar su “verdad”. Es así que aparecen intercaladas dos notables secuencias de animación que, además de enriquecer el costado más lúdico de la narración con un sublime uso del color, tienen una finalidad alegórica que, desafortunadamente, aparecen explicadas. La tensión reinante y el acoso al que se ve sometido lo llevaran al enojo, la ira y la impotencia de no poder resolver las cosas. Como dijimos, con la excepción de la expresividad animada de los cortos intercalados, el film sublima la fantasía y la hace una pieza de la maquinaria del personaje para aceptar la mortalidad y la ausencia, un tópico que suele estar muy presente en el género fantástico. Se trata de un relato que es sobrellevado de forma exclusiva por el personaje de Conor y, dada la naturaleza del material, la forma en que conduce estoicamente a su personaje a través del relato emociona genuinamente, más allá de que el film nos lleve por algunos golpes bajos innecesarios. Lo de Felicity Jones en el papel de la madre de Conor es correcto pero quien realmente brilla es la abuela encarnada por Sigourney Weaver, haciendo de un personaje con el que podría caer fácilmente en la caricatura una criatura verosímil de la narración. Dijimos que cuando logra expresarse en imágenes Bayona es elocuente y tiene una sutileza que el relato no posee: el uso del color durante los cortos animados y la dirección de fotografía (uno de los aspectos indiscutibles de El orfanato) logra materializar la sensibilidad que la película necesita. Algo que se hubiera agradecido desde el guion. Un monstruo viene a verme es una película que cuando habla desde la sensibilidad y las imágenes logra conmover genuinamente, pero cuando aparecen las palabras y uno puede ver los hilos que sobrellevan al relato termina cayendo en los peores vicios del melodrama, algo que por suerte nos hacen olvidar las actuaciones y las pinceladas estéticas que atraviesan la historia de Conor.
MUSICA AMARGA Sonata para violonchelo, que implica el debut en la ficción como directora de Anna Bofarull, tiene en su haber el hecho de que engancha inicialmente, nos mete en el drama de la torturada mujer interpretada por Montse Germán, pero luego se disuelve en subtramas no resueltas y el cliché en el que caen muchas de las películas que profundizan su mirada sobre el artista desde la caricatura del solitario, triste y taciturno que por momentos nos hace verlos como seres distantes: una ficción amarillista que tiene su cuota de verdad pero que por la forma en que generalmente es llevada, cae en los vicios del estereotipo. La directora juega con una carta que le da humanidad a este aspecto irregular del film, la actuación de Germán y la enorme paleta de matices que ofrece. Esencialmente el film se focaliza en el personaje de Júlia Fortuny, la talentosa chelista interpretada por Germán, que se encuentra atravesando tanto una crisis personal como creativa. A esto se suma que le es confirmado el diagnóstico de fibromialgia, una enfermedad crónica asociada a dolores y alteraciones en el sistema nervioso que no tiene cura y de la cual poco se sabe, que amenaza con sepultar su carrera musical al impedirle seguir tocando. De sus encuentros y desencuentros con la enfermedad y cómo van erosionándose sus vínculos a raíz de su crisis personal es de lo que habla Sonata para violonchelo, zigzagueando estas cuestiones a lo largo de 107 minutos que terminan haciéndose extensos porque las subtramas y algunos personajes (un buen ejemplo es el ex marido de Julia) no aportan realmente nada. Sólo conducen hacia desenlaces previsibles que nos llevan a preguntarnos por la verdadera utilidad de gran parte del metraje de la película. Quizá sea el vínculo con su hija Carla (Ivana Miño) el mejor construido y sobre el cual se sostienen algunos momentos sólidos. Las actuaciones en algunos casos desentonan fuertemente con el nivel de Germán y algunas elecciones estéticas resultan un poco extrañas en el contexto de un film que hace de los planos estáticos su fuerte para mostrar el deterioro del personaje de Julia. Los ralentis que se reiteran varias veces al iniciarse el film y secuencias oníricas que en ningún momento están a la altura de lo que cuenta el relato son ejemplos de elementos que aparecen aislados y sobre los cuales no hay continuidad o progresión. Sin embargo, gana por su intensidad dramática el interés para seguir la historia de Julia más allá de sus irregularidades, convirtiendo a Sonata para violonchelo en una de esas películas que a pesar de tener algunos vicios televisivos pueden llegar a entretener un domingo a la tarde.
JUEGOS DE INTERPRETACION La figura femenina domina la escena de la misma forma que la simetría de los planos que destacan una arquitectura amenazante, acechante. De ello no hay dudas al observar este film de Gastón Solnicki, aunque toda esta puesta en escena fragmentaria, colmada de interrupciones y que deposita toda su confianza en la intuición a la que puede dar forma la ópera de Bela Bartok (El castillo de Barbazul) -que describe el subtexto del film-, termina cayendo en la autoindulgencia intelectual al llevar al filma a ser un sucedáneo de piezas aisladas cuya correlación en la edición parece más una arbitrariedad que el fruto del trabajo sin un guión establecido. Sucede que con una construcción donde la búsqueda no es del todo clara y el relato parece estar sublimado a un experimento sujeto a un proceso realizativo accidentado, todo queda atrapado en momentos de fotogramas a los que sólo podemos rescatar si los cargamos de un significado que responde más a la voluntad que a los méritos estéticos. ¿Por qué sucede esto? Porque al depositar toda su fuerza en lo no-dicho y lo que se intuye desde una ópera musical que da marco al film el resultado es ambiguo y confuso, ineludiblemente lineal para estar volcado enteramente a las sensaciones que pueda despertar la trama. Esto no quita la delicadeza de algunos segmentos y la belleza fotográfica de algunas secuencias -un buen caso es el plano final-, pero el contrapeso de una dirección confusa que desde la racionalidad más absoluta se pretende espontánea hace caer sus buenas intenciones. Podríamos profundizar en la lectura social que nos pueda ofrecer la disposición de los planos, los espacios donde ocurren las acciones aisladas o la definición de los personajes que aparecen en pantalla pero si de sensaciones hablamos, de lo que me genera, siento que estoy siendo indulgente con la sobrelectura de un espacio mucho más vacío de lo que aparenta.
PEQUEÑO CONFESIONARIO KITSCH Un grupo de financistas de distintas naciones organizan una de esas cumbres donde se toman decisiones que pueden afectar el curso de la economía mundial. Hay un imaginario construido en el cine, a menudo afirmado por los hechos y a menudo exagerado por la fantasía popular de lo que son estos encuentros en hoteles de lujo con salones blancos infinitos, arañas ostentosas, comunicaciones interoceánicas, trajes y vestidos lujosos y coches negros de escoltas de seguridad. Bueno, Le confessioni no hace ningún esfuerzo por modificar esto, es más, lo abraza y a menudo lo lleva hasta lo paródico sin ningún tipo de destreza narrativa, haciendo que el verosímil se vaya al diablo, en particular cuando se revela el asunto de cierta ecuación matemática. Nuestro protagonista es un monje italiano de una orden con votos de silencio que se encuentra enredado en el asunto porque el director del FMI, interpretado por Daniel Auteuil, siente la necesidad de hacer una confesión durante la cumbre. Los diálogos se suceden mientras nuestro monje es un testigo silencioso de los hechos hasta que sucede lo impensado: el director aparece muerto con una bolsa en la cabeza. Lo que era un encuentro pacífico termina convirtiéndose en un thriller de intriga silenciosa donde el halo de sospecha sobrevuela entre todos los presentes, sobre todo por la duda de si fue suicidio o asesinato. Como el último en verlo fue nuestro monje, todas las sospechas y los secretos dichos en la confesión resultan un misterio que no sólo quieren saber los miembros de seguridad sino también los cuadros más importantes que asistieron a la cumbre. El desarrollo de este thriller nos lleva finalmente a resolver el misterio para culminar en un maniqueísmo que no da lugar a ambigüedades, con malos demasiado malos cuya construcción como personajes es la necesaria para poder entregar el mensaje de que sólo los animales (más bien, un perro) y nuestro protagonista tiene algún rasgo humano. El elenco es redondo, la película es correcta desde el oficio del director e incluso logra entretener si uno la lee en una clave naif, atendiendo más a una fantasía digna de un libro de complots de Dan Brown antes que un thriller político con sus pies en la tierra, como bien se ha visto en la tradición de thrillers políticos de la década del ´70. Sin embargo, uno no deja de entender que la alegoría tiene un trazo grueso que carece de la sutileza de sus actuaciones, en particular el trabajo de Toni Servillo y el mencionado Auteuil.
UNA HISTORIA DE VENGANZA Al alejarse del paisaje suburbano de Buenos Aires, Campusano logra en este film algo que muy pocos cineastas nacionales han sabido profundizar desde la ficción: hablar de las desigualdades sociales regionales en el sur, particularmente en Bariloche, donde conviven los pueblos originarios con familias acaudaladas que hacen de la discriminación y la explotación una moneda corriente. El racismo, la homofobia y la desigualdad económica se encuentran en este relato con un intenso drama carcelario que deja entrever una veta humana que se aleja de los clichés y golpes bajos comunes al subgénero. Lo que se ve esencialmente es a un realizador cuyo crecimiento cinematográfico va ligado a profundizar sobre las luchas clasistas y la vida en los márgenes con su película más ambiciosa y barroca a la fecha, no sólo por su precisión visual sino por un guión hermético donde cada una de las partes suma al relato hasta su vertiginoso final. El protagonista es el Nehuén Puyelli del título, un joven mapuche que utiliza sus prácticas curativas y que se encuentra enredado en un homicidio del que se lo acusa injustamente. El motivo por el cual se lo encarcela es en realidad su relación con el hijo de una mujer de clase alta que no tolera el curso de este vínculo y hará todo lo posible para evitar que se vuelva a llevar a cabo. Yuxtaponiéndose el drama carcelario con el entorno social que define a Nehuén, los atropellos de la clase alta y la vida de un reo en busca de redención que creará un vínculo con el protagonista, la película es un torbellino de venganza donde las tensiones que se van construyendo finalmente encuentran hacia el desenlace una resolución satisfactoria. Cualquiera creería que el amplio abanico de temáticas y el riesgo narrativo podrían vulnerar de algún modo el relato, pero la forma en que este mosaico se va descubriendo y su resolución demuestran un guión sólido. Por otro lado, también se encuentran algunas de las irregularidades comunes al director de Vikingo en diálogos donde el verosímil flaquea, principalmente por cómo se enuncian largos parlamentos que cumplen una función informativa que no siempre fluye con el ritmo de la narración. También uno nota que el retrato de la clase alta se encuentra caricaturizado y las actuaciones no tienen un nivel uniforme, llevando a que provoquen extrañamiento algunas situaciones y se pierda la credibilidad sobre la representación de lo que vemos. Sin embargo, todos estos elementos terminan resultando mínimos ante la solvencia narrativa del film, que termina cerrando un relato de venganza que en su violencia pone en evidencia las desigualdades y la intolerancia en una locación poco utilizada por nuestro cine nacional en este género.