Eva (Tilda Swinton) vive en una casa derruida por el abandono y por la tristeza de un presente oscuro que arrastra, a su vez, un pasado de profundo dolor y una tragedia por la cual es la única responsable aparente. Pero, sobre todo, la existencia de Eva se encuentra partida en dos desde el nacimiento de su hijo, Kevin, alguien al que no pudo amar, un ser que pareció haber llegado a su vida para carcomerla. La extraordinaria interpretación de Tilda Swinton (Orlando, La Playa, Crónicas de Narnia) es una parte importante de la contundencia con la que este film pega sin anestesia al espectador desprevenido. Con un montaje que rompe el paradigma de lo que se supone debe hacerse para llevar adelante el relato de un drama clásico, la realizadora Lynne Ramsay trabaja la imagen de manera puntillosa pero sin apelar a esteticismos empalagosos ni atajos de pseudo arte (como los que pudimos ver en la reciente Drive). El resultado estético es formidable por la forma en que es funcional a lo que se está contando, por el modo en que cada poro de dolor de los personajes en juego se trasladan a la pantalla y al ojo testigo como un grito de urgencia. A través de diversos flashbacks que ilustran sobre ese pasado en el que se forjó el abominable presente de Eva, Kevin (que adquiere un tamaño descomunal en la actuación del pequeño Jasper Newell) es vehículo de las frustraciones, caminos mal transitados, miedos y angustias de su madre, quien a su vez no se ve entendida por su marido (el gran John C. Reilly), quien a su vez demuestra hacia su hijo una devoción que profundiza más las cicatrices. Tenemos que hablar de Kevin es mucho más que un drama hecho en Hollywood (esos plagados de golpes bajos y sobreactuado sentimentalismo), es una gran película sublimada por un elenco de nivel, a su vez dirigidos por el pulso firme de una realizadora honesta.
Lo nuevo de David Cronenberg Una película sobre la relación entre Carl Jung y Sigmund Freud, con el bonus de una tercera en discordia diagnosticada con histeria, y todo eso dirigido nada menos que por David Cronenberg, arroja una sola certeza: intensidad asegurada. Además, podría decirse que, como ya es costumbre, el realizador canadiense no desentona ni defrauda. Carl Jung y su paciente, al rojo vivo Carl Jung y su paciente, al rojo vivo El relato, si bien tiene en dos de los nombres fundacionales del psicoanálisis a sus personajes más importantes, pone el foco sobre la tempestuosa relación entre Jung (Michael Fassbender) y su paciente más visceral, Sabina Spielrein (Keira Knightley), quien padece de un trastorno de histeria que incluye una pulsión masoquista aguda y descontrolada, que arrastra hasta el mismo consultorio de su terapeuta para envolverlo en una trama enfermiza y terminal. La complejidad del caso de Sabina hace que Jung acuda a su colega Freud (Viggo Mortensen), que acepta el caso aunque con un nivel de compromiso discutible. En el medio, la tensión entre Jung y su paciente crece hasta niveles de amor/odio indisimulables en grado tóxico. Cronenberg, quien en los últimos años viene trabajando su obra desde un camino menos provocador que el que recorrió entre los años 70s y mediados de los 90s (con Crash, de 1996, como último de ese grupo de films subversivos) apela en Un método peligroso a la labor descomunal de Keira Knightley, quien pone el cuerpo a la acción con un nivel de intensidad que, descubrimos, se venía guardando para un trabajo que le exigiera lo que le exige el papel que le encomendó el realizador nacido en Toronto. En ese sentido, la labor de la joven actriz es la columna vertebral de la película, más allá de que la historia se apoye en los célebres hombres del diván y el anotador. Luego de la contundente Promesas del Este, y antes de lo que será su otro estreno que llegará en este 2012, la prometedora Cosmopolis, Cronenberg entrega un film de combustión lenta y tensión constante, un drama con las vísceras al descubierto y la mente en constante exposición clínica. Imperdible.
Hollywood redobla la apuesta Lo que mejor hace esta Furia de titanes 2 por los devotos del cine de aventuras con musculatura en demasía y testosterona en exceso, es no faltar a ninguna de las citas a las que debe acudir este tipo de largometrajes. Ese ese orden, la continuación de la desmesurada primera parte, estrenada hace poco más de un año, ofrece más de lo mismo pero en modo recargado, lo cual, para el subgénero de las películas peplum posmodernas, es una buena noticia. Más batallas épicas, en 3D Más batallas épicas, en 3D Una década después de su batalla a todo o nada ante el monstruoso Kraken, Perseo, hijo de Zeus, se dispone a vivir en plena tranquilidad su cotidianeidad como padre de su adorado hijo. Sin embargo, y como le sucede a todo gran héroe de la narrativa de todos los tiempos, la paz se ve quebrantada, en este caso por otro llamado al orden de los dioses. Y los titanes, claro está. Así es que nuestro héroe se ve obligado a defender nada menos que a su progenitor, quien cayó en manos de la desgracia y los más horribles villanos de la mitología, que no son los grandes capitalistas de los estudios de Hollywood, sino gente casi tan destructiva como ellos. Wrath of the Titans, que podría traducirse como "La cólera de los titanes", redobla la apuesta en términos de puesta en escena y efectos visuales (con el agregado de un gran uso del 3D), apelando a un guión que copia la estructura del film original y le da la vuelta de tuerca necesaria como para justificar 100 minutos más de fílmico y, por supuesto, una tercera parte cuyo contrato ya está firmado y que podría comenzar a filmarse dentro de unos meses. La aceitada máquina de la megaindustria del cine de los Estados Unidos volvió a poner la carne en el asador y el resultado, para bien de los fans de las peleas descomunales e hipercondimentadas, es óptimo.
Una fallida comedia italiana El guionista de la aclamada Gomorra, Gianni Di Gregoriom, presenta su segundo largometraje como director, en este caso en clave de amarga comedia y en torno a si mismo. "Gianni y las mujeres", tal la traducción de su título original, cuenta el derrotero de un hombre que a los 59 años enfrenta un presente de dudas y vacío no sólo ante lo que vendrá, sino ante los días que le tocan vivir. Gianni y su madre. Gianni y su madre. Gianni está jubilado y casado con una mujer a la que prácticamente no trata, salvo para tomar recados para los mandados. A su vez, tiene a una madre octogenaria que gasta dinero sin tomar en cuenta faltantes y posibles bancarrotas, al tiempo que parece enredado en un entorno femenino con el que podría avanzar en una relación paralela, aunque siempre le falta el impulso para dar el primer paso y concretar. El mandato social no dicho de un país (Italia) en el que el hombre se ve obligado a tener una amante, cuelga como una pesada mochila sobre los hombros de este hombre apabullado por una vida social gris y un futuro inmediato carente de cualquier tonalidad. Su propia impronta no suma a la causa, además de que la prisión que le significa todo lo que lo rodea no encuentra sociego ni siquiera en la deliciosa vecina a la que le pasea el perro, ni en sus ex parejas, ni en las amigas que le presenta su mejor amigo. Gianni Di Gregorio, como el Nani Moretti de Caro Diario, como casi todos los alteregos de Woody Allen, se coloca en el centro de las miradas como un antihéroe sin solución, aunque, a diferencia de sus dos colegas, tropieza con un guión que a fuerza de sobreexposición reitera ideas y desemboca en una narración sin rumbo. La performance como actor de don Gianni es efectiva, a tono con el paso cansino de su personaje, aunque los problemas que el protagonista tiene con el entorno termina por calcarse en los lineamientos del guión, a merced de la simpatía que este pobre hombre atiborrado de sinos despierta en el público, sin mayor brújula para que el barco finalmente llegue a puerto.
Terror argentino y clase B La república separatista de Haedo vuelve a ser escenario de la gran saga del cine de género hecho en Argentina. Farsa Producciones lo hizo de nuevo y a quince años del estreno de la primera parte, la historia cierra su círculo y la aventura se transforma en broche de oro, con más sangre que nunca, más acción y más producción. Hernán Sáez encabezó un grupo de trabajo que puede estar orgulloso de haber llevado al cine independiente a otro plano. El concepto indie del cine argentino suele estar asociado a un tipo de cine que es el que protagoniza los festivales (de aquí, de allá, de todas partes), el que recibe el calor de los mecenas oficiales y privados, y el que suele ser tenido en cuenta por la intelligentzia de la prensa especializada. Farsa pateó el tablero hace ya muchos años y así como Plaga Zombie es una muestra cabal de hasta dónde se puede llegar, el resto de lcine de género le debe mucho a esta productora, hoy ícono de las B movies de las pampas. Plaga Zombie: Revolución Tóxica tiene no solo falsos walking dead sino que además tiene muy logrados pasos de comedia (el gran antihéroe del film, a cargo del propio Sáez, "cría" a un zombie), excelentes secuencias de acción trepidante y hasta un gran momento musical, como si pudiéramos soñar con una versión Broadway de la saga. En este contexto, destacar la heroica labor de Sebastián "Berta" Muñiz en la piel del todopoderoso John West, es ocioso, apenas un detalle dentro de un largometraje que es puro trabajo en grupo y pulmón contra la corriente, esa que dice que el cine tiene que contar lo que ya sabemos que puede contar, y no otra cosa. Celebremos la otredad, entonces.
El doctor Ebbo Veltman (Pierre Bokma) lleva varios años viviendo en Camerún, donde puso en práctica un exitoso plan contra la apnea del sueño. Sin embargo, ante la necesidad de seguir de cerca el devenir universitario de su hija en Alemania, decide volver a su país natal y no regresar al continente negro. Años después , quien reemplaza a Veltman se encuentra intentando controlar y mejorar una situación conflictiva en el país africano, donde los logros alcanzados han empezado a trastabillar. Film que bien podría formar parte de la inminente nueva edición del Bafici, El mal del sueño es mucho más que una película pequeña sobre doctores que luchan contra una enfermedad en un país subdesarrollado, es más bien una historia sobre individualidades tratando de mejorar su entorno cotidiano. Con un ritmo pausado pero sin perder la tensión que encierra y que parece a punto de explotar de un momento a otro, el relato avanza con fluidez hasta que, al promediar, la elipsis de tres años instala cierta separación entre público y personajes. Sin embargo, el guión es lo suficientemente sólido como para que la historia se vea afianzada por una dirección correcta, apoyada en un excelente manejo del elenco, en todo momento a tono con lo que se está contando. Más allá de no eludir e retrato de cierto pintoresquismo propio de países que resultan "exóticos" para la mirada occidental, el film milita en la idea del cine como espacio de reflexión y buenas historias sobre temas poco explorados. Desde ese punto de vista, Schlafkrankheit (que si sobrevive más de una semana en las salas pasará a ser "la del título raro") resulta casi imperdible, un adelanto del cine con perfil breve y sin estridencias que inundará Buenos Aires en el mes de abril.
Un policía bizarro en Irlanda El sargento Gerry Boyle (Brendan Gleeson) es lo más parecido al Torrente de Santiago Segura que podría encontrarse en la policía de Irlanda. Ordinario, bruto en su forma de hablar, con gustos bizarros en lo sexual, torpe en sus acciones y un tanto corrupto, el voluminoso agente de la ley hace lo que puede dentro del pequeño pueblo en el que cumple sus funciones. En medio de su trabajo cotidiano, llega al pueblo un importante agente del FBI (Don Cheadle) con el fin de liderar una investigación sobre tráfico de drogas en esa localidad, lo cual no le cae del todo bien a nuestro personaje estrella. A eso se suma el asesinato de un joven agente, que también será "investigado" por el sargento Boyle. El guardia es una comedia con toques levemente freaks, pero pocos, inspirada sin dudas en el mencionado ultrabizarro personaje creado por Santiago Segura pero muy lejos de la efectividad que aquel logró en algunas de las cuatro películas de la saga Torrente estrenadas hasta la fecha. Las módicas aventuras del policía irlandés parecen haber quedado en borrador, como si el director y guionista John Michael McDonagh no se hubiera animado a llevarlas más allá de cierta picaresca. En cuanto a la labor de Brendan Gleeson, actor todo terreno que participa en otro de los estrenos de esta semana (Protegiendo al enemigo) se puede decir que cumple con lo que le pide el personaje, lo cual no es poco pero tampoco se trata de una performance a destacar. Un intérprete con recursos interesantes haciendo bien su trabajo, lo cual, siendo comedia y con tanto Adam Sandler dando vueltas, no es poco, más allá de que el resultado final del largometraje diste mucho de ser satisfactorio.
Un joven agente de la CIA (Ryan Reynolds) está a cargo de custodiar a un testigo protegido (Denzel Washington) en un refugio de esa central de inteligencia ubicado en Sudáfrica. Por su parte, una célula criminal, descubre ese escondite oficial de los EE.UU. para asesinar al hombre al que la CIA intenta resguardar. En ese momento agente y protegido emprenden una fuga del lugar en busca de otra "safe house". Denzel Washington vuelve al género que más éxito le ha dado hasta el momento, el policial, en este caso jugando al villano "querible" y de rápida identificación para el público. Se trata de un film de acción vertiginosa, muy bien filmada y que hace honor a ese grupo de películas menores que cuentan bien su pequeña historia. Daniel Espinosa, realizador de brevef filmografía hasta el momento, redondea un buen trabajo de género, apoyado en un guión sólido y que en parte se recuesta sobre el peso en pantalla que tiene la presencia del actor ganador de dos premios Oscar. La mirada sobre la CIA es la misma que el cine de los EE.UU. brindó a lo largo de su historia, benevolente y propagandística, más allá de alguna que otra línea de diálogo que pueda asemejarse a un guiño irónico o crítico, en época en que todo vuelve a ponerse en discusión. Por otra parte, aunque en el mismo sentido, los enemigos siguen respondiendo al prototipo del enemigo que viene moldeando Hollywood a los largo de la última década. Más de lo mismo, pero en paquete envuelto para regalo y con factura lista para consumidor final (de pochoclo).
En medio de una época en la que la discusión en torno al capitalismo se volvió una constante, motorizada por nuevos sucesos que la ponen en interpelación día tras día, el estreno de una película que subraya algunas de las miserias más nítidas del sistema no sorprende. Kevin Spacey, el yuppie bueno. Kevin Spacey, el yuppie bueno. Sin embargo, el caso de El precio de la codicia, más que destacar recuerda en más de un pasaje a lo que ya vimos hace tres décadas en Wall Street, el opus militante de Oliver Stone. En ese largometraje de los 80s la lupa estaba puesta sobre los yuppies, personajes excluyentes del mundo financiero de aquel entonces. Esos mismos personajes, desde otro prisma y treinta años después, ocupan el protagonismo aquí, en este film menor y que no termina de definir el lugar en el que está parado. Margin Call, tal su título original, se centra en lo que sucede en una empresa multimillonaria cuando uno de sus empleados descubre que se avecina un quiebre financiero, un golpe fatal a la compañía. El dato origina un tornado entre los cabecillas del negocio que provoca reuniones de madrugada y un frenesí de oficina de proporciones épicas. Todo entre las paredes de un rascacielos típico de los dueños poder económico según Hollywood. Más allá de un guión que se sostiene con buen pulso, la película tropieza con la falta de interés, con la ausencia de atractivo con la que cargan los personajes que llevan adelante el relato, un grupo de especuladores, parte de un engranaje financiero atroz, culpable de la crisis que arrastró a buena parte del mundo a la incertidumbre económica como hacía décadas no sucedía. ¿A alguien le importa el destino de un grupito de villanos grises y sin mayores tonalidades? El único destacable en el combo es el crápula interpretado por Jeremy Irons, siempre justo e impecable. Así es que El precio de la codicia se enmarca en el género del drama pero con apenas algunas pinceladas de feedback entre lo que sucede en pantalla y el espectador, que atraviesa los 103 minutos de cinta a la espera de algún personaje que lo cautive, o que al menos le inspire el mínimo ligazón necesario para hacer suya la historia. En ese camino, el rol jugado por un medido Kevin Spacey es el que más se acerca, pese a una escena final que satura de obviedad.
Pesada carga la que tiene sobre sus espaldas quien quiera trasladar la obra de Bioy Casares al cine. Los textos del gran escritor argentino (perdón, borgianos) parecen tener un aura de densidad compleja de poner ante cámara. En ese sentido, el film de Alejandro Chomski no escapa, en parte, a esa maldición, aunque a medida que avanza en el relato logra sortear más de un escollo. Quizá podamos tomar a El sueño de los héroes, de Sergio Renán, como referencia basal en esto de adaptar la obra de Bioy (dejando de lado a Lost, claro). En ese sentido, y salvando las distancias entre uno y otro film, puede que este trabajo de Chomski no descolle, pero ha sabido meterse en el espíritu de un texto difícil y que al entrar de lleno en el terreno fantástico retuerce aún más la labor de la adaptación. Sobre todo para el cine argentino, poco adepto a todo aquello que bordee al sci-fi. La historia gira en torno a un hombre gris (Luis Machín) preocupado por la salud mental de su mujer (Esther Goris) y que acude a un centro psiquiátrico en busca de ayuda. Pero la solución, lejos de ser tal, se transforma en problema mayor cuando el sufriente esposo nota que su mujer ya no parece ser ella. "Nunca me había hecho un fellatio", remarca como para dejar en claro que las cosas ya no son lo que eran. Sin embargo, habrá más para el derrotero de nuestro antihéroe de turno, quien parece destinado a mucho más que lidiar con una amante que se le hace extraña. Chomski hace que su película aumente en interés y certeza a medida que avanzan los minutos, pasando de una inicial sensación de film al viejo estilo (o de perfil anticuado, de amarillenta usanza narrativa) a una bienvenida fluidez entre los personajes, sobre todo cuando el psiquiatra que compone Carlos Belloso se cruza con el fatídico hombrecito gris. En ese sentido, es destacable el trabajo de Esther Goris y lo del propio Machín, no así la performance de Florencia Peña, con un personaje que no luce, que pese al lugar relevante que ocupa en el texto escrito, aquí podría haber quedado afuera por su falta de escencia y atractivo. Con los últimos minutos del film llega el clímax, muy bien logrado, contando con una historia circular que, vale el subrayado, crece en interés conforme el avanza el metraje, lo cual fue bien aprovechado por un director que supo interpretar la obra de un escritor que parece abrir a sus adaptadores sus pesadas puertas solo de vez en cuando. Quizá esta sea una de esas ocasiones.