Hay sagas que se justifican como tales desde su primer título, incluso desde los trailers que las anticipan. El señor de los anillos, Indiana Jones, Star Wars, El padrino, están allí para confirmar la teoría. Sin embargo, el caso de Underworld no pertenece precisamente a este grupo de elegidas. Inframundo: El despertar es la cuarta parte de una historia que en su primer título agotó la única idea que le dio origen: el enfrentamiento entre una raza de licántripos y otra de vampiros, batallando en el planeta tierra con los humanos como testigo involuntario y víctima inmediata. En ese marco, esta nueva entrega no sólo es más de lo mismo sino que es mucho menos de lo poco que podía esperarse, ya que los poco más de 80 minutos de acción que tenemos en pantalla son apenas un nuevo refrito de una idea gastada y vencida hace años. Tiroteos, corridas, un hombre lobo matando a un humano, un vampiro ajusticiando a un enemigo, más tiroteos, y otro, y otro. Ni la belleza todo terreno de Kate Beckinsale -enfundada en un traje ajustado que le sienta perfecto- ni tampoco los FX símil Matrix (también vencidos a fuerza de repetición) logran mejorar esta nulidad fímica que, para peor, en sus últimos minutos amenaza con continuar en una quinta parte.
Hay un tipo de película que cada tanto llega a los cines y que suele recibir por igual tanto alabanzas exacerbadas como críticas despiadadas, como si se tratara de uno de esos títulos que, para mal o para bien, cambiará la historia del cine tal como la conocemos. Drive es un film que cuenta con características que la ubican en este rango, aunque se trate solamente de un trabajo discreto, que no termina de encajar, pero que puede gustar o disgustar por las mismas razones. El relato nos muestra a un conductor (el "driver" del título) solitario, silencioso, que trabaja por encargo haciendo lo que mejor le sale: manejar el auto que se le ponga delante. Por la noche, nuestro personaje trabaja para la mafia pero nunca dos veces para la misma persona. En uno de los encargos, las cosas salen mal y el mercenario encarnado por Ryan Gosling decide vengarse. Claro, en el medio parece asomar una potencial historia de amor, enmarcada en un cúmulo de persecusiones y peligro inminente. El film de Nicolas Winding Refn, especialista en el subgénero de la acción con pretenciones artísticas (así lo ejemplifica la trilogía Pusher), sobrecarga su perfil como director y entrega una historia simplona y que no va más allá de lo que hemos visto en películas como la francesa El transportador o 60 segundos. Sin embargo, el realizador hace lo suyo con oficio de preciosista y le imprime a la narración planos refinados y una fotografía pop, en la que composición de cuadro y el balance del color son las premisas excluyentes. Lo mencionado es los que hace de Drive un film que puede gustar a los seguidores del cine de acción y aventuras pero que también acercan al cinéfilo en busca de una mirada distinta al género fierrero. Claro que al mismo tiempo los mismos elementos pueden ocasionar que la película termine por no convencer a ninguno de los dos. Para ser "de acción" le falta contudencia, para pertenecer a un cine con pretenciones logradas le sobra banalidad disfrazada. Y no hay nada peor para un auto que quedarse a mitad de camino.
Ente las miles de familias desgarradas que dejó el atentado contra las torres gemelas de New York el 11 de septiembre de 2001, este film (nominado al Oscar como Mejor Película) dirigido por Stephen Daldry se concentra en una, más precisamente en el laberinto que el preadolescente Oskar Schell recorre tras la muerte de su padre (Tom Hanks), quien ocasionalmente se encontraba en uno de los edificios siniestrados en el momento en que el segundo edificio fue impactado por un avión. A partir del momento en que Oskar encuentra por accidente un sobre con la palabra “Black” inscripta y una llave en su interior, comienza un derrotero de búsqueda alrededor de lo que, supone, es un apellido que podría darle algún dato desconocido sobre su padre, alguna referencia que lo pudiera ayudar a concretar un duelo que parece en suspenso. “¿Por qué le hablan a un cajón en el que no hay nadie?”, se pregunta el niño, brillante, con una inteligencia por encima del promedio, ante la inhumación de un cuerpo ausente. Con esa lógica es que llevará a cabo su travesía dentro de la isla de Mahnattan, a pura deducción y sin da un paso atrás en su investigación amateur. La película del director de Las horas y Billy Elliot, entre otras, es un enfoque personalizado de la tragedia del 11-S, no sin apelar a un puñado de golpes de efecto y un guión montado sobre una fórmula efectiva y que sabe impactar en el momento justo, con dosis continuas de drama y goteos de humor leve y que ayudan a disipar las lágrimas. Es cine, el cálculo es inherente a la producción fílmica y no hay drama o pérdida de vidas que no desencadene un estudio al respecto con la idea de llevarlo a las pantallas de todo el mundo. Y a los puestos de venta de pochoclo, nachos con queso, gaseosas, chocolate, caramelos, helados. Algunos datos paracinematográficos: el veterano Max von Sydow, nominado al Oscar por su trabajo como actor de reparto, podría aquí lograr su primera estatuilla, luego de décadas de nominaciones por las que se fue con las manos vacías. En tanto, Tom Hanks, eterno mimado por la Academia, no fue tenido en cuenta pese a que entrega aquí una de esas performances que lo han caracterizado como el más hollywoodense de los actores de Hollywood.
Todo lo que se diga sobre cine industrial por estos días del mes de febrero tiene algún tipo de relación, más o menos cercana, con la entrega de los premios Oscars. En este caso, se trata de la nominación en el rubro Mejor Protagónico Masculino para Gary Oldman. El actor que lideró la descomunal Bram Stoker´s Dracula, de Coppola, encarna aquí al agente George Smiley (ironía de un personaje que no sonríe), veterano del Servicio Secreto Británico, que en plena guerra fría se encuentra en un nudo de sospechas en torno a la presencia del “topo” (doble agente) al que hace referencia el título con el que se estrena el film en Argentina. El doble agente en cuestión, según todo lo indica, trabaja para el espionaje soviético. El film gira alrededor de la investigación, ardua, compleja, salvaje en sus modos y sin tapujos a la hora de detectar (presuntos) culpables. Más allá de la matizada performance de Gary Oldman, el verdadero protagonista del relato es el guión (nominado al Oscar a Mejor Adaptación), una pieza de arquitectura cinematográfica superior, por momentos tan evidente en el cálculo que enfría a los personajes, que los transforma en muñecos de un ajedrez propio de la planificación distante del espionaje internacional. No hay fisuras en El topo, quizá por eso el director Tomas Alfredson (el mismo de la magistral Let the One Right In) profundizó en la dirección de actores, para lo cual, por supuesto, contó con el extra de un elenco formidable, ajustado a sus roles. Además del gran Oldman, se destacan Colin Firth (El discurso del rey) y Mark Strong (RocknRolla). Es muy probable que finalmente George Clooney sea quien va a quedarse con la dorada estatuilla, por su labor en Los descendientes. Quizá la dupla de guionistas de El topo cuente con más chances de ubicar en sus livings una copia del galardón. Oscar más, Oscar menos, nada le quitará a Tinker, Taylor, Soldier, Spy el ser, ya, una de las grandes cosas del cine de Hollywood de esta temporada.
Es uno de los mejores realizadores que los Estados Unidos le dieron al mundo. A lo largo de más de cuarenta años ha sabido dignificar como pocos el lugar de director de cine industrial (pese a que es mucho más que eso) a fuerza de tìtulos indestructibles, paridos desde el respeto al público y, más que nada, al oficio de contar historias a través del celuloide. Pero hay veces en las que Steven Spielberg resbala en un charco de clichés y lugares comunes. Caballo de guerra es una de esas ocasiones. Montado sobre su indiscutible solidez técnica y su legendario pulso a la hora de filmar, el hombre que hace pocas semanas nos presentó la muy efectiva Las aventuras de Tin Tin, llega con una historia disfrazada de severidad pero fatalmente leve y por momentos increíblemente remilgada, sobre un caballo criado para trabajar el campo pero que termina por convertirse en un héroe de la primera guerra mundial. La acción transcurre en la década de 1910. En ese contexto, uan familia que corre el riesgo de perder su casa por una hipoteca impagable, compra un caballo y lo educa para la esforzada tarea de sembrar un campo. Claro que estamos ante un largometraje que se encuadra en el género del drama, del drama clásico (¿a la Spielberg?), ergo, las cosas se complican un poco más de lo deseable y deseable (es decir, todo lo esperable) y el noble equino termina por no cumplir la función que, se deseaba, pudiera llevar a cabo. De ahí a la guerra, un paso, o un par de escenas todo lo contemplativas y edulcoradas que deben ser como para que el beneficio de la duda en torno a la heroicidad del caballo en cuestión dure en la platea tan solo unos pocos segundos. Porque el título lo dice: Caballo de guerra. O héroe de guerra, que es más o menos lo mismo que uno imagina cuando ve el cruce entre un animal tan respetado y querido y la actividad que más regalías le ha dejado a los Estados Unidos y que tantos millones ha generado en las arcas de Hollywood. En ese sentido, Spielberg no desentona con lo que se esperaba de su trabajo: un relato efectivo y concreto. Por supuesto, si uno se acerca a la sala con el background de lo que significa un realizador de sus kilates para el cine de los Estados Unidos y el peso que tiene su filmografía (la de uno de los más grandes realizadores que dio Hollywood, según este escriba), bueno, se trata de una gran y demasiado extensa (dos horas y media) desilusión.
La favorita de los Oscars La aparente gran sorpresa del cine del último año llega a las salas de Argentina, a pocos días de la entrega de premios Oscar que, según todo lo indica, terminará por legitimarla a fuerza de estatuillas doradas, refinamiento francés for export y cartones con inscripciones en homenaje al cine mudo. El artista, título homónimo a la gran película que la dupla Mariano Cohn-Gastón Duprat estrenó en 2008, es un homenaje al cine mudo, un relato con unos pocos elementos históricos y mucha nostalgia bien practicada. La historia es simple, directa: una historia de amor incompleta en el Hollywood de los años `20, entre un actor exitoso, George Valentin (Jean Dujardin) y una actriz primeriza (la francoargentina Bérénice Bejo). El atractivo del film es, precisamente, la utilización del recurso del mudo y el blanco y negro para contar esa época. El aspecto técnico es el gran mérito del largometraje, que cuenta con una fotografía de gran factura y una banda sonora a tono con la importancia que tiene a lo largo del relato. The Artist es, quizá como ningún otro de los films que se han estrenado en el último tiempo, una producción para disfrutar alejado de cualquier tipo de exigencia cinéfila que vaya más allá del placer básico de contemplar un conjunto de buenos fotogramas y escenas queribles. Porque sus personajes excluyentes, la pareja en cuestión (además del perrito del macho protagonista) se hacen querer con unos pocos gestos y una indiscutible presencia ente cámara. En ese sentido, el trabajo de Jean Dujardin es subrayable, pleno de gestualidad (no de gesticulaciones) y matices propios del código del cine mudo. Asimismo, la escena en la que el protagonista tiene un mal sueño a causa del ingreso del sonido a su vida profesional, es un hallazgo digno de aplauso, sin dudas el punto más alto de los 100 minutos de celuloide. Méritos aparte, es insoslayable remarcar que todo lo que viene rodeando la carrera internacional de The Artist en cuanto a la acumulación desmedida de premios y elogios que ha cosechado, es nada más que un sonoro (valga la paradoja) llamado de atención a Hollywood. En épocas de 3D y pochocleras desaforadas, que las entidades que a través de los galardones legitiman la vida comercial de un film, no se cansen de premiar a una producción de bajo costo, francesa, muda y en blanco y negro, es una muy elocuente manera de decirle a la otrora meca del cine domiciliada en Los Angeles que está haciendo todo mal.
Hubo un tiempo en que los bárbaros no necesitaban pasar por el salón de belleza, una época en la que para acceder al estrellato violento alcanzaba con una personalidad que pudiera trasladar algo de ese imaginario a la pantalla, sin delineador ni cara de modelo en desfile posmo. Tiempos de Conan el Bárbaro, también, pero con Arnold Schwarzenegger en el protagónico. Allá lejos y hace tiempo, sí. Y no, a Jason Momoa no le creemos nada cuando con su mirada de yerno ideal y su porte de macho superproducido aparece como la única esperanza de libertad del pueblo bárbaro. Pueblo de asesinos, de salvajes, de ejércitos de eslabones perdidos entre el simio y el hombre. Por eso, a fin de cuentas, es lo que tiene que salvar nuestro ¿querido? de Conan, un pueblo que no extrañaríamos si cayera eliminado a los cinco minutos de cinta. Pero en plena atribución de nuestro mandato como espectadores, se trata, una vez más, de que nos pongamos del lado del musculoso protagonista, de desear que le corte la cabeza a toda masa muscular que se le oponga, y claro, que también logre entrarle a la ninfa de turno. Marcus Nispel, cuyo talento a la hora de la recreación fue confirmado con las exitosas remakes de Friday the 13th y, sobre todo, The Texas Massacre, aquí puso en juego lo también había demostrado en la muy aceptable Pathfinder, donde las moles de músculos eran el protagónico excluyente. Pero esta Conan modelo 2011, con su acumulación de guarradas a cuestas (y pese a ello), es apenas un buen compilado de sangrientos enfrentamientos a los que se le adicionan nada menos que un parto en medio de la guerra, decapitaciones y aplastamiento de cabezas, un pueblo de mujeres con el torso desnudo (¡volvieron las tetas!) y, ops, un villano (Stephen Lang) cuya hija (Rose McGowan) es tanto o más mala que su progenitor, al que histeriquea incluso con un peligroso juego de incesto. Claro que si Schwarzenegger nos parecía en aquellos años 80s apenas (y en el mejor de los casos) un actor en bruto con pocas líneas de diálogo certeras, en este caso la cuestión oral es directa y rematadamente paupérrima. No hay una sola línea inteligente o que se corra un milímetro del descerebre. Y cuando lo intenta, a los tumbos, a través de chistes para orangutanes, desbarranca aún más. Al film, destinado al consumo descarado de pochoclo, nachos con queso, pizza, carameloschocolatelados, le alcanza igualmente con su testosterona desfachatada y sus casi dos horas de revuelto de anabólicos y transpiración extrema. Y te gusta, turrit@.
Si hay algo que el cine industrial ha venido perdiendo con fuerza y de forma sostenida en los últimos años, es la capacidad de sorprender desde el uso de las buenas armas, desde la legitimidad del relato bien construido y sin apelar a estruendos baratos o tics nerviosos construidos a fuerza de clichés. En ese sentido, la llegada a las carteleras de esta reversión del clásico ochentoso Fright Night oxigena, aporta buen entretenimiento en la línea del Grindhouse, aunque en tiempos de 3D y high definition. La trama de Noche de miedo nos dice que al barrio de casas en medio del desierto se ha mudado un hombre de mediana edad (Colin Farrell), guapetón y de mirada ganadora, cuya vivienda se ubica al lado de la del joven Charley (Anton Yelchin), quien vive solo con su madre (Toni Collete), dupla a la que se suma de forma intermitente su novia (Imogen Poots). Pero that is not all, falks. Porque uno de los compañeros freaks de Charley descubrió que el nuevo vecino es nada menos que un vampiro sediento de la sangre del pueblo, algo que no tarda en hacerse explícito en pantalla porque el público espectador tiene el dato desde el momento mismo en que el trailer del film se dio a conoce. Precisamente, el principal acierto de Noche de miedo es, en medio de un contexto mainstream de sorpresa tan forzada como previsible, que el centro del relato no pase por descubrir que el malo es malo, sino por focalizar en lo que sucede alrededor de ese ser de las tinieblas que llegó para sembrar muerte, destrucción y no-muertos. Craig Gillespie (el mismo de la brillante Lars and the Real Girl y la buena serie United States of Tara) construyó un relato montado en un guión de hierro (de la siempre precisa Marti Noxon, que supo dar lo suyo en las series catódicas Mad Men y Buffy), que pone los puntos en todas las íes que se lo paran enfrente, incluídas las del humor cínico y hasta la sátira del género hemoglobínico al que pertenece el film. Tenemos un gran, enorme villano compuesto por el cada día más sólido Farrell, y un héroe promedio que no deslumbra pero recorre el camino al cielo de la épica con lo justo y necesario. Pero sobre todo contamos con un personaje que de a poco se coloca como central y excluyente, Peter Vincent (David Tennant, de la serie Dr. Who), caza vampiros de escenario, farsante profesional y, de paso, homenajeador de refilón de los queridos Cushing y Price a través de su seudónimo, y de la idea pop de rockstar, en plan cinéfilo kitsch. Una gran película, de terror, con humor, a pura militancia posmo, que subraya la idea de que el quid ya no está en la remanida idea del final inesperado sino en la buena factura general y en una historia redondeada con fluidez y oficio. Con o sin 3D (las cenizas que dejan los vampiros al explotar al sol parecen estar ahí, casi rozando la retina), pero sin duda con noble artesanía digital, algo que ya podemos empezar a enteder que existe y que vale la pena valorar cuando se hace presente.
Con deudas a Psycho y hasta a Sliver (¡!) o La mano que mece la cuna, clima de thriller con toques de terror y hasta alguna dosis de gore, se desarrolla este film menor sobre una mujer que alquila el departamento equivocado al hombre equivocado en el momento menos conveniente. Juliet (Hilary Swank) acaba de separarse de su novio y busca alquilar un buen departamento en New York, lo cual consigue a cambio de un costo irrisorio para los precios que maneja la big apple. Así y todo, y sumado a que la señorita escucha cosas raras por la noche, se cruza con un vecino de perfil oscuro (Christopher Lee) y algo no termina de cerrarle, igualmente decide continuar en el lugar. Al fin y al cabo, es una película de terror clásico. Esta nueva producción de la Hammes Films (sí, la misma de los indestructibles títulos de los años 50s, 60s y 70s) está claramente dirigida al target (inter)nacional y popular pero a caballo de algo muy lejano a cualquiera de los clásicos B con Peter Cushing y compañía. Porque The Resident no sólo toma prestadas numerosas señas y escenas ya vistas en films similares y que venimos viendo desde la fundación misma del cine de suspenso (víctima-engañada-por-alguien-que-no-es-lo-que-parece, como tópico principal y que ayuda a contextualizar el plagio masivo), sino que además apela a un sinfín de obviedades propias de los productos de consumo rápido y olvido instantáneo. Como una sopa en sobre, pero de costo multimillonario. A favor de este film de Antti Jokinen se puede decir que cuenta con Hilary Swank, quien puede sacar aceite de las piedras si la cuestión depende de su labor actoral, al mismo tiempo que es un buen plus (y un guiño cinéfilo) la participación del enorme Christopher Lee. El resto, golpes de efecto y no mucho más.
Continuando con aquello que hace más de una década inauguró The Blair Witch Project, llega Apollo 18, film que se cuelga de la idea del documental apócrifo y lo hace con una decencia formal para nada despreciable. Es decir, tengamos en cuenta que venimos del derrape de dos Paranormal Activity. Pocos personajes, apenas tres astronautas de una nave y una cápsula independiente, ambas enviadas a la luna en una misión especial con el fin, se presume, de buscar rocas. Una misión secreta, de máxima seguridad, que llega al punto de no poder ser comunicada ni siquiera a la familia de los implicados. Una vez en el lugar, los exploradores espaciales recogen sus respectivas muestras y preparan lo que esperan sea un exitoso regreso a casa. Pero no, la superficie lunar parece estar cobijando no sólo a nuestros humanos visitantes, sino también a una extraña forma de vida asechante y letal. El español Gonzalo López-Gallego plantea un trabajo que le debe todo al film antes mencionado, con una estructura idéntica pero sin el click del presupuesto cuasi nulo con el que contaba la trama de la bruja de Blair. Aunque claro, Apollo 18, aunque no costó cien mil dólares como aquel, es un film barato para los estándares de Hollywood (cinco millones de dólares aproximadamente, casi un vuelto para las majors). Cámaras de plano fijo y un montaje inteligente de múltiples puntos de vista (vale destacar el hecho de que la cápsula en la que se encuentran los dos personajes principales es pequeña y el vértigo sin embargo no se pierde) hacen que el relato sea dinámico y fluido, redondeando hora y media de buen fílmico sin mayores pretenciones. No hay aquí ni cuestionamientos a la política espacial planteada en épocas de guerra fría ni tampoco esbozo de crítica alguna, siquiera, a la manipulación por parte del Estado militar. Pero hay buena mano, casi artesanal en un contexto que ha hecho del 3-D casi un mandato de época. En ese sentido, y a pura bidimensionalidad, el toque terrorífico proporciona muy buenos momentos, altos en tensión, sobre todo cuando hacen su primera aparición los alienígenas que arruinan el viajecito interestelar. El resto es anécdota, pero bien contada.