Cuando el cine de espionaje cae en manos de un director sueco podés encontrarte con una sorpresa como la siguiente: El capo Mark Strong haciendo justicia sobre la faz británica del tartamudo Colin Firth mientras de fondo suena “El Mar”, interpretada -en recatadísimo francés- por... Julio Iglesias. Nos encanta este subgénero lleno de teléfonos pinchados, rusas candentes y mártires de la causa. El Topo se sumerge en plena guerra fría y nos deposita en un incidente caliente, en el cual están en juego los secretos de Su Majestad. La data pasó a ser el objeto especulativo más importante de Gran Bretaña después de la libra esterlina y allí están las jaurías rusas -y las gringas- aguardando la aparición de algún chivato para hundir los dientes en lo más profundo del MI6. A falta de James Bond, contamos con George Smiley (Gary Oldman), que de sonriente no tiene nada: Detrás de sus enormes gafas se podría sugerir el fastidio propio de un tipo que ya las vivió absolutamente todas, un auténtico canis lupus que espera el momento de su retiro con resignación y solemnidad. O sea, nada que ver con Danny Glover en Lethal Weapon. Una operación fallida eyacula dudas sobre las nalgas de la organización donde Smiley supo ganarse el corazón de su jefe, el Sr. Control. Y sabemos que despertarle ternura a un tipo que se hace llamar Sr. Control debe ser complicadísimo. En resumen, con la muerte de Control surge el Descontrol (talent press, teléfono) y la asadera parece tener un par de pizzetas en mal estado, algo imperdonable en una empresa tan inmaculada como la del espionaje british. Es hora de abrirse y de iniciar una investigación personal. Para encontrar al alcahuete que revisa cartitas que no le corresponde revisar, Smiley contará con la inapreciable ayuda de Peter, joven espía interpretado por el genial Benedict Cumberbatch, un actor capaz de mantener la seriedad de un muñeco de cera sólo para largarse a llorar tres segundos después. Por supuesto, nada es tan sencillo como parece, el enemigo puede estar más cerca de lo que creemos, los rusos quizá no sean tan malos como los pintan y quizá las Promesas del Este nos terminen seduciendo más que las Realidades del Oeste. Habrá que ver y -mientras tanto- disfrutar. El Topo contiene una historia y un desarrollo que nos exige estar espabilados, de modo que recomendamos no observar este film si andamos con sueño. Se trata de una lección de espionaje de ésas en las que los cristales empañados se permiten el lujo de indicarnos que nada hermoso puede estar sucediendo detrás de ellos.
"Nice Try!”, exclamó Quentin Tarantino cuando algún trastornado osó preguntarte qué pensaba de Drive. “Buen intento”. Pero si nos permitimos revisar las palabras para darles forma y tono concreto podríamos pensar (de hecho Zonafreak lo hace) que ese “Buen Intento” fue dicho en tono burlón, como cuando te avivás -casi sobre la línea- que están intentando engañarte, o cuando quieren venderte un buzón más grande que el ego de tu amante artista incomprendido. Drive tiene una secuencia de créditos muy chula, con placas que recuerdan (por color y no por tipografía) a placebos yuppies onda Cocktail con Tom Cruise. Y la música ultracool de Kavinsky nos remite a Optimus Prime recitándole pelotudeces a Sam Witwicky en Transformers. Y la plana actoral contiene a Carey Mulligan, a la cual le deseamos urgente fichaje en una película cómica, o en un documental sobre la alegría de vivir ó en una porno de Bangbros.com o en CUALQUIER ELEMENTO AUDIOVISUAL en donde no tenga que volver a repetir una vez más su papel de María Magdalena silente y estilizada que siempre se calienta (un suponer) con chicos problemáticos que tienen que donar sus órganos vitales ó hermosos muchachotes que la van de raros y transgresores pero que transcurren sus noches trabajando como meros alcahuetes de la mafia más chota y peor dibujada que tenemos el lujo de recordar, haciendo trabajitos de delivery enfundados en lustrosas camperitas de palermo y conduciendo Impalas con la misma velocidad con la que Scarlett saca un disco de covers bienpensantes. No vimos ni heroísmo ni misterio en el personaje de Ryan Gosling (al cual bancamos y aplaudimos en Ides of March) y tampoco tuvimos la suerte de observar el desarrollo de su antihéroe definitivo, por que estábamos muy ocupados haciéndonos una tórrida paja con tanto planito preciosista y tanta musiquita linda. Manchamos la pantalla y todo, mirá. De encontrar el modo de insertar globitos de historieta imaginarios en las películas que nos toca en suerte ver -y con las cuales no comulgamos en lo más mínimo- escogeríamos la escena de Drive en la que “el conductor” (es tan jodidamente cool que ni nombre tiene) desayuna tostaditas junto a "Pucherito" Mulligan y su maridito-latino-turbio-que-la-embarazó (las películas artie también se permiten los lugares comunes de cualquier tanque filonazi dirigido por Michael Bay). En determinado momento surge un bache insostenible (perdón, un silencio re-artístico, re film-noir) en el que ningún personaje habla pero todos cruzan miradas entre sí. Ahí, justo ahí hay que poner globitos de historieta. Como para que los personajes se confiesen y digan “Me aburro. Me aburro mal.” Drive es al cine lo que Velez Sarsfield al futbol nacional, con todo el respeto que nos merecen los hinchas de Velez Sarsfield.
Harold Lloyd se aferra a las manecillas del reloj para evitar la muerte. He allí una de las analogías más contundentes de la vida, y también una de las más hilarantes. Por que del otro lado de la ventana hay un gordo que no pretende ayudarte, sino cagarte a piñas. El viejo Georges no se aferra a los relojes pero vive rodeado de elementos que funcionan a cuerda. Es su manera de sobrellevar el presente y de sepultar el pasado. Sin embargo, del otro lado (del mostrador) no hay un gordo con ganas de fajarlo si no un preadolescente que le reclama una libreta que conserva los pasos a seguir para elaborar el duelo que lo dejó huérfano. Un autómata funcionará como vehículo en este repaso de la historia –cinematográfica- en la que casi todos nuestros apetitos personales (musicales, cinematográficos) crecen conforme avanza el cuento, para dejarnos con hambre de seguir viendo, escuchando y sintiendo. Por si no fuera suficiente, incluso hay medialunas (croissants) tamaño godzilla que parecen salir de la pantalla para seguir cebándonos el bagre. Hablar del film resultaría contraproducente cuando deseamos detenernos exclusivamente en Martin Scorsese para pronunciar lo siguiente: La vitalidad de este señor es increíble. Deseamos de todo corazón que no se muera nunca, por que no queda nadie (nadie) que filme así, que dirija así, que arme y disponga así. Su incursión en el 3D es de lo mejor que se haya visto, así sin más. Nuestro débil intelecto nos impide comprender el motivo ó los elementos que llevaron a ciertos críticos del palo serio a ponerle un “Regular” a Hugo, de Martin Scorsese. A nosotros nos pareció maravillosa, emocionante, necesaria, imprescindible. Como Z, de Costa-Gavras, pero en plan bálsamo. Alguien incluso nos recordó (para bajarnos a la tierra) que uno de los desencadenantes de la bancarrota depresiva de Melies fue “Bombita” Edison, que básicamente proyectaba las fantasías fílmicas del buen Georges sin pagarle regalía alguna. Interpretamos dicho comentario como una tirada de orejas injusta, un intento Cefyl de ensuciar a Scorsese porque que no recordó incluir el hecho real de que un paisano suyo se mofó de Georges y no le pagó lo que le correspondía. Les faltó decir que si Georges estuviera vivo votaría a favor de la Ley SOPA. Zonafreak se conformó con oír la voz en off de Ben Kingsley afirmando que el cinematógrafo lo parieron los Hnos. Lumière. Sea cierto o no, lo consideramos suficiente para tapar el oscuro, sesudo, letradísimo datito de las putas regalías que no pagaba Edison. Vayan a ver Hugo, por Dios. En un momento triste en el que la gente se ahoga y se muere podemos permitirnos sumergirnos en una pecera preciosa llena de brillantes sardinas que no duelen. No perdamos la chance.
David Fincher aprovecha el primer volumen de la trilogía de Stieg Larsson para mandarte directamente a la Tundra de tu Hermana, ese pedacito de frío allá en el norte europeo, donde debajo de las apariencias gourmet de un par de caserones minimalistas –oh, exquisitamente decorados- yace un grosero depósito de sangre de niñas violadas (en cuerpo y secretos) por sus papis, maestros y tutores. Quien suscribe no tuvo el privilegio de leer la trilogía literaria que derivó en el guión de Steven Zaillan (hoy por hoy un guionista indestructible que debe facturar siete cifras verdes por cada uno de sus trabajos), y debe admitir que durante los primeros diez minutos de metraje se reconoció perdido al punto de pensar que Millenium es una cafetería cool tipo Museo Renault donde se reúne la crema intelectual sueca y no la revista donde el pobrecito de Mikael trabaja a destajo (jo jo) despuntando su vicio investigador. Por causa de un “video de Rial” malparido, Mikael necesita borrarse del mapa por unos meses. Oportunidad ideal para aceptar un trabajito en una isla siniestra como la de Scorsese (el peñasco cuenta con su propia extraña dama extraviada y además hay psychonazis por todos lados). El trabajo -periodístico- de Mikael llega a un punto ciego del que sólo se puede salir incorporando una compañera, Lisbeth, simpática muchacha fanática de los fideos maruchán que tiene más talento que piercings y menos vello púbico que paciencia. Quienes hayan leído el libro sabrán el desenlace. Quienes no lo hayan leído encontrarán aquí otra pieza contundente de Fincher, acostumbrado a asesinos seriales esquivos y parejas desparejas de investigadores. Ducho al punto de avanzar y acumular films quirúrgicos en los que cada escena contiene al menos dos ó tres joyas dignas del recuerdo, todas ellas apuntaladas (cuando no gestadas) desde el diseño sonoro de Ren Klyce, un tipo que es capaz de hacer sonar el viento al recontra-palo allí donde al capo Stellan Skarsgäard ni siquiera se le despeina el jopo, e incluso de hacernos cerrar los ojos -impulso subconsciente de intentar cerrar los oídos- ante el grito desgarrador de Lisbeth, volcán sonoro -gestado en un ascensor- que nos cuenta una ultradesgraciada historia de vida en 0,5 segundos de bella y suficiente duración. Hablando de duraciones suficientes, el film dura 3 horas y se las quiebra sin ningún inconveniente. Zonafreak salió del cine con ganas de ver la continuación. Rogando que la dirija Fincher y que mantenga el elenco.
Lo que más sorprende de Gigantes de Acero es la capacidad del niño para elaborar la muerte de su mamá. Lo hace con la velocidad propia del más avanzado robot. Cahiers du Zonafrèak sostiene que los niños del meinstrin actual elaboran la pérdida de sus seres queridos muy rápido por que tienen bocha de estímulos que atender y poco tiempo que perder y todo eso. Parece que cuando tenés la leche de ser un niño -y el destino te deja sin guardián- tus opciones se limitan a buscar desesperadamente una nueva figura de autoridad ó, caso contrario, renegar de la misma y rendirte a los estímulos que se te presentan. Como para olvidarte de lo que pasó y entretenerte un rato. Placebo-Robot. Por que el nuevo huérfano que protagoniza Gigantes de Acero es un enfermo de los robots y de las nuevas tecnologías. Y resulta que su padre (Hugh Jackman en su mejor interpretación, lejos) es un tipo que entiende poco de responsabilidades pero mucho de robots, al punto de hacerlos competir en matchs pugilísticos sin sangre pero llenos de bardahl máxima compresión. Al contrario de Transformers, aquí los organismos cibernéticos nos ofrecen coreografías suaves, entendibles, interpretables. En ningún momento perdés la línea respecto de quién le está destrozando la mandíbula (mecánica) a quién. Y eso es un mérito enorme en esta época llena de fuegos artificiales descontrolados. Antes de prestarnos a confusiones, debemos aclarar que Spielberg y Zemeckis produjeron el tanque que nos compete pero no se involucraron en el guión, que pertenece a John Gatis y está basado en un cuento corto de Richard Matheson (que siendo un pichón escribió Duel, que fue el primer telefilm extendido/largometraje de Spielberg). La industria gringa es un boomerang, amigos. Y sin embargo, encontramos aquí la historia de un hijo sin madre que busca espabilar el cariño de su padre ausente hasta que se aburre de no conseguirlo y deposita sus esperanzas de afecto en un robot viejo (con corazón de Sinclair Spectrum) que a veces parece estar un poquito vivo. Podría remitirnos a Spielberg. De hecho, lo hace. Y lo hace bien. Y el resultado respecto a Gigantes de Acero es de sorpresa. Se trataba de un film por el cual no nos atrevíamos a apostar ni siquiera un disco de Onda Vaga. Al final nos terminaron tapando la boca todos: Hugh Jackman, el nene, los robots, el guionista, la villana y sus tetas tridimensionales (*), el japo desquiciado que domina el mercado robótico, e incluso Onda Vaga. Zonafreak recomienda Gigantes de Acero con fervor. Viva el pochoclo, viejo. Viva este pochoclo.
Las críticas de alta escuela no dejan de ubicar como referencia ineludible a Les Yeux Sans Visage, de Georges Franju. Puede ser. También hay algo de Le Sang Des Bêtes, llegado el caso. Por que Antonio Banderas -su personaje- fabrica piel sintética gracias a las células de la sangre de las bestias (en este caso, chanchitos). Y tensando la cuerda también podemos encontrar referencias en Panic Room, de David Fincher. Por que la estilizada obra bioartística del cirujano genetista sueña su sueño en una habitación hermética y monitoreada desde el afuera. Y el pánico propiamente dicho se manifiesta en la rutilante jeta de Marisa Paredes cuando a la mansión (y a la película) llega un gato montés brasileño con ganas de moverse a la obra de arte del eminente cirujano. Diez minutos perfectos, pura tensión, que de por sí valen la película entera. El resto de la trama nos ayudará a entenderla (a la trama, digo). A porqué dos irmãos se odian al punto de reventarse la vida mutuamente. A porqué nos cuesta tanto aceptar que algo se termina, prolongándole una agonía tan deliciosa como innecesaria. A la necesidad de fumar amapola que aparentemente tienen los profesionales de la medicina, incluso cuando comprobamos que no hay ningún opiáceo capaz de adormilarnos la obsesión que nos inunda los poros, sean estos sintéticos ó naturales. Lo mejor, lector ocasional, es que vayas a verla y saques tus propias conclusiones. No se trata de un film ultracomplejo (basado en una novela compleja… y al mismo tiempo también parece haber sido inspirado en un alucinante film francés) que divide aguas al punto de generarte cuestionamientos respecto a entrarle ó no entrarle, se trata de la última de un gran realizador, y convendría no dejarla pasar. Eso sí: quizá sea momento de admitir (desde la impunidad que nos regala el ser cronistas al filo del anonimato) que el trabajo del músico Alberto Iglesias es superlativo al punto de convertir cuatro planos seguidos en una experiencia cinemática profundamente valiosa. Ojo, no estamos desmereciendo a Pedro Almodóvar, pues al fin y al cabo es su película y fueron sus decisiones las que -afortunadamente- hicieron que de la combinación surja la magia. La Piel Que Habito es un novelón imprescindible para cualquiera que disfrute de Almodóvar (ya sea del viejo ó el nuevo, para nosotros sigue siendo el mismo individuo). Desde nuestro flanco freak, podemos asegurar que el factor en cuestión está presente y no desentona. El lunar en el culo del brazuca disfrazado de yaguareté no nos permite mentir.
Lo único verdaderamente destacable de Terror en lo Profundo se reduce a las criaturas neumáticas de Walt Conti, sensacional artesano que ya hizo de las suyas en Alerta en lo Profundo, Anaconda y La Tormenta Perfecta. Podemos cometer un exceso al afirmar que el trabajo de Conti es de lo mejor que se ha visto en cuanto a monstruos acuáticos desde que Bob Mattey diseñó -junto a Joe Alves- al dientudo protagonista de Tiburón (¡1975!, invicta e indestructible), pero en verdad consideramos que los tiburones generados por computadora son horribles: Nos aburren y además lucen muertos como los ojos de la muñequita china que hacía subir la temperatura del Capitán Quint durante su fiebre USS. Indianápolis. El film que nos compete no nos produce fiebre. De hecho no nos produce un carajo, pues carece incluso del carácter descerebrado de Piraña 3-D, lo que a esta altura ya es un problema más grande que los tiburones multinorma (martillos, toros, cazones, cigarros, blancos) que de un día para el otro empiezan a poblar los ríos mediterráneos de América del Norte por obra y gracia de tres rednecks de oscuras intenciones y flojos tornillos. En el centro de la zona de operaciones de este sospechoso trío piscicultor se halla una isla palaciega, propiedad de una chica que estudia en la versión gringa de la Universidad de San Andrés. La chica en cuestión invita a sus amigarchis a pasar un fin de semana de locura en la isla y a los 10 minutos de arribados al lupanar, uno de los integrantes de la comitiva sufre el revés de su vida: Se hace el banana surfeando y un tiburón enorme -como las tetas de la actriz secundaria- le wachiturrea el brazo de un mordisco, desatando en el grupo de amigarchis una carrera contra la nada que derivará en groseros errores espaciotemporales que hicieron enojar incluso a este cronista, generalmente dócil aunque acérrimo defensor del cine reventado. El recurso del 3-D se reduce a un par de explosiones chotas con restos de hierro volando hacia nuestras cabezas y poco más. Los actores hacen lo que pueden, y uno de ellos destaca del resto por que sufre un "rapto maorí" y se mete en el agua decidido a matar tiburones con una lanza. Aún en contra de nuestros principios, consideramos que quizá sea mejor bajar este film de Internet para “disfrutarlo” en casa. Hoy por hoy pagar 46 pesos por otra floja película de tiburones ya no es negocio, ni siquiera en tres dimensiones.
Una vez que dejás entrar la puntita, terminás aceptándola toda. Al punto de amarla ú odiarla, pero nunca un punto intermedio. Nunca un gris. Para gris, el cabello de Terrence Mallick. Amo incuestionable del universo, Mallick es un señor de gorro que cuando se lo propone es capaz de tirar toda la carne al asador, incluso carne de plesiosaurio (*). La muerte nos puede hacer pensar en cualquier cosa: Sulfato, clorofila, pies descalzos e incluso sapos atados a cañitas voladoras. Andá a saber. Interpretaciones a un lado, lo que no se discute es la garra que se le puso a esta caricia de tres horas sobre el micro y macrocosmos, o sea un tratado monumental que abarca desde los misteriosos meteoros interestelares que modifican el curso de la evolución hasta los mocos que cuelgan de la nariz de tu hermano menor. Queda más que claro que para emprender el viaje se requiere una predisposición semejante a la que deben llevar adelante los tres hermanitos condenados a almorzar bajo la rígida tutela de papá Brad Pitt. Pues algo es seguro: Incluso una caricia puede transfigurarse en herida si se la prolonga hasta los límites de lo permitido (“torturita china”, que le dicen. Te acaricio el hombro tres horas seguidas hasta dejártelo en carne viva). El film de Mallick te ofrece tres “ertes”, como los locales de palermo que terminan en "arte" (cocinarte, amueblarte, pintarte, taparte, arroparte, etc) pero con E: Conmoverte, sobrecogerte y romperte (la paciencia ó el encéfalo, dependiendo de cómo le entres a este ensayo largo -y tendido- sobre lo que sucede desde antes que empezamos a respirar hasta bastante después de dejar de hacerlo). Y así como pensamos que Sean Penn exageró en su declaración pública respecto a este film (“no lo entendí”), también pensamos que lo enaltecedor/abrumador/fastidioso de la experiencia dura lo que el metraje, y luego del mismo ya no nos sentimos tan cebados como para armar mesas redondas respecto a su mensaje (si es que lo tiene) y contenido (lo tiene en abundancia). Zonafreak banca El Árbol de la Vida. Eso es todo.
Vincenzo Natali supo adelantarse a Saw cuando lanzó su película coral rendida a la tierna merced de un puzzle asesino (The Cube), y cabría preguntarse si su film Splice (que llega dos años tarde a los cines de Argentina) no podría generar alguna clase de nuevo subgénero del tipo ciencia loca ó similares. Además, la historia es por demás interesante y los resultados de la misma son, cuando menos, provocativos. Estamos bastante curados de espanto respecto a científicos o médicos locos (Human Centipede) y a experimentos grossos que salen horriblemente mal (Hollow Man) pero no estamos demasiado acostumbrados a ver genetistas en las películas, y aquí contamos con dos a falta de uno. Adrien Brody y Sarah Polley interpretan a dos cocineros genéticos que transcurren sus días elaborando extrañas criaturas unicelulares que generan insulina barata y también agroquímicos poderosos de espectro amplio y caducidad nula. Juguetean con ADN de modo pícaro pero poco peligroso (son empleados de una multinacional del averno onda Monsanto y hacen todo a hurtadillas) hasta que uno de sus cócteles-estrella empieza a crecer velozmente develando una criatura en principio tierna y después sexy. Se trata de Dren, un embrión humano bastante tuneado, con ADN de axolote y águila. Cualquier discurso (machista/moralista) es tumbado ante la fuerza de los acontecimientos: El hecho de que el embrión haya sido diseñado "como una hembra, por su docilidad y buen carácter” se ve sacudido por un par de brillantes cachetazos que la Polley surte por ahí. Y la crisis moral que implicaría sentir cariño por un mero producto de laboratorio se ve reducida al minúsculo tamaño de un crayón como los que utiliza Dren para elaborar dibujitos tiernos onda Liniers en su nueva casa, a la cual llegó luego de que sus tutores se hagan con ella y decidan protegerla y cuidarla. Y, de paso, criarla. Porque educar y contener a una criatura 33% humana, 33% axolote, 33% águila y 1% quién-sabe-qué debe resultar divertidísimo. El problema con Dren es que está muy enojada (vivir encerrada no ayuda, y más si tenés hambre y lo único que te rodea es un gato al que no deberías comerte) y además empieza a desarrollar curvas -sobre todo en su espina dorsal- y termina resultando una Lolita 2.0 a los ojos de Adrien Brody, quien hallándose un poco hastiado de Sarah Polley (quien le mete adecuada presión con su deseo de ser mamá por derecha, con embarazo, escarpines y toda la movida) empieza a observar con otros ojos la -hasta ese momento aborrecible e improbable- idea de encamarse con la criatura e incluso enamorarse de ella. Adelantar el resto de los conflictos y sus resoluciones no resultaría conveniente, basta agregar que Splice nos resulta un thriller guarro con vaivenes, pero nunca aburrido, y con más de un guiño a la etapa gringa de Paul Verhoeven, en tanto bajadas de línea desfachatadas a ciertos sistemas establecidos, matizadas con severas dosis de violencia. Violencia, además, lo suficientemente sexy como para provocar hormigueos hormonales en los momentos más inadecuados. Mención de honor para la femme fatale Delphine Chanèac, bombona frenchy que interpreta a Dren cuando está en edad de merecer (y de brindar merecidos a más de uno).
En ciertos avances del film pudimos ver a una Nati Oreiro desaliñada corriendo -motosierra en mano- a los gritos. Desde nuestra inocencia el asunto prometía. Diremos aquí que dicho momento ni siquiera forma parte de una escena. Se trata de un plano suelto, un trick vendetrailer. Aún así, compramos. Y el asunto siguió prometiendo. Y a la hora de la mesa dulce, la boda cumplió. Mi Primera Boda podría dividirse en sketches, todos ligados a la situación central (Daniel Hendler pierde los anillos de compromiso media hora antes de la ceremonia y transcurre una hora y media diseñando estratagemas para recuperarlos) sin demasiada fuerza, pero la suficiente como para no dejar de entretenernos. Pues cada pequeña situación percute en la mayor, aumentando el delirio de Hendler y sus secuaces (incluído DeCaro y el Gente Sexy Clemente Cancela) y cebando el mal humor de Natalia Oreiro, que se hace cargo de la fiesta y de los invitados con la mejor sonrisa posible teniendo en cuenta que entre los invitados se cuentan su mamá escabiada (Solita Silveyra, muy bien) y su ex maestro de artes, un profesor hot de UBA, fisgón miserable nene de mamá que la juega de catedrático intelectual anarco-amatorio, interpretado de taquito -o sea, muy bien- por Imanol Arias. Tal vez algunos chistes (no gags) no nos generen tanta simpatía como otros, pero lo incuestionable radica en que el grueso de la platea recibió con alegría la mayoría de los remates. Este humilde servidor se incluye. Si te causan gracia las agudas percepciones del absurdo cotidiano que vierte el primo de la novia tan solo levantando su ceja izquierda, ésta es tu comedia. Y si te causa gracia ver a Pepe Soriano haciendo de anciano que se pasa toda la película pidiendo porro, también lo es. Para compensar la balanza, tenemos a un sacerdote (Mundstock), un rabino (Rabinovich) y un estupendo remisero (Ariel Pérez) que podrían hacer reír a los que no se rieron ni con el primer ejemplo ni con el segundo. Incluso hay espacio para escenas verdaderamente sólidas, en las que novia y novio mantienen discusiones propicias para que las diferencias entre uno y otro afloren, al punto de poner en vilo el destino de estas dos almas inadecuadamente gemelas. Todos lucen en sus roles, pero quien arranca las mayores sonrisas resulta ser el primo del novio, interpretado por Martín Piroyansky, inclusión que -junto con la tierna secuencia de créditos, el papelito asignado a María Alché y el chiste para entendidos sobre un film de Celina Murga (*)- será harto bienvenida por la Generación NBA (Nacional Buenos Aires). Y por nosotros también, he dicho. Porque ver a Nati Oreiro diciendo “Cogés mal” hace que la entrada se pague solita.