Ya es sabido que Alex de la Iglesia divide aguas. Se organiza polémico cineasta, se desarrolla histriónico, se niega a pasar inadvertido. Balada triste de trompeta es sin dudas un jalón más en esta carrera. Las propuestas que incluye en esta violentísima historia de un triángulo amoroso que incluye dos payasos con personalidades y roles antagónicos y una hermosa trapecista, van desde una mirada sobre las continuidades históricas en España, las referencias culturales múltiples y su forma nacional bajo la dictadura franquista (religión, música popular, erotismo, moda), las infinitas referencias cinéfilas (con Fellini, Hitchcook y El caballero de la noche -Batman- a la cabeza), hasta la obsesión personal de la violencia como aparición repentina de complejas cuestiones ocultadas, reprimidas, sin que de su ejercicio resulte ninguna redención de las cuestiones o los personajes. Resulta inevitable, pues el texto se organiza alrededor de las marcas políticas más intensas del siglo XX en España, analizar la mirada política que ejerce el director al realizar Balada triste de trompeta. Dos elementos son claves. El primero es cómo define la violencia en relación a la política. Lejos de entender la violencia como una instancia posible de la política -por ejemplo, como modo de resistencia a la opresión- De la Iglesia parece banalizar la construcción de la resistencia, y tanto en los momentos previos al triunfo franquista, como al final de su vida y mandato, la violencia no es sino el producto de la emergencia de un sentido perverso de la vida en circunstancias históricas determinadas. Que sean payasos monstruosos (que de payasos devienen monstruos como forma de cristalizar la violencia como único motivo) peleando por una hermosa mujer -qué fácil resulta imaginar que representa a España-, deja pensar en una extraña variante de lo que conocemos por estas tierras como teoría de los dos demonios. Pero además de ello, la decisión clara de un cierre que cristaliza, más no congela, un tipo de relación política signada por la violencia, que parece hacerse presente continuo, obliga a cuestionar la mirada del realizador en relación con la historia política de los últimos cuarenta años en su país. Quienes se ofuscan por la violencia explícita, la impiedad para con el espectador, deberán saber que ese malestar es buscado, forzado a un extremo pocas veces visto y que puede sin dudas justificarse dramáticamente. Quienes se fascinen con esa estética de la violencia, como si en si misma explicara un mundo, no pueden dejar de pensar que De la Iglesia no hace una película ingenua “alla Tarantino” y el cine de súper acción. De la Iglesia hace, explícitamente también, una película política. Por lo que, tanto para unos como para otros, sería bueno que amplíen sus puntos de mira, para incorporar el discurso propuesto en la película de un modo más complejo.
Carnevale es un director formado en la televisión. Sus planos carecen de toda inquietud, están seleccionados para ilustrar diálogos, eludiendo miradas incisivas, sin buscar rincones, secretos, ni permitir abordar con inteligencia los silencios. “Si tuvieras cuello, te ahorcaría", esa frase, dicha por Elena (Borges) a su inseparable amiga y asistente Esther (Cortese) es, en la opinión de este humilde cronista, lo mejor de toda la película. Elena está filmando un reportaje / documental sobre las mujeres y el amor. Con la grabación de inverosímil y mal actuado parlamento sobre la idea del amor eterno, comienza Viudas. (Parlamento que digamos, pretende a su vez funcionar como discurso paralelo al argumento del film). Para nuestro bien – al menos momentáneamente – el monólogo es interrumpido por un llamado telefónico. Su marido acaba de ser internado de urgencia por un infarto. Al visitarlo se anoticia de que él tenía una joven amante, Adela (Bertucelli). Augusto, en su lecho de muerte, pide a Elena que cuide de ella. Transitando de la indignación a la piedad, del cumplimiento de aquella voluntad a la impotencia, Elena de algún modo acogerá a la joven, y la relación entre ambas se mantendrá con la tensión razonable entre dos personas que amaron al mismo hombre, quien a su vez, amó a ambas. Marcos Carnevale toma la historia y hace con ella lo mismo que ha hecho en el resto de sus películas: simplifica, aplica fórmulas viejas, confunde géneros y finalmente desperdicia los costados más interesantes de la idea y, especialmente, de sus actores. A la historia con dos personajes que navegan entre la identificación y el antagonismo, les agrega dos secundarios importantes que articulan los sentidos de esa relación, tomando ciertas normas clásicas del cine industrial, pero estereotipando tanto sus características, que lo narrativamente útil y lo funcional en cuanto a estructura, se pierde. A estos problemas de la realización, se agrega el sobrecargado uso de la música, exacerbado con insertos de canciones de Vicentico, que por momentos se convierten en video clips internos sin función dramática alguna. Este uso de la música incidental recuerda las viejas películas de la década del setenta dedicadas a publicitar la discografía de algún cantante de moda. Lo cierto es que Carnevale es un director formado en la televisión. Y esto se nota en Viudas. Sus planos carecen de toda inquietud, están seleccionados para ilustrar lo más transparentemente posible los diálogos, eludiendo miradas incisivas, sin buscar rincones, secretos, ni permitir abordar con inteligencia los silencios. Simples, no son más que mediadores de lo dicho y lo repetido. Entre los personajes secundarios, Bossi compone a una doméstica travesti que desde joven trabaja en la casa de Elena, que fuera siempre apañada por Augusto y luego de su muerte mantiene un afectuoso enfrentamiento con su patrona. Al igual que Esther, el personaje interpretado por Cortese, es confinado a la repetición de gestos, como si eso apoyara y definiera su personalidad. De este modo, lo que genera empatía, lo que podría funcionar si se utilizara con sutileza como rasgo de carácter, termina convirtiéndose en un modo de ridiculizar y simplificar a sus propios personajes. En cuanto a las actuaciones, la sobriedad de Graciela Borges le permite poner a su personaje a salvo del esperpento, pero la impericia del director en los tonos impuestos a la Adela de Bertucelli, la deja expuesta a medio camino entre el recomendado grand guignol que su personaje admitía y la sobriedad. La llorona irredenta que termina imponiéndose, le impide a este personaje matices, inteligencia, articulación con una comedia más disparatada. La película es obvia, sobre explicada, construida sobre los mandatos de algún viejo manual de guión cinematográfico. Como frutilla del postre posee una de las escenas más increíbles del cine nacional, dedicada a ridículos cameos del propio Carnevale, Burman, y toda la familia de Graciela Borges, sin consistencia narrativa alguna. El desenlace, apelando al viejo sistema de “Tiempo después”, permite que todos los conflictos se resuelvan solos, y mientras calma las inquietudes y las posibles aristas conflictivas de la trama, abandona a los personajes secundarios – con una presencia sostenida en todo el metraje – sin siquiera dedicar un instante a sus propios recorridos. Parecería que Carnevale entiende que es innecesario trabajar seriamente el guión, la puesta en escena y el respeto por sus personajes, pues todo puede solucionarse con una lluvia, un bebé y un tema de Vicentico.
En el marco apacible, sencillo y cálidamente familiar de su propia casa, muy acorde con el contexto de Villa La Angostura en la que se desarrolla la película, una mujer mayor, viuda, decide quitarse la vida. Lo hace de modo planificado, prolijo. Sin embargo fracasa en su intento y queda en coma, internada en estado vegetativo. Una de sus hijas vive en aquella ciudad con su familia. La otra, en Buenos Aires, alejada física cuanto afectivamente de su madre. Mercedes (Llinás) viaja desde la capital para compartir con su hermana Marta (Barraza) el cuidado y las decisiones que requiere el estado de su madre. La película reconstruye la situación, las relaciones y la historia de esa familia en una sociedad pequeña. Lo hace a partir de contar la cotidianeidad de cada uno de los personajes: las hermanas, el marido de una de ellas, los hijos jóvenes (un varón y una mujer), la anciana y una vecina del pueblo. Historias personales y conflictos familiares que aparecen entramados en la vida pueblerina. Lo no dicho, lo no dado, lo no recibido. La herencia latente, la necesidad y una oportunidad inmejorable. Todo ello contado con simpleza, sin estridencia alguna. Conciliando esta estructura coral, el relato de cada personaje y sus deseos y relaciones, con el movimiento colectivo, de modo que todos parecen moverse individualmente en un sentido y pero juntos alrededor de la hija/madre, la película logra dar cuenta de la organización de un mundo. Con esta particular estructura, como la del sistema planetario donde cada planeta gira sobre sí mismo al tiempo que lo hace alrededor del sol, la realizadora hace de este mundo que es Cerro Bayo, no sólo un lugar físico, sino también un espacio simbólico. Este, que es familiar y temporal, es un espacio que atrae tanto como repele y la cuestión para cada uno de los personajes es saber si quedaran allí atrapados o si lograran escapar. Victoria Galardi, quien ya había demostrado su talento como realizadora en Amorosa soledad, logra aquí el tono apropiado para contar esta historia, tanto desde la perspectiva próxima del relato personal e íntimo, o asumiendo la distancia suficiente para dar cuenta del universo colectivo. En un difícil equilibrio entre contar historias individuales y la historia de una familia y un pueblo, del presente y el pasado, otorga a cada personaje profundidad sin que ello redunde en relatos estancos de personajes ajenos a un colectivo. Es indudable que para que esto sea posible, más allá de su capacidad para presentar una mirada muy discreta y respetuosa sobre los personajes, Galardi cuenta con la inestimable colaboración de muy buenas actuaciones que aportan delicadeza al trabajo escénico propuesto por la realizadora. Nativa de la Patagonia argentina, Galardi conoce y aprovecha narrativamente la geografía, logrando en este orden incorporar al paisaje y el clima como un protagonista determinante de las condiciones de producción de la vida. Galardi asoma, a paso firme, entre las gratas esperanzas del cine nacional.
Un drama moral en clave nórdica Enmascarando su relato con las vestiduras de una tradición de la que es heredera, Bier realiza una fábula apropiada al paladar de la industria estadounidense. En la mejor tradición cinematográfica de los países nórdicos, tanto entre los suecos de Sjöberg a Moodysson, pasando por el insoslayable Bergman, como entre los daneses desde Dreyer a von Trier o Vinterberg, el discurso moral es central. En muchos casos el mismo se desarrolla en el espacio rural, donde lo bucólico juega un rol esencial en la configuración de los personajes, los temas, incluso en cierta asimilación de la idea de lo divino. Enfáticamente esta tradición omite la cuestión valorativa sobre los personajes, para promover la reflexión, la contradicción, el pensamiento crítico sobre tales cuestiones. Susanne Bier, realizadora de esta película ganadora del último Oscar a la mejor película extranjera, se apropia de tal tradición para reconvertirla al melodrama, cuya tendencia a sacudir emocionalmente al espectador elimina todas las cualidades críticas, presentes en aquellas filmografías. La reflexión moral está muy lejos de las apelaciones al llanto y la compasión. Aquí la relación de dos estudiantes secundarios, en un contexto de una violencia ocultada, naturalizada, produce un estallido cuando ni las familias ni el ámbito educativo pueden contenerlos. Pero la violencia escolar y social, dada por el tradicional abuso del más fuerte, parece ser la clave de las relaciones humanas en su totalidad, no solo en ese espacio. El padre de uno de ellos es médico, y viaja periódicamente hacia África para atender pacientes refugiados. Allí la violencia es patente, pero también está naturalizada. Como si las relaciones y las respuestas se repitieran especularmente, el doctor es espectador y partícipe involuntario de estas prácticas abusivas. Christian, el más decidido de los jóvenes, reaccionará ante la violencia, y su tímido compañero lo asistirá en una espiral que solo conducirá a la tragedia. Poniendo la duda y la culpa en el centro de la cuestión, el médico reaccionará reflexivamente en el contexto danés, mientras que frente al sometimiento en el campamento de refugiados, la respuesta puede ser otra. En medio de estas cuestiones, la(s) familia(s) aparece(n) como una variable determinante, sobre la cual Bier parece tener una mirada marcadamente conservadora. La realizadora lleva el relato hacia ese desbarrancamiento narrativo. Aun cuando comienza replicando el modo distante, agudo, observador sobre las situaciones, a poco de desatada la trama, agudiza formalmente todos los recursos para activar lo emotivo por sobre lo racional. En relación con la enfermedad y la pobreza, lejos de la reflexión moral sobre las condiciones de producción de la misma, elige poner en escena el dolor personal, la infección, el padecimiento. La música incidental, es aplicada en el peor formato para resaltar el dramatismo de las situaciones. Los hechos y el modo de narrarlos sobre el final, profundizan aun más esta elección estética. La angustia, cuando corroe el alma, impide todo modo de pensamiento moral. Es así que, enmascarando su relato con las vestiduras de una tradición de la que es mala heredera, Bier realiza una fábula apropiada al paladar de la industria estadounidense. No en vano se hizo acreedora a su mayor premio.
Aventura entretenida, finamente irónica, capaz de articular con inteligencia la actualización de las claves históricas propias de su tiempo originario y construida con todas las reglas de clasicismo del género. En la larga fila de superhéroes recuperados de la antigua producción de historietas de la factoría Marvel, “El capitán América” estaba hace ya unos años esperando su momento para entrar en escena. Creado durante la segunda guerra mundial, el personaje fue originalmente un ícono de los EEUU, como centro de la lucha por la libertad frente al nazismo, fuente de todos los males. Sobre ese eje temático, la lucha por la libertad en el mundo, la publicación vivió su máximo éxito. La película está basada en la trama original, aun cuando desde la primera escena se abre el camino a la continuación, en la misma lógica que dio continuidad al serial impreso. Steve Rogers es el alfeñique que, a partir de su tesón patriótico y el aporte químico del Dr. Erskine, se convierte en el super poderoso Capitán América. Su enemigo es su alter ego, Red Skull, el científico que prueba sobre sí mismo el resultado de sus investigaciones y consigue convertirse en un soldado invencible. Como siempre los malos son inescrupulosos, lo cual es una ventaja considerable sobre los buenos. La lucha será entonces entre quien defiende la libertad y la individualidad, y quien pretende someter al mundo con su poder. Por lo demás no hay demasiado que contar en cuanto a lo argumental. En el regreso a las fuentes que propone el guión, el realizador Joe Johnston tiene el buen tino de equilibrar la iconografía tradicional, la aventura clásica, un ritmo que no cede al vértigo ni a la supremacía de los efectos especiales, y una ironía fina sobre la propaganda bélica, de la que la propia historieta fue parte importante. Con un elenco muy sólido en los roles secundarios, la película se fortalece por la perfecta construcción y caracterización de cada uno de ellos. Tommy Lee Jones, Stanley Tucci y Tobi Jones, por mencionar algunos, componen esos típicos caracteres con mucha comprensión de la riqueza que entraña este tipo de narraciones si no se simplifican los rasgos. Pero la mayor decepción de la película es su protagonista. Chris Evans no da la talla como debilucho tenaz, ni como forzudo intrépido. El personaje tampoco tiene un trabajo consistente por parte de los guionistas. Mientras las cosas suceden como si él no participara en nada, la transformación que sufre el joven Rogers es puramente física (que bastante mal le sienta a este actor poco expresivo), mientras en la trama dramática no implica ningún crecimiento del personaje central. Ocurre con el protagónico exactamente lo contrario que con los personajes secundarios. Y es aquí donde más sufre la película y el principal motivo de prejuicios sobre las secuelas que tendrá este primer opus. Aventura entretenida, finamente irónica, capaz de articular con inteligencia la actualización de las claves históricas propias de su tiempo originario y construida con todas las reglas de clasicismo del género, Capitán América mejora en general el resultado de las producciones comerciales basadas en viejos personajes de historieta. No es mucho más lo que puede pedirse a una producción industrial de esta magnitud. El mérito es sin duda de sus guionistas Markus y McFeely y a su realizador Joe Johnston.
Derick Martini logra relatar con pequeños trazos aquellas cuestiones sinuosas, diversas, no lineales que ocurren en la vida. Esas cuestiones poco explicables y previsibles, que podrían asimilarla con esos síntomas inesperados de la enfermedad de lyme. En los bosques que rodean el apacible suburbio donde viven los protagonistas, pacen ciervos mansos que llevan sobre si una amenaza: la enfermedad de lyme. Esta enfermedad, cuyo vector es una garrapata, es poco conocida y sus síntomas son diversos: dolores de cabeza, depresión, alteraciones neurológicas, entre otras. “Se siente como estar siempre alucinando con ácido” dice un poco en broma, un poco en serio, Charlie Bragg (Hutton) al joven Scott Barlett (Rory Culkin). Lo que cuenta Aprender a vivir es como en ese pequeño suburbio del mundo, donde la calma cotidiana de las familias cristianas parece no tener fisuras, la vida en común esconde, como en todas partes del mundo, defectos, patologías, alteraciones, síntomas ocultos. La vida de las personas adultas, comprenderán en este relato iniciático los jóvenes Scott y Adriana, padece la enfermedad de lyme. Scott es un adolescente en estado hormonal, prototipo del flaquito, algo tonto y retraído. Un momento similar pasa su vecina y amiga de la infancia, Adriana (Emma Roberts), aunque ella es bella y está integrada entre los “populares” de su clase. Las familias son, aunque no lo parecen, eso que hoy llamamos “familia disfuncional”. Con todo ello Aprender a vivir es una de las tantas películas independientes estadounidenses que exploran el mundo de la crisis oculta de la burguesía media del interior del país, católica y blanca, a partir de las relaciones familiares, la hipocresía, la falta de objetivos y la carencia de proyección futura de los adolescentes. Una elección muy interesante, y tratada de modo muy sutil en la película, es la ubicación temporal de esta la historia. La misma se desarrolla en los primeros años de la década de los ’80, en pleno auge del conservadurismo de la administración Reagan. Fue en ese tiempo durante el cual la profundización de la desigualdad económica, el crecimiento del presupuesto militar y la hipocresía religiosa fueron claves en la transformación del país. La película presenta alrededor de esta trama y esta inscripción en la corriente establecida en el cine indie estadounidense, tanto rasgos interesantes como recursos muy poco originales. Estos, que realmente deslucen mucho de los méritos del guión y la realización, están principalmente centrados en los estereotipos juveniles y sus relaciones. El chico popular, la chica linda, el flaquito tontito enamorado secretamente de ella, el hermano machote que regresa de su alistamiento en el ejército. Estas construcciones organizan el universo de un modo muy prototípico, con lo cual la profundidad del análisis se pierde. El mundo adulto está trabajado sin dudas con mayores matices y también con más silencios. Es justamente allí donde reside lo más interesante de esta película. Aquello voz que, como el momento final del film, está dicho solo a media. Aquellas particularidades de los personajes y las relaciones que están contadas con indicios. Derick Martini logra relatar con pequeños trazos aquellas cuestiones sinuosas, diversas, no lineales que ocurren en la vida. Esas cuestiones poco explicables y previsibles, que podrían asimilarla con esos síntomas inesperados de la enfermedad de lyme. Cuando sobre explica las cosas, ya en la vida adolescentes o en la noche de despedida del joven soldado, pisa el palito de las peores tradiciones del cine industrial. La estética provinciana, la complejidad de algunos personajes, el entorno que no parece no modificarse aun cuando subyacen situaciones complejas, las actuaciones controladas, son lo mejor del trabajo del realizador. Esta película de 2008 es la primera realización de este joven director. Tres películas más, en post y pre producción, esperan ver la luz. La pregunta es si profundizará su perfil independiente y su talento para contar con indicios y de recuperar una estética propia de sus personajes marginales a la gran sociedad industrial. La existencia de algunos interesantes realizadores que lograron tener una carrera en este sentido, a pesar del mundo mainstream, nos permite mantener una esperanza.
Veiroj demuestra con este segundo opus no solo su capacidad para penetrar las sensaciones y la subjetividad de sus personajes, sino también ductilidad para abordar registros etarios y de clase absolutamente diversos. Federico Veiroj, cuya ópera prima Acné contaba un año especial en la vida de un adolescente judío de la alta burguesía montevideana, demuestra con este segundo opus no solo su capacidad para penetrar las sensaciones y la subjetividad de sus personajes, sino también ductilidad para abordar registros etarios y de clase absolutamente diversos. Jorge (¿interpretado? Por el crítico y cinéfilo Jorge Jelinek) trabaja con dedicación completa en Cinemateca Uruguaya, un lugar central de la cultura cinematográfica de Montevideo. La crisis económica va llevando a la institución a un callejón sin salida. Esta muerte lenta es la agonía la de los sueños de Jorge y el resto de los miembros de Cinemateca. Esto es apenas la anécdota sobre la que se articula la película, trama en la cual no tiene sentido profundizar demasiado. Película que cuenta a cinéfilos, a adultos de edad mediana, a ciudadanos de urbes latinoamericanas que vivieron viejos esplendores sesentistas – y sus reflejos y continuidades –, La vida útil construye con particular tino los deseos de un hombre atrapado en el cine, ya como proyecto socio cultural, ya como espectáculo. Ese lugar en el que está atrapado es tanto interno – reflejado por su relación el mundo exterior – como externo – marcado por el tiempo histórico que pasa - más allá del lugar que parece congelado cronológicamente. Con sencillez Veiroj destruye el falso tabú que asegura que a los cinéfilos solo le interesa el cine aburrido, el cine que no conecta con la gente común. En La vida útil – título altamente significativo – el hombre apasionado por el cine europeo de culto y por los análisis complejos, es además un tipo que se mueve al ritmo de los apuntes musicales del cine más popular, resolviendo su propia historia al ritmo de la lógica de los clásicos melodramas. De este modo, con una película simple que homenajea a los apasionados, Veiroj pone el ojo sobre el deseo del cinéfilo: ver cine, pensar cine, sentir cine, vivir cine. Lo que en un comienzo es pasión por el cine alejado del público masivo (la escena en la que el director Martínez y Jorge se reparten la películas para ver está marcada por los nombres extraños de los realizadores), muta hacia un final de película romántica, al ritmo de un marco musical propio del cine de género. En este sentido la sensible y púdica escena de baile en la escalera, es un ejemplo del hombre en el que conviven Eisenstein y Fred Astaire. El realizador pone también el ojo sobre el paso del tiempo, el modo en que cada persona queda anclada en aquel momento histórico que lo marcó, y como esa marca lo sigue casi inevitablemente. Los registros del habla, los temas, las ropas, todo parece congelado en el medio de una ciudad sin tiempo explícito. La arquitectura de los setenta, una suerte de modernidad que se hizo decadente al rato de nacer, es también una clave para mirar, de un modo poco piadoso, a estos personajes. Película homenaje, melancólica, rica en mensajes a quienes recorrieron esos pasillos y muchos otros similares (las funciones de cinemateca argentina en el teatro SHA son una referencia para los porteños adultos), La vida útil es una película que habla no solo a los cinéfilos viejos. Llama a todos los públicos a la aventura del amor. En todos los sentidos. Aun cuando prefiera evitar las sobre explicaciones y los dramas de ocasión. Después, no digan que no les avisé.
De dioses y de hombres recupera el sentido de la religiosidad no solo para ponerlo en debate en términos históricos, sino para poner en escena aquel universo ético y estético como forma de práctica humana. Durante los años ’90 se desarrolló en Argelia una violenta guerra civil por la cual murieron cerca de 200.000 personas. La misma se desató cuando el gobierno Argelino suspendió las elecciones que había ganado el FIS (Frente islámico de salvación) e impidió a este partido asumir el gobierno, en una clara ruptura del orden democrático. Las grandes potencias europeas, especialmente Francia, sostuvieron este orden ilegal y represivo. En el monasterio de Atlas, en la región montañosa de ese país, donde se asentó la guerrilla islámica originada luego de la suspensión de esos comicios y en rebeldía con el gobierno dictatorial, llevaban adelante su tarea monástica ocho religiosos franceses quienes, en la medida que la violencia se generalizaba y amenazaba a los extranjeros residentes, comenzaron a comprender el riesgo real que corrían sus vidas. En ese monasterio realizaban tareas de asistencia médica y social a favor de la población de la región. Su relación con los pobladores era armoniosa y fueron considerados fundamentales para el sostenimiento de los habitantes de las cercanías. Mientras la presencia de las milicias irregulares creció en la zona tanto como los retenes y la represión del ejército nacional, un atentando sangriento sobre trabajadores croatas abrió la puerta a la discusión sobre la conveniencia de que los religiosos permanezcan en el lugar o que se retirasen, protegiendo de ese modo sus vidas. Las opiniones en tal sentido fueron contradictorias tanto entre ellos como entre las personas ajenas al monasterio, ya sean funcionarios oficiales o líderes regionales. La película recupera el sentido de la religiosidad no solo para ponerlo en debate en términos históricos (como proceder en un determinado lugar en ese exacto momento), sino fundamentalmente para poner en escena aquel universo ético y estético como forma de práctica humana. He aquí lo más interesante de esta minuciosa realización de Xavier Beauvois. El realizador trabaja con detalle la construcción de los personajes y el desarrollo plástico de este universo. En este sentido es menester destacar las múltiples referencias pictóricas que la película utiliza para dar cuenta del sentido profundo de ese sentimiento religioso. Es a partir de una elaborada construcción visual y rítmica que el director completa ese desarrollo. Porque más allá de los contenidos explícitos en las conversaciones y los debates, la reiteración de los cuadros rituales a lo largo de la película organizan el sentido religioso por continuidad y oposición, operando tanto desde la organización plástica al interior del cuadro, como en la dialéctica que se produce por la sucesión de los mismos. Es a partir de esta organización de la totalidad – y como en pocos casos la idea de totalidad es aquí central pues remite nuevamente al orden de lo religioso – que aquello tematizado aquí, la fe, el martirio, la piedad, la finitud, el miedo a la muerte, el deseo y el servicio, logra ser expresado justamente a partir del pensamiento dialéctico. La falta de referencias históricas, al tiempo que coadyuva a profundizar este enfoque temático, deja abierta la puerta a una nueva estigmatización de los movimientos islámicos. Dadas las fuertes referencias asociadas en la sociedad occidental del presente a cualquier guerrilla musulmana, vinculándolos con los atentados terroristas y otras confusas actuaciones violentas, sería interesante que el espectador conociera el papel de Francia en el sostenimiento del gobierno ilegal Argelino de ese momento, y la violenta represión que este llevó a cabo sobre el movimiento popular que legítimamente había ganado las elecciones. En este sentido, alguna indicación sencilla hubiera sido útil para evitar malas interpretaciones. La noción de trascendencia permanente, auspiciada por la reiteración ritual en la misma estructura narrativa, está sostenida por las actuaciones impecables de cada uno de los actores que interpretan a los ocho monjes. Sin embargo vale destacar a Michael Lonsdale, Luc el fraile médico que deja por allí una apertura al pensamiento racional científico vinculado a la idea de libertad que introduce más profundidad en al tematización religiosa, Lambert Wilson en el secretamente contradictorio hermano Christian y Jacques Herlin, que compone un bello Amedeé que remite indudablemente al más religioso Caravaggio. De dioses y de hombres aun siendo una película compleja nunca abandona su vocación por interesar al espectador ni su deseo de inquietar. Es por ello que la tensión está siempre presente. Y eso es un valor adicional para esta película que en ningún momento aburre ni simplifica.
Apenas algo más que una de tiros Fernando Spiner es un director que tiene por virtud proponer miradas personales sobre la estructura de películas de género. Desde su primer cortometraje, el muy reconocido Testigos en cadena, esa forma de hacer cine – al menos en sus ficciones – es consistentemente sostenida. Aballay no es una excepción a esta marca del realizador. Basada en el cuento homónimo de Humberto Constantini, la película es un western gauchesco, una película que instala ese tipo de relato en un espacio – casi mítico – de la árida pampa argentina. El protagonista es Aballay (Cedrón), determinante de los momentos claves del relato cuanto no en cuanto a su presencia en la historia. Jefe de una pandilla de ladrones violentos, el hombre es temido incluso por sus propios compañeros. Luego de asesinar a los hombres de un grupo que trasladaba oro, quedó marcado por la tragedia, al descubrir los ojos de un niño que lo miraba desde su escondite en la carreta en la que viajaba con su padre, ahora muerto. Desde entonces, Aballay desaparece en el desierto, deambulando penitente por aquella mirada infantil que jamás podrá olvidar. Julián (Casero), aquel niño asustado, regresa a esos parajes diez años después, buscando venganza. No será ya a Aballay a quien encuentre sino a sus secuaces, Torres (Ziembrowski) y el Muerto (Rissi). En el camino hacia ellos, conocerá a Juana (Anghileri), de quien se enamorará y a quien el Muerto, convertido ahora en autoridad del paraje, toma como esposa de modo forzoso. En esos diez años, Aballay, conmocionado por aquella culpa, había perdido el poder en su banda, se convirtió en una sombra, un mito, y recorre el desierto como una leyenda – “el pobre” -, deambulando firme sobre su montura durante años como un modo de sacrificio auto inflingido. La historia se desarrolla sobre el amor y la venganza, que organizan este universo más bien simple que propone Spiner como sustento del desarrollo dramático. Tras un comienzo auspicioso, donde no sólo la construcción de la acción, sino los datos claves para situar acciones, relaciones y personajes son relatados con austera precisión, la película recorre el camino de lo simple y lo obvio. Desde el premonitorio cartel “Diez años después”, se pierde aquella primera capacidad de síntesis y de ajuste dramático a partir de indicios y no del exceso explicativo. Pero por sobre todo, los personajes que se incorporan, así como algunos hechos trascendentes, se hace profundamente inverosímiles. El asesinato de Torres, la aparición casi ridícula del cura interpretado por Goity, las pobres actuaciones de Casero y Fontova (que además recorre largos e intrascendentes parlamentos) son parte de las debilidades de esta película. Aballay tiene un guión pobre, que desperdicia construir(se) alrededor del mito de El hombre sin miedo y su destino trágico – claves que anclan además en la tradición del western – y elije contar la historia de la venganza, creyendo que la inmensidad y cierta explicación final harán aquello que ni el guión ni la realización cuentan atractivamente. El western no es sólo el escenario, las armas y la época. Supone un relato mítico y una épica. Hay algo que diferencia al gaucho de aquellos “cowboys”. Estos ganaron, son los exitosos en la batalla por conquistar las tierras y hacerlas explotables, mientras que el gaucho fue derrotado y convertido en trabajador explotado por aquellos porteños adinerados como Julián. Esta tragedia del destino gaucho – presente en Juan Moreira – pierde el sentido cuando domina una épica de triunfo de los poderosos (en definitiva Julián era el hijo del dueño del oro y como porteño educado fue hasta aquella pampa a matar a los asesinos de su padre). El mito del hombre que se sobrepone a las contrariedades y construye su futuro del western estadounidense, y que sostiene el origen del credo liberal, es opuesto al mito casi religioso, del hombre que se sacrifica por aquello que entiende sagrado. He aquí entonces uno de los problemas básicos de Aballay: Spiner traspone cuestiones formales de un lugar y un tiempo, sin adaptar los elementos de base. De ese modo la película termina mostrando pura acción pero carece de aquella tensión interna propia de la historia de este gaucho cimarrón que busca el sacrificio de acuerdo a su lugar en el mundo. Formalmente, más allá del potente atractivo visual, la película es algo esquemática en la construcción de los personajes y las actuaciones son por demás irregulares y esto afecta seriamente al resultado final. Lamentablemente, Spiner, que con La sonámbula había abierto la puerta a una esperanza firme sobre su cine, con Aballay vuelve a presentar una película que, como Adiós querida luna, se monta en una idea visual atractiva y un conjunto de reglas constructivas concretas, pero falla en el guión, los diálogos y las actuaciones.
Javier Gross es un guionista obsesivo, desconectado de lo que lo rodea. Es así que prefiere resolver los problemas escondiendo o sacando fuera de su vista los objetos o personas que puedan enfrentarlo a ellos. Ya sea sacando a la calle el sillón en el cual su mujer confiesa haber tenido relaciones con otro hombre o no atendiendo el teléfono ni dejando entrar a su casa a su propia madre. Lo cierto es que esta obsesionado por “la” idea y su egoísmo personal, son las causas de su fracaso personal en orden a sus afectos. Comedia con reminiscencias en el cine de Woody Allen y a ciertas tendencias de la llamada nueva comedia americana, Juntos para siempre no logra consolidar en su metraje completo lo interesante de los veinte minutos iniciales. Estructurada en base a diálogos ingeniosos, la solidez dramática se ve afectada por efecto de esta elección. Sobre el crecimiento de los personajes o una articulación rítmica consistente, la decisión de encadenar ideas atractivas y momentos brillantes, termina por afectar la narración, más cercana a las comedias de situaciones que a la comedia cinematográfica. Esto no implica que Juntos para siempre no sea entretenida. En absoluto. Sostenida especialmente por la lograda actuación de Menahem, la película tiene más allá de su muy buen comienzo, momentos realmente hilarantes y algunas ideas sumamente atractivas. Pero la reiteración y cierta tendencia a explicar demasiadas cuestiones con diálogos algo impostados, van en contra de la concreción de aquello que promete al comienzo. Siendo las actuaciones muy intensas -aún cuando se puede juzgar a Busnelli y Peña como algo sobreactuadas- Solarz parece no haber encontrado el modo de inscribir a Lucía, interpretada por Malena Solda, en el mismo registro que al resto de los personajes. De este modo, muchas cuestiones que pueden plantearse alrededor de lo ciertamente patológico de la relación entre ambos, se pierde por parecer personas de mundos completamente diversos, aún cuando, dada la prolongada relación amorosa que los vincula, no lo son en absoluto.