Lo interesante que tiene la película, poner en juego valores como verdad, justicia, perdón, expiación y memoria, es atravesado por un final que navega entre el suspenso y el melodrama. La película comienza cuando Jan sale de la cárcel donde cumplió su condena, después de haber sido culpado – aun cuando él asegura que fue un accidente – por el asesinato de un niño. Sin embargo, la historia es anterior y entrelazando pasado y presente, el protagonista deberá encontrar su modo de vincularse con el mundo, una vez en libertad. En el presidio él tocaba el órgano en las ceremonias religiosas, por lo cual se postula por un trabajo de organista en una iglesia. Ese puesto le garantizará un salario y alojamiento. Una vez instalado allí, confrontando con el encargado de la capilla, la mujer que oficia de sacerdote en la misma y su pequeño hijo, Jan, que usa su segundo nombre Thomas, para evitar ser reconocido como el famoso infanticida que él mismo fue, se enfrenta con temas claves de la vida religiosa (que son los de su propia vida): la culpa, el perdón, la expiación, el bien y el mal. Será a partir del pasado, no necesariamente resuelto, que Thomas se relacionará con quienes lo acompañan en su nueva vida. Rápidamente irrumpirá en este escenario la madre del niño muerto, quien además de considerarlo un peligro para el resto de los pequeños, está convencida de que Thomas no ha dicho toda la verdad sobre aquel hecho. Es por ello que a partir de verlo en libertad, intentará empujar la situación hacia un enfrentamiento cara a cara. La película, que comienza retomando tradiciones cinematográficas nórdicas en materia de temática y estética religiosa – uno podría recordar a Bergman durante el primer tramo de Aguas turbulentas – deriva, para la sorpresa del espectador, en algo parecido a un psico-thriller con niños como víctimas. De este modo lo interesante que tiene la película en cuanto a poner en juego estos valores, verdad, justicia, perdón, expiación, memoria, es atravesado y desdibujado por un final que navega entre el suspenso y el melodrama. Lo que es al comienzo una película de climas sobrios, de actuaciones contenidas, de diálogos austeros, culmina con cierta grandilocuencia, algunas exageraciones y apelaciones a los golpes bajos. Aun así, la película logra sostener, en base al correcto manejo de los tiempos narrativos y las actuaciones ajustadas, cierto interés basado en la resolución del conflicto personal que atraviesa Jan / Thomas a lo largo de esta historia. Lamentablemente el interesante planteo sobre el valor de la verdad, el arrepentimiento y el perdón, queda perdido por el modo en que el realizador resuelve un trabajo que merecía un final más acorde con aquel buen comienzo.
El manejo del tiempo del relato, donde el pasado se confunde con el presente de un modo simple pero sugestivo, es un logro significativo para observar la relación como una totalidad. Cindy y Dean son una pareja con una hija pequeña y una perra que se pierde irremediablemente. La historia de ellos no es buena y la relación sufre un desgaste que, como en la crónica de una muerte anunciada, rápidamente la conducirá al final. Blue Valentine es la historia de ellos, de la relación amorosa – un amor casi de oportunidad – y de la familia que ambos deseaban formar, como modelo de integración a una supuesta normalidad. El fracaso de la relación no es sino su vicio de origen que incluía secretos, deseos, fracasos personales y necesidad de incorporarse a la vida adulta de un modo “aceptable”. Sin dudas que, más allá destacar los puntos altos en términos de realización, (por ejemplo la banda de sonido), Michelle Williams (la excelente Wendy de Wendy y Lucy) y Ryan Gosling aportan talento y cuerpo a sus personajes, en actuaciones realmente comprometidas. Es sin dudas fundamental el trabajo actoral de ambos, para que la película adquiera una intensidad dramática que jamás acude a los excesos. Derek Cianfrance, el realizador, sabe trabajar el relato intimista con la estética del cine independiente estadounidense, integrando esta lógica casi privada al espacio familiar, laboral y social, de un modo más sólido que muchas de las obras de la corriente. El manejo del tiempo del relato, donde el pasado se confunde con el presente de un modo simple pero sugestivo, es un logro significativo para observar la relación como una totalidad, dejando de lado la idea de una pareja que hubo sido una cosa en el pasado y que fracasa por las situaciones del presente.
Esta no es una película feminista Mujeres al poder o Potiche (en referencia a un adorno inmóvil presente en cualquier hogar) es una comedia que particularmente funciona en los momentos en los cuales su realizador, Francois Ozon, apuesta a la saturación estilística. Esto ocurre especialmente desde el comienzo de la misma hasta el tiempo en que la trama parece tomar la senda de las definiciones, aun cuando hacia lo que parece el final hay una nueva apertura en la trama, que lleva la película hacia un desenlace de una pobreza supina. De modo que podríamos decir que una parte de la película se construye en una lógica estética que todo el resto de la misma no duda en anular. Suzanne Pujol (Deneuve), es la heredera de una fábrica de paraguas dirigida por su esposo desde la muerte de su padre, una burguesa acomodada a su rol de esposa y madre sumisa. Acostumbrada al desprecio de Robert Pujol (Luchini) luego de 30 años de matrimonio, dos hijos y engaños a montones, ella se enfrenta por diversas circunstancias a la necesidad de hacerse cargo de la empresa, en momentos de una crisis sindical violenta. En ese momento contará con la asistencia del diputado comunista, y dirigente gremial, Maurice Babin (Depardieu), con quien tuvo un encuentro ardoroso y fugaz, muchos años atrás. La resolución del conflicto estará reglada por el trato gentil, por la recuperación de la vieja tradición – de la que su padre era cultor – del trato personal y del conocimiento de cada individuo, sin que esto tenga necesaria relación con la mejora real de las condiciones económicas. Lo que sigue es un vodevil familiar donde junto al enfrentamiento entre el esposo desplazado y su esposa puesta a jefa y mujer deseable, acompañan este viejo izquierdista militante convertido en viejo amante enamorado, una hija conservadora que reproduce la sumisión materna y un hijo que apoya a su progenitora, como modo de hacerse carga a su vez de su propia sexualidad. Desde el inicio, sobresaturado de color y de clichés, el realizador apuesta a la re escenificación excesiva para dar a la antigua comedia teatral un sentido doble. La comedia se estructura en su trama – claramente decadente – pero también en el modo en que se expone. Porque Ozon no solo pone en escena la historia de la familia Pujol, sino también un viejo modo de representación de los personajes y las relaciones. En el tramo donde esta exasperación escénica domina, la película es entretenida, atrevida, inteligente. Cuando la historia del enfrentamiento de género se pone en el centro de la dramaturgia, la película pierde completamente sus virtudes y se hace tonta y previsible. Las escenas que destacan, que apuestan a la memoria emotiva de un espectador adulto, especialmente la salida nocturna de la pareja Deneuve – Depardieu, son perlas que adornan esta comedia intrascendente. Potiche oculta tras su pátina de feminismo setentista una fuerte vocación por una vieja burguesía conciliadora, con visión nacional, industrialista. Aunque la opresión de género y de clase han ido juntas en la historia del capitalismo, cuando en Francia imperan la deslocalización fabril y la hegemonía de los Sarkosy y los Le Pen, Ozon con la recuperación de este discurso por la conciliación de clases y la defensa del trabajo nacional, parece un socialista desbocado.
EL PODER SIEMPRE MATA Esta película cumple una función en la reproducción de un sistema de poder. Permite la catarsis de los espectadores, de modo que la experiencia cinematográfica purifique la mala conciencia producida por actos donde la mentira y el abuso son evidentes. Gran parte del cine industrial estadounidense organiza su narrativa alrededor de la idea del héroe. Siempre habrá allí un héroe, un(a) jugador(a) solitario(a) que contra viento y marea remontará las situaciones más adversas y, aun a costa de perderlo todo, enfrentará a los poderosos. En la versión progresista o liberal, como les gusta decir en aquel país, este individuo enfrentará al Estado o a sus aparatos burocráticos / represivos. En la estirpe conservadora, el héroe luchará contra rusos, alemanes, inmigrantes o aparatos burocráticos / represivos. En Poder que mata se cuenta la historia – basada en hechos reales – de Valerie Plame, una agente de la CIA destinada ocasionalmente en Irak a certificar la producción de armas de destrucción masiva en los tiempos previos a la segunda invasión a ese país. Durante su trabajo más que confirmar tal producción, se certifica la imposibilidad de la misma. En esa tarea colabora, convocado por una unidad a cargo del vicepresidente de la Nación, Joe Wilson, ex embajador demócrata y esposo de la agente Plame. Si bien el informe de Wilson negaba el tráfico de material nuclear sensible, se decide la invasión engañando al presidente y al país sobre esa información. Y con la excusa de la existencia real o potencial de peligroso armamento, se decide la invasión de marzo de 2003. De esto deriva una secuencia de enfrentamientos entre Wilson y el vicepresidente, quien golpeando severamente a la pareja Plame – Wilson, revela la condición secreta de la agente, produciendo una grave crisis personal y efectos en las misiones ocultas que llevaba adelante. Lo que hasta acá podría encuadrarse como un thriller político a la forma película de espías, muta rápidamente en un melodrama político (si es que tal tándem de géneros existiera). Y nuevamente la condición del héroe que mencionamos al comienzo ocupará el relato. Juntos o separados, en armonía o enfrentados, estos personajes solitarios (en tanto individuos con sus propios objetivos y principios) se enfrentarán con el poder omnímodo y ambicioso de un gobierno perverso. A partir de este salto de género, la película se resiente. Tanto por el interés dramático, por la articulación entre los protagonistas y los antagonistas, como por la centralidad del melodrama familiar, el espectador siente que la primera mitad y la segunda forman dos películas diferentes. Aun cuando el trabajo minucioso de Watts y Penn no permite dar lugar a excesos dramáticos, la impronta de la problemática familiar elimina los rastros del interés histórico político en la trama y centra la tensión en la lógica de lo privado. Así la película se ubica en otro registro, lo que sin dudas desorienta al espectador, haciéndole despreocuparse del nuevo foco de conflicto. La segunda mitad es definitivamente pobre, dramática y formalmente, y solo recupera algo de tensión con los títulos finales. Pero esto no es lo peor de esta película. Poder que mata, formando parte de la larga tradición del “cine político” de la industria estadounidense – en su variante liberal - , se estructura a partir de un personaje – en este caso dos – que lucha por su propia convicción y básicamente en solitario, contra un sistema articulado y perverso. Sin embargo, el mal no surge de la propia estructura del sistema, sino de sujetos esencialmente malvados que se aprovechan del mismo. En este caso el sujeto portador de todos los males es, como en la mayoría de los relatos sobre la invasión a Irak, el ex vicepresidente Dick Cheney. Este sistema de representación instaurada por décadas de cine, instala en el centro de la escena a los individuos y deja de lado toda discusión sobre los procesos colectivos y la condición estructural de las relaciones de poder. Poder que mata replica una fórmula conocida, auto indulgente y declamatoria, que aprovecha un hecho público cuyo impacto ya ha demostrado ser intrascendente incluso al interior de su propio país, para dar cuenta de la propia fe liberal, ejercicio rentable en tiempos de gobierno demócrata. Pero a su vez este héroe individual funciona como demiurgo que pone en acción el espíritu puro, altruista, universalmente justo de la sociedad estadounidense. El mismo espíritu que invocó pocos días atrás el presidente Barack Obama para justificar el asesinato del líder de la organización terrorista Al Qaeda. Mientras tanto, la misma sociedad que consume este producto generado por la sociedad del espectáculo asiste impávida – cuando no festeja - ante la reproducción del ejercicio militar de su poder sobre habitantes de otros lugares lejanos, a quienes sigue representando desde el exotismo “alla” siglo XIX. Lo cierto es que películas como Poder que mata cumplen una función social esencial en la reproducción de un sistema de poder. Permite la catarsis de los espectadores, de modo tal que la experiencia cinematográfica purifique la mala conciencia producida por aquellos actos donde la mentira y el abuso son tan evidentes, que gran parte de los sujetos no podrían tolerarlo razonablemente. Este tipo de productos narrativos, son esenciales para reproducir un sistema de dominación que se autodefine como universalmente justo.
Comedia menor, que se resuelve del modo más conciliador posible y evita dar sentido al menos a algunas de las muchas líneas temáticas que abre en su desarrollo. En Argentina hemos conocido a Fatih Akin por dos de sus tres películas anteriores a Cocina del alma, y ambas han tenido buen eco en la crítica de nuestro país. En esta película, el realizador da un giro en el tipo de relato, pasando del drama con tintes sociales a una comedia que, si bien no deja de abrevar en sus principales tópicos (el presente del capitalismo especulativo europeo, la otredad étnica en Alemania), se resuelve en la plena búsqueda del humor y la felicidad de sus personajes. Zinos, un joven de origen griego, se enfrenta al viaje de su novia – de quien está perdidamente enamorado - a China por cuestiones laborales, mientras apenas puede sostener su restaurant marginal y regularmente concurrido. Salvar su relación amorosa, su negocio o a su hermano, que está a punto de quedar en libertad, preso por hurtos menores. Acuciado por un terrible dolor de espaldas, perseguido por las oficinas de impuestos y salubridad, ahogado por un comprador con mucho poder, Zinos deberá resolver todas las cuestiones juntas. La película no es más que una comedia de enredos tradicional, con personajes conocidos y generalmente agradables, situaciones con algo de gracia y un par de actuaciones convincentes. Cocina del alma es una comedia menor, que se resuelve del modo más conciliador con el personaje protagónico y el público y que evita dar sentido al menos a algunas de las muchas líneas temáticas que abre en su desarrollo. Akin deja de lado toda sutileza y todos los silencios con los que construyó sus anteriores películas. Es una pena, el paso a la comedia de enredos tradicional no le sentó bien.
El filme reivindica el deseo como potencia vital en los adultos mayores. Esta nueva película de Jean Becker es definitivamente una obra más que tradicional. Simple, aborda lugares comunes y compone situaciones re manidas, con personajes lineales e increíblemente monolíticos. Sin embargo posee un encanto que le permite establecer cierta empatía en el espectador con sus personajes. (Debo aclarar que toda narración que reivindique el deseo como potencia vital en los adultos mayores comunes y corrientes, lejos de heroísmos falsos y el fetichismo de la vejez cinematográfica, es para mí digna de elogio) Germain (Depardieu), es un grandote semi analfabeto de buen corazón, que conoce en un banco plaza a Margueritte (Casadesus), una mujer de noventa y tantos años, con quien establece una relación personal afectiva estrecha, a partir de dialogar y compartir lo que cada uno de ellos puede aportar al otro: serenidad y sabiduría por un lado, sinceridad y simpleza por el otro. Toda la historia se centra en esta relación, aun cuando gran parte del metraje corresponde a la vida de Germain con sus amigos, su novia y su madre. La película es todo lo previsible que tal situación puede merecer. Los personajes que acompañan a Germain no podrían ser más modélicos. Su madre lo parió luego de un embarazo no deseado, y siguió rechazándolo por el resto de su vida. Los amigos del bar se burlan con cariño de este tosco amigo, y su novia es “tan buena como el Quaker”. No hay sorpresas ni intención alguna de originalidad en este filme. Ni siquiera tiene pretensión de incluir diálogos ingeniosos o frases sentenciosas. Del mismo modo, evita toda tendencia al melodrama. El director logra mantener el tono amable sin exagerar ningún matiz que acerque la trama a los siempre indeseables extremos. Esto, más la fluidez de la narración, son los principales logros del director. El resto (que no es poco) es aportado por los protagonistas. Casadesus, actriz de 97 años, brinda una simpatía y una delicadeza con la que, más allá de su especial presencia física, maneja con talento el tiempo en la relación de complicidad actoral con el enorme Depardieu. Este actor de tantas batallas no compone acá un personaje. Su Germain es poco interesante dramáticamente. Lo que aporta sobre todo es un soberbio manejo del espacio, el que ocupa física y simbólicamente, y un tempo perfecto en su relación con el resto de los personajes. He aquí el secreto de la película. Además de ser capaz de dominar la pantalla, su composición distanciada, despojada de toda inútil emotividad, naturaliza lo que podría ser recargado dramáticamente. Absolutamente querible, el filme tiene sus peores momentos en los flashbacks explicativos. El innecesario recuento de situaciones obvias, incorporan un registro melodramático ausente en el resto de la narración. Un día con Margueritte podría ser una película fuertemente criticable. Sin embargo, sostenida por sus actuaciones y personajes, por el clima naturalista y contenido, logra ser agradable a pesar de su profunda convencionalidad. Lo mismo podría pretender esta sencilla nota.
El santo de la espada... Reloaded En relación con el estreno de esta película suena una frase repetida: San Martín es un personaje que siempre será difícil llevar al cine por las muchas visiones que existen sobre su gesta y sobre lo que representó. Por lo tanto todo film estará abierto a las polémicas. Dando por supuesto que esto pudiera ser cierto, Leandro Ipiña se curó en salud y decidió hacer una versión absolutamente enajenada de todo elemento polémico y, especialmente, de cualquier forma de originalidad. Muestra de esto es la construcción dramática, que parte del relato de un anciano que siendo adolescente participó del cruce de Los Andes; recurrir al ajedrez para sustentar la hipótesis del estratega; proponer el sujeto subalterno como ejemplo del conjunto y finalmente el momento de la epifanía, de la transformación, cuando el sacerdote comprende el sentido de la lucha. Todo ello es antiguo en el cine. El realizador articula una serie de anécdotas concretas sobre la historia del general San Martín en un largometraje que, por esa decisión dramática resulta fragmentada, como si cada uno de esos relatos casi estancos quisiera ilustrar una característica de la personalidad del libertador americano. Su tesón, su lucidez estratégica, su capacidad de liderazgo, su humildad para aceptar los errores, su valentía, su humanidad. Todo relatado, salvo en contadas ocasiones, con un tono almidonado, excesivamente controlado. La película es un proyecto desarrollado bajo una concepción educativa escolar, pedagógica. Demagógica. No hay desarrollo de pensamiento crítico. Entre otros temas, se pierde totalmente la relación entre San Martín y el gobierno central, siendo que este fue uno de los momentos más críticos para él. La participación popular, marcada por una selección musical que refleja una idea conservadora de la construcción cinematográfica. El pueblo está construido desde una mirada que lo instala en el lugar del personaje subordinado. Ipiña es capaz de llevar adelante una producción compleja y organizar el trabajo de un modo impecable técnicamente. Pero eso es todo. El guión es pobre, no supera, cuarenta años después, la acartonada visión de El santo de la espada (Torre Nilsson, 1970). La perspectiva histórica, más allá de la retórica de lanzamiento, es de manual. Ojalá San Martín tenga otra oportunidad en el cine.
Pese a los logros de los primeros minutos, a fuerza de reiterada, inverosímil, forzadamente alegórica, costumbrista for export, la película comienza a aburrir y romper el interés de la relación abuelo-nieto. Bulgaria vivió durante algo más de 40 años bajo el dominio comunista. Está película intenta jugar con la alegoría del olvido y la recuperación de la memoria, a contar la historia de esos años de control y represión. Un joven búlgaro pierde la memoria en un accidente de tránsito en Alemania, país donde vive. En el mismo, sus padres fallecen y él queda solo en un hospital. Su abuelo, que aun vive en Bulgaria, viaja para encontrarse con él y ayudarlo a recuperar la memoria. Lo hará recurriendo a los recuerdos de infancia. El juego entre el pasado y el presente, las anécdotas de la cálida relación entre ellos, el sometimiento, la delación, la persecución, la huida y la cárcel, pasaran siempre mediados por un tablero de backgammon (tavli). El tablero será el centro desde el que irradiarán todas las historias y los lazos personales. La película comienza como un relato costumbrista que recurre a las mejores artes de los relatos de pueblos y relaciones fraternales y amistades permanentes y odios inmarcesibles. Y la calidez y la sutileza de los personajes, especialmente el abuelo, muy emotivamente llevado adelante por Miki Manojlovic (actor que trabajó con directores como Kusturica y Paskaljevic), dan al comienzo una agradable sensación. Por ello, aun cuando previsible, la película logra empatía con el espectador. Sin embargo, todo lo que de bueno tienen los primeros treinta minutos, a fuerza de reiterado, inverosímil, forzadamente alegórico, costumbrista for export, la película comienza a aburrir y romper aquella relación emocional. De ese modo, el segmento más importante de la película, el viaje en bicicleta de regreso a Bulgaria y a la memoria, se transforma en un compendio de lugares comunes que solo se sostienen, medianamente, por el carisma de los actores. Desbarrancando definitivamente hacia el final, la película quiere simular inscribirse en la mejor tradición del hiperrealismo balcánico. Pero para entonces todos los velos se han caído dejando al descubierto el artificio de una construcción narrativa de neto corte oportunista. Tal vez por ese motivo, haya sido candidata al Oscar a mejor película extranjera.
Jordan no encuentra el tono de la película y el relato se limitada a la historia de amor fantástico, sin demasiado amor ni demasiada fantasía. Syracuse (Farrell) es un pescador hosco, que por algún motivo prefiere evitar el contacto con el resto de las personas. Su vida está marcada por un pasado complicado por el alcoholismo y una separación no exenta de violencia, y un presente económicamente difícil, lo que se suma a la enfermedad de su hija, a quien urge un trasplante hepático mientras se la somete regularmente a diálisis. En una de sus cotidianas salidas de pesca, en la red habitualmente vacía, aparece Ondine (Bachleda), una mujer bella, misteriosa, inexplicable. Ella no quiere ser vista, ni merece ser abandonada. Es por ello que Syracuse la llevará a vivir a la casa abandonada de su madre, ya fallecida. Desde ese día, las cosas cambiarán. Para Annie, la frágil hija del pescador, la recién llegada es una sirena. Ciertas leyendas irlandesas, como Neil Jordan, el realizador de la película, refieren a las selkies como sirenas inmortales que son capaces de adoptar formas humanas, dejando escondido su ropaje original. La joven Annie decide que Ondine es una selkie que se ha enamorado de su padre y que vivirá con ellos para siempre, aun a costa de renunciar a su verdadera identidad y convertirse en mortal. La dura vida real comienza a iluminarse de fantasía. Y eso es la película: una fantasía amorosa, un cuento de hadas cruzado por la enfermedad de la niña, el alcoholismo, la difícil situación social de cierto sector de la población de Irlanda y la violencia asociada al tráfico de personas. Combinación que Jordan ya había abordado. A diferencia de lo que ha hecho en algunas de sus mejores películas (En compañía de lobos, Mona Lisa, El juego de las lágrimas), en este caso evita cargar de oscuridad el relato, no atravesar la historia bonita con los dolores de la realidad, con la oscuridad de los pasados que necesariamente desmiente ese relato idílico. Y acá está el problema principal de Amor sin límites. La deriva de la trama impone un final que empeora, por su rictus de realismo declarativo, la interesante dialéctica entre la historia fabulosa urdida por la niña sin esperanza, y la historia real de personas reales, que se enamoran a pesar de saber que todo es más complicado de lo que parece. Jordan parece no encontrar el tono de la película en ningún momento, ya que no causa inquietud ni zozobra en el espectador, limitada a la historia de amor fantástico, sin demasiado amor ni demasiada fantasía. Una obra definitivamente olvidable en un director que, por su historia, aun cuenta con crédito suficiente.
Papá se volvió choto Un hombre cuarentón, rechaza atender un llamado telefónico que seguramente proviene de un pasado con el que no quiere volver a conectarse. Él, que vive en alguna playa pequeña de la costa atlántica, en un hotel que maneja junto a su madre, no tendrá más remedio que enfrentarse a ese pasado cuando su hija adolescente se presente sin anunciarlo en la puerta del hotel, por el momento casi deshabitado. La película es la historia de un hombre que debe reconstruir su paternidad, y al hacerlo, inesperadamente pondrá en cuestión la relación con su madre y con su hermana, personaje extraño y sentencioso, que también vive con ellos. Ese padre y esa hija deberán re descubrirse y aceptarse mutuamente, pues la vida los ha vuelto a unir, muy a su pesar. Ernesto es un hombre de mal talante, que esconde su propio deseo a fuerza de frustraciones. La película se organiza alrededor de él y de su comportamiento. Los personajes giran en su rededor, tanto su hija, como unas jóvenes acompañantes de un señor mayor hospedado en el hotel o el piletero, que no logra detectar el origen de la falla constructiva. Con un guión trazado con lugares comunes, la película es absolutamente previsible y poco interesante. Todas las situaciones que podrían generar cierta inquietud en el espectador, no tienen efecto alguno en tanto son siempre anticipadas, los diálogos suenan con cierto falsete y las actuaciones son sumamente desparejas (aunque en general tienden a ser malas). A Oscar Ferrigno el papel le queda definitivamente grande. Familia para armar intenta alternar comedia con emociones, en ese registro elemental de novelón, contada sin interés alguno en profundizar en conceptos cinematográficos, más cercano a las estrategias narrativas de la televisión, con personajes estancos, con secuencias narrativas definidas y una puesta en escena convencional sin riesgo formal alguno. Nada nuevo, nada interesante, nada espantoso. Esa tal vez sea una buena forma de definir esta olvidable película de Edgardo González Amer.