Gris y repetido Si la responsabilidad de El turista es de su director, quien fue reconocido a partir de la sobrevalorada – en el criterio de este humilde escriba – La vida de los otros, o de sus guionistas, el mismo Van Donnersmarck junto a McQuarrie, quien escribiera Los desconocidos de siempre, o la producción, más concentrada en exponer elenco y locaciones que un guión consiste, o de sus protagonistas, Jolie & Depp, inexpresivos durante toda la duración del film, todos podrían decir, échale la culpa a Venecia, pues seguramente pasear por esa hermosa ciudad, les quitó el tiempo necesario para hacer interesante esta película. Si cada uno de ellos tiene antecedentes tales que permitía considerar la posibilidad de encontrarnos con una película al menos bien llevada, el caso es que El turista no responde a ni las mínimas expectativas. Planteada como intriga romántica, la carencia de sentido y atractivo de la trama bloquean toda tensión articulada por el suspenso. Tampoco propone seducción ni glamour, en tanto el recurso al romance. Si la observamos como comedia, los actores no aportan los momentos, los tonos ni el carisma necesario. Como película de acción, todo en la historia remite a una larga secuencia de hechos inverosímiles y apariciones, o desapariciones, de personajes inesperados en lugares inusitados. Diálogos por momentos incomprensibles (que ni siquiera permiten imaginar claves posibles que despierten alguna inquietud en el espectador), personajes maniqueos, actuaciones monocordes y carentes de todo atractivo, coadyuvan con la dirección que no acierta ni en el tono ni en el ritmo, a dar forma a una película tan olvidable como un turista ocasional de un tren, entre miles de otros, gris y repetido. Aun cuando ese turista se llame Johnny Depp.
El director se apropia de la anécdota pretendiendo recrear la obra genial de Wilde, pero solo hace un remedo de la pieza literaria. Dorian Gray, tal el título original de la película basada en la obra de Oscar Wilde, es, por sobre todas las cosas, una película pobre, anodina. Más allá de lo insatisfactoria que resulta su lectura en relación con el clásico literario en el que se basa, la película es olvidable en todo sentido. El retrato de Dorian Gray, la novela original tiene, más allá de las claves habituales del género, un trabajo que permite desmontar las condiciones de doble moral de una sociedad, pero especialmente una lectura lúcida sobre un momento de cambio de la subjetividad humana, la consolidación de un individualismo exacerbado, y con ello del hedonismo moderno, así como también el tiempo conocido como “la muerte de Dios”, comúnmente atribuida a un contemporáneo, Friedrich Nietzche. Todo ello circula de un modo banal y superficial por la película. El director se apropia de la anécdota, y desde allí pretende recrear la obra genial de Wilde, pero solo hace un remedo de la pieza literaria. La puesta en escena de la lujuria, a mitad de camino entre el erotismo, el video clip y el ridículo, y cierta actualización digital de las características de aquel retrato, que se deteriora mientras el joven Gray se conserva lozano, son desaciertos notables a la hora de las decisiones escénicas de Oliver Parker. La actuación del joven Ben Barnes despoja de toda complejidad al personaje. En su piel Dorian Gray es un sujeto sin deseo, como si la traslación de su corrupción corporal al cuadro fuera una operación que es ajena a su propio inconsciente, como si todo operara por arte de magia (lo que además termina relativizando la mirada crítica de Wilde sobre la subjetividad moderna). Hasta Colin Firth, un actor habituado a las sutilezas en la creación de sus personajes, construye aquí un malo de manual, despojado de cualquier lógica de un tiempo histórico, presentado casi como el mítico Belcebú. Pobre y superficial, esta versión de Dorian Gray tiene con el original literario una relación similar al personaje y su retrato: mientras uno madura, sigue creciendo con el tiempo, se llena de vetas que permiten nuevas lecturas, el otro es pura figurita, inútil y sin relieve alguno. Daniel Cholakian redaccion@cineramaplus.com.ar
Impecable técnicamente y con un excelente reparto. Baaria está estructurada en escenas sueltas que terminan siendo un anecdotario vacuo, que solo se sostiene más por sus referencias a la tradición del cine que por su largo, muy largo, metraje. Tornatore recurre para esta gran reconstrucción de escenarios históricos que es Baaria a tópicos del melodrama clásico, a referencias del cine italiano de los últimos 40 años y a un presupuesto muy abultado. Con ello hace una película larga, pretenciosa y, finalmente, poco interesante. (Auto)biográfica o no, Baaria (nombre con el que se conoce popularmente a Bagheria, la ciudad natal del realizador), es una gran saga familiar (Ciccio, Peppino – protagonista central - y Pietro Torrenuova), que recorre 50 años de la vida política y social italiana. El pasado casi feudal de la región de Sicilia, el advenimiento de fascismo, la guerra y la modernidad anterior a Berlusconi. La película se asienta en un registro melancólico afectivo, la imagen cuidada, la música tradicional de Ennio Morriconne (con toda la carga emotiva que su sonido implica) y un trabajo actoral típico de la comedia italiana anterior a los años ochenta. Con estos elementos, desde su primer escena Baaria remite a un conjunto de códigos del cine italiano que ubican, y condicionan, rápidamente al espectador. Impecable técnicamente y con un elenco muy bien seleccionado, el relato está basado en escenas sueltas, en anécdotas, en situaciones cerradas que, como si en cualquier caso la parte pudiera contar al todo, pretenden dar cuenta de la transformación y las luchas del pueblo italiano, especialmente en el sur, por entonces, tan alejado de la capital italiana. Así pasarán, la explotación extrema en el trabajo agrario de las primeras décadas, los prejuicios, la edad del romance, la guerra, la militancia política de izquierda de Peppino – cuyo motor vital serán su pasión comunista y el amor incondicional por Mannina - y finalmente el cine, a través del tercer hombre en la línea sucesoria. El problema central es que las escenas, aun cuando puedan ser consistentes, no son capaces de dar cuenta de los procesos históricos que intentan contar. De modo que Baaria es un anecdotario vacuo, que solo se sostiene más por sus referencias a la tradición del cine (incluso del propio Tornatore) que por su largo, muy largo, desarrollo. Lamentablemente Tornatore no supo, o no quiso, hacer una película inteligente. Lejos, extremadamente lejos de Novecento, o incluso de la más cercana La mejor juventud de Marco Tulio Giordana, Baaria parece pura especulación, puro proyecto de realización de un producto comercial exportable a los mercados mundiales. Y se le nota en cada uno de los planos contenidos en los largos 150 minutos de duración.
Los bastardos es una película violenta desde la primera escena, un muy largo plano en el cual entre medio del calor y la aridez aparecen los protagonistas, hasta las situaciones que desencadenan el robo, Escalante no tiene ningún interés en agradar Dos trabajadores mexicanos ilegales pelean por sobrevivir en Los Ángeles, con trabajos eventuales y en condiciones de explotación. Nada nuevo hasta allí, bajo el sol abrasador. La película cuenta un día, muy particular por cierto, de estos dos indocumentados mexicanos. Ellos después de trabajar, andarán por allí hasta que ingresan por la ventana en el departamento donde vive una mujer con su hijo, probablemente para robar o simplemente para molestar, asustar, ejercer por momentos un poder sobre otro. Amat Escalante construye una película que recibe influencias de diversas tradiciones. El cine de las fronteras, como podríamos calificar a Los bastardos junto con otras películas que se instalan en las zonas grises donde inmigración, pobreza, soledad, identidades transferibles, inseguridad e incertezas, abreva tanto en el realismo duro del cine independiente norteamericano de los años sesenta, el llamado cine chicano de los noventa, y el panorama actual del cine mexicano, que se apropia de los temas presentes en aquel norte, violencia por la delincuencia, violencia por la sobre explotación, violencia de género. Los bastardos es una película violenta. Desde la primera escena, un muy largo plano en el cual entre medio del calor y la aridez aparecen los protagonistas del film, hasta las situaciones que desencadenan el robo, Escalante no tiene ningún interés en agradar al espectador. La película cuenta, alrededor de los protagonistas, también la historia de otros con quienes pueden tener alguna relación: los igualmente explotados, los que se quedaron, los que viven en esa zona gris donde ellos habitan. No es casual que el punto donde los inmigrantes se reúnen, para que los busquen quienes necesitan trabajadores de a pocos y por tiempo limitado y tareas rudimentarias, esté junto a gran mercado de materiales, lejos de cualquier cosa que pueda parecer Los Ángeles, tal como se suele ver en el cine. La imagen en esta película adquiere un valor fundamental por su característica despojada, desprovista de ángulos expresivos, de contraste, de volumen. Esta condición plástica aproxima a un mundo sobre el que se construye el relato. La historia completa de la película está contada acá mismo. Lo central está en los personajes y los lugares. Pero su problema principal está en el guión. El director no termina de construir con sentido todas las relaciones, de modo que algunas escenas suenan demasiado arbitrarias e inútiles en el contexto donde están insertadas. Lo cual le quita potencia al modo que Escalante adopta para contar esta historia de situaciones. Soledad, pobreza, silencio, frontera, violencia, cuerpos despojados de deseo. Una zona gris donde entran no solo mexicanos ilegales, sino mujeres solas y jóvenes en una sociedad consumida. De todo esto habla Los bastardos, una película mexicana que sin dudas excede el problema de los “indios” y “la migra”.
El ilusionista describe, con esa triste melancolía de lo que ya no es, el universo de los viejos artistas de variedades. Sylvain Chomet se apropia, en el mejor sentido de la expresión, de un guión nunca filmado de Jacques Tati, para poner en escena a Tatischeff, un personaje de animación que funge de alter ego del propio Tati, en clave de misterio humano y melancolía. En El ilusionista cuenta de algún modo el universo de los viejos artistas de variedades, también mirado con esta sensación de la tristeza de lo que fue. Habla de un tiempo ido a algún lugar del universo donde seguramente habitarán aun esos magos, payasos, ventrílocuos y otros personajes del music hall. Tal vez, en un hotel viejo que los aloja como en una suerte de retiro protector. Tatischeff comprende que su arte y labor está perdiendo atracción entre el público, y viajando desde el centro (París) hacia la periferia (un pequeño pueblo de Escocia), va en busca de aquellos que todavía aprecien su talento como ilusionista. Y allí encontrará una joven con quien tendrá una relación afectiva y cálida, jugando por momentos de padre protector. A partir de conocerse, el mundo que parece reconstruirse para ellos, al tiempo que cambia, casi fatalmente, para otros como ellos. La película cuenta una historia y no la cuenta. Habla de lugares, de momentos, de historias. Un hotel de actores viejos, el hambre de estos artistas en decadencia, el trabajo diario por el pan, Europa que cambia y se moderniza, el deseo y la memoria, la magia y la realidad. Apelando a dos recursos interesantes como el humor físico y el uso socialmente inapropiado de los objetos – y un casi nada adorable conejo de la galera – la comedia se desarrolla en este universo de perdedores de una era que está cambiando. Y lo hace de un modo sencillo y por eso mismo, capaz de reforzar la melancolía propia del relato (el espectador, a su vez, añora ese tiempo real o imaginario que es parte de la historia misma del cine). Sin diálogos, Chomet se apropia, decíamos, del guión. Pero también adopta al propio Tati como protagonista, y a su estilo en cuanto a cierta extrañeza del actor / personaje, en relación con el mundo que le tocó vivir. Porque esto le pasa al ilusionista, quien desencantado, comprende en su viaje hacia el “afuera” de París, que el mundo es para él cada vez más ajeno. Y aun cuando la esperanza es posible, comprende que el mundo moderno ha sido definitivamente desangelado.
Logrado relato que permite comprender la relación entre medios, negocios y poder político. En los últimos 30 años, Italia ha ido modificando su estructura social y política, tanto como su fisonomía, su imagen como Nación. En todo este proceso de cambio, Silvio Berlusconi fue el protagonista esencial. En ese documental su realizador propone mirar este proceso a partir del modelo de televisión desarrollado por Il cavalieri. Como a partir de la instalación de un monopolio en los medios masivos en Italia, promovió un cambio de imaginario social, de deseo compartido. De la imagen sobre el éxito y el fracaso. A partir de un primer programa de gran arraigo popular, la televisión berlusconiana se basó en puro espectáculo, mujeres pulposas, y constante implicación al público, ya sea como asistente, concursante telefónico o como potencial estrella en el firmamento televisivo. Cuatro son los personajes sobre los que se basa el recorrido. Tal vez el más sufrido sea un muchacho de un pueblo que imita a Ricky Martin y práctica karate. Convencido de que tal conjunción le facilitará la fama televisiva, ya que ni Ricky Martin práctica artes marciales como Van Damme, ni este baila como el cantante latino. Ningún fracaso en los castings podrá alejarlo de su sueño central: estar en la televisión. Porque estar en la televisión, como él dice, es la puerta al éxito en todos los órdenes de la vida. Los otros personajes que dan cuenta de este mundo televisivo, este mundo de Berlusconi, este mundo de millonarios o, como pretende sintetizar el director, esta Italia televisiva (y televisada) son: el principal agente de televisión, amigo de Berlusconi, habitante de una exclusiva villa de super millonarios, donde también reside el presidente, y orgulloso fascista, que lleva en su celular el himno del viejo partido de Mussolini; un furioso paparazzi que odia a los ricos y famosos, que termina deviniendo el mismo una estrella televisiva y el propio Berlusconi, no ya directamente, sino desde sus apariciones públicas. El documental por momentos queda atrapado en la anécdota o el testimonio algo reiterado, perdiendo potencia política y capacidad explicativa respecto de la impronta de los medios masivos en la transformación social italiana. Pero presenta dos momentos que iluminan, más que cualquier larga explicación, la construcción del imaginario social y la unificación de los discursos sociales. El primero es el momento en que en un centro comercial se realiza el casting para elegir a las bailarinas que rodearán al conductor de un programa. Mientras las niñas/jóvenes bailan sensualmente, y se ofrecen para ser elegidas (porque, como testimonian, es una buena manera de ganar plata, y la puerta para casarse con un futbolista y hacerse millonarias), en los televisores instalados en la sala se observa un partido de futbol del Milan, equipo del propio Berlusconi. La síntesis perfecta de la omnipresencia de los medios y los negocios. El segundo momento brillante, corresponde con la inclusión de una propaganda de su campaña a presidente. Allí puede verse el modelo de mujer que allí se propone como mujeres del pueblo, y su correspondencia con las mujeres en los programas de televisión de sus cadenas. Logrado relato que permite comprender la relación entre medios, negocios y poder político, Videocracy se mete en el otro lado de la televisión con mucha inteligencia y capacidad ilustrativa. Es entretenido y tiene la virtud de la simpleza. Sus 80 minutos de duración es otra de las muestra de sensatez de esta producción.
Wendy llega tarde adonde los hechos. Lo que pasa, ya sucedió antes de que ella llegue. Es como si ella no formara parte de la acción, como si las cosas pasaran sin contar con ella. Wendy viaja hacia Alaska, llevando consigo en su viejo auto a Lucy, su perra. En Oregon, una madrugada, despierta luego de pasar la noche en su auto. Este no arranca y Wendy, casi sin dinero, intentará comer algo mientras espera que el taller mecánico comience a atender. Las circunstancias, siempre extrañas y extrañadas (como si le ocurrieran a otro que no es el personaje, como si todo fuera ajeno en la película), llevan a que la cariñosa Lucy se pierda de vista. La película se estructurará alrededor del relato de la búsqueda de la perra. Kelly Reichardt, fiel a la mejor tradición del cine independiente estadounidense, hace un film de perdedores. Perdedores todos, incluso los que ganan. Incluso el mocoso que repite como un decálogo los principios de un buen ciudadano, que sabe ser un trabajador fiel y un hijo respetuoso. La directora a lo largo del film coloca la cámara de un modo despojado, lejano (evitando crear empatía con los personajes). Por otra parte, Wendy, a quien la cámara sigue a lo largo del film, llega tarde adonde los hechos. Lo que pasa, ya sucedió antes de que ella llegue. Y la cámara por detrás. Como si estos estadounidenses marginales a las luces, y los grandes escenarios, y los triunfos imperiales, no fueran parte de la acción, como si las cosas pasaran sin contar con ellos. La resignación y la aceptación de tal derrota, hace aquí visible lo que la mayoría del cine estadounidense oculta. Solo con mostrar la ciudad desde el otro lado, y un auto que no arranca, Reichardt construye un espacio cinematográfico político, intenso y cuestionador.
Sin retorno recupera lo mejor del cine de género. Comandado por productoras masivas que dominan el mercado cinematográfico a su antojo, el cine de género ha caído, ya desde al menos dos décadas, en los recursos reiterados, la sobre-explicación y la valoración dicotómica, siendo estos dos de los peores síntomas del desprecio que sienten por el público. Es por ello que la película de Miguel Cohan tiene el valor adicional de recuperar algunos de los mejores gestos de la tradición del relato negro: la austeridad narrativa y el vacío valorativo. En una película en la que hasta el muerto tiene responsabilidad en el accidente que le produce el deceso, la trama interroga e interpela con inteligencia, y sin el menor rasgo de soberbia, al espectador. Dos hombres distintos, pero que seguramente podrían comportarse de manera similar ante igual situación, son protagonistas de sendos accidentes de tránsito que tiene una sola víctima. Uno de ellos lo mata y el otro termina preso por la muerte. El que queda libre, un joven estudiante de arquitectura de una familia de clase media alta, se debate con su culpa, su miedo y una familia que hará lo imposible para garantizarle la libertad. El otro, hombre de clase media venida a menos, hará lo que pueda para demostrar su inocencia. El padre de la víctima querrá encontrar al culpable y en ese camino por las calles, la búsqueda de testimonios y la demanda de justicia, con la ayuda nada despreciable de los medios, le apuntará al culpable equivocado. Y con la televisión a cuestas, no habrá juez dispuesto a sostener la duda razonable que sirva absolver a quien está condenado aun antes del juicio. En el medio, aparecen una trama de abogados más o menos consecuentes con las trampas legales, un inspector de seguros que, luego de “jugar a Columbo”, revela la mezquindad de sus intereses y una situación carcelaria que, contada apenas en minutos, da cuenta de las implicancias permanentes del encierro. Todos son culpables en alguna medida de los hechos que se cuentan. Y todos son, en alguna medida, personajes capaces de hablar de un modo u otro a los espectadores. Todos ellos llaman a un rincón secreto de cada uno de nosotros. Eso es clave para comprender la esencia del relato negro. Los personajes son personas del común que se comportan como tales. Cohan construye un guión preciso y ajustado. Las relaciones intra-familiares, que son centrales en la historia, aun cuando no son el centro de la trama, están perfectamente trabajadas y contadas con una sutileza que merece ser destacada. Sin retorno es una película que apela a la tensión narrativa permanente y la construcción de un espacio de angustia del que es difícil escapar. Esta condición, que parece inseparable de la condición urbana, atraviesa el relato de punta a punta. Lo policial de la historia articula los distintos niveles del relato. Cohan logra además acompañar a los actores a que encuentren el tono justo para sus personajes. Lo que con un elenco tan importante con el que cuenta, es también destacable. Sin retorno recupera lo mejor del cine de género, lejos de las pobres imitaciones del cine industrial hollywodense. En oposición a ese cine pobre de talento y ambición, Sin retorno es una película que incluye lo social, lo urbano, lo personal y lo moral en un policial que sostiene el interés permanente del espectador.
Este film sobre mujeres que a partir de una lucha sindical deciden publicar lo que puede reconocerse como el primer periódico anarcofeminista de la Argentina tiene un guión elemental y todo lo interesante de la propuesta se desdibuja. Es común enfrentarse con películas que, como esta realización de Laura Mañá, conjugan indudable interés temático, una producción nada desdeñable y bien realizada, con un guión definitivamente mal trabajado y actuaciones absolutamente desparejas. Estos dos tópicos son lamentablemente demasiado frecuentes. Todo esto ocurre, simultáneamente en Ni dios, ni patrón, ni marido. El título, clara referencia del ideario feminista y anarquista, da cuenta de las claves que articulan la trama. Expulsada de Rosario, donde la policía la prefiere alejada antes que presa, Virginia Volten (Tobal), llega a Buenos Aires. Allí es amparada por un zapatero socialista (Dumont) y una amiga, trabajadora textil (Novoa). Ante el despido injusto de una obrera por parte del patrón (Marrale), las mujeres comienzan un movimiento de protesta. Organizadas tras el liderazgo de Volten, deciden publicar lo que puede reconocerse como el primer periódico anarcofeminista de nuestro país, La voz de mujer. En ese momento se les suma (en la mezcla de ficción e historia que constituye el entramado de la película) Lucía Boldoni (Goris), una estrella de la ópera, rebelde entre los poderosos. Y con ella la historia de amor, absolutamente innecesaria e intrascendente, pero que pretende utilizarse para contar, con más obviedades y desaciertos que pericia, los entramados del poder político, económico y simbólico. Mañá, directora catalana, desarrolla un relato simplista que desconoce condiciones históricas, políticas y de género reales y concretas, que hubieran permitido mayor profundidad al relato. A partir de ese guión elemental, todo lo interesante en el origen se desdibuja. Los personajes carecen de interioridad, son solo figuras para la exterioridad y esa pobreza se nota en el trabajo de los actores con sus caracteres. Si bien no todos comenten los excesos insoportables en los que caen Goris y Marrale, los personajes carecen de las vibraciones y los tonos de un relato que supone una tensión histórico política. Con un lamentable derroche de esfuerzo de producción, Ni dios ni patrón ni marido es, sin embargo, una puerta abierta a la posibilidad de advertir que, en el relato histórico, existe en la cinematografía local una deuda que puede ser saldada con temas todavía ocultados.
La película, que por momentos apuesta a la tradición del policial negro y por momentos a la novela romántica, en su peor versión televisiva que deja claro cuáles son las pretensiones estéticas reales de Fernando Trueba como realizador. Fernando Trueba es un director español con cierto prestigio internacional. Al respecto, para entender alguna de las consideraciones sobre El baile de la Victoria, es que su cine se sitúa, como propuesta estética, más cerca del modelo clásico del espectáculo hollywodense, que de ciertas búsquedas formales que intentaron algunos de sus compatriotas de la misma generación, en los tempranos ochenta, luego de la caída del franquismo. El baile de la Victoria, basada en la novela homónima de Antonio Skármeta, recorre los caminos paralelos de dos ladrones, un joven ingenuo y un hombre maduro, experto en robo de cajas fuertes, que salen de la cárcel gracias a una amnistía. Ambos tienen objetivos concretos al salir: el primero dar el gran golpe y poder tener su campo y sus caballos; el adulto recuperar la relación con su mujer e hijo. Ángel (Abel Ayala), el joven, conoce a Victoria (Miranda Bodenhofer), una bailarina que ha perdido el habla, cuando sus padres fueron secuestrados por la dictadura Pinochetista. Será por ella y por el amor que él siente casi devocionalmente, que Nicolás (Ricardo Darín) accederá a acompañar al ladronzuelo en su gran golpe. La película, que por momentos apuesta a la tradición del policial negro y por momentos a la novela romántica, en su peor versión televisiva, es el pobre resultado de una producción plurinacional, donde se ajusta a los mínimos de consistencia narrativa interna, requeridos para sostener el relato. Tanto la coherencia de los personajes – su pasado, su presente, su nivel de lengua, su discurso político - , como sus múltiples nacionalidades (¿por qué la ex esposa de Nicolás es española, y el experto violador de tesoros, argentino?), la verosimilitud de las cabalgatas ciudadanas o la escena del baile final, todo ello atenta contra la necesaria coherencia del relato. Para colmo de males, el ritmo interno es destruido por escenas pretendidamente poéticas, venidas de la prehistoria del cine, que solo sirven para aburrir, y convertir a la película en una mala novela romántica. Trueba ha tenido algún momento interesante (en general provisto por el material que ha documentado más que por su propio talento), pero ha sido siempre sobrevalorado, especialmente después de haber ganado el Oscar con su película Belle epoque, que no fue sino una mirada sumamente convencional sobre tiempos complejos en España. La mirada de la Victoria es un melodrama convencional y aburrido, que deja claro cuáles son las pretensiones estéticas reales de Fernando Trueba como realizador.