Líbano habla de la guerra, afirmando la idea de que toda guerra es una matanza. Una práctica cruel, horrorosa, que desposee a los hombres de su propia naturaleza. No solo de su naturaleza como sujetos de la cultura, y por lo tanto respetuosos de la vida como valor supremo, sino también de su densidad como parte de lo natural. Aun cuando la tradición del cine bélico ha recorrido en muchas más ocasiones la epopeya y la magnificencia de los destinos nacionales, no hay dudas que el mejor cine de guerras se enmarca en la línea en la que se encuadra esta película. Samuel Maoz decide desarrollarla en un lugar estrecho y adoptar un punto de vista único. La acción transcurre en el interior de un tanque de guerra, y lo que ocurre fuera del mismo, se ve exclusivamente por la mirilla con la que el artillero observa el exterior. Esta limitación autoimpuesta, en las inteligentes manos del director se transforma en potencia. Porque con esta decisión de puesta en escena, hace sentir al espectador las vivencias de los cuatro hombres que tripulan el tanque. El público, una vez que entra allí, queda atrapado en la angustia de la muerte (Es muy atinada la primera escena del relato: un soldado, en este caso el encargado de disparar, ingresa al tanque y se incorpora a un grupo que ya viene recorriendo el camino. Con él, ingresa el espectador. Conocen lo mismo y a partir de allí verán lo mismo. No hay modo de evitar que uno y otro caminen juntos lo que resta de la película). Lo que sigue son unas horas en la operación de ese tanque, en el primer día de la invasión israelí en el Líbano, 1982. Los cuatro hombres, más algún eventual acompañante, viven ese lugar en la historia – en el que son depositados vaya a saber por qué y por quién – y sus únicos contactos con el exterior, que es físico pero también simbólico, será por la mirilla del tanque y una radio, que trasmite órdenes generadas por entidades sin nombre, sin lugar, sin tiempo. Allí adentro todo es sopor, incomodidad, incertidumbre. Afuera violencia, destrucción y muerte. Lo que ocurre entonces es que protagonistas y espectadores vivirán la guerra como un juego absurdo, comandado a distancia por voces lejanas al terreno, que ignoran a las personas como tales y por lo tanto arrasan con sus vidas con total impunidad. Y este absurdo se convertirá en angustia al ser soldados, al estar encerrados en el tanque, y al no saber efectivamente lo que ocurre en el terreno, más que lo que la radio trasmite. No les cabe preguntarse qué hacer en esas circunstancias. La capacidad de decisión es poca, de modo que el cuerpo responderá como pueda a las órdenes impartidas. Líbano no es atemporal ni genérica. Lo que propone, si tenemos en cuenta su modo de instalarse en la Historia, es trocar en guerra lo que fue invasión, y promover la exculpación de los individuos. He aquí el punto clave a criticar en esta película. Salvo escasas excepciones (de las que el principal ejemplo es Avi Mograbi), los realizadores israelíes suelen hacer la doble operación de condenar al ejército nacional al mismo tiempo que liberan de responsabilidad a los sujetos, ya soldados, ya oficiales medios. Solo una mano invisible y ajena a todo, es responsable de tal matanza. Cuestión atendible como sentimiento personal, pero que carece de rigor en tanto mirada histórica. Puede ser esta una discusión marginal, pero la marca histórica indeleble inscripta al comienzo y la redención de los protagonistas hacia el final, está remarcada por el propio director. Por lo tanto no es antojadiza. Pretender que la observación crítica anterior afecta a la potencia cinematográfica o al impacto dramático que genera en el espectador, o que niega su claro discurso anti belicista, o despreciar el horror honesto que expresa el realizador por la violencia contra la vida y la cultura, sería injusto. Cada plano de la devastación de los ataques, cada dolor de todos los personajes, - porque todos son dolientes - es una expresión genuina de aquello que solamente puede repudiarse. Maoz hace, en ese sentido, una película impecable, que se inscribe en la mejor, y tal vez la única deseable, tradición del cine de guerras.
Esta ópera prima de Gianni di Gregorio tiene la virtud de remitir a la tradición de la comedia italiana, popular, artificiosa y al mismo tiempo a la mejor comedia de la actualidad de ese país, algo vertiginosa, con muchos personajes. Roma es parte de la Europa unida, pujante, exultante de éxito, de trabajo, de felicidad, de dinero. Gianni, sin embargo, parece pertenecer a otra Italia, una Italia tradicional, popular, a mitad de camino entre la modernidad y la costumbre. Es parte de aquello que no dejan ver los fuegos de artificio de la modernidad financiera. Gianni es un hombre algo mayor que vive con su madre recluida en su habitación. Ella está al cuidado de este hijo dedicado, deudor eterno de cuanta cuenta pueda dejarse impaga. En Ferragosto, una fiesta en la que el feriado invita al turismo, sorpresivamente y de modo ciertamente extorsivo, tres mujeres de edad similar a su madre, son dejadas a su cuidado en el pequeño departamento. Imposibilitado a negarse, Gianni las recibe con más resignación que interés. Y lo que ocurrirá en esas 48 horas, revelará que el deseo es motor de lo vital. Esta ópera prima de Gianni di Gregorio (realizador, guionista y protagonista) tiene la virtud de remitir a la tradición de la comedia italiana, popular, artificiosa, ampulosa por momentos y al mismo tiempo a la mejor comedia de la actualidad de ese país, algo vertiginosa, con muchos personajes, sin demasiadas explicaciones. Con esa combinación de presente y tradición, que remite al cine y a la trama de la película, Di Gregorio, hace un film inteligente. Con mucha sencillez reflexiona sobre la edad y el deseo, sobre los valores del consumo, sobre el afecto, sobre el gesto sobrio del agradecimiento y el respeto sentido por las personas. Excelentes cada una de las actuaciones, los actores dotan a los personajes de un color y un brillo que, siendo varios y girando el relato entre todos ellos sin posarse en ninguno, no se opacan unos con otros. Cada personaje con sus particularidades, sus obsesiones, sus gestos personales, crean un mundo interno sumamente rico. Pranzo di ferragosto es una película bella. Disfrutable. Sencilla ¿Se puede decir mucho más? Sí, además tiene la humildad de no proponerse más larga que lo necesario. Dura apenas 75 minutos. Este es otro mérito de su realizador.
El realizador no resuelve correctamente ninguno de los posibles juegos de atracciones con los que cuenta: ni el “duelo actoral” De Niro / Norton, ni la tensión del juego del gato y el ratón. Tal vez lo más logrado de esta película sea la primera secuencia – ubicada temporalmente en el pasado -, que funciona de secreto personal del protagonista, aun cuando el público lo conoce, que tiene cierto sentido explicativo a la compleja relación familiar que Jack (De Niro) enfrenta en el presente. No faltará el chabacano y burdo que diga que lo mejor de la película son las escenas eróticas de Milla Jovovich, aun cuando su delgadez extrema pueda darle cierto look andrógino. Discusión esta, que sería inútil al referirse a otras películas, parece consistente ante el poco interés que reviste esta “Revelación”. Jack, religioso, casto, austero, está a punto de jubilarse en su trabajo en el servicio penitenciario. Su tarea consiste en analizar a los presos a quienes se les puede conceder la libertad condicional, y elaborar un informe que define su futuro. Frente a él se presenta el que será su último caso, Stone (Norton), quien lo perturbará desde el comienzo de sus sesiones. El principal elemento utilizado por él es la referencia a la relación fuertemente erótica con su amada esposa, Lucetta (Jovovich). Ella será quien socave en la entereza del agente penitenciario y revele la falla, la fisura, la inconsistencia en la historia personal de Jack. Y al hacerlo pondrá en conflicto todas sus certezas, todas las endebles afirmaciones sobre las que construyó su vida. El realizador no resuelve correctamente ninguno de los posibles juegos de atracciones con los que cuenta: ni el “duelo actoral” entre De Niro y Norton, ni la tensión probable del juego del gato y el ratón, que se desnuda acá sin ningún misterio, sin sorpresas, como tampoco la angustia propia de la lógica implosión del mundo de Jack y su matrimonio. Hasta el fuego – sagrado - que todo lo consume, parece acá una vela apagada por el viento.
Boyle utiliza todos los recursos visuales y auditivos a su alcance para contar la historia de Aron Ralston, su relación con el mundo y las cosas, profundamente personal y subjetiva. El planteo argumental es bien sencillo. Basada en un momento de la vida de Aron Ralston, el título alude al tiempo durante el cual el protagonista quedó atrapado con una de sus manos bajo una piedra, sin poder salir de allí, durante una de sus excursiones solitarias a un cañón en el desierto de Arizona. El principal mérito de esta película es su equilibrio. Si Danny Boyle con la sobrevalorada Slumdog millonaire, hizo gala de una composición barroca y de una exagerada opción por el melodrama y los golpes bajos, aquí pone todo su talento a favor del equilibrio. Donde podría haber dolor físico, escatología, sangre y gritos, hay apropiadas dosis de una realidad asfixiante, contada con diversidad de recursos. Coherente con el carácter del personaje, construido con precisión en escasos minutos al comienzo del film, cierto tono de comedia capea el relato, haciendo juego con su modo solitario de vida, con esa desconexión personal del protagonista con el resto del mundo. Boyle utiliza todos los recursos visuales y auditivos a su alcance para contar esa relación con el mundo y las cosas, profundamente personal y subjetiva. De esta manera logra ampliar el espacio y el tiempo dramático en relación con la realidad en la que se basa la película. El relato también cuenta las condiciones de ser de un grupo etario y social concreto en estos tiempos de modernidad tardía. Reflejando ciertos modos de percibir la realidad (porque la realidad es percibida también en función de la condición de clase y la edad). El actor, James Franco, candidato al Oscar por esta labor, parece un instrumento más de los tantos que manipula el director. Lo suyo es más considerable por la posibilidad de prestar al director un muñeco apropiado al trabajo de construcción visual, que por una construcción dramática apreciable, aun cuando permanece frente a cámara durante toda la duración de la película. Es menester destacar el excelente trabajo de la banda sonora. No solo de la interesante elección musical, sino especialmente del sonido como recurso dramático (es importante intentar ver 127 horas en una buena sala cinematográfica, pues perder la calidad del audio es perder gran parte de la potencia del film). Pequeña, 127 horas abre la puerta un relato intenso, interesante, incluso fugaz, en la que el director combina, con inteligencia recursos de un cine clásico de género y técnicas propias de nuevas formas de registro y montaje.
La película comienza con un rico y sutil trabajo a partir de miradas y gestos menores pero a medida que se desarrolla la historia, los diálogos recargados, las situaciones sobre explicativas, los gestos melodramáticos, se llevan a la rastra los logros. Cuando la película finaliza, queda clara la perspectiva desde la que el director decidió articular el relato: por sobre las claves psicoanalíticas o los recursos del ballet en cualquiera de sus formas (existen maravillosos ejemplos del acercamiento del cine a la danza), o incluso por sobre la conflictiva relación director / ejecutante, Aronofsky decidió centrar su narración en el melodrama, en la historia llorona, en el registro más elemental, entre las tantas aristas ricas con las que podría haber trabajado. Y no es que no haya visitado cada uno de los tópicos antes detallados. Cada uno de ellos fue parte de la preparación de la escena final, que reduce todo aquello al lacrimógeno final, que todo cierra y que todo redime. Lejos de la complejidad que permite la historia de Nina, una bailarina sacrificada cuyo único sueño –único sueño de su posesiva y frustrada madre tal vez– es ser cabeza de la compañía en la cual baila. Llegado el momento en el cual el director debe elegir a quien reemplazará a la actual bailarina principal, las alucinaciones, la disociación del mundo, las fragmentaciones de la realidad, parte de su complejo cuadro psicológico, acosarán a Nina. Ella deberá asumir el rol del cisne blanco, pureza virginal, y el cisne negro, perverso y sensual. Este es el personaje que Nina no puede asumir en su arte, el que no puede protagonizar, sin poner en cuestión su propia vida al intentarlo. El cisne negro cuenta el conflicto desatado por las marcas de una madre brutalmente castradora del deseo personal, y la demanda de un director que necesita sacar de su estrella la parte oscura, para dar lugar a la creación artística. Si la película comienza con un rico y sutil trabajo a partir de las miradas, de los gestos menores, de algunas pocas palabras, a medida que se desarrolla la historia, los diálogos recargados, las situaciones sobre explicativas, los gestos melodramáticos, se llevan a la rastra todo lo intuido en los primeros minutos. Las actuaciones se multiplican para sostener esta obviedad y la sobre interpretación de los conflictos, de modo que se recurren al histrionismo exagerado, en el gesto sin matices, sin lugar para la riqueza expresiva y dualidad de la locura. La locura de manual, la psicología de autoayuda, el recurso al director autoritario pero genial, y la recurrente historia de la antagonista en el escenario, son los elementos con los cuales Aronofsky, un director algo sobre valorado, hace una película mediocre, con cierto olor a viejo. Los llantos, los aplausos a la actuación de Portman (que como Firth en El discurso del rey, hace lo que se debe hacer para ganar un Oscar), y las vivas a una supuesta obra donde el ballet es parte del arte, son el mito que sostendrá, mientras dure, el efecto de esta pobre película. En El cisne negro el realizador no pierde oportunidad en desperdiciar cada uno de los elementos interesantes que podría haber explotado, si se hubiera animado a asumir el riesgo expresivo que se supone propone en su propia historia.
El 4 y ocho más Sospecho que, víctima o cómplice de una compleja maquinación editorial / literaria / cinematográfica, el autor de la novela que da origen a esta película (aunque cabe sospechar que ambos proyectos son conjuntos), mezcló en dosis aparentemente equilibradas estudiantinas románticas entre adolescentes humanos y no humanos – todos bellos y estadounidenses, por supuesto -, cierto aire “cool” en sus protagonistas, misterios del más allá con ramificaciones en pasados lejanos -que podrán ser reconstruidos si el éxito comercial lo amerita- una pequeña dosis de miedo soft y una contundente arbitrariedad como modo de justificar cualquier cosa que le venga bien a la historia. Cualquier semejanza con la saga vampírica de moda, y la tradicional película de secundaria estadounidense (chico popular, chica popular pero madura, chico marginal lindo y hábil, más un pobre nerd humillado públicamente), es absolutamente calculada. John Smith es el cuarto de una serie de nueve niños sobrevivientes de un lejano planeta, luego de una matanza que ellos no recuerdan. Estos jóvenes portan dones especiales, además de ser la única y remota esperanza de reconstruir lo que fue su comunidad. Pero aquellos que asesinaron a su gente están en la Tierra buscándolos para completar su mortífera tarea. Y luego, planean apoderarse del planeta. John es el número cuatro. Los tres anteriores ya han sido asesinados. Ahora van por él. Apoyado por su protector, Henri, deberá pasar desapercibido de humanos y perseguidores, con el fin de mantener su legado vigente. En esta vida pueblerina, conocerá a una joven humana con quien descubrirá el amor – eterno para su especie – y será con ella con quien enfrente el ataque mortal de sus enemigos. Junto a ellos, el típico amigo nerd y la número Seis, una sexy guerrera extraterrestre también sobreviviente, desplegarán una lucha pletórica de efectos especiales. Soy el número 4 aparece como una película interesante hasta el mismo momento en el que termina la primera toma. Luego de la misma, se reconoce la concepción puramente calculada de la historia, que está formulada exclusivamente para intentar aprovechar y reproducir éxitos editoriales–cinematográficos, a expensas de un público pre-adolescente cuasi cautivo. El guión es muy pobre, carente de imaginación y arbitrario hasta el extremo (basta comparar la muerte del guardián del número 3 y del propio 3, para advertir que ello no tienen nada que ver con 4, 6 y Henri, el cuidador del protagonista). Lo cierto es que probablemente tenga un importante éxito comercial. El segundo de los libros ya está en producción y se anticipa al menos un par de volúmenes más. Cada uno con su correspondiente película. Hasta acá conocimos a 4 y 6, con lo cual podemos hacer la cuenta de cuantas secuelas y precuelas pueden esperarnos. Aun a riesgo de sonar cabalístico, si de números se trata, recomiendo obviar a estos y refugiarse en los viejos y queridos 86 y 99.
Parte de la maquinaria Un modelo industrial desarrollado es capaz de crear productos para cada mercado y cada momento. El discurso del rey es un típico producto industrial para los tiempos del Oscar, y de la seguidilla de los premios previos a los que otorga “la academia”. Cuidada reconstrucción de época; presentación de un sujeto que en situaciones extremas logra superar sus propios límites; adyuvante ajeno al régimen de verdad dominante (o sea un loquito suelto); la Historia (con mayúsculas) como marco para el desarrollo de una épica individual, que se hace colectiva. Estos elementos, estructurantes de El discurso del rey, año a año se reiteran en alguna de las películas favoritas para ganar las estatuillas, que tanto reportan en dinero presente y a futuro. La película cuenta, desde la perspectiva personal y atravesada por su problema expresivo, el ascenso al reinado de la corona británica de Jorge VI. Albert, tal era el nombre de pila de quien sería rey, sufría por la tartamudez que solía hacerlo presa cuando debía hablar en público. Su padre, el rey Jorge V, había introducido la práctica de hablar por la radio al pueblo, en un modo novedoso de utilizar la tecnología. Estos momentos, especialmente el mensaje público navideño, representaba uno de los mayores padecimientos del príncipe. Aun cuando su hermano Eduardo era el heredero natural, su rol lo obligaba de todos modos a los discursos públicos. Pero cuando su hermano abdica el trono a su favor, la situación se torna angustiante. Lionel Logue, un hábil terapeuta de la voz, heterodoxo y ajeno a la academia, será su principal aliado en la lucha contra esa limitación fónica. Lo que termina construyendo la narración, es la historia de un hombre que lucha contra sus propias limitaciones, logrando convertirse en el estadista necesario para hacerse cargo de la corona, en uno de los momentos más críticos del siglo XX. Colin Firth ganará el Oscar como mejor actor protagónico (poco importa si esto se verifica o no, lo que importa es lo verosímil de tal afirmación). Lo importante es que ha desarrollado una actuación para lograrlo. No es su mejor actuación. Es la más histriónica, la más ajustada a un régimen de expresión actoral dominante, en el marco de una producción industrial que regula los valores estéticos de un sistema expresivo. Pues, cada año al entregar los premios de “la academia”, la industria estadounidense define cuales son los modos correctos de narrar, los temas que cuentan, los sistemas estéticos, los códigos actorales dignos de ser copiados y los registros plásticos se corresponden con los modos “correctos” de ver lo real. Cada año se define (se vuelve a definir, se reproduce) el canon. Y en tal operación, se define, por contrario sensu, aquello que no es deseable en el mundo de lo cinematográfico. El discurso del rey es una película regular. Un predecible producto del sistema del espectáculo global. No aburre por la destacable gracia actoral que tanto Firth como Rush despliegan (cuando utilizo la palabra gracia, no refiero a la comicidad, sino a la capacidad de hacer atractivo el juego actoral conjunto). Por el resto, aun cuando pretende aproximarse a contar la Historia, es una película absolutamente olvidable.
Lazos de sangre pone en escena un relato negro, duro y puro, con ciertas actualizaciones interesantes. La tradición de la novela negra en Estados Unidos se fundó contemporáneamente al advenimiento de la depresión económica, conocida como la crisis del ‘30. Suena razonable, entonces, que este tipo narrativo pudiera reaparecer en estos tiempos de reaparición de la crisis financiera. Uno de los hechos reflejados con interés, dentro de las tramas policiales, son la consecuente concentración de riquezas y el crecimiento de la pobreza, especialmente en sectores marginales de la sociedad. Esta película se instala perfectamente en esa tradición. Lejos del escenario urbano que caracterizó a aquellas historias, Lazos de sangre pone en escena un relato negro, duro y puro, con ciertas actualizaciones interesantes. No hay dudas que esta película de Debra Granik puede emparentarse perfectamente con las obras de Jim Thompson. El ámbito rural como escenario y encierro, la rudeza de los personajes, las drogas como en aquel el alcohol, y la decadencia de todo un pueblo, son rasgos que marcan esta película en relación con la obra del autor de 1280 almas. La joven Ree tiene apenas unos días para encontrar a su padre, como único modo de no perder la casa en la que vive con sus hermanos menores y su madre enferma. Durante un tiempo él estuvo preso por manejar cocinas de crack. Ya en libertad condicional ha puesto su casa como fianza. Si no se presenta, la casa será entregada al “fiancista”. Encontrarlo, vivo o muerto y llevarlo ante la justicia, es la única posibilidad que le asiste a esta dura chica de 17 años. Para lograrlo deberá pedir ayuda a amigos algo machistas, parientes drogones y enfrentarse con enemigos de su padre, un clan solidario y ciertamente temible. La película es puro camino. Un camino que entre los bosques de los montes Ozark parece más un laberinto que un lugar espacioso y abierto. Un camino en la reconstrucción de los pasos de aquel hombre, que también es un misterio y un sentimiento vacío en la joven. Y porque no, un camino a ningún lugar, un lugar al que se quiere y no se quiere llegar, pues todas las alternativas parecen malas desde una u otra perspectiva. Entre las actualizaciones que definen el lugar de la directora en relación con la tradición negra, lo que más se destaca es el giro de género que le imprime a la trama. Lazos de sangre es una película de mujeres rudas. Como si hubiera una cruza extraña entre la novelística de Thompson y la aridez de cierto teatro de García Lorca, las mujeres son centrales en el oficio del poder. Los hombres son casi ausencia pura. Ellas asumen el viejo rol de los matones, de los que cuidan a los jefes. Y lo ejercen con la contundencia necesaria. Pero también son quienes toman las decisiones y llevan a cabo las tareas más terribles. Y constituyen el clan, la familia. Hay un par de gestos interesantes en el trabajo de realización que valen destacar: el modo en que la policía se pone al costado en la historia, y cierto rasgo atemporal de la misma. El único agente que participa de la trama, claramente se mantiene al margen, sabiendo, calculando o temiendo las consecuencias que pueden desatar la citación que a él le toca notificar. Esta condición es muy apropiada para el tipo de relato que Granik construye. La atemporalidad sostiene un registro “alla tragedia” moderna, que no deja de ser interesante. Candidata al Oscar indie, Lazos de sangre nos presenta a un par de mujeres a las que probablemente valga la pena seguirles la carrera: Debra Granik, su realizadora, y su protagonista, la joven Jennifer Lawrence.
Rodrigo García ha intentado, con éxito diverso, incorporar la mirada, el deseo y la sensibilidad particular de las mujeres en sus películas. Sin embargo, y esto puede comprobarse en su última película, por momentos lo que construye es una mirada masculina sobre las mujeres. En Amor de madres, muy lejos de su auspicioso debut en el cine, se confunde y confunde. A partir de un discurso masculino disfrazado de femenino, construye una historia de mujeres de distintas edades y condiciones, todas ellas tomando decisiones claves a partir de su relación con la maternidad. La que no puede ser, la que no quiere ser, la que fue cuando no era conveniente, la madre que sojuzga, la madre que contiene, la madre que rechaza. Todas ellas se encuentran, se cruzan, se conocen. Cabe aclarar que, aun cuando la película parece proponer miradas diversas sobre la cuestión, lo que sostiene el conjunto de ideas de la película, no es sino una concepción lineal y remanida de la maternidad. La historia de estas mujeres y su lugar como madres, que parece sostenerse en opciones personales diferentes, solo se dirige a una naturalización del rol. Lejos de las concepciones actuales sobre el particular, que entienden la maternidad como un concepto cultural, histórico y socialmente determinado, Amor de madres presenta a la maternidad, como una configuración natural – e inevitable – de las mujeres. Las historias de cada una de las ellas, y el modo en que son madres y son hijas, se entrelazan en un argumento por demás melodramático, con un final narrativamente tan forzado y efectista, que empeora más la simplificación que presentada en todo el desarrollo. Podría escribirse un capítulo sobre el lugar de los hombres. No solo canallas o limitados o egoístas o egocéntricos, los hombres en Amor de madres son tan elementales, y sus reacciones incomprensibles en la lógica interna de la película y del desarrollo de la trama. Esta simplificación aporta a la naturalización de los roles socialmente construidos (lo que parece ignorar García). La idea que sostiene con el efecto dramático final, donde el rol redentor de la muerte, en una de las más rebuscadas formas de expresar el sentido sacrificial de toda madre, es francamente antediluviano. Si la sensibilidad parecía ser una virtud del director en sus anteriores películas, en esta todo ese encanto queda en tono de falsete, impostado. Las actuaciones quedan condicionadas por la confusión de ideas que expresa la película y de ese modo son puramente exteriores y en muchos casos fuera de tono. Películas como Amor de madres podrían dejar pasarse sin ningún esfuerzo, pero sin embargo, para este servidor, no parece apropiado obviar la trascendencia que las múltiples simplificaciones y naturalizaciones respecto del rol de la mujer han tenido en una de las más ominosas formas de dominación: el machismo. Rodrigo García, creyendo que construye un relato propio del universo femenino y con una voz honestamente propia de la diversidad de las mujeres, hace una película que reniega claramente de lo aprendido en los últimos 50 años de luchas de género.
El modo en que Gianolli cuenta la crisis económica y social, y como refleja su relación con el estado ausente, da cuenta del impacto en las vidas que tiene el recorte del gasto público. Cuando una película comienza advirtiendo al espectador que la historia reflejada se basa en un caso real, este está invitado a un conjunto de sentimientos, desde el asombro por la veracidad de lo increíble, hasta la más lacrimógena situación, cuando la historia revelada tiene características melodramáticas al extremo. Ese mensaje previo condiciona al espectador de un modo inevitable. Aun cuando parezca una digresión de alguien con pocas ganas de escribir sobre la materia concreta, durante el desarrollo de La mentira (o En el origen una traducción mucho más interesante, además de literal) me vi compelido a volver constantemente a esa frase inicial, a esa certificación de que aquello que Giannoli narra efectivamente ocurrió. En la dialéctica entre lo increíble de los sucesos y la información inicial con la que cuenta el espectador, se modifica la percepción. ¿Es esto trascendente para el trabajo de interpretación? Si, definitivamente. En la opinión de este espectador, es lamentable que esa información haya condicionado el desarrollo. ¿Por qué? Porque el entramado que se va construyendo, el personaje que se va construyendo, las capas de situaciones económicas, sociales y personales que se van descubriendo a lo largo de la historia, no estando condicionadas por la marca de la certeza, permitirían generar en el espectador vacilación, sentidos de lectura más complejos, incógnitas y focalizaciones, que se pierdan en el anclaje sobre la realidad que implica la revelación original. La mentira cuenta la historia de un pequeño estafador que, falsificando papelería de empresas y utilizando nombres de gerentes de las mismas, consigue que le entreguen mercaderías que luego vende para hacerse de algún dinero. Se traslada por toda Francia huyendo y replicando sus maniobras. Así llega a un pequeño pueblo, donde sin haberlo intentado, es convertido por el deseo de los habitantes, en el responsable de la rehabilitación de una obra vial detenida por falta de presupuesto. La desocupación se instaló allí con la suspensión de esa obra, de modo que ellos proyectaron en ese desconocido, la esperanza de volver a recuperar la dignidad laboral. Paul, conocido como Phillipe Miller, se aprovecha de esta situación para estafar con pedidos de coimas a los posibles proveedores, pero rápidamente se verá desbordado por las necesidades y ansiedades de los habitantes y las autoridades. El modo en que Gianolli cuenta la crisis económica y social, y como refleja su relación con el estado ausente, da cuenta del impacto en las vidas que tiene el recorte del gasto público. Es muy interesante, por otra parte, como el registro del relato es capaz de ubicarse en la subjetividad de los habitantes del interior francés, y contar la lejanía concreta con el centro económico, su dependencia y el alcance de sus deseos. Este impacto tendrá un alcance incluso en los cuerpos vivos de cada uno de ellos, los personajes tienen sutileza y complejidad en su construcción. El director evita toda referencia burda, toda sencillez en las relaciones. El crecimiento de todos ellos es una nota destacada de esta película. Lejos de considerar a la acción individual en el orden del héroe, Gianolli imprime a su personaje un destino inevitable. No hay un deber moral, sino la manifiesta imposibilidad de hacer otra cosa ante semejante conjunto de situaciones personales y sociales. Si bien al final el tono general se vuelca hacia el registro del melodrama personal, la película sigue articulando los relatos personales y los de conjunto, de modo de dar cuenta de la inscripción en lo individual de la crisis económica. La construcción de los personajes y las actuaciones que los sostienen son impecables. El trabajo de Francois Cluzet nos pone ante un actor digno de la mejor tradición moderna del cine fránces. Sostenido por Emmanuelle Devos, el resto del elenco cumple de igual modo su labor. La decisión del realizador de evitar las sobre explicaciones es clave para acompañar la confusión del protagonista a lo largo de gran parte de la historia. La mentira es brillante en su primer hora y una buena película en la segunda. Tal vez hubiera estado cerca de grandes películas francesas de los últimos años, si el director hubiese renunciado a cierto impulso épico que aparece sobre el final de la misma.