La película del rey. Uno de los más conspicuos representantes del que supo ser el imperio más poderoso del mundo enmudece frente a la presencia de un micrófono. La película de Tom Hooper se resume en la efusión edificante que se gesta alrededor de ese instante humanizador. En esta fábula de redención y superación personal no hay animales que hablen sino integrantes de la realeza. Se trata de hacerlos sencillos, espontáneos, de adosarles gestos reconocibles que sirvan no para identificarlos sino para convertirlos en hombres entre los hombres. Como sucedía con La joven Victoria –otro vehículo vistoso e inocuo diseñado para la rápida empatía y la identificación de compromiso–, en El discurso del rey el soberano se cubre de taras y de flaquezas para luego, en un movimiento ciertamente regio y ejemplar, elevarse sobre ellos y constituirse en guía y padre definitivo de la muchedumbre. El discurso del rey es una lección de moral universal pero, sobre todo, una instrucción de civismo. Si el joven hermano de Bertie (como llaman familiarmente al duque de York) es un díscolo que abdica del trono para casarse con una plebeya norteamericana, el duque vuelto rey trae las cosas de nuevo a su sitio asumiendo la voz de la nación (y de Dios, ya que estamos) frente a un pueblo angustiado por las recurrentes trapisondas de un petiso vociferante llamado Adolf. Entre otras cosas, al duque se le recomiendan gárgaras para agilizar las cuerdas vocales, se le meten bolitas en la boca para ver si aprende por el camino difícil, como Demóstenes (de Sócrates, que padecía el mismo mal pero que no usó métodos así de cruentos, no se dice nada); se le sugiere fumar para distenderse y mejorar su rendimiento vocal. Justamente es el cigarrillo el que termina de dar el toque de superioridad moderna para que el espectador comprenda con una media sonrisa satisfecha que todos esos métodos son inútiles y que lo que el atribulado hombre necesita deberá surgir de sí mismo. Dicho y hecho, el tipo al que el duque recurre en último lugar le saca con firmeza el cigarrillo de la boca y le dice lo que todos sospechan: que lo que tiene está en su cabeza, que para curarse sólo debe proponérselo realmente. La película esboza una respuesta inmediata y propone una terapéutica de parvulario: lo que hay que hacer es sacarlo todo afuera, como se encargaba de prescribir una canción de Piero. El duque de York tartamudea, no puede hablar en público, le cuesta expresarse enfrente de los otros. Delante de sus hijas es capaz de contar un cuento, un poco a los tropezones pero que igual hace que se queden encantadas. Para ser un hombre público, en cambio, le hace falta algo más. El problema es de puertas afuera: lo que el hombre no puede es ser un portavoz. En la película, entonces, la capacidad de oratoria se configura en la clave indispensable del poder: haga como si fuera teatro, le aconseja su terapeuta, un actor frustrado que ha adoptado el oficio de curar. En tanto, mientras Inglaterra duerme, en un noticiero se ve al führer dando uno de sus unipersonales grotescos, ciertamente tan recordados, que dejaban hipnotizadas a las masas. El mentado discurso del duque, ya en su papel de rey, es el que lo confirma finalmente como un actor (nada nuevo: la política es teatro, parece que se nos dijera), un soberano que por fin dispone de sus atributos completos. Así las cosas, la película no deja de ser una parábola de salvación y conquista que se arropa oportunamente con ciertos fastos, con ciertos modales a partir de los cuales la inconsolable llaneza de su programa pretende esconderse detrás de una fachada de laboriosa sofisticación. El discurso del Rey no se ahorra los tics de la reproducción mimética a la hora de reconstruir el marco histórico en el que se desarrolla la trama, ni tampoco los duelos verbales aparatosos, convenientemente oscarizables, en el desempeño de los intérpretes. En El discurso del Rey todo está diseñado para que a partir de los desplazamientos de los actores por los planos –siempre justos y carentes del menor misterio– se refuerce la idea central de la película: todos podemos ser mejores, pero, sobre todo, debemos asumir el rol al que estamos destinados, alcanzar a rozar (la película se detiene cuando se insinúa el definitivo estadio consagratorio del protagonista) la gloria que el futuro nos reserva. De paso, a la preocupación y el deslumbramiento provincianos por los asuntos de la realeza que la película explota se le conceden dosis de campechanismo a cargo de la figura del terapeuta, que trata al duque de igual a igual (es el único que comprende que la investidura es como un traje que el actor se calza antes de salir a escena), para que un atisbo de color igualitario reconcilie categóricamente al espectador con los reyes, que ante la simpleza de su interlocutor convienen en ser simples ellos también. Que el encargado de sacar las papas del fuego de la historia, disponiendo el ánimo de la población para entrar en guerra con Alemania, tenga una improbable sangre azul corriendo por sus venas no significa que no lo veamos humano. La película insiste una y otra vez en señalar el carácter especial de la nobleza como guía espiritual y simbólica del pueblo, pero para hacerla descender a la llanura taciturna de un padecimiento de orden universal. Con una prolijidad chapucera, enemiga glacial del cine, El discurso del rey es un cuento para niños crecidos en el que se nos invita a creer, contra toda evidencia, que la historia se hace con fuerzas providenciales que también pueden sentarse a nuestra mesa a la hora del té.
El corazón es un cazador solitario. La película de Laura Linares se despliega marcada por el dejo de una angustia terrosa, tenuemente desconsolada. En una zona pobre de Bariloche una chica mantiene una relación epistolar con un muchacho que está preso. La primera secuencia encuentra a Valeria preparando a su niño para ir a visitarlo a la cárcel. Sin el menor rastro de afectación, animada por una pasión oblicua, un resto de misericordia que repta por los planos ajustados, de una consistencia apabullante en su desnudez, Dulce espera se desgaja en un clima simétrico de ausencia y empatía. La directora sabe mantener con sus criaturas y sus respectivas vicisitudes una distancia pulsada en un credo de incertidumbre: si es cierto que el cine verdadero mira el mundo, este debe a su vez revelarse como una sustancia insumisa, un teatro de figuras sinuosas a las que un breve relumbrón alcanza apenas, si hay suerte, a dotar de un carácter más o menos discernible. La película renuncia desde el vamos a todo didactismo y se niega, consecuentemente, a proponerse a sí misma como discurso de autoridad. En cambio, decide adoptar el cariz de una plegaria incompleta, comprometida a fondo con su tema pero acosada por el fantasma de la propia insuficiencia. La directora observa esas vidas desarrapadas como si fueran el sustrato de una injusticia cósmica: las caras resplandecientes de los turistas que transitan frente a los escaparates del centro de Bariloche, donde se ofrecen chocolates y otras mercaderías típicas, parecen destinadas a no cruzarse nunca con las caras oscuras, malogradas por la desilusión y la diaria amargura de los protagonistas de la película. Para Dulce espera el mundo se sostiene en la impostura de esa desconexión. Ojos que no se cruzan, universos que se ignoran entre sí pero que se enhebran en el laberinto de una trama subterránea. La prosperidad tiene en la otra punta, como complemento ineludible, una costra latente de miseria y desamparo. Eludiendo cualquier forma del panfleto, pero también todo entusiasmo y optimismo acerca de un sistema falsamente reconciliado en su desigualdad, Linares elige su bando y se aproxima a sus personajes sin ceder un ápice a la conmiseración ni a la épica, estos tienen nada menos que una intensidad humana, la indomable dignidad que subsiste más allá de la geografía de todo discurso, de todo olvido o requiebre. Es verdad que la película musicaliza un poco inoportunamente alguna secuencia –que dispone con un aire demasiado cercano al lenguaje del videoclip–, pero básicamente mantiene su tempo dramático como un prodigio de concisión y compromiso, acorde con la pausada aridez de su tema. Linares no desciende jamás a la tentación de alardes estéticos de ninguna clase y sin embargo, la trasparencia espartana de Dulce espera no desdeña la presencia de un foco discreto de misterio, casi como un modo de establecer la terrible inasequibilidad póstuma de lo que está de aquel lado de la lente. Es que la película no ofrece indicaciones de cómo deben leerse esas escenas en las que las mujeres se entretienen en fugaces emprendimientos domésticos o en las que el blanco de la soledad se llena provisoriamente con charlas o con simple resignación: “Lo de nosotras es pura carta”, le comenta Valeria a una amiga, armada con una media sonrisa que brota como un relámpago ante su propia ocurrencia, para definir el vacío físico de la relación amorosa que solo acierta a cubrirse con palabras que viajan de ida y vuelta, garrapateadas en hojas de cuaderno. El amor es un lujo que no se resigna. La madre del chico preso, en tanto, le saca fuerzas como puede a un dios que parece empecinarse en el ejercicio de un silencio regio. A su manera, las dos mujeres persisten en la caza impenitente de lazos de afecto capaces de ofrecer amparo a la dureza de sus días. En los momentos de mayor intimidad la película sostiene sus planos con una distancia que no termina de impugnar la certeza de una implacabilidad secreta, atonal: distancia, acá, no significa frialdad ni desapego sino un modo de evocar el carácter genuinamente singular de una experiencia, de postular, contra todo pronóstico, su naturaleza extraordinaria y en última instancia intransferible. La directora pulveriza toda sospecha de asepsia al tiempo que reniega con firmeza del menor atisbo de epifanía. Su película prefiere inclinarse por un tiempo justo que resulta ser el de la observación empática pero ligeramente desilusionada, como si la lucidez se resguardara mediante un obstinado resto de desencanto.
Flesh for fantasy. Sudor frío postula un horror programático. El suyo es un mal traído de las páginas más negras del pasado reciente de la Argentina; las víctimas son unos chicos montados en el carrusel de las tribulaciones amorosas propias de su edad. A cada uno lo suyo, la película es taxativa en ese aspecto y coloca las cosas en el lugar que cree conveniente de la manera más sumaria imaginable: los jóvenes ocupados en aventuras románticas o, en su defecto, envueltos en cuestiones de drogas, unidos los dos grupos por una versión espantosa de Jugo de tomate frío que les sirve de leit motiv (Javier Martínez, su autor, está vivo pero igual debería revolcarse como hacemos los que conocemos la versión original). En tanto los malos, que resultan ser dos fantasmas en vida que han conocido tiempos de gloria como represores (hay una foto del “Brujo” López Rega por allí para certificar su pedigrí), parecen exorcizar su impotencia y su carácter de insalvable anacronismo martirizando muchachas desnudas. ¿Qué importa más en la película, al final, la naturaleza vibrante de esos cuerpos atormentados o el corazón lóbrego de los dos torturadores, que se mueven como zombies en la oscuridad de la casa, único dominio en el que puede sostenerse, si bien de manera inestable, la fachada de su antiguo poder? Con pinceladas de un humor prehistórico, casi tierno, la película describe la relación de ese par de viejos y su estado de absoluta prescindencia y extrañeza respecto del mundo que los rodea, que viene a ser el que habitamos con familiaridad cada día. Los diálogos se encargan repetidamente de señalar con trazo más que grueso la oratoria consumada y la obsesión con las formas del habla del que manda de los dos, es decir, el que piensa (el otro se ocupa de rezongar por los rincones y de acarrear los fiambres: la división del trabajo es implacable), en contraposición a la supuesta simpleza y precariedad de sus víctimas, hijas de una sociedad en definitiva descomposición. Es que la inclinación de la película por dotar de matices a los villanos y retaceárselos a los héroes es notable; en Sudor frío ni siquiera se puede asistir a una paliza ejemplar y catártica propinada por los buenos a los malos a modo de corolario: un conjunto de planos torpemente hilvanados y ya está, el espectador se tiene que dar por satisfecho y aceptar que el triunfo de los chicos de hoy por sobre las fuerzas oscuras del pasado ha tenido lugar. Pero ese mal proviene nada menos que de la historia y hay imágenes de archivo y texto para otorgarle un marco y una especificidad que le son propias. Los chicos, en cambio, no se sabe bien de dónde salen, no tienen carnadura a pesar de las tetas de Camila Velasco (que se exponen en un rapto de erotismo de juguetería), y carecen de gracia o de inteligencia. Ya se sabía que el mal era más atractivo que el bien, quizás porque este último lo damos erróneamente por descontado. Acorde con esta máxima, Sudor frío tiene una predilección desembozada por quienes en la trama representan ese mal. Lo que resulta una novedad es el desinterés manifiesto a la hora de esgrimir un contrapeso poniendo algún esmero en el diseño de las víctimas, al menos para disimular el carácter mecánico de la empresa, que insiste, un poco en la vía de ciertos ejemplos recientes aunque en versión remilgada y pacata, en la exhibición de la carne castigada y lacerada como única fuente de terror.
Lisbon Story. La vida nos da sorpresas: cuando ya nos habíamos olvidado del asunto, se estrena la mejor película vista en el Bafici 2010. Formalmente libre y temáticamente sorprendente, la película de Rodrígues sigue a su protagonista, una travesti cuarentona llamada Tonia, por las calles gélidas de una Lisboa desconocida y bellísima. Morir como un hombre resulta ser un objeto prismático, capaz de descomponerse en tonos y gestos múltiples que se ofrecen como certificado de la voracidad inclaudicable del cine; la película puede estallar de colores o descender al tranco secretamente melancólico de una balada pop, pero jamás se desentiende de su protagonista y decide quedarse siempre de su lado, atenta al menor parpadeo de su irresoluble tragedia íntima. En tanto, como un eco lejano, el mundo de las afueras de la ciudad, con su música sediciosa, plena de un erotismo descangayado, y su naturaleza palpitante, entrega un espejismo de sosiego y salvación que al final termina obrando no como revelación sino como confirmación de la realidad del propio cuerpo vilmente atrapado en la celada del destino y de la biología. En una de las escenas del año, un larguísimo plano secuencia en medio del bosque, musicalizado con una canción de rock hipnótico, resume el estupor y el misterio del cine, que se postula como herramienta de conocimiento frente al mundo con una suficiencia que no está seguro de poseer. Como en O fantasma, un trabajo anterior del director, la radical soledad del personaje principal de la película no hace sino acentuarse a cada paso, acuciada por la indecisión y la violencia. Tonia tiene un hijo que acaba de desertar del servicio militar y un joven novio adicto a la heroína que le hace también las veces de modisto. El director resuelve tres o cuatro escenas de comedia con un humor genuino y zumbón, pero enseguida retoma el cauce de su tema principal. Tonia parece condenada a atraer sin descanso el drama hacia sí, y Rodrígues desdeña para ella cualquier rasgo de optimismo redentor: no duda, en definitiva, a la hora de asomarse a la insalvable tristeza de ese rostro que se mira repetidamente al espejo y que no puede menos que reconocer al sujeto inconsolablemente escindido que lo habita. Con vehementes síntomas de melodrama, esta película extraordinaria convierte a sus adorables protagonistas en el eje de una política del cuerpo en la que el color rebosante y la música popular ofrecen breves chispazos de calor a modo de consuelo (en lo que aparenta ser una verdadera marca de fábrica del cine portugués reciente). De paso, parece establecer la imposibilidad de la unión de los personajes al tiempo que no se priva de regalarles un encuentro último, extático y ligero, en forma de corolario. El final es agridulce: eso no puede ser completamente la muerte; eso que vemos, con todos sus fastos, es la consumación definitiva de un anhelo desesperado, así que no puede ser la muerte. El final es una sonrisa que duele en la cara.
Polaroids de locura ordinaria. La casa muda, a su manera atemperada y discreta, es en parte un baile de luces y sombras, de parpadeos, de intermitencias; una película que opera con los modales de un espasmo atávico: cae la oscuridad, nos encontramos en una casa ajena; sus recovecos son una incógnita, únicamente hay soles de noche para iluminar lo indispensable. La premisa es básica y se ha puesto en práctica una cantidad innumerable de veces, pero en la película de Hernández sus repetidas delicias logran alcanzar un modesto esplendor que parece, si no nuevo, ribeteado de un breve tono de originalidad, como si el mismo tópico adquiriera un matiz diferente. Todo surge a partir de una historia que se promociona desde el inicio como verdadera pero que no importa nada, al final: el color acerado del atardecer con el que empieza la película es lo que pesa, si uno está atento a detalles semejantes; y enseguida, el andar de esa adolescente a la que se ve atravesar el campo, pasar por debajo de un alambre y confluir en la misma dirección que el hombre que aparece en un costado del plano y que también va hacia la casa abandonada. ¿Venían los dos de lugares distintos o iban juntos y ella decidió acortar camino, como hacen los chicos? No se sabe. El dejo de autoridad con la que el hombre le habla cuando llegan y se paran delante de la casa, teñido de una dulzura rústica, aclara el vínculo que los une pero no mucho más: Laura, la llama, y le informa las tareas de la casa que harán al día siguiente. No es necesario que ella diga papá. Cuando llega el dueño de la propiedad y se pone a hablar con el padre, que resulta ser su empleado (la casa hay que dejarla más o menos a punto, “emprolijarla”, arreglarla un poco para que luzca más presentable con miras a su próxima venta), la chica se le mete por la puerta abierta del auto, sin que nadie se inmute, y se pone a jugar con algo que cuelga del espejo retrovisor. Una música apenas perceptible de piano, suave y repetitiva, acompaña la acción. Sin que nos demos cuenta, el clima se enrarece y se vuelve, como en un suspiro, algo ominoso. La sensación de incomodidad de la película se construye paso a paso, zurcida con un hilo invisible de angustia. Es que en La casa muda el terror no es una pasión cincelada en la espera y el temblor sino un malestar instalado secretamente en los pliegues de un tiempo llano que se deja recorrer (obscenamente, sin resto alguno) mediante el publicitado ardid de la falsa toma única. Sólo de este modo, prescindiendo de toda elipsis, el plano puede tensionarse y estallar en un juego de disrupciones que le sirve al director para horadar el presente absoluto de la película y producir la emergencia de lo otro inesperado; es decir, del miedo. Es cierto que en algún punto de la trama, hacia el final, el director parece hacer derivar todo el asunto hacia el formulismo de una fábula de locura y venganza, conforme el cine y sus explotados temores primitivos, que nos vienen de niños (donde no debería haber ninguna cara observándonos aparece una: hay que recordar la lección genial de un plano en particular de Carnival of Souls), cede el paso a la explicación psicológica en contra de lo sobrenatural. Sin embargo, esos momentos de revelación pueden también ser aterradores: vemos que el miedo no reside necesariamente en los movimientos bruscos que se verifican a nuestras espaldas sin que sepamos qué cosa los produce. Una pared cubierta de punta a punta de fotografías, avistada en un golpe de lámpara, puede descubrirle al espectador la existencia de un mundo más terrorífico aún del que se esperaba. Finalmente, La casa muda propone una historia de horror ateo, no importa si para ello debe descender al territorio melancólico de los males nuestros de cada día: parece que el demonio nos gobierna, aunque no se llame demonio.
Un brazo enyesado. Tenía un recuerdo vago de Buenos Aires 100 kilómetros, la película inmediatamente precedente del director. En mi memoria aparecía una de esas obras modestas y simpáticas del cine argentino reciente ubicadas un poco a la vera del NCA (aunque formaran parte del paquete de pleno derecho), quizás sencillamente porque su acción se desarrollaba fuera de la Capital Federal. La vieja de atrás carece de simpatía alguna y su pretendida modestia se expresa en los laboriosos silencios y en el estatismo automático del montaje que parecen ofrecerse como garantías de un supuesto espesor dramático. En el mismo piso de un edificio conviven, prácticamente sin saber nada uno del otro, un chico estudiante y una anciana jubilada. Para que la oposición entre los dos se vea más clara, los departamentos están cada uno en una punta del pasillo. La vieja de atrás tiene para empezar un problema de enunciación, porque el título hace pensar que alguien se refiere a ella del modo en el que allí se indica; sin embargo mediante escenas paralelas se distribuye al principio de la película el protagonismo entre el estudiante y la jubilada, y queda claro que el punto de vista predominante no es en absoluto el del chico como para habilitar la suposición de que es él quien caracteriza a la mujer de esa manera. Por otro lado, nadie en ningún momento de la película, ni antes ni después, habla de “la vieja de atrás”. Más raro todavía es que la vieja (llamémosla así, ya que entramos en confianza) mantiene cerrada la persiana del living para que no la vean desde el edificio de enfrente, por lo que presumiblemente no está atrás de ningún lado sino más bien adelante. A estos detalles, que expresan un descuido del conjunto de la película, se les suma el hecho de que La vieja de atrás luce revestida con el protocolo establecido como base desde la aparición del Nuevo Cine Argentino en adelante (exhibe una factura técnica impecable), pero no se priva de ráfagas de un costumbrismo remilgado, avergonzado de sí mismo, especialmente en las subidas de tensión en las conversaciones entre los dos protagonistas. La combinación de largos pasajes sin diálogo y abruptos ingresos de palabras suena esta vez impostado y falso, como si el director no encontrara jamás el tono para su fábula sobre la soledad y el desamparo urbanos. En ese panorama se suceden situaciones de una torpeza flagrante ambientadas en lugares reconocibles de la ciudad de Buenos Aires: hay varias, pero se lleva las palmas el encuentro entre el personaje del chico estudiante y una chica con la que se cruza repetidas veces en el subte, resuelto con una falta de gracia y de timing notable. Parece una broma, pero en contraposición, la escena en la que le quitan el yeso a la mujer (un meticuloso plano largo que permite apreciar el proceso completo) se erige sin dudas como el momento más auténtico de toda la película.
Cuando mi nombre ya no exista. Miguel Abuelo fue un genio. De algún modo, el documental de Sergio “Cucho” Constantino y Eduardo Pinto dice eso y también establece, de paso, un credo conmovedor a través del cual es posible leer con cierta transparencia un mito de origen del rock argentino. El rock se hace con estilistas de la vanidad y el coraje, como Miguel: hay que saber curtir la ansiedad caminando sobre una cuerda floja (o nos matamos o ganamos, después vemos); hay que surfear los vaivenes del azar y sacar la cabeza a tiempo, boqueando para no quedarse sin aire. Tanguito, por ejemplo, que casi no dejó obra, no se privó de lanzar dulces alaridos que apuntaban sólo al futuro, convirtiéndose acaso en el perdedor más hermoso del rock de estos lados. En cambio Miguel Abuelo estaba llamado a producir. El músico, objeto central de esta película, parece acceder al rock de sopetón, como saltando cercas desde un arrabal, y no termina nunca de amoldarse del todo al protocolo de la “música beat”, como se la llamaba a mediados de los años sesenta. “Creíamos que era un cantor de folklore”, dice alguno de los entrevistados, certificando la naturaleza esquiva, casi incorpórea del homenajeado. Buen día, día gira alrededor de un fantasma: el fantasma de Miguel Abuelo, que era un personaje difícil de asir, que tenía pocas pulgas y a la primera de cambio disolvía grupos y se mandaba a mudar, cambiando de estilo musical y de aspecto. Pero lo malo es que prácticamente no hay imágenes del músico, como casi no las hay de los comienzos del rock en la Argentina. Los realizadores suplen esa ausencia con fotos borrosas, con tomas de actuaciones que se cortan, con animaciones pespunteadas de arrebatos psicodélicos más bien infantiles y, bastante lógicamente, con entrevistados: desfilan Spinetta, Alfredo Rosso, Pipo Lernoud, Juan Alberto Badía (responsable de gran parte del material exhibido en la película), muchos de los músicos que lo acompañaron en las distintas formaciones de Los abuelos de la nada y su mujer de casi toda la vida, la madre de su hijo Gato Azul. Pero afortunadamente hay audios, detalle nada despreciable si de lo que se trata es del retrato de un músico, aunque en este caso lo que le toque es hablar. Ahí sí, la voz de Miguel, extraída de entrevistas radiales o de grabaciones destinadas a reportajes para medios gráficos, se convierte inopinadamente (siempre se espera poder ver perfomances en vivo de un artista de rock, y aquí hay algunas, pero no son suficientes) en el motivo principal de interés de la película. Volvemos al principio: Miguel Abuelo en sus propias palabras parece habitar como ninguno otro ese ballet febril del rock en sus comienzos; esa tierra yerma en la que uno, casi sin darse cuenta, se encontraba con un contrato discográfico en la mano y ya podía ir pensando en pedir medialunas para acompañar el café con leche. El relato de cómo Pipo Lernoud y él se hicieron con ese primer contrato de grabación es verdaderamente exquisito y está atravesado por una gracia feroz. Otra vez: Miguel Abuelo ejemplifica ese carácter pionero de lince, de “náufrago” arrebatado ante la primera oportunidad que se presente. Sus lecturas salteadas, de un enciclopedismo brutal, quizás muy sesentas, se combinaban magistralmente con el desenfado más absoluto, cuando no con la simple desfachatez y hasta con una valentía física a la que su proverbial contextura de bailarina no parecía hacer mella. La película de Constantino y Pinto muestra a una persona extraordinaria en un contexto que también lo es. Claro que las aventuras de este músico singular e irrepetible no terminan en aquellos años mozos: mediante el testimonio sobre todo de su mujer se intenta reconstruir su larga estadía en Europa, el vital nomadismo que lo llevó por Inglaterra, España y Francia; la grabación de su elegante e inclasificable disco francés (¡pero cantado en castellano!) bajo el título de Miguel Abuelo et Nada, y la prolongada temporada en una cárcel también francesa. Pero la película parece fijar domicilio, quizás a su pesar, en esa zona entrañable, dulcemente tormentosa de los comienzos. A la manera sanguinaria de una flor salvaje, sin el menor requiebro, Miguel pareció vivir hasta el fondo, sin miramientos. El documental le hace justicia sólo en parte, un poco apremiado por la escasez de material disponible, pero termina comentando, medio como sin querer aunque con una devoción que tiembla en cada plano y en cada fragmento sonoro, el perfil invencible de la década que alumbró el rock en nuestro país.
Segmentos de música desconsolada. Un nuevo año y una nueva película de Clint Eastwood. Ya se ha vuelto una costumbre. Como el cambio de las estaciones o como el calor, últimamente la regularidad del veterano director es implacable. Otro año que acaba de pasar; un año más para todos nosotros, que envejecemos, como es ley, igual que el mundo y sus cosas. Menos las películas de Eastwood, que parecen volverse más jóvenes y libres cada vez. Como si, en un movimiento prodigioso, el hombre remontara la flecha del tiempo y alcanzara a rozar el aura azulada de un estado casi beatífico en el que el cine adquiere el contorno de una invocación que no termina de completarse. De un balbuceo. No sabemos nada, podría decir el director. Sus ojos también son los de un niño con gorra arrancado de unas páginas no escritas de Dickens que espera una palabra de su hermano muerto. ¿Cómo es allá? Genial. Pero no es posible obtener mucha más información que ésa. La señal se pierde y ya no se puede retomar. Hasta las comunicaciones celestes tienen fallas. El médium que acepta con resignación hacer la “lectura” no tiene respuestas concluyentes pero puede inventar algo, ya que se compadeció de ver al chico esperándolo en el frío invernal puede hacer algo más por él, lo mínimo como para que no se vaya a su casa con el corazón helado de dolor. Eastwood hace que el misterio sobrenatural que toca a los protagonistas siempre esté en un más allá del sentido, una zona venturosamente resguardada de la que no es posible obtener lecciones de vida ni prescripciones de ninguna clase. Si la vida no terrenal es una maravilla, eso no constituye ningún desahogo para los que permanecemos de este lado. Los que nos quedamos un poco más solos. La mujer que experimentó el trance de estar entre la vida y la muerte –con lo que la palabra “trance” se vuelve también la descripción de un estado de éxtasis de índole mística –pierde el prestigio del que gozaba entre sus colegas periodistas, su figura se adelgaza hasta desaparecer de forma literal de la consideración pública. Por su parte el médium, como en la literatura beatnik, no siente que tenga un don sino una carga pesada de por vida sobre sus hombros: una maldición. Lo que está más allá, sea lo que fuere, sólo les sirve a los muertos. El asombro que produce la última película de Clint Eastwood proviene en parte del modo en el que algunas de sus imágenes comienzan en lo figurativo para dirigirse hacia una chatarrería abstracta. El materialismo del director se expresa en el realismo extremo con que se muestra la acción devastadora de un tsunami: sin el menor comentario musical, el agua arrastra a la periodista rodeada de objetos de toda clase, restos de embarcaciones, postes de luz, cables eléctricos que se desprenden y largan chispas, chapas, carteles, automóviles, cuerpos exánimes, cuerpos que se tuercen de desesperación. Hasta que la mujer, golpeada en la cabeza por un objeto, se hunde inconsciente y la cámara la sigue hasta descender sobre uno de sus ojos abiertos, en una especie de trip demencial. El “más allá” (presumiblemente, ella ha muerto durante unos segundos y ha podido acceder a una visión de lo que hay del otro lado) se representa como imágenes vaporosas de personas de frente, que se le acercan y la miran, acompañadas por murmullos y una nota musical que se estira como un “drone” fantasmal. Eastwood está libre, no le tiene miedo a nada. Como ocurre en el cine de su amigo Manoel de Oliveira, el ridículo también se transforma en belleza. De la mejor secuencia en la que se muestra un desastre natural de la historia del cine se pasa a una visión codificada, prácticamente vuelta cliché, de lo que puede ser la vida después de la muerte. El director recurre a una “vulgata”, una versión ampliamente aceptada, y así declara ese más allá como irrepresentable. Pero, también, como prescindible para la aventura humana. El cine sólo puede mostrar lo que está de este lado, parece decir, sólo puede tener certezas sobre un mundo hecho de contundente materia: el mar que se eleva embravecido, los monumentos reconocibles que le sirven (como predicaba Hitchcock) para dejarnos claro de un solo golpe en qué ciudad tiene lugar la acción, los planos contrapicados de la fábrica, el edificio del canal de televisión. Planos de establecimiento, planos de conjunto. Acontecimientos de dominio público: desempleo, terrorismo, marginación, violencia social. Signos universales del mundo visible, fragmentos desfallecientes de una melodía en loop. Como nunca, Eastwood conecta su película de una manera casi periodística con su tiempo, pero lo hace para dejar en claro que la intimidad de las personas, su valor último como tales, permanece como un misterio intransferible. El vaivén de la película, resumida de manera ejemplar en la secuencia del tsunami, que oscila entre lo general y lo particular, la visión de conjunto y también la subjetiva –ya que vimos brevemente a la par de la mujer –le concede a lo particular un carácter en definitiva inabordable. En este caso, representado en el don casi maléfico del médium y el atisbo fulgurante, demoledor, de la mujer. Un punto que al cine le está prácticamente vedado como no sea destinándole imágenes gastadas, varias veces vistas. Humanista y materialista, Eastwood deja aquello en suspenso para concentrarse en las luchas diarias de esta tierra, en ver qué hacen los individuos con ese conocimiento condenado a nunca poder trasmitirse del todo más que como llamado estéril o literatura de segundo grado. Si Eastwood parecía en los últimos años estar apurando el tranco, despachando películas con una especie de urgencia hasta entonces desconocida, con Más allá de la vida entrega tres películas en una. Tres historias desplegadas en secuencias que se alternan sucesivamente y confluyen al final pero que podrían constituir de manera individual una película distinta cada una. Con gracia y delicadeza, el director construye bloques de espacio y tiempo en los que la narración es conducida con una mano invisible. Después de las escenas del tsunami –espectaculares per se –Eastwood se vuelca inesperadamente hacia una filigrana introspectiva que parece ser el único modo para describir con auténtica empatía el drama de los protagonistas. El plano que le faltaba a Invictus para ser poco menos que una obra maestra (uno ubicado en los tramos finales, que le dejara ver al espectador que Mandela, deslizándose en su auto por entre el gentío alborozado, estaba en verdad ocultando un agobio interior, secretamente apartado de la felicidad de la que participaban sus connacionales y preocupado por la tarea titánica que le quedaba por delante), puede ser que le sobre por algún lado a Más allá de la vida, una película que descree de las formas perfectas para exhibir, en cambio, una elegancia despreocupada en la que la conciencia de un mundo esencialmente injusto no encuentra consuelo en el voluntarismo ni en una improbable armonía celeste por venir.
Servir y proteger. Por lo que parece, esta es la clase de cosas que premian en Sitges. Como si presumiera de una carta de presentación, la película que dirige Jennifer Chambers Lynch y produce su padre David no duda a la hora de exhibir un oportuno aire de familia. En los primeros segundos de Surveillance, una serie de imágenes en ralenti que tienden a la abstracción asalta al espectador con la contundencia de un mal sueño. Figuras deformes, caras monstruosas apenas discernibles que parecen querer traspasar la pantalla, un sonido persistente y ominoso que trabaja sobre los movimientos como si en el centro de una pesadilla habitara un genio maligno dirigiendo la orquesta. Por contraposición, el siguiente plano, que muestra un automóvil corriendo por una ruta rodeada de verde y que lleva abordo a dos agentes del FBI, despliega otra cara del mismo universo tenebroso: después del horror viene el orden, se dirá. Enseguida la acción se establece en una comisaría de provincia a la que arriba la pareja de agentes, un hombre y una mujer. Pero como estamos delante de una película que lleva la firma del apellido Lynch, las cosas no son tan sencillas. Si bien después de mostrar sin pudor las huellas de su filiación más evidente la película se decanta en su factura hacia las fatigadas delicias de una Clase B, rotunda y orgullosa, Surveillance desperdiga por sus recovecos auténticas señales lyncheanas (resulta obvio que el adjetivo le pertenece de pleno derecho sólo al padre) que le dan la cuota necesaria de un refinamiento del que no parece dispuesta a desprenderse del todo. Los planos que se demoran un segundo más de lo previsto dejan ver un gesto o una mirada que se encargan de desestabilizar el conjunto y de volver a sembrar la angustia o el miedo, según el caso. Surveillance es un universo en el que todo se trastoca, no hay autoridad a la que aferrarse ni, prácticamente, redención alguna posible. Esa es la parte que en el reparto le toca a David. Lástima que la hija, en cambio, está más interesada en el gore trivial y sus zonas aledañas, que terminan imponiendo en la película su general chatura. En Surveillance hay desmembramientos y chorros de sangre que se ofrecen como complemento necesario de un mundo en el que lo único que aparenta quedar en pie es el valor prosaico del cuerpo como espectáculo. En uno de los últimos planos, los dementes asesinos, protagonistas inesperados de la película, advierten con cierta simpatía la figura de una niña que asistió impertérrita a la masacre y que los mira irse a toda velocidad por la ruta. Como si una desafiante prescindencia la preservara incluso ante los ojos de los criminales, la directora parece depositar en la niña la mirada de un espectador que nunca termina de comprometerse con lo que ve. Es que Surveillance hace desfilar sus imágenes con una distancia programada, obtenida a golpes de una escritura que parece salida de un taller de guión. Los rutinarios flashbacks, en los que se representan falsos puntos de vista de los personajes, brindan por su lado la idea de una película laboriosa, trabajada casi hasta la extenuación, y que carece absolutamente de misterio. En Surveillance no queda mucho lugar para el desconcierto o los malos entendidos como no sean aquellos módicos, y que se disipan bien pronto, producidos a fuerza de un cálculo y una astucia que se hacen pasar por sofisticación.
Pararse de manos. Hasta ahora, los fervorosos adherentes al machetismo, es decir los que prácticamente pasaron de manera automática a formar parte de esa facción que no se cansa de dispensar elogios a la película de Robert Rodriguez, al revés que su ídolo, dejan de lado el machete y lo cambian por la poesía, que en ciertas ocasiones se convierte en un arma más contundente. Más todavía si de lo que se trata es de hacer proselitismo. El texto de mi amigo Aldo Montaño, escritor adelantado, consumado machetista y crítico perseverante, es particularmente sintomático de esa estrategia. Texto poético por donde se lo mire, hermoso y maldito en su carácter casi inexpugnable, y también en la rara felicidad que se deja entrever a cada paso, encabalgada en el envidiable júbilo de las frases, de los giros, de esa música secreta que llamamos tono, en definitiva, del estilo, nos informa básicamente esto: el tipo la pasó bomba viendo la película. Podría ser un caso más de escritura que supera con creces a su objeto. En la historia de esta misma página no se nos ahorran ejemplos parecidos. Sin embargo, en esta oportunidad podría tratarse también de otra cosa. Machete, la película de Rodríguez, parece haber venido cosechando seguidores por adelantado, acicateados por el falso trailer (aquel que daba cuenta de una película todavía inexistente) que operaba no tanto como el anticipo de una película por venir, aunque no se hubiera filmado aún, sino como la cifra dichosa del sistema preferido del director. Jugar e impostar. Hacer como que. Rodriguez no engaña a nadie. No hace exploitation sino algo que sólo simula serlo. Pero esa simulación ya estaba expuesta como tal en el trailer que no era trailer. Así que todos contentos. ¿Es esa la clave de la diversión, entonces? ¿Abandonarse al módico estallido de colores que se nos presenta en la pantalla, a la dulce expectación de la sangre digital –por dónde goteará, hasta dónde salpicará esa sangre púdica, nunca demasiado explícita ni exagerada –, a los rutinarios desmembramientos; al sexo convenientemente elidido, por lo que ni siquiera es sexo sino apenas un amague quisquilloso con motivo musical funky, mediante el que se sugiere que Machete es un maratonista y a partir del cual se nos invita a creer sin más? La película podría ir a fondo, y no solo en la cama con Machete, ¿por qué no? Podría obviar la fineza (otra vez poética) de sus estocadas de ballet a lo Zatoichi, en las que en vez de heridas da la impresión de que se desparramaran flores de pétalos rojos, bellísimos, poco adecuados para algo llamado “película de explotación”. Pero no hace nada de eso. Es que Machete, quizás, también sea un síntoma. El de un cine que renuncia a ver el mundo y que solo acierta a pensarse a sí mismo como un sucedáneo, como parte degradada de una historia que lo contiene pero a la que no termina de reconocer del todo. Machete se pone a mirar esa historia con un recelo que se confunde con una devoción que puede ser paralizante. Como hijo abandonado, fragmento paria del cine, que se siente sin derecho siquiera al gesto de rebelión que lo habilite a filmar como si se lo estuviera haciendo por primera vez, la película de Rodriguez parece resignarse al movimiento mecánico de una repetición risible, lo más acrítica que se pueda. Como ocurre con su amigote Tarantino en sus horas menos inspiradas, la cita constante, el chiste cinéfilo, el desfile impenitente de caras de una supuesta tradición paralela del cine, le proporcionan la coartada para erigir todo un sistema a partir de sus propias flaquezas y asumir, de paso, las ráfagas de su mala conciencia como estandarte: el cine solamente pude acceder al cine. Sin sexo y con una violencia remilgada, el universo de Machete es la admisión desvergonzada de una imposibilidad. El cine sólo se constituye repitiendo sus imágenes codificadas sin comentarlas, como si fueran tics, como mucho adecuándolas a las exigencias del mercado. ¿Es que no da para hacer política, tampoco? No importa, la alusión más o menos resuelta de las explosivas tensiones de frontera que la película presenta hace las veces de comentario urgente. Que al final de todo la culpa recaiga en un narco mexicano, de blanco impoluto y con la cara de Steven Seagal, que lo único que pretende es controlar la frontera para hacer pasar sus mercancías con mayor comodidad, no debería ofender a nadie. Las mujeres de armas tomar que recorren la película, por otro lado, son estampitas de fetichismo masculino que no desdeñan, paradójicamente, el pertinente resguardo de sus partes íntimas (como cuando el personaje de Jessica Alba se despierta y respira aliviada después de verificar que Machete no “le hizo nada”). Machete construye su credo con la risa mustia que sobreviene cuando se asume que todo ya se vio, que todo ya es, tristemente, parte de un banco de imágenes al que solo resta acudir para hacer las combinaciones adecuadas. Un narcocorrido cualquiera dice más cosas, tiene más gracia y se para mejor de manos que esta película. Machete no promete sobresaltos, ni siquiera el trailer trucho lo hacía, sino un arrullo con forma de diversión barata, la posibilidad de una compensación por medio de la sonrisa que se nos escapa cuando nos encontramos con lo que ya sabíamos.