El hombre que dirigía trailers ¿En qué momento Robert Rodríguez se convirtió en un director de trailers ingeniosos de sus propias películas? ¿O nunca fue otra cosa? Son solo preguntas al viento; probablemente retóricas, ya que los fans por antonomasia son los que aman sin responder. Lo cierto es que uno se encuentra con las últimas tres películas de Rodríguez y comprueba, con una resignación renovada, que incluso los créditos son mejores que las películas propiamente dichas; los bordes superan en mucho lo que está en el centro. El director promete en los créditos lo que a su vez se anticipa con habilidad en los trailers, ese sabor de cosa vieja y peligrosa con aires venerables: fragmentos concebidos a imagen y semejanza del cine de “explotación”, es decir, el intento juguetón de recuperar –aunque sea en forma de jirones lujosos– algo de ese paraíso módico cuya vuelta anticipó Tarantino con suerte dispar y pretende ahora seguir Rodríguez. Machete Kills, como su antecesora, la más lacónica Machete, resulta un pequeño fiasco, incluso para los que no habíamos bajado del todo la guardia respecto de la capacidad del director para hacer pasar gato por liebre. Aunque parezca una exageración, Rodríguez es más cerebro que músculo: no se preocupa mucho por sorprender al espectador de sus películas, solo calcula y hace la plancha, confiado en que los seguidores fieles de sus cine –los amantes de la marca Rodríguez– no pagan una entrada y se sientan luego en la oscuridad de la sala para ver exploitation de verdad sino ese remedo un poco melancólico que les ofrece. Primero los créditos, simpáticos, desbordantes de amor por el género, incluso emocionantes a su manera: los colores chillones, la música que salta, el sonido defectuoso, los carteles que parecen abalanzarse sobre el público. Es el tributo de Rodríguez a algo que ya no existe: la promesa de un universo entero que se desata en la pantalla de cine. Pero después llega la película, con la factura impecable de sus imágenes, sus escenas razonablemente filmadas, su cautela irritante con respecto a las drogas, el sexo apenas aludido y continuamente velado, el progresismo irremediable de su zona política. Todo el tiempo el cálculo. La especialidad de la casa: hacer como que; presentar no ese espectáculo al que se supone que se está aludiendo, en su versión contemporánea, sino apenas una sombra, una versión pálida, que usurpa el lugar del original sin la menor pizca de su intensidad ni de su fuerza. La corrección política reemplaza a la transgresión y la sangre digital en cuenta gotas a la salsa de tomate a chorros. Machete Kills solo tiene algo de gracia en el uso de figuras de peso en apariciones más o menos sorpresivas: Charlie Sheen (muy simpáticamente anunciado en los títulos como Carlos Estévez), Lady Gaga, Antonio Banderas o Mel Gibson desfilan por la película y parecen estar divirtiéndose. Pero las estrellas en Machete Kills son el certificado de que la película opera dentro de los límites de una diversión perfectamente controlada y cartografiada, algo así como una fiesta de teenagers con los padres presentes. Es como si el público de cine de exploitation se hubiera vuelto niño y se necesitara que no se lo exponga a emociones fuertes. Sin ir más lejos, ya que lo mencionamos a Gibson, Get The Gringo era mucho más incorrecta y atractiva. Rodríguez, sin embargo, no descansa: su película trae adosado un trailer de Machete Kills… again (in the space), con toda seguridad el próximo avatar de la franquicia.
Por un cine mutante Mujer conejo es una película muy fuera de lo común; o sea que probablemente se trate de una causa perdida. En realidad, todas las películas de Verónica Chen se las arreglan para escabullirse de una u otra manera de lo ordinario. Pero eso se dice fácil: mucho más importante es poner en palabras el extraño atractivo que emana de ellas. Una película bella, siempre, tiene que ser, por fuerza, una película que nos hable en otro idioma, algo que nunca acabemos de entender del todo, puesto que con una comprensión cabal y definitiva se termina no solo el placer sino la posibilidad de lo nuevo, ese impulso que nos lleva, como detectives, a buscar el detalle, la oscilación repentina, ese estremecimiento que aguarda su momento, como una revelación. Chen tiene cuatro películas en su haber. Son todas distintas, películas ciertamente bellas, raras, que parecen hablar en otros idiomas, que se esconden y nos miran, a veces desde un lugar conmovedor: nos miran, no como si pidieran permiso, o exigieran palabras de legitimación, sino como si el orgullo las habilitara a afrontar, con una firmeza absoluta, una especie de dictamen o de sentencia que ya se ha expedido sobre ellas, acaso demasiado temprano. El público ve poco y nada el cine de Chen; ella lo debe saber mejor que nadie. Sus películas no tienen que esperar nada porque no reclaman nada. Son botellas tiradas al mar, un poco desesperanzadas: criaturas perdidas de antemano cuya fuerza se expide como un lamento, una especie de idioma extranjero, obstinado desde el vamos en vibrar primero y luego perderse, tal vez replegarse sobre sí. Mujer conejo es una película que tiene belleza, está sola y balbucea. La historia de base es mínima, es un bosquejo de relato, que luego parece ramificarse y extraviarse con un goce extraño, de una libertad insultante. Una mujer que trabaja para el Gobierno de la Ciudad se niega a firmar un papel que autoriza la habilitación de una lavandería en el Barrio Chino. La chica es argentina aunque descendiente de chinos y solo habla castellano; su firma es indispensable para que la habilitación se realice, pero ella considera que no están dadas las condiciones de seguridad mínimas (una pantalla de televisión informa sobre un accidente en el que un inmigrante boliviano queda gravemente herido cuando se le cae encima un pedazo de mampostería del local de marras). La funcionaria se enfrenta con el viejo chino que pretende tener su negocio trabajando en regla y también con sus superiores, que hacen la vista gorda. El viejo le dice a la chica, “qué lástima que no sabés el idioma”. Evidentemente hay un negociado pero no se sabe del todo cuál es. Para complicar las cosas, en una escena muy incómoda y lograda, el empleado de un restaurante chino, amigo de la chica, es apaleado fuera de campo. Chen empieza con un thriller de tinte social y deriva de a poco hacia una dirección desconocida, de la ciudad al campo, del realismo al cine fantástico, de la legibilidad a la perdición. Los conejos con ojos rojos encendidos que al costado de la ruta miran pasar a la protagonista no son solo parte del título sino que representan la dimensión fantástica de la película, que parece avanzar atravesando géneros y cruzándolos entre sí con una voracidad implacable. Los conejos han mutado, como muta la película, que amenaza con saltar sobre el espectador. La directora hace chocar los primeros planos con los planos generales, las imágenes reales con las imágenes de animación, hace chocar los idiomas, los géneros, el tono de las actuaciones. No hay rasgos psicológicos discernibles en la película de Chen. Solo un deseo, o un impulso, de origen secreto: hacer las cosas obstinadamente, arriesgarse a perderlo todo: el trabajo, el prestigio, la capacidad de distinguir lo real de lo irreal. Incluso la vida. ¿A causa de un imperativo de orden moral? En este caso, la actuación del personaje de la mujer coincide con el buen proceder de cualquier funcionario honesto que se precie, pero puede ser solo una coincidencia de ocasión. La cantante que se prostituye en Vagón fumador, o el nadador que hace trampa en Agua, que se juega todo por un motivo que puede aparecer como inexplicable, tienen también, como sello distintivo, el signo de un impulso que trastoca las cosas, hace rodar los dados y cierra los ojos, quizá para encontrar el consuelo de una verdad interior cuyo carácter resulta al menos inasible. No sabemos con qué se encuentra Chen cuando cierra los ojos, pero ha hecho una película que se balancea en el vacío, que se juega todo, tira los dados y en ningún momento espera verse recompensada por ello. Mujer conejo puede por momentos lucir como algo sin terminar: sus imágenes parecen esquirlas de un relato, un modo de representar el mundo en el que nade se sabe de antemano y solo queda marchar a tientas, juntando fragmentos, con la esperanza de que eso llamado cine, ese mensaje en la botella, encuentre su destinatario. La película nos recuerda que eso que late en la pantalla acaso no esté allí para acompañarnos, ni para darnos consejos, ni está para palmearnos amablemente el hombro sino, quizá, para hacernos estremecer. Mujer conejo puede incluso –esta vez como un bien supremo que no siempre es capaz de usar a su favor– resultar incomprensible. Lo que jamás se le podrá reprochar a Chen es que se engañe respecto de la naturaleza de la relación que su película establece con el espectador. No debe ser casualidad que a los seguidores del cine de Chen nos pase lo mismo: desde el primer fotograma supimos que con ella el trato era a todo a nada, y que a sus películas, como sucede con las cosas que no abundan, había que abrazarlas o perderlas.
La princesa que quería vivir El alemán del apellido difícil –Oliver Hirschbiegel– había hecho hasta el momento una película mala (El experimento), una irrelevante (La caída), y una rara (Invasión). A la lista se le agrega ahora Diana: la princesa del pueblo, la película buena. Diana es la Princesa Diana, una mujer de treinta y cinco años que por momentos parece una quinceañera. Ahí está parte de la gracia de la película: Diana tiene un romance secreto con un cirujano paquistaní residente en Londres, y para huir del protocolo (no demasiado rígido por lo que se ve), hace entrar al novio acurrucado en el asiento trasero de su auto; o se pone una peluca morocha de pelo lacio y sale a romper la noche a un boliche, o a ver un grupo de jazz, del que tiene que abandonar en la mitad porque el amante médico recibe una llamada de urgencia (el hombre es muy serio y se debe ante todo a su profesión). Nada molesta demasiado a la Princesa, excepto que el médico no se decide todavía a llevar hasta el fondo la relación. Hirschbiegel filma secuencias de una tremenda elegancia y fluidez. No está filmando una historia política, ni una historia amarillista, sino una historia de amor, que tiene la consistencia de un sentimiento adolescente: volátil e inaugural. Diana: la princesa del pueblo no es una película que pretenda interrogarse sobre la naturaleza del poder, ni está en modo alguno interesada en develar los entretelones sórdidos del mundo de la realeza: el director hace una película romántica, y en cierto modo un melodrama, donde las diferencias de origen amenazan conspirar contra la unión pública de los amantes. Hay algo conmovedor de verdad en Diana: la princesa del pueblo: el momento en el que la protagonista advierte que el tiempo se le escapa. Puesto que a lo largo de la película vemos como se ilumina cada plano con la sonrisa increíble (es decir, creíble) de Naomi Watts, no puede dejar de shockear el modo en el que su semblante se va nublando, como si el sueño revelara de pronto su carácter ficticio, esencialmente ilusorio, y solo le quedara el vacío de un decorado, el palacio demasiado grande como para que una niña sin amor juegue en él. Hirschbiegel se dedica entonces a la otra faceta de esa chica abandonada: la que se endurece, soborna a los paparazzi para que le “roben” fotos comprometedoras con un magnate para dar así una imagen degradada de sí misma, objeto de la vanidad y el dinero de los hombres poderosos, y espera que su amado reaccione. Diana tiene dos caras, como la película. Una graciosa y ligera, que fluye con la tensión subterránea del jazz –te voy a explicar de qué se trata esta música, dice el novio–, con el baile y las escapadas a deshoras delante de los guardias, que por supuesto ya saben de sobra de qué se trata. Y otra, no menos calculada pero tal vez más escurridiza, en la que Diana se desliza tambaleando hacia el infortunio. Por supuesto, lo que está al final del camino es la muerte, pero la película es lo suficientemente noble como para que la Princesa abandonada siga respirando con autoridad y tenga siempre una voz propia, incluso en esos tramos en los que el desamor aparenta haberla envilecido y transformado en una víctima de su propio despecho. A través de Watts, el director no nos deja olvidar nunca que esa chica es la misma: la mujer más linda del mundo es también, huelga decirlo, una actriz extraordinaria, capaz de las maniobras más exquisitas para dotar a Diana de un carácter singular, o sea, cinematográficamente verosímil. ¿Es el Oscar lo que de verdad espera al final del camino? Los responsables de Diana: la princesa del pueblo tienen la astucia suficiente como para haber barajado esa posibilidad. La obstinación de Watts, mientras tanto, la puja feroz entre el deseo, el pudor y la venganza de su Diana, trabaja en soledad, solo para nosotros.
Algo se aproxima Ridley Scott empieza de cero. Esto no le importa a nadie. Menos todavía a los admiradores de Alien o de Blade Runner, los mismos que se vieron finalmente obligados a admitir, con la cabeza baja, el hecho de que el director inglés los había defraudado. Desde ahí, desde su puesto en este nuevo comienzo sorpresivo, Scott trae por lo menos una primera novedad: la novedad de las caras. ¿Qué pasa con las caras en El abogado del crimen? Se muestran avejentadas, agrietadas, cansadas; son caras que no pierden su interés (al contrario, lo ganan) al precio de no dejar pasar por alto tampoco ninguna marca, ninguna muesca, ninguna traza que denote el paso del tiempo sobre los actores. ¿Cuándo le vimos los poros de la piel expuestos de esa forma a Cameron Diaz, por ejemplo? Yo no me acuerdo. ¿Y a Penélope Cruz? Aquí se narra con el acento puesto en los cuerpos y en las caras. Se describe el peso de un mundo que irrumpe en el plano como una forma misteriosa, desplegada sobre los personajes y lo que los rodea. El abogado del crimen (que en algunos países se llama Cartel) es una historia que transcurre mayormente en Ciudad Juárez, en la frontera entre México y los Estados Unidos. Claro, trata sobre el mundo de las drogas. Pero, sobre todo, trata acerca de la naturaleza del mal. Michael Fassbender, el councelor del título, un día se da cuenta de que se pasó al otro lado; es decir, dio el mal paso. Ocurre que se involucró sin querer, casi por piedad, con el empleado sin mayor importancia de un cartel, al que hace sacar de la cárcel para aliviar un poco a su clienta también presa, la madre del chico. Resulta que ese chico es asesinado ni bien pone un pie fuera de la prisión. A partir de ahí, el sueño de un retiro pacífico del abogado, que siempre hasta ahora bailó como pudo con el diablo, exhibiendo de a ratos una soltura gansteril, se viene abajo estrepitosamente. Nada preparó al abogado para este desenlace, así como nada de lo que pasa en la película puede no tomar por sorpresa al espectador, que asiste helado en la butaca al espectáculo espeluznante de derrumbe que se desarrolla delante de su ojos. Scott cuenta con varias cartas de triunfo en esta película, ninguna de las cuales puede ser asociada fácilmente con lo que fue su cine hasta el momento. En realidad el director siempre se condujo como un pillo del cine, acaso demasiado pagado de sí mismo, saqueando cosas, acomodándose a lo que sugerían los tiempos. Su clásico instantáneo Blade Runner hoy es una pieza de museo, cuyos diálogos repiten con unción melancólica aquellos que se vieron impactados por sus imágenes de jóvenes, casi al modo de una contraseña generacional. En cambio El abogado del crimen se perderá irremediablemente en la cartelera, e incluso es probable que en poco tiempo nadie se acuerde de ella. Además se podrá repetir, como una curiosidad, que el guión fue responsabilidad del escritor Cormac McCarthy. Es que en esta oportunidad, Scott no aspira a la misericordia forzada de Blade Runner –esa en la que el mundo puede alcanzar un atisbo de salvación, porque sus androides se vuelven humanos “de corazón”–, ni apunta a su tema con una mirada clínica llena de astucia (como Soderbergh en Traffic ) sino que ha dispuesto, sin rendir cuentas a nadie, su propia agenda. La película hace sentir el poder del fuera de campo: algo monstruoso acecha, como una criatura imaginaria, que se irradia a través de la conciencia de los personajes y produce sus réplicas violentas en las muertes terribles de las víctimas, que se ofrecen como manifestaciones visibles de una fuerza de características omnímodas. Uno de los gestos más audaces y efectivos del director es el tono. Seco y desarraigado, por momentos pareciera que inhumano: una mirada fría de dandy. Pero Scott no se priva de ejercer cierta generosidad cruel: en esta película sorprendente el espectador está en la posición privilegiada de ver el desastre grabado en la piel de los actores, como si los observara con una lupa, esos primeros planos impiadosos concebidos con precisión y estilo, incluso con amor. (¿Amor es una palabra demasiado grande? Puede ser, pero hasta los senderos más tenebrosos deben ser cartografiados con dedicación). El director se revela como un experto en mostrar el reflejo creciente del horror en las actitudes corporales de los personajes. Fassbender, agobiado, virando entre la sonrisa congelada en un rictus inútil (en cierto punto, esa sonrisa ya no engaña a nadie, menos a sus enemigos) y el cansancio del que se ve atrapado entre dos fuegos pero guarda todavía, como una luz lejana, un poco de esperanza en la posibilidad de la huida. O los bailoteos simiescos de Javier Bardem, con su peinado a lo Don King, como una criatura de Looney Tunes a la que una granada le acaba de estallar en las manos. Patético y un poco querible al mismo tiempo. Esos personajes están desesperados, y luchan para que el miedo no los gane antes de tiempo. Quieren olvidar, pero no se puede olvidar, como no se puede dejar atrás la propia sombra. Scott filma entonces esas sombras: el pasado que se precipita y señala la imposibilidad de una vida ordinaria. El abogado del crimen encuentra a sus protagonistas en el momento en que algo, digamos el Mal, se apodera de sus destinos. Scott vela junto a sus personajes: los ve desmoronarse con crueldad pero también con afecto. De ahí, quizá, la delicadeza con la que filma un cuerpo enfundado en un vestido rojo al rodar entre los desperdicios de un camión de basura que hace su descarga. Uno puede cerrar los ojos y llevarse a su casa esa imagen pegada en la retina, tal vez a su pesar. Pienso que Scott logró esta vez mostrar algo muy fuera de lo común: el temblor de angustia que experimentan los cuerpos incluso después de muertos.
Historia de amor correspondido De la Iglesia filma mucho, tal vez demasiado. A veces filma mal. Las películas parecen salirle como exabruptos, volutas caprichosas, rabietas de un chico malcriado, que acepta a regañadientes las reglas del juego y cada tanto renueva las esperanzas de que será capaz de hacer explotar, con una sola carga puesta en el punto preciso, el sistema del cine español. Ocurre además que de la Iglesia no está solo: tiene un público fiel, desperdigado alrededor del mundo, y un par de ideas fijas. El director es un hombre de efectos: en su cine, las acciones son violentas, como la emoción de los desesperanzados y los locos perdidos, que buscan películas en las que sentirse como en su casa, películas-espejo, porque solo se sienten a gusto entre pares, o mirándose la nariz. De la Iglesia es generoso y siempre les da lo que necesitan. Si hay algo que no se pude negar es que hay un amor correspondido entre el director y sus seguidores. Tan violento y profundo como el de los dos protagonistas de Las brujas. Su cine, contra lo que pueda pensarse, no se hizo más prolijo con el tiempo, ni se volvió más potable, ni tampoco se vistió de etiqueta para lucir más respetable, ni aligeró el poder radioactivo de su bagaje esencial de cinismo saborizado con esperpento. Chorizo español, estelas perdidas del franquismo, el reacomodamiento de un país con tradiciones de fuerte identidad que subsisten estupefactas en el presente. Esperpento es la palabra clave, esa que define mejor el mundo según de la Iglesia. No se trata solamente de un manojo de jirones al que se alude porque resulta de buen tono hacerlo, como si se fuera en busca de un certificado de pedigrí con el que justficar en forma adecuada las tropelías que tienen lugar en la pantalla. Aunque no conociera el término –pero todo español lo conoce– lo estaría ejerciendo de pleno derecho. Cada escena de Las brujas parece salir de las tripas. ¿Es esto un elogio envenenado? Puede ser: el director español no titubea; está demasiado seguro de su habilidad –ese oficio machacado en cada plano durante años– y de lo que de ella se espera. Sabe que debe sacudir la pantalla, expulsar a toda velocidad sus ideas visuales y sus tesis sobre el estado irremediable del mundo para que se produzca el milagro de una nueva película, una nueva explosión de desfachatez, de procacidad y de sinsentido. Es decir, una película que funciona como sobre rieles bajo la marca registrada Álex de la Iglesia. Las brujas desborda para todos lados. Después de un breve prólogo muy estático con las tres brujas del título, donde ya se anuncia el sex appeal a prueba de balas de Carolina Bang (la musa maldita de Balada triste de trompeta, anterior película del director), de la Iglesia se despacha con un asalto espectacular en medio de Puerta del Sol. Espectacular en el sentido más noble del término: coreografiado; incluso bailado. De la Iglesia pudo no haberse refinado mucho, pero cuenta con más presupuesto, y se ha dedicado a aprender una cantidad de esos de trucos que la industria del cine asume con desparpajo cuando se los deja en manos niños grandes como el español. Las brujas empieza como comedia y se reencarna luego en más comedia. Pero en realidad nunca se puede saber del todo para dónde va la película, como no sea hacia una argamasa improbable hecha de trozos sueltos de comedia policial, cine fantástico mechado con chistes de cuño costumbrista y metáfora despeinada sobre la guerra de los sexos a modo de corolario. La pareja integrada a la burguesía, que en la última escena va al cine a emocionarse reglamentariamente, establece el dardo de ironía necesaria que terminan de comentar las brujas viejas desde la última fila: no importan las buenas intenciones del mundo. Al final todo se destruye. Hay que tomarlo o dejarlo al director, que inventa entretenimientos llenos de estruendo que guardan siempre, como una mala noticia, algún señalamiento un poco remanido acerca de cómo funcionan las cosas en el mundo. De la Iglesia tiene un poco de moralista y espera que sus películas lo digan por él. Su público sigue contento.
La cara de Niki Lauda Hay genios y genios. El director Ron Howard ciertamente no es un genio, ni lo será, ni lo quiere ser. Simplemente: no le interesa el asunto. Más bien pertenece a la clase de directores que sirven para todo. Es el hombre de los mandados. Un empleado de la industria cien por cien, de los que siempre están cuando se los necesita. De vez en cuando, muy de tanto en tanto, resulta que ese director que no es ningún genio se da el lujo de aparecer tranquilamente con un tesoro bajo el brazo. Como habrán adivinado, en esta oportunidad el tesoro se llama Rush: pasión y gloria. Igual que lo que pasa otras veces, ya hay una película con el mismo nombre: Rush, de Lili Fini Zanuck, narraba la historia de una pareja de policías encubiertos, hombre y mujer, que se infiltraba en una organización de narcotraficantes. El malo era el músico de rock Gregg Allman. Los agentes terminaban atrapados por partida doble, enamorados el uno del otro y adictos perdidos a la heroína. El nombre de la película aludía al momento en que la droga se incorpora al torrente sanguíneo al ser inyectada. La película (la única que dirigió Zanuck, una obra maestra) era un policial, pero sobre todo era una historia de drogas. De algún modo, este Rush de Ron Howard también lo es. El director había probado la fórmula, tan americana, “película deportiva” en Frost/Nixon. La película no era de deportes pero se comportaba como si lo fuera, con sus agonistas del título montando un espectáculo de toma y daca lo suficientemente bien ensamblado como para pasar con celeridad al departamento de las películas “bien hechas”, las películas solventes: los actores protagonistas estaban bien. El suspenso, un poco trabajoso pero triunfante. La reconstrucción de época era irreprochable. La lección de civismo, siempre discreta pero contundente. Rebecca Hall, estaba muy bien, lo mejor de la película, aunque no se le viera del todo la cara debajo del flequillo, y casi no tuviera líneas de diálogo, relegada al papel de figurante en esa historia donde lo importante eran un par de tipos que se la pasaban midiéndosela. Rush: pasión y gloria es una película deportiva pero de otra índole. En realidad casi parece pertenecer a otro universo. El del Ron Howard bueno. Dos corredores de autos se odian desde la primera vez que se ven. James Hunt es el disoluto. Niki Lauda es el monje. Eso es el principio, que arranca con el estruendo de los motores y las voces enfáticas de los locutores: la Fórmula Uno como espectáculo trepidante, de una emoción pura, que huele a peligro y a adrenalina. La película empieza en el año 1976, decisivo para Lauda. Después retrocede cuatro años para recorrer desde allí toda la década. Los contendientes están presentados: en su primera aparición, James Hunt camina ensangrentado hacia la enfermería, no porque haya chocado sino porque tuvo una pelea. En medio de la cara machucada le brilla una sonrisa. Uno ve que está loco, parece el personaje de un poema de Apollinaire, que recorre las trincheras como un rey con una venda manchada en vez de corona, mientras respira el aire lleno de pólvora. Hunt es como una estrella de rock, un pendenciero nato al que todo el mundo quiere, especialmente las mujeres. Los expertos en mecánica que lo siguen parecen empilchados en Carnaby Street. Para los que les interese, uno es igual al baterista Ginger Baker. En cambio Lauda está solo, en el ambiente todos le tienen desconfianza, porque sabe de motores más que ninguno y se mete en todo. En una escena muy graciosa, le enmienda la plana al mismísimo Enzo Ferrari y le dice que su auto es una cagada. A sus espaldas lo llaman “rata”. Tanto Hunt como Lauda vienen de un hogar acomodado y se han escapado del mandato familiar de tener una vida “respetable”. Rush: pasión y gloria sigue el recorrido obligado de las películas de deportes, su curva moral. Primero los personajes se detestan con fervor, después se admiran en secreto, se dan cuenta de que se precisan, porque advierten que uno es la contracara del otro, a modo de par necesario. Finalmente se quieren, después de que el tiempo y los golpes colaboren para crear la costumbre del vínculo, su carácter ineludible. Eso en cuanto a la parte de género de película deportiva. Pero además, ¿qué es Rush: pasión y gloria? Ante todo, es una película llena de colores, de música, de emoción, de suspenso. Por momentos sus modales se asemejan a los de una historia de espías de gran presupuesto: cada secuencia es un salto en el tiempo y el espacio, conforme la acción discurre de circuito en circuito y aparecen otro idioma, otros paisajes, otro color local. Los protagonistas son como personajes del jet set internacional, impelidos a representar escenas de glamour y sofisticación para los demás, mientras en el fondo late el misterio de su adicción: al peligro, a la posibilidad cierta de su autodestrucción o vaya uno a saber qué. Si quisiéramos adherir a una proposición muy conocida tendríamos que hablar de “pulsión de muerte”. Como la otra Rush, esta es una historia de drogas y de amor. Como buen artesano, Howard toca todas las cuerdas y le sale casi siempre bien, distribuyendo dosis de una emoción seca, de colores terrosos y tono contenido. En Rush: pasión y gloria no parece haber escenas de transición, porque el tiempo nunca alcanza, y hay que saber usarlo. Cada plano centellea. Cada minuto parece destinado a señalar el estado de tensión que desborda la profesión de los personajes y se derrama sobre los hombros de los actores, como el signo de una maldición o una perseverancia que no alcanza a describirse con palabras. Pero para quien esto escribe, Rush: pasión y gloria tiene además un interés adicional. Durante años en mi niñez me obsesionó una cara: la cara quemada de Niki Lauda después de su terrible accidente en las pistas. Nunca fui demasiado aficionado a la Fórmula Uno, pero entre las sorpresas que me deparó la película mientras la veía hay una serie de nombres: Clay Regazzoni, Emerson Fittipaldi, Jacques Lafitte, Gilles Villeneuve (pilotos), Ferrari, McLaren, Lotus (escuderías), Monza, Interlagos, Mónaco, Nurburgring (circuitos). Todos nombres que no recordaba pero que estaban evidentemente en un rincón de mi memoria, y que fui declinando con facilidad en la oscuridad de la sala. James Hunt no figuraba en mis recuerdos recobrados pero Lauda sí, más que nada como el portador de una cara desfigurada por el fuego, como si fuera un Freddy Krueger que aparecía para asustarme diez años antes de lo convenido. Ahora, gracias al director Ron Howard, que tuvo la gentileza de dejarme ver lo que pasó antes y después del accidente, Lauda dejó de ser una fuente lejana y no del todo olvidada de inquietud para convertirse en otra cosa. Una especie de héroe moral. Hay que ver, en esta película bella y sorprendente, de qué manera vuelven los fantasmas, incluso el que nunca ocupó en mis recuerdos el lugar de tal: con una dignidad delicadamente restituida, ya no bajo el aspecto de titanes de una actividad suicida sino de criaturas de carne y hueso. Como en la escena en la que los dos antiguos adversarios se despiden bajo la sombra de un hangar en un pequeño aeropuerto desierto. A Hunt lo espera su gente –siempre hay un manojo de chicas ruidosas sedientas de aventuras– al pie de una avioneta. Lauda le dice: “Cuidate”. Hunt parece que no se decidiera a partir, una fuerza secreta lo retiene junto al siempre aplomado Lauda. Será la última vez que se vean. Rush: pasión y gloria también es la historia de una amistad que llega demasiado tarde.
Llegaron del espacio exterior El director de Los elegidos se dedica a sacar partido de una zona particular del cine industrial: película chicas, no muy caras, películas de terror centradas en la familia americana, la que vive en los suburbios y espera una vida que no llega. Los elegidos es esa clase de película en la que las familias no son felices. Cuando el joven matrimonio está en la cama al final del día, con el hijo adolescente y el más chico durmiendo en una noche tranquila de primavera, la mujer mira con atención unas planillas (trabaja en una inmobiliaria) y el hombre las tironea sin mucha convicción, sugiriendo tímidamente que está deseando pasar a otra cosa. La respuesta de ella, que ni siquiera se digna a mirarlo, es lapidaria: “Pará, que tengo que terminar esto. Sabés perfectamente cuánto lo necesitamos”. Pocas veces un gesto mínimo, y una línea de diálogo, funcionaron con tanta contundencia para señalar que se está ante una especie de abismo: como siempre en el cine de los Estados Unidos, la puesta en duda de la capacidad del hombre para “hacerse cargo” –extiéndase la expresión todo lo que se quiera– abre la puerta a la posibilidad del caos. El director y guionista Scott Stewart hace una película acerca de un grupo familiar acosado por las fuerzas del Mal. Un poco como La noche del demonio pero cambiando esta vez demonio por extraterrestres. El resultado es sorprendente, de un modo modesto y genuino, y también, hay que apresurarse a decirlo, aterrador. Los elegidos toca por momentos una cuerda indie que le sienta bien a su paisaje desoladoramente suburbano, ese lugar donde la apariencia de bienestar cede ante la sospecha de un horror indecible –los planos sueltos de los faroles de alumbrado público brillando en la noche, que parecen contener una carga amenazante y misteriosa, las caminatas del hijo adolescente por las calles desiertas, la idea del sexo como una fuerza potencialmente peligrosa– y combina todo eso con los rudimentos seriados del género “familia en peligro”. Stewart se revela pronto como un artesano competente e ingenioso, experto en escenas punzantes como la descripta al principio. Es decir, en hacer del miedo un virus, que se nos mete en el cuerpo sin que nos demos cuenta, y para cuando lo hacemos ya es tarde. Cada escena marca un círculo más que se cierra sobre los protagonistas. La mujer no puede controlar su cuerpo y cuando está mostrando una casa entra en estado catatónico, justo antes de empezar a golpearse la cabeza contra la ventana. Los vecinos de toda la vida le dan la espalda a esa familia que atrae misteriosamente una lluvia de pájaros que van a estrellarse contra la casa. Como explica un experto al que la mujer encuentra en internet (la mujer debe llevar las riendas también en ese campo, ante la reticencia del marido, que insiste en que debe haber alguna explicación “racional”): “Sabemos que están entre nosotros, pero no sabemos cuándo atacan ni por qué. Tampoco por qué motivo eligen a tal o cual persona como víctima. En definitiva, estamos más o menos jodidos”. ¿Es una cuota de humor desencantado eso, una aceptación resignada y definitiva del comportamiento azaroso del cosmos? Pero que estemos rodeados, aclara el hombre, no quiere decir que no haya que pelear: “Siempre hay alguna posibilidad de triunfo”. Los elegidos obliga a sus personajes a luchar hasta el último aliento; el padre compra una escopeta y un perro guardián: luchan como si tuvieran enfrente un animal salvaje y no una sombra que hace saltar las alarmas pero pasa sin dificultad a través de las paredes (los aliens son acá unos humanoides flacos y negros, parecidos a ese que irrumpía en una fiesta de cumpleaños en Señales) y se apoderan de a poco de la voluntad de los personajes. La angustia corroe el alma. Como en la cita de Arthur C. Clarke que abre la película, hay que decidir qué es peor: si saber que estamos solos o comprobar, de pronto, acaso de la peor manera imaginable, que no lo estamos. La precariedad laboral del principio ofrece un marco del que el director no abusa para forzar la metáfora de una familia en caída libre. El sentimiento de amargura que destila la comprobación del estado de inconsistencia de la vida es, de todos modos, terminal. Como no hay demonios a la vista, no hay tampoco exorcismos que probar para defendernos.
Corrientes de amor Estos días nos tocan los actores que dirigen. El actor Guillermo Pfening hace una película sensible y esmerada sobre su hermano Luis, alias Caíto, aquejado por una enfermedad degenerativa de los músculos, uno de cuyos efectos prácticos más visibles es la incapacidad para movilizarse por sus propios medios. El calificativo “sensible” puede dar lugar a equívocos, más que nada si no se precisa un poco el contexto en el que se aplica. Pfening no filma a un freak, ni a un ser desolado por la desgracia, ni filma tampoco a una víctima, traicionada por la naturaleza y arrojada al mundo con astucia, a modo de presa ideal de la conmiseración del espectador. Sensibilidad, para Pfening, significa gracia y preocupación; interés genuino por el otro –su hermano menor, en este caso– y un cariño evidente por la imagen, por cuidar en todo momento lo representado dentro de esos límites rectangulares, temblorosos y amenazantes a la vez, que constituyen la pantalla de cine. ¿Qué filma Pfening? No una criatura olvidada, entonces, que el cine tendría que sacar a la luz con el objetivo de reseñar su dolor y exponer, como un dictamen, la necesidad cívica de una reparación. En vez de eso, Pfening filma un enigma: el enigma de la felicidad. Caíto, la película, no es la historia minuciosa de una lucha por alcanzar un estado siempre provisorio de bienestar personal sino más bien, curiosamente, la constatación misteriosa de su existencia. Pero resulta que Caíto, además, es dos películas por el precio de una: un documental sobre la filmación de una película que lo tiene a Caíto como protagonista, y que incluye, como un añadido, la ficción pura como una de sus partes constitutivas. En ese segmento de ficción propiamente dicha, Caíto tiene una novia, rescata a una niña de las garras de una madre abusiva y después huyen los tres a bordo de un cuatriciclo por las rutas de Córdoba. A pesar de terminar con los tres comiendo como si fueran una familia a un costado del camino, bajo un cielo estrellado que un último movimiento de cámara parece señalar como ostensiblemente falso, esta aventura inventada no pasa por alto las dificultades del protagonista para desplazarse, ni su dependencia de la toma regular de un medicamento. De modo que esa zona de la película no termina de funcionar como una especie de fantasía salvadora acerca de otro destino posible para Caíto. La filmación de la película con Caíto como actor que se interpreta a sí mismo parece más bien una excusa, un modo como cualquier otro de confraternizar, de reencontrarse con amigos y conocer otros nuevos. Una escena muy bella, previa al rodaje, que muestra a los actores –entre los que se encuentran Bárbara Lombardo, Romina Ricci, el director Juan Baustista Stagnaro y Lucas Ferraro– metiéndose en un tanque australiano, sugiere que hacer la película tiene efectivamente una intención terapéutica. Bajo las órdenes de Pfening se ponen todos a nadar frenéticamente alrededor, hasta que después se retiran para que pueda deslizarse allí Caíto, que es arrastrado en círculos por la corriente producida por el movimiento que dejaron los cuerpos: Caíto también es, con toda lógica, una película de cuerpos. Cuerpos que se abrazan –a Caíto hay levantarlo de la cama, hay que sentarlo a comer, hay que subirlo al cuatriciclo, hay que ayudarlo a bañar– que se sostienen y se juntan, cuerpos que se cuidan con una dedicación y un cariño que parecen, de pronto, ser uno de los objetivos principales del cine. Guillermo Pfening ha hecho una película que no rinde cuentas como no sean las del amor fraternal. La novedad es que con ese combustible también se hace cine.
La ciudad desnuda Hay una cosa que le juega a favor a Martín Piroyansky: no tiene ninguna intención de refugiarse en una idea de profesionalismo. Abril en Nueva York rechaza de manera rotunda el plan de hacer una película como un producto limpio, sin aristas, un objeto lustroso para exhibir en una repisa y observar de lejos, con la veneración resignada que se les debe a los hijos predilectos de la industria del cine. El director hace una comedia romántica pero prefiere demorarse en los baches, las costuras, los traspiés, el doble fondo que late detrás de escena y amenaza con derribar la película. Es decir, hacer una comedia como si se ignoraran sus rudimentos, sus trucos, la parábola que constituye el requisito indispensable del género. Piroyansky, tal vez, se ve como un buen salvaje que encuentra cosas en su camino y esgrime ante ellas la cámara, no para despejar el terreno sino para intentar el registro tembloroso de lo que de casualidad le sale al su paso. La génesis de la película, de todas modos, aparenta haber sido algo parecido a eso. Piroyansky estaba en Nueva York por algún asunto relacionado con su trabajo de actor, se encontró con esta pareja real, conformada por la actriz Carla Quevedo y el músico de rock Abril Sosa (al parecer no en muy buenos términos), y decidió filmarla a ver qué pasaba con eso. El resultado es, ni más ni menos, Abril en Nueva York. La película no calcula, ni siquiera cuando exhibe, como un parpadeo o un desliz, la trama de su construcción: cansada de mantener a su novio que no trabaja, Valeria se consigue un festejante americano y cuando están sentados en un banco del Central Park mirando la noche le dice que parece un cliché. Él le dice que sí, que efectivamente lo es. Piroyansky despacha así la cuestión de la comedia romántica en cuestión de segundos y se dedica a lo que más le gusta hacer. Filma entonces las peleas, el tedio, los breves momentos de iluminación –como cuando él en una salida basurea a sus amigos argentinos en la cara y, ya de vuelta en el departamento, se ponen a cantar a dúo una letra inventada: un momento muy lindo, por cierto– y también, por supuesto, como un marco ominoso, el derrumbe. En realidad, si hay algo que atraviesa la película es la sensación de catástrofe: sentimental, laboral, personal. Todo el tiempo hay una corriente eléctrica que parece operar entre el desvarío alcohólico de Pablo y la fragilidad de ella, como si en cada escena se estableciera una guerra por la supervivencia. El director no ofrece respuestas sobre un posible ganador, pero cada vez que el relato parece encontrar alguna forma de remanso de la mano del “género comedia romántica” la película se sacude con algún detalle sórdido, como si Piroyansky saboreara cada instante en que el espectador cree encontrar algo familiar para dar un zarpazo y mostrar, otra vez, los signos del hundimiento de la pareja. A veces le sale bien y otras no. Los actores están muy bien, las escenas de amor son respetables; los diálogos cortados son verosímiles y la ciudad ofrece un fondo que el director sabe explotar con un desapego que no desentonaría en una película “independiente” a la americana. Pero Piroyansky, curiosamente, parece demasiado seguro de sí, demasiado inclinado hacia su lado de explorador impiadoso, que observa esos cuerpos temblar y se arroja con sus primeros planos incansables sobre los actores, para sacar a la luz cada miligramo de dolor y musicalizarlo con una canción indie. ¿El resultado? Una película despareja, ciertamente intrigante, que al final se encauza inesperadamente hacia la ñoñería como si quisiera halagar el gusto medio del espectador cuando debería arriesgar mucho más.
La chica del sur El cuento puede empezar así: un tipo acaba de separarse de su novia y amenaza con rodar barranca abajo. Su grupo de amigos, unos treintañeros largos, sin otra ocupación aparente que los videojuegos, el intercambio de citas de películas y las charlas intrascendentes –esa política de dejar pasar el tiempo propia de la ideología y la estética slacker– , lo recibe de vuelta con los brazos abiertos, como lo habría hecho la tribu con el integrante descarriado que un buen día se ve obligado a emprender el regreso al hogar, desaliñado y con el filo de las garras algo gastado por la falta de uso pero feliz de encontrar todo tal cual lo dejó. El primero de los amigos al que acude no dice una palabra, y por todo saludo le entrega una tabla de skate: un emblema de la presunta libertad recuperada y del tiempo disponible de la primera juventud. Solo que esa juventud no existe más. ¿Estamos ante una película del género “de muchachos crecidos”? Tal vez sí, pero no tanto. En todo caso, no lo suficiente como para conformar por completo a las huestes de “la sensibilidad masculina contra el mundo” en el cine. La misma que cuando más persiste en su torpeza, en el tránsito por el circuito cerrado de sus prejuicios, su repertorio de lugares comunes y su destino de no entender nunca el mundo al mismo tiempo que se lo lleva por delante, más se celebra y se felicita a sí misma. Sorprendentemente, para una película que se anuncia como un canto a esa clase de sensibilidad (el trailer era bastante elocuente al respecto. Pero los trailers son una promesa que hay que tomar con pinzas), 20.000 besos tiene otro horizonte. Entonces, lógicamente, surge la pregunta ¿Qué tipo de director de cine es De Caro? ¿Uno refinado y esquivo? ¿O uno populista, amigo del público, preocupado por ser el primero en complacer al otro siguiendo los usos y costumbres de sus compañeros de generación, ahora que han conquistado los medios de comunicación? De Caro, que acostumbra ocupar todos los espacios que se le presentan –se formó como actor, pero también ha tenido éxito en la radio, ha escrito libros, ha participado como panelista destacado en los “debates” de Gran Hermano, etc– no aparece en esta oportunidad delante de cámara. En cambio prefiere hacerse representar vagamente (tal vez), por uno de los integrantes de la pandilla, actor vocacional histriónico y amante de las sentencias, al que llaman El cinéfilo. Ese corrimiento debe documentar algo más que un sentimiento de humildad, sea esta genuina o sobreactuada (“Puedo cumplir, pero no soy buen actor”, ha dicho más o menos el director para explicar su ausencia). No hay dudas de que el hombre se toma en serio su trabajo, al que presenta no como un pasatiempo lujoso, o una actividad complementaria de cualquiera de sus otras ocupaciones, sino uno imbuido de una entrega y búsqueda genuinas. El acto de desaparición de De Caro establece, de un golpe, parte de la relevancia y la pertinencia de su película. No porque sea mal actor (no lo es, de hecho) sino porque, para que la película sea auténticamente “su mundo”, él debe poder observarlo desde afuera, como una cosa terminada que se ha separado de su creador; debe colocarse de nuestro lado, con la vista vuelta hacia adentro de la escena y las criaturas que la habitan. Dejando asentadas estas especulaciones, es necesario decir que 20.000 besos es una película muy hermosa. Una comedia argentina sensible e inteligente. Es decir, un pájaro exótico. Más lograda cuanto menos narrativa en términos estrictos se muestra. De Caro no es un narrador consumado, en el sentido en que ningún cineasta educado en las aguas de una sensibilidad cinematográfica moderna lo es. El director parece más bien un excelente artesano de las escenas sueltas, pulidas como bloques de acción autónoma y concebidas como fragmentos, parpadeos de un todo, una idea general –precisamente, el mundo según De Caro, cuyas huellas se esparcen como migas por los diferentes lugares que transita– a la que accedemos como a las páginas perdidas de un diario personal. ¿Qué se dice de los amigos en ese diario? Que están bien, que nos aguantan, nos protegen, nos sacan de apuro cuando las papas queman. Pero que el objetivo de la existencia es otro. Tiene un sexo diferente: es la mujer. Pero ni siquiera cualquier mujer. En una secuencia muy graciosa, Juan (el protagonista) está en la cama con una antigua compañera de la secundaria a la que no veía desde hacía años. Terminan de coger. Ella le pide que le alcance una botella de agua; él agarra la botella de la mesa de luz pero empieza a tomar primero y se la pasa cuando está casi vacía. Sin una queja, la chica se termina lo que queda y se ponen a charlar como buenos amigos. La chica concluye varias frases con la expresión “maestro”, la misma que usa el grupo de amigos para dirigirse entre ellos (y que cualquiera que lo haya escuchado hablar dos minutos sabe que se puede oír en boca del propio De Caro). De modo que el objeto amado, y esa es la lección de la película, debe ser diferente a nosotros, y por tanto hay que buscarlo afuera, en otros círculos. Tiene que representar una parte nuestra que acaso desconocemos, una parte que no es social –he ahí una clave– sino íntima. Mejor todavía: a esa mujer hipotética no hay que esperarla, hay que topársela, hay que chocarse con ella. Como advierte el dicho: love happens. 20.000 besos empieza como una película de amigotes y deriva hacia una comedia romántica. En el medio, más cerca del principio que otra cosa, el protagonista conoce a una compañera de oficina, una chica del sur del conurbano bonaerense (“la chica de Quilmes”), que acepta de buen grado los juegos de participación para motivar al personal propuestos por el jefe; que empieza a volverlo loco a Juan con “llamadas de trabajo” y que “no sabe quién es Morrison” (¡cómo si hiciera falta! Pero justamente ese es el asunto). Dijimos que se trata de una mujer, para decirlo de modo directo, distinta. Es muy bella y algo inocentona, es torpe, un poco cursi, y está llena de entusiasmo. Sus amigas del barrio, “Las hadas”, están cortadas con la misma tijera: son lo opuesto a lo que están acostumbrados Juan y su grupo. Como se ve, la chica de De Caro es la misma que trastoca el mundo masculino en las comedias del Hollywood clásico. Un personaje maravilloso. De esos que las comedias del cine argentino se niegan sistemáticamente a ofrecer, porque no quieren o no pueden. Para De Caro hay un combate singular en este cuento de amor: hacer los trazos de un grupo definido, atravesado por gestos reconocibles, contraseñas, formas de decir, de mirar (el mundo, precisamente). Pero también romper la endogamia, salir de la tentación del resignado “esto es lo que somos” y dejar que entre el aire del cine, en este caso con sus restos de género, que superan la cita y contienen bien, generosamente incluso, eso que no sin equívocos se llama una visión del mundo. En este retrato de su propio grupo De Caro deja ensayar los rituales, toma nota del habla compartida en ellos y encuentra en su recorrido un regocijo que no puede ser sino cinematográfico, con toda su carga de melancolía por apresar en un rectángulo de luz aquello que está destinado a perderse sin remedio. En un momento fundamental de la película, Juan filma un corto con su amada como protagonista exclusiva. La filmación los reúne a todos, las chicas y los muchachos, como parte del equipo. La cámara que filma a la chica, como atraída por un campo magnético, nos apunta a nosotros en calidad de espectadores. Los demás miran como lo hace Juan, fascinados también: se dan cuenta de que la chica, efectivamente, “tiene algo”. El espectador ya lo sabe hace rato y ahora ocupa, durante unos segundos que valen oro, el lugar de privilegio que le permite ver, cara a cara, la representación cabal de esa fascinación en el momento mismo en que se manifiesta. Se trata de una escena reveladora, muy linda y bien lograda. A su manera, además, muy conmovedora. Aunque pueda sonar apresurado afirmarlo, el cine se inventó para hacer el relevo de emociones parecidas a esa.