Tras su première en el reciente Festival de Cannes, entre el miércoles 22 y el viernes 24 de junio se estrenó en los cines de casi todo el mundo esta biopic de una de las máximas leyendas del rock. Una exuberante, por momentos fascinante pero en muchos otros irritante acumulación pop con el sello del creador de Romeo + Julieta, Moulin Rouge!, Australia y El gran Gatsby. El lanzamiento en la Argentina será recién el 14 de julio próximo. No puede decirse que a la Elvis de Baz Luhrmann le falten intensidad, energía, brío, ínfulas y múltiples apuestas. Es una película desbordante hasta lo abrumador, una acumulación incesante de estímulos visuales y musicales, una ópera pop anfetamínica y concientemente kitsch y grasa, un mezcla de videoclip y comic de casi tres horas de duración que acelera hasta en las curvas cerradas. En ese tono, con ese ritmo, puede verse como un viaje en montaña rusa del que es imposible bajarse y cuyo efecto final es bastante parecido a la confusión y el mareo. La película está narrada no desde el punto de vista de Elvis Presley (correcta caracterización e imitación de movimientos a cargo del galán Austin Butler) sino desde quien fuera su representante: “Soy el legendario coronel Tom Parker”, dice de forma altisonante y con gruesas capas de maquillaje un casi irreconocible Tom Hanks. Y desde su perspectiva se reconstruirán los inicios, el ascenso, el boom globlal, la crisis y el derrumbe de un mito del rock como pocos, aunque nunca terminemos de entender en toda su dimensión la patológica relación entre ambos. Para algunos el villano de la película, para otros la verdadera mente maestra detrás del éxito, para algunos un explotador que se quedaba en con el 50% de los ingresos y culpable de su deterioro físico y artístico, para otros el creador del show-business moderno en cuanto a marketing, merchandising, organización de giras, etc, Tom Parker encuentra en el film más matices que un Elvis que por momentos parece limitase a sacudir las piernas para el delirio y los alaridos de la platea femenina. No hay en Elvis ningún momento de intimidad, austeridad, relajo o felicidad. Luhrmann apuesta a los greatest hits, a los momentos épicos (para bien o para mal) de su vida y, así, estamos siempe frente al mito, al bronce, la historia y no ante un hombre de carne y hueso. Por supuesto, el despliegue visual y musical está en sintonía con el lugar y la estirpe de Presley, las siempre excesivas pretensiones del director y la generosidad del presupuesto. Pero una vez que se apagan las luces, se desenchufan los parlantes y el público se aleja del ruido y el caos pasamos a una sensación de profundo vacío y parecido a la decepción. En ese sentido, no parece que Luhrmann haya sido la elección ideal para retratar el univeso de Elvis.
La saga de Thor regresa con una cuarta entrega (segunda consecutiva dirigida por Waititi) que, más allá del despliegue visual propio de un tanque de 250 millones de dólares de presupuesto y alguna cuestión trágica, apuesta casi siempre por un tono de ligera comedia de enredos y espíritu autoparódico. Tras un arranque bastante más solemne y con ínfulas “shakespeareanas” con Thor (2011), de Kenneth Branagh, la saga dedicada al dios del Trueno proveniente de Asgard fue mutando hacia la comedia autoparódica primero con Thor: Un mundo oscuro (2013), de Alan Taylor; y en especial con Thor: Ragnarok (2017), de Taika Waititi. La tendencia se consolida de forma definitiva con Thor: Amor y trueno, secuela que repite a Waititi como director y ahora también como uno de los dos guionistas. Luego de un prólogo en el que vemos la conversión del mortificado Gorr (Christian Bale) en villano vengador (“El carnicero de dioses”, lo definen) tras la muerte de su hija por inanición en pleno desierto, empieza la película con Thor convertido en el eje de una comedia de enredos que apuesta por la exageración, el humor físico y bromas no demasiado elaboradas pero que el carisma de Chris Hemsworth logra sostener y hacer casi siempre eficaces. Por supuesto, desde los primeros minutos sabemos que habrá un elemento (melo)dramático porque la científica Jane Foster de Natalie Portman sufre de un cáncer terminal, pero eso no impide que ella se convierta en el campo de batalla en una versión femenina de Thor y que el espíritu lúdico, por momentos infantil, y de humor zumbón se mantenga durante las dos horas de relato. La primera parte de Thor: Amor y trueno es decididamente graciosa y tira “toda la carne al asador”: desde la presencia de todos los Guardianes de la Galaxia hasta cameos en el marco de una representación satírica de los personajes de la saga con Matt Damon como Loki, Luke Hemsworth como Thor, Sam Neill como Odin y la aparición de Melissa McCarthy como Hela; además de la posterior presencia de Russell Crowe como un Zeus panzón y decadente. Sin embargo, poco a poco el disfrute se va difuminando y en la segunda mitad, Thor: Amor y trueno -musicalizada sobre todo con grandes éxitos de Guns N’ Roses como Welcome to the Jungle, Paradise City, November Rain y Sweet Child O’ Mine- se contenta con una historia de duelos y romances con un trasfondo de sentimientos de culpa y redenciones bastante genérica y convencional. El resultado no deja de ser simpático y por momentos convincente, pero la sensación es de un retroceso respecto de la cima (de la saga) conseguida por el propio Waititi en Thor: Ragnarok. Lo cierto es que -aun sin incidir demasiado en el destino del MCU- y tras las dos escenas post-créditos de rigor, un cartel indica lo que ya todos sabíamos: “Thor regresará”.
A Nicolas Parisier lo conocimos por su ópera prima Le grand jeu, vista en la competencia Cineasti del Presente del Festival de Locarno 2015, donde ya abordaba las relaciones entre los intelectuales y los políticos. En este rohmeriano segundo largometraje, Parisier se centra en la relación entre Paul Théraneau (el siempre notable Fabrice Luchini), veterano alcalde socialista de Lyon con serias aspiraciones y posibilidades de pugnar por la presidencia, y Alice Heimann (la encantadora Anaïs Demoustier, ganadora del premio César por este trabajo), una joven graduada de Filosofía en Oxford que es convocada para un poco específico cargo que consiste en “aportar ideas”. Ocurre que Théraneau -un tipo indiscutiblemente hábil e inteligente- está “quemado” al punto de que, asegura, ya no puede “pensar”. Alice -que no está contaminada por las miserias de la política- será, entonces, su sostén, su cable a tierra y su guía intelectual. En el trayecto, claro, irá ganando lugar dentro del círculo íntimo en la toma de decisiones. La película es divertida, inteligente, ingeniosa e inquietante en su mirada a las tensas relaciones, las incompatibilidades entre política y filosofía, entre la práctica y la teoría, entre los profesionales de la gestión y los recién llegados. Ganadora del Europa Cinemas Label Award en la sección Quincena de Realizadores de Cannes 2019, Alicia y el alcalde resulta una muestra paradigmática de cine francés: puro, esencial y, sí, también fascinante.
Parte videoensayo sobre un capítulo de la historia del cine, parte diario íntimo sobre una obsesión en el marco de una investigación cinéfila, el film de Nicolás Zukerfeld resulta una por momentos absurda y al mismo tiempo fascinante épica por comprobar la veracidad de algo tan insignificante como una mera frase. La primera mitad de la película es una suerte de análisis de la filmografía de Raoul Walsh. En principio, como una demostración con imágenes de la veracidad de la frase que se retoma desde el título, No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo (en ese sentido hay un minucioso trabajo de visualización y edición sobre todo de sus westerns), y después como una reivindicación más general y abarcadora de la obra del prolífico director de Héroes olvidados, Altas sierras, La pasion manda, Murieron con las botas puestas, Aventuras en Birmania, Su única salida, Alma negra y un largo etcétera. Luego, con un austero e ingenioso diseño gráfico y la permanente voz en off del propio Zukerfeld (consumado cinéfilo, docente de la FUC y coeditor de Revista de Cine), se inicia una investigación para demostrar si la frase de Walsh realmente existió, si en verdad fue distinta y “se imprimió la leyenda” o si directamente nunca existió. El director/investigador recurrirá entonces a la ayuda de cinéfilos de distintos lugares del mundo para conseguir fuentes fidedignas sobre los dichos y el pensamiento de Walsh. Un viaje que incluye de Edgardo Cozarinsky a Eduardo A. Russo, pasando por Fernando Ganzo o Lucía Salas, de la revista Variety al corazón de la cinefilia clásica francesa. Todos detrás de una empresa épica, imposible, herzogiana y al mismo tiempo tan sencilla y elemental como una frase, una definición sobre la esencia del cine.
Este 26° largometraje de Pixar es un spinoff eficaz y entretenido a partir de una propuesta básica para el consumo del público infantil (sobre todo de varones), pero queda a años luz del encanto, la sensibilidad, la gracia y la creatividad que convirtieron a la saga de Toy Story en un clásico no solo del cine animado sino dentro de la historia grande del séptimo arte en general. Luego de más de dos años Pixar vuelve a los cines. Tras el efímero paso -pandemia mediante- de Unidos (Onward) por las salas en marzo de 2020, Disney decidió que las tres siguientes producciones de ese estudio (Soul, Luca y Red) fueran a alimentar la oferta de su plataforma de streaming Disney+. Y justo este esperado regreso a las pantallas grandes es con una película que perfectamente podría haber ido de manera directa a los dispositivos hogareños. No porque este 26° título de la factoría sea fallido o carezca de espectacularidad, sino porque ha perdido buena parte del encanto y la capacidad de sorpresa que caracterizaron desde siempre a Pixar. Es una historia básica que se ubica entre lo más convencional de su rica historia junto con la secuela de Cars. El prólogo nos informa que en 1995 el pequeño Andy recibió el muñeco de Buzz Lightyear luego de haber visto un film sobre el heroico guardián del espacio que se convirtió de inmediato en su título favorito. Lightyear es esa película. Y, lamentablemente, pese a ser la apuesta más contundente de Pixar por el género de ciencia ficción, resulta también una de las más previsibles. Buzz Lightyear (ahora con la voz de Chris Evans en lugar de Tim Allen) sigue siendo el piloto arrojado e individualista de siempre y una de las premisas de esta historia será aprender a ser paciente (el tiempo transcurre de forma muy diferente en el espacio) y a trabajar en equipo a-la-Star Trek con sus nuevos colaboradores: Izzy Hawthorne (Keke Palmer), Darby Steel (Dale Soules), Mo Morrison (Taika Waititi) y el gato-robot Sox (Peter Sohn), que es el más logrado comic relief. Más allá de algunos hallazgos propios del cine de aventuras con misiones en principio fallidas, escapes de último segundo o redenciones cuando todo parece perdido, quizás la mayor audacia de toda la película sea la naturalidad y dulzura con que se muestra que la capitana Hawthorne (Uzo Aduba) tiene como pareja a otra mujer (esa “osadía” le valió la prohibición para que el film pueda estrenarse en varios países árabes). El problema es que en medio del vértigo y la acumulación de estímulos constantes el film va perdiendo su audacia, originalidad y creatividad. A la enésima aparición de unas enredaderas gigantes que arrasan con los distintos personajes uno no hace más que confirmar que el guion coescrito por Jason Headley y el aquí también director Angus MacLane no tiene demasiado para innovar ni sorprender en un film que en muchos sentidos tiene más sello de Disney que Pixar. De todas formas, la excelencia de la animación, el carisma de su protagonista y la buena combinación de los distintos elementos de la fórmula convierten a este viaje interplanetario en una experiencia que la platea infantil (en especial la masculina) sabrá disfrutar sin demasiados esfuerzos (ni exigencias).
Aclamada por varios de los críticos/influencers top, fenómeno en las redes sociales (donde incluso se desarrolló una masiva y entusiasta campaña para pedir por su estreno comercial en los cines argentinos), Todo en todas partes al mismo tiempo me generaba no solo curiosidad sino también la casi certeza de que estaba por ver algo realmente sorprendente. Quizás semejante consenso me jugó en contra porque la sensación de decepción se apoderó de mi a los pocos minutos y no me abandonó hasta el final. Quería que me gustara. Tenía que gustarme. Pero no hubo caso. Me parece uno de esos fenómenos muy de estos tiempos. Una película inflada, con cierto ingenio que se confunde con inteligencia, con ambiciones y pretensiones en las que algunos creen ver genialidad. Si la mitad de los excesos, ridiculeces, caprichos, arbitrariedades y torpezas que aparecen en los 139 minutos de Todo en todas partes al mismo tiempo estuvieran en, digamos, Doctor Strange y el multiverso de la locura, muchos exégetas del film de los Daniels le darían con un caño, pero este no es un lanzamiento de Marvel/Disney sino de la prestigiosa A24 y entonces todo es adulación y celebración incondicional. Dividida en un prólogo “realista” y luego en tres minipelículas tituladas Everything, Everywhere y All at Once (sumadas completan el título en otro rapto de inventiva), la historia tiene como heroína a Evelyn Wang (Michelle Yeoh), parte de una familia de inmigrantes chinos que lucha por sostener una concurrida y caótica lavandería mientras debe lidiar con su marido Waymond (Ke Huy Quan), que en verdad pretende divorciarse, un padre despótico y semi inválido (James Hong) y su hija Joy (Stephanie Hsu), que trata de que ella y su pareja lesbiana sean aceptadas, mientras una despiadada auditora de la agencia oficial de rentas (una simpática villana a cargo de Jamie Lee Curtis) amenaza con cerrarle el negocio por múltiples deficiencias en las declaraciones de impuestos. Pero a los 15 minutos el registro de comedia costumbrista y pintoresquista asiática se convierte en otra cosa que evidentemente deslumbró a muchos y a mi me resultó una experiencia desmesurada, avasallante, frenética, por momentos intrascendente y en varios pasajes irritante. Los Daniels (Swiss Army Man) no se andan con chiquitas y en el multiverso de Todo en todas partes al mismo tiempo habrá lugar para la ciencia ficción, la comedia fantástica, el musical, las artes marciales y cuanto género quieran sumar. Todo, por supuesto, con un tono canchero y siempre a pura velocidad en un maximalismo pop (del estilo Hitman o Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños) que en la comparación convierte a Michel Gondry y Charlie Kaufman en émulos de Robert Bresson. En el salto de un multiverso a otro habrá escenas que remiten a El tigre y el dragón, Matrix, Terminator, Kill Bill y hasta 2001, odisea del espacio y Con ánimo de amar, en un juego de guiños, homenajes y complicidades que puede resultar simpático en un principio, pero luego se convierte en una insustanciosa acumulación de estímulos y pirotecnia visual. Si la película no cae en el desmadre absoluto es porque en el centro de la escena está casi siempre un mito del cine asiático como la malayo-china Michelle Yeoh (la misma de películas de Johnnie To, la mencionada El tigre y el dragón y un éxito reciente como Locamente millonarios), quien a los 60 años no solo maneja con naturalidad todos los registros (desde la comedia física al melodrama familiar) sino que demuestra que todavía puede sostener coreográficas escenas de artes marciales. Lo suyo es decididamente superior al ruido y el caos que proponen los Daniels con producción de los hermanos Joe y Anthony Russo.
Primero fue Raúl Perrone, luego José Celestino Campusano y, desde hace algún tiempo, César González. Más allá de sus diferencias generacionales, temáticas y estilísticas, los tres han forjado prolíficas filmografías desde el conurbano profundo y se convirtieron en referentes de muchos programadores y algunos críticos por hacer un cine distinto desde las periferias y en varios casos incluso por fuera de la centralidad porteña y los subsidios del INCAA. En el caso de César González, el más joven de los tres, se escribieron muchos ensayos sobre su “poética” en historias ambientadas en barrios populares y se lo puso como ejemplo frente a un cine supuestamente adocenado y previsible que se estaría haciendo desde el establishment industrial. En ese sentido, Reloj, soledad surge como la película más clásica de todas las que he visto de este director. Construida en colaboración directa con la magnética protagonista Nadine Cifre, quien figura también como coguionista, coeditora y coproductora, narra la historia de una joven que vive sola y en condiciones bastante precarias en el sur del conurbano bonaerense. Sin embargo, a diferencia de muchos de sus vecinos, ella tiene un empleo en blanco como empleada de limpieza en una enorme imprenta. La cámara de González -Atenas (2019), Lluvia de jaulas (2020) y Castillo y sol (2020)- no abandona ni un instante y sigue siempre de cerca a esta chica de pelo con toques celestes y verdes, desde su cotidianeidad hogareña donde a veces falta hasta el agua hasta sus largos viajes en colectivo a la fábrica que lidera Mario (Edgardo Castro). Y justamente en la oficina de su jefe ella encontrará y se robará un costoso reloj, que terminará con una compañera de limpieza perdiendo su puesto. Y allí comienzan las (nuevas) penurias de nuestra antiheroína, dominada por la culpa y amenazada por un contexto cada vez más hostil, que la llevará a buscar refugio en lo de su madre (Erica Rivas). La historia -que tiene elementos que remiten al cine del citado Campusano y al de los hermanos Dardenne- es, como quedó dicho, algo convencional, pero lo que hace de Reloj, soledad una película por momentos fascinante son los detalles, las pequeñas observaciones: el ominoso Riachuelo, los carros a caballo, Un poco de amor francés de los Redondos sonando en un bar y esos micro (y no tan micro) machismos que condicionan el día a día de una joven que busca un camino de independencia entre tentaciones y obstáculos.
Telma D’Andrea tiene 77 años, ama el cine (integra un grupo de jubilados que se reúne todos los jueves a ver películas), pero la carcome sobre todo una gran obsesión: encontrar a un soldado que estuvo en Malvinas y que fue el primer amor de su por entonces quinceañera hija Lili, con quien intercambiaron cartas de amor durante la guerra de 1982. Con la ayuda de algunas amigas, la testaruda Telma iniciará una tarea detectivesca de la que la película se apropia haciendo siempre evidente el artificio, la construcción ficcional en el ámbito del documental, y jugando con la complicidad entre las veteranas protagonistas y la joven directora Brenda Taubin. Con reminiscencias de Las cinéphilas pero también de El agente topo, Telma, el cine y el soldado, que tuvo su estreno mundial en el reciente BAFICI, apuesta -incluso desde el uso de la música- a la comedia de enredos, más allá de que en el trasfondo está el drama de la guerra (se incluye además bastante material de archivo sobre el conflicto de Malvinas). No adelantaremos el resultado de la búsqueda, pero la película es más interesante cuando se analizan sus múltiples propuestas y materiales por separado que en el conjunto. Hay una evidente simpatía en los personajes (y empatía con la historia en cuestión), pero también algo que suena forzado, no del todo emotivo, en la mixtura de los diferentes elementos y facetas de la película.
Camila (Nina Dziembrowski) disfruta de los últimos momentos de su adolescencia y de su militancia feminista con sus amigas y amigos de un colegio público de La Plata (muy linda la primera escena en el Museo de Ciencias Naturales). Sin embargo, su vida da un vuelco profundo cuando Victoria (Adriana Ferrer), su madre ya divorciada, las lleva a ella y a su hermana menor Martina (Carolina Rojas) a vivir a la casa de la abuela (que está internada en grave estado a causa de una neumonía) y las inscribe en un secundario privado, de esos con mucha religión e inglés, en plena ciudad de Buenos Aires. No es solo que ha perdido a su grupo de referencia y contención: el nuevo ámbito será bastante hostil. Mientras el director (Guillermo Pfening) le dice con buenos modos y espíritu burocrático que mejor se saque el pañuelo verde mientras está en las instalaciones, otros directamente le escriben feminazi en su locker. Pero Camila está muy lejos de amilanarse. Pese a su corta edad, sabe bastante bien lo que quiere, pero sobre todo lo que no quiere. Y hará todo lo que esté a su alcance para lograrlo, así se le vengan el bullying y las suspensiones encima. Más allá de esas tensiones que derivan en hostigamientos, Camila encontrará pronto dos compinches en Lourdes (Laura Daniela Visconti) y un chico gay llamado Pablo (Federico Sack), aunque en el terreno sexual su interés se posará primero en Bruno (Diego Sánchez) y luego en Clara (Maite Valero). Natación, skate, citas por Tinder, cuerpos transpirados que se rozan en una disco, perreo al ritmo de canciones de La Valenti con SAGA o de SassyGirl con El Plvybxy. El universo de la película de Barrionuevo es el de un coming of age, una historia de iniciaciones y descrubrimiento no exenta de erotismo y lirismo, y ya en esos terrenos sintoniza a la perfección con estos tiempos en los que los jóvenes rehúyen de los encasillamientos y estereotipos para una experiencia menos dogmática, más fluida. Hay, sí, disociaciones, esciciones, confusiones propias de la búsqueda de la identidad a esa edad, pero Camila y la película rompen con los esquemas y cánones tradicionales. En ese derrotero íntimo, en ese transitar, en esa deriva va apareciendo cada vez con mayor fuerza una dimensión política. Hay, claro, profundas diferencias generacionales con su madre (hasta que se permiten encontrarse en una hermosa charla confesional) y también de clase (ella está completamente alejada del mundillo de “chetos” rugbiers y de los rituales religiosos que imperan en una institución privada como esa), pero afortunadamente (salvo en un par de momentos) Barrionuevo evita caer en la bajada de línea y la denuncia obvia. En medio de una narración sobria y muy cuidada (todos los rubros técnicos son impecables) y un elenco juvenil que transmite con naturalidad tanto las contradicciones de sus personajes como las características de la dinámica grupal, sobresale el trabajo de Nina Dziembrowski. La hija del actor Luis Ziembowski y la música Carmen Baliero había tenido hasta el momento solo una breve participación en Emilia, de Cesar Sodero, y aquí tiene la responsabilidad de cargar con el peso casi absoluto de la narración. Su Camila no está solo en el título, es el corazón, la esencia, el alma y la heroína de una película sobre los nuevos códigos, las nuevas luchas (la marea verde), el empoderamiento, la sororidad, sobre saber adaptarse, perder los miedos, saber pedir perdón y vivir sin culpas. Una película sobre su tiempo. Un logrado retrato generacional.
Ustedes probablemente eran muy jóvenes (o incluso algunos ni siquiera habían nacido) cuando se estrenó Top Gun: Reto a la gloria. El film de Tony Scott tuvo en su momento críticas muy poco entusiastas, pero las aventuras del joven piloto Maverick se transformaron en un inmenso éxito de crítica y con el tiempo en un inoxidable ícono popular. Pasaron más de 35 años y Cruise -convertido en una de las últimas figuras que llevan el estrellato de forma clásica, con garbo, dignidad, sin caprichos ni los desaires del divismo- vuelve al personaje de Pete 'Maverick' Mitchell con John Kosinski (con quien ya trabara en Oblivion: El tiempo del olvido) en la dirección. Tom Cruise será ahora un galán maduro, con más arrugas y más musculatura, pero esta secuela old-fashioned que inevitablemente invita a la nostalgia y melancolía luce mucho más eficaz y armónica que la oelícula de 36 años atrás. La primera secuencia -notable- encuentra al capitán Maverick (después de tantos años siguen sin ascenderlo) desobedeciendo una y otra vez las órdenes de Beau 'Cyclone' Simpson (Jon Hamm) y del contralmirante Cain (Ed Harris) para -entre otras cosas- conseguir que el prototipo de un avión rompa todos los récords de velocidad. Lo cierto es que al rebelde pero aún vigente Maverick lo mandan del desierto de Mojava a un campo de entrentamiento e instrucción en San Diego. Y, así, tras montar su Kawasaki, irá a su nuevo destino, donde tendrá no solo que formar un equipo para una misión poco menos que suicida sino también lidiar con las nuevas generaciones, saldar algunas cuentas pendientes con el joven Bradley 'Rooster' Bradshaw (Miles Teller) y reencontrarse con la Penny Benjamin de Jennifer Connelly, dueña del bar del lugar. Todo servido, entonces, para enfrentamientos generacionales y subtramas románticas que Kosinski filma con destreza y Cruise resuelve con la simpleza y confiabilidad de siempre. ¿Que en Top Gun: Maverick hay mucho de fórmula(s)? Sí, es un cine de impronta ochentista con look y despliegue propio de estas épocas. Es un espectáculo sin grandes audacias concebido con sensibilidad y nobleza (las apariciones del degradado Val Kilmer son hermosas) por gente que sabe y ama lo que hace. No es poco en estos tiempos en que la mayoría de los tanques están sumergidos en intrincados y absurdos metaversos. Keep it basic.